La vida del aficionado a la novela negra y/o
policiaca en cualquiera de sus vertientes es cualquier cosa menos aburrida en
los últimos años, lo que no siempre es sinónimo de diversión y disfrute (aunque
-es una opinión muy personal: habla el niño que casi aprendió a leer con
aventuras, enigmas, misterios, crímenes-, hay más motivos para la algarabía que
para lo contrario -también es cierto que algo va aprendiendo uno a fuerza de
equivocaciones y decepciones y desarrolla cierto olfato o apuesta sobre seguro-);
en gran medida, la existencia de ese lector que pierde el oremus ante lo que
huela (a veces tan sólo lo aparenta) a novela negra se ha complicado bastante,
para empezar porque conviene separar el polvo de la paja, porque no todo lo que
se vende como tal supone una incursión en el género, porque algunos colocan un
cadáver por ahí, dispersan un par de interrogantes por allá y lo demás lo dan
por adquirido, porque en su (comprensible -hasta cierto punto-) afán por vender
más (a veces tan sólo por vender algo, por mera supervivencia) las editoriales
no tienen reparos en catalogar de esa manera (llegando a engañar descaradamente
en las solapas o contraportadas) titulillos que apelan a lo más básico y/o
burdo, recurriendo a fórmulas gastadas que tuvieron éxito en algún momento,
historias muy elementales en las que el componente detectivesco es secundario e
incluso inexistente, porque, aunque siguen apareciendo cada poco nombres a
tener en cuenta de esta o de aquella nacionalidad, el hecho de nacer en el
mismo lugar que Henning Mankell, Patricia Highsmith, Agatha Christie o Manuel
Vázquez Montalbán no faculta, ni tan siquiera, para ser escritor, porque hay,
no cabe duda a pesar de que uno sea consumidor insaciable, saturación, exceso, elefantiasis,
demasiadas publicaciones, constantes novedades, porque se sigue primando (y
potenciando) la cantidad y se atiende poco al asunto de la calidad, a tratar al
fiel comprador como merece, a pensarle omnívoro pero sin paladar. Por otro
lado, el hecho de que ahora proliferen trilogías (en muchos casos porque sí, no
todos son Toni Hill -cuando concluya las de César Pérez Gellida y Dolores
Redondo espero poder incluirles en las excepciones-, como mera estrategia
comercial, como intento de asegurar ventas, como mera imitación de lo que en un
momento dado funcionó y rompió moldes -mucho antes de lo que se piensa, porque,
por poner un ejemplo sobradamente conocido y salirnos del género que nos ocupa,
Tolkien publicó los tres tomos de El
Señor de los Anillos casi 50 años antes de que Peter Jackson empezase a
hacer historia con el estreno de La
Comunidad del Anillo (2001)- y la palabra “trilogía”, también en lo
literario, tomó un nuevo significado-), como la mayoría de las series que se
presentan al lector relacionan entre sí algunos o todos sus títulos, como hay
una lógica interna (por no decir una columna vertebral, una historia central, a
veces la auténtica historia -y los casos que se van resolviendo la alimentan,
la hacen avanzar o sirven para ir definiendo a los personajes principales,
llegan a ser en ocasiones narraciones casi independientes-) que se pierde si
las novelas se leen en un orden diferente, como hay autores que alternan sagas
con novelas sueltas, también los hay que tienen dos o tres personajes (o
escenarios o cuartetos o vaya usted a saber qué, el caso es se reúnen unos
cuantos tomos bajo un elemento común) que van diseminando aquí o allá (hasta se
da el caso de quien mezcla sus diferentes series o al menos intercambia
personajes), como decimos lo de llevar un cierto orden resulta un rompecabezas
más irresoluble que muchos de los acertijos planteados.
