Más de uno pensará (y no le faltará razón)
que mi aviso es un tanto extraño, incluso estúpido, cuando menos contradictorio,
pero es lo que tienen los títulos, si me pongo a explicar lo que voy a decir a
continuación entramos directamente en el texto, creo que juega a la
perfección el papel que le adjudico como llamada de atención, como reclamo,
como manera de atraer miradas hacia este escrito que pretende despertar las
ganas (incluso la necesidad) de sumergirse en las páginas de Mentiras,
la por el momento última novela de Yrsa Sigurdardóttir publicada en España (traducida
por Fabio Teixidó) y que se sumó a principios de este año al catálogo de Roja y
Negra, ese continuo regalo para el aficionado al género. No pretendo ni de
lejos compararme con él (sólo en lo voluminoso, tal vez), pero he seguido los
pasos del maestro Hitchcock, quien tituló algunas de sus estupendas
recopilaciones de relatos advirtiendo que éstos estaban prohibidos a los
nerviosos o que debían leerse a plena luz, en este caso hablo de mi propia
experiencia puesto que inicié la lectura durante uno de los viajes de Pablo a
Coruña y, honestamente, tuve que cerrar el libro porque me estaba agobiando más
de lo debido, porque la atmósfera ominosa de una parte de la novela se estaba
apoderando de la casa (al modo en que sucede en el insuperable cuento de Julio
Cortázar), porque el mal rollo se me iba contagiando precisamente porque no
pasaba nada, porque todo estaba en silencio (algún que otro resoplido de Dobby
mientras dormía, sonido que se me antojaba alarmante y premonitorio por aquello
de que los animales presienten las tragedias), paradójicamente, no podía dejar
de leer, en realidad paré el tiempo suficiente para tomar aire, algo me impelía
a continuar, necesitaba saber más, despejar incógnitas, el modo en que la
autora islandesa gradúa la tensión, casi imperceptiblemente, dosificando con
precisión de suplicio malayo, la manera en que construye Mentiras, presentando tres escenarios distintos, tres narraciones
independientes (aunque sabemos que tendrán alguna relación puesto que se
especifica el momento en que cada una sucede, con apenas unos días de
diferencia -entre el 20 y el 28 de enero de 2014-) en las que maneja diferentes
tonos de esa paleta tan rica en matices que posee el género negro, mezclado,
diluido, invadido por el del terror, consiguiendo una mezcla potente y
electrizante (literalmente: a ratos se siente como una descarga), la novela
consigue desde el prólogo que el lector empiece a desasosegarse, a temblar, a
sudar, a encogerse, a mirar subrepticiamente alrededor, a que la casa se
transforme en un territorio cuando menos inquietante, a que echemos de menos la
presencia de alguien a quien recurrir cuando, sin ningún género de duda, la
presión sea excesiva y aquello estalle, es decir, no haya vuelta atrás y la amenaza
deje de ser fantasma.