Y el caso es que, como se dijo, uno creció
con las series de Enid Blyton (que, más allá de respetar una cronología
-verano, Navidad, ese concepto tan envidiable en aquel momento llamado
“vacaciones de invierno” (hablo sobre todo de Los Cinco, mi favorita)- y hacer
en ocasiones una mínima referencia a hechos pasados, podían leerse en el orden
que se desease), las aventuras de Los Tres Investigadores (perfectamente
comprensibles cada una de ellas como pieza aislada aunque se empezase, como en
mi caso, por El misterio del león
nervioso, creo recordar que era el tomo número 16), las de Los Hollister
(con el tiempo caeríamos en la cuenta de que, en todas las historias -y eran
33-, Pete, Pam, Ricky, Holly y Sue tenían la misma edad, existiendo varios
veranos, cursos escolares y demás fiestas de guardar en las que los hermanos se
nos presentaban con 12, 10, 8, 6 y 4 años respectivamente), las novelas de la
imprescindible tía Agatha (sin ninguna cronología posible, a no ser que Poirot
viviese más de cien años, no digamos nada de la señorita Marple), diferentes
series en las que lo de menos era el orden de publicación, no importaba, por
ejemplo, leer El asesinato de Roger
Ackroyd o Maldad bajo el sol antes
que El misterioso caso de Styles (aunque
sí conviene hacer lo propio con ésta antes de adentrarse en Telón para captar determinados guiños y
situaciones, al margen de la melancolía y la nostalgia que se desprende de sus páginas),
circunstancia que no ha evitado que, con el paso del tiempo, me haya aficionado
a seguir la producción de los autores de novela negra (como tantas veces, dicho
así en general) respetando la cronología que ellos han creado, al menos en lo
que a series se refiere, de hecho voy poco a poco poniéndome al día con Simenon
y su comisario Maigret atendiendo a la fecha de publicación y no a la
ordenación dada en la edición en castellano que tengo, es una deuda pendiente
con la Christie la de, si no con los 81 tomos que forman su canon, leer
consecutivamente las aventuras de Poirot, las de Marple, las de Tommy y
Tuppence, ordenar lo más posible a los diferentes personajes a los que recurrió
en más de un título (algunos protagonizan aventuras en solitario, coinciden con
Poirot, reaparecen aquí y allá). Sin embargo, he tirado por tierra estos propósitos
ordenancistas porque la causa lo merecía, porque el corazón me lo exigía, y,
sin solución de continuidad, he pasado del primero al vigésimo quinto volumen de
una serie (ahora existe ya un título posterior editado en castellano, pero
cuando llegó a mis manos era, puede decirse así, el último) y debo reconocer
que no me ha pasado nada raro ni he experimentado síntomas preocupantes (más
allá del aumento de las ganas de seguir leyendo a la autora que ahora citaré).
Ser testigo impotente del deterioro mental
de la tía Carmen, asistir a su declive, a cómo se está transformando en una
persona distinta (a la que, dentro de lo malo, todavía se puede considerar y
tratar así), sentir que no se puede hacer nada más pero no poder conformarse, no
poder evitar los reproches hacia uno mismo, la rabia, el dolor, la angustia, el
miedo, todo mezclado, querer huir hacia ninguna parte, insultándome por mi
cobardía, quebrándome ante la evidencia, queriendo ocultar mis debilidades
(manifiestas y palpables), constatar que no hay vuelta atrás y que en gran
parte ella percibe que está perdiendo facultades a gran velocidad (con la
voracidad insaciable de la maldita enfermedad que borra cerebros como si fuesen
pizarras llenas de garabatos hechos con tiza), mirarla a los ojos y no
encontrar su brillo característico, reconocerla cada vez menos, el pánico me
hizo salir corriendo de la mesa familiar cuando celebrábamos el Día de la
Madre, no por su enfado sin sentido, no por lo que ni ella misma puede
controlar, sino por no verme capaz de afrontar su transformación, de encontrar
valor, fuerza, energía, porque me sentí (y me sigo sintiendo) inútil, incapaz
de ayudarla. Me lancé a la calle, no tenía claro ni hacia dónde iba, sólo
quería alejarme, desaparecer, ahogarme en llanto, buscar alivio aun siendo
consciente de que era tarea imposible, tanto me dolía lo que sucedía como me
fustigaba e insultaba por no estar a la altura de lo que hubiese esperado el
tío Miguel, a esa presencia benéfica y amorosa que nunca nos ha abandonado le
pedía fortaleza, auxilio, apoyo, serenidad, que siguiera protegiendo a la tía,
que le quitase obstáculos para que, al menos, no se percatase tanto de lo que
está ocurriendo, temblaba y no era capaz de articular palabra cuando Pablo me
llamó para saber dónde estaba, yo sólo sabía llorar, ahogar los gritos que me
nacían en las entrañas, que me desgarraban, él me decía “ven, anda, estamos con
el postre, la tía te espera”, “no lo puedo soportar” fue lo único que logré
balbucir, “venga, vuelve”, sin decir nada más colgué y desanduve el camino que
no era realmente consciente de haber recorrido, no pude probar bocado pero
estuvimos juntos, les dimos los regalos (a mi madre y a la tía, madre
igualmente aunque no haya parido), pero no conseguí volver a sonreír, temía
hacer daño, observaba a la tía y percibía que había momentos en que se movía
mecánicamente, por fortuna parecía haber olvidado mi extemporánea reacción y lo
que la había provocado. Al llegar a casa, como tantas veces, me deshice en los
brazos de Pablo, las piernas me fallaban, no reprimí las ganas de gritar ante
la crueldad, el ensañamiento, la hijaputez de la muerte que somete a una lenta
tortura a los que se va a llevar de todos modos, aunque uno no termina de
prepararse (ni mucho menos de acostumbrarse, estúpida palabra de consuelo) en
ese momento tomé conciencia verdadera de que empezaba la despedida, que a la
tía aún podían quedarle varios años de vida (mujeres muy longevas las de esta
familia) pero que, de algún modo, ella, esa esencia inasible que nos define a
cada uno, ya no estaba aquí totalmente. Pablo me reconfortó, me obligó a
tumbarme en la cama, me dejó dormir cuando el agotamiento mental y anímico hizo
mella, esa noche me regaló un libro para poner la mente en otras cosas al menos
durante el tiempo de la lectura, y por eso eligió una novela policiaca, esa con
la que Donna Leon ha celebrado los primeros veinticinco años de vida de su
personaje Guido Brunetti: Las aguas de la
eterna juventud.
No mucho antes de viajar a Venecia, donde
pasamos unos días maravillosos en el otoño de 2011, empecé la serie de novelas
que la autora estadounidense que reside en la ciudad de las góndolas desde 1981
ha ido desarrollando a razón de título por año (salvo 1997 cuando presentó dos
y no retomó su personaje hasta 1999), los casos que el comisario Brunetti
resuelve en las calles, palazzos, canales
y demás lugares de Venecia (no sé si alguna aventura transcurre en otros
escenarios, como ya dije antes sólo he leído dos de entre veintiséis). Muerte en la Fenice supuso un gratísimo
reencuentro con literatura policiaca de la de toda la vida, aunque la autora se
permite apuntes sociales, crítica más o menos soterrada a cómo los gobernantes
desprecian el tesoro que supone la ciudad y, nunca mejor dicho, consienten que
se hunda por dejadez, corrupción, incultura y otras lacras, lo realmente
importante es la investigación, el enigma planteado, el clásico “quién lo hizo”,
el acertijo a resolver. Donna Leon escribe con eficacia, sin vericuetos extravagantes
o complicaciones extremadas, entreteniendo, absorbiendo, con diálogos que
suministran información y ayudan al dibujo certero de los personajes (es algo
que, por ejemplo, también puede encontrarse en González Ledesma, en Sierra i
Fabra, en Giménez Bartlett, en Vázquez Montalbán y, por supuesto, en la maestra
a la hora de escribir interrogatorios y desarrollar la trama en los diálogos,
es decir, la tía Agatha), jugando con el lector (como debe ser) pero respetando
las reglas, queriendo ser ingeniosa y sorprendente pero sin que eso se imponga
a la narración, no saliéndose de cierto canon pero aportando su atmósfera y su
creación, ese Guido Brunetti que puede resultar brusco, un tanto cínico (y con los
años más: se nota la evolución/involución del primer título al que terminé
recientemente), pero al que se puede leer en la primera