Y, como digo, continué leyendo, igual que
hace tantos años me sucedió con It de
Stephen King en las vacaciones de Navidad del primer año de Universidad (esas
largas noches en que me arrebujaba en la cama, no levantaba los ojos de lo
escrito por temor a ver algo que prefería sólo imaginar, estaba tentado a cada
minuto en sepultarme bajo las sábanas, la manta y el edredón -y porque no había
más-, pero la luz encendida parecía la mejor opción y, por lo tanto, para no
hacer un gasto innecesario, para no sentirme culpable -aunque no precisaba de
excusas para ello- seguía avanzando en aquel libraco de más de mil páginas que
devoré sobrecogido, con ese deleite morboso del que, no se puede negar, adora
sentir miedo); Yrsa Sigurdardóttir sólo necesita sugerir, introducir un
elemento perturbador en lo cotidiano, revolver la atmósfera para que resulte
insana, para que todo, incluso un espacio abierto si bien es cierto que
inhóspito y claustrofóbico (no es un oxímoron, en absoluto -tampoco algo
plenamente original, aunque aquí se alcancen cotas inéditas y muy brillantes-),
para que el escenario más cotidiano y calmado devenga en uno que provoque
escalofríos y destile zozobra, desazón, congoja, pánico y todos los sinónimos
que se ocurran. La autora practica una vivisección salvaje de las aprensiones,
vulnerabilidades, temores y aflicciones de sus personajes (sin pisar el
acelerador, trabajando por acumulación, incluso, ya que empleamos cierta jerga,
podríamos decir que con asepsia, lo que le permite pillarnos desprevenidos y
apretar el puño lo estrictamente necesario, sólo en unas cuantas ocasiones y
muy brevemente, para que lo demás lo incorporemos nosotros), nos conecta
directamente con lo más recóndito, con lo más particular, con lo que nos
diferencia o nos iguala pero nos hace desarrollar empatía porque supone ahondar
en el hipocentro emocional. La narración más cercana en el tiempo, la ubicada
en ese islote del Atlántico al que resulta muy complicado llegar (sólo es
posible hacerlo en helicóptero pero no hay espacio para aterrizar y el descenso
supone todo un riesgo, por no decir un suicidio) y del que es imposible escapar
(y salir con vida) si no es con ayuda externa y de la misma forma que se
accedió, esa parte de la novela se cuenta en tiempo presente (aunque el prólogo
ha anticipado parte del final, suministrando algunos datos que contribuyen a
que durante la lectura nazca sospechas, hipótesis, estremecimientos), lo que
multiplica la tensión al acentuarse la virulencia con que los personajes viven
(en ese mismo momento) la asfixiante y terrorífica situación en que su creadora
los coloca, pareja a la de los protagonistas de las otras dos líneas narrativas
que se van alternando sin tregua en una estructura que convierte a Yrsa
Sigurdardóttir en una trilera habilidosa que siempre levanta el vaso correcto.
Aunque lo más opresivo a nivel puramente
doméstico va perdiendo (porque así lo requiere el conjunto) intensidad según la
acción (o acciones) se va desarrollando, Mentiras
no da tregua ni decepciona, posee mucho más que un portentoso arranque, no
es sólo una buena idea (como, por desgracia, es tan abundante en el género -en
ambos: el negro y el terror-), no es un buen punto de partida mal desarrollado
o, peor aún, que no aguanta más allá de unas cuantas páginas, sino una novela
soberbiamente armada que consigue sorprender incluso aunque pueda preverse
parte de la resolución, la autora sabe guardarse algunas bazas que juega con
honestidad y respeto por el lector, envolviéndole, mareándole, despistándole,
todo en beneficio de la construcción del puzle, sin incoherencias ni
justificaciones estrambóticas, tomándose muy en serio la (a pesar de todo)
diversión de aquel que se aventure por sus páginas buscando eso (y no es poco y
no es nada fácil conseguirlo), haciendo lo propio con aquellos que se enfrentan
a la novela como reto, queriendo ser más sagaces que los investigadores (Nína
Magnason, en este caso, aunque es al mismo tiempo una de las afectadas, un
personaje apasionante, con muchas aristas y recovecos como suele ser habitual
en los países nórdicos). Es de esas ocasiones en las que conviene dejar de
hablar porque el entusiasmo, el horror -que diría aquel-, la abducción sufrida
puede llevarnos a desvelar más de lo debido y creo que conviene abrir Mentiras sin saber mucho más (nótese que
apenas he esbozado una de las tramas), a las bravas, con la valentía de los
cobardes (así me considero) que necesitan consumir estos géneros (eso sí,
escarmienten en cabeza ajena, si siempre me otorgan su confianza y por eso
continúan visitando este blog, también a los que hayan llegado por primera vez,
si en algo puede servirles mi experiencia, no se pongan a leer si están solos
en casa, puede que abandonen la lectura demasiado pronto, sin duda lo pasarán muy
mal y no es que Yrsa Sigurdardóttir precise de aditamentos ni refuerzos para
que el viaje sea inquietante -y alucinante, como corresponde-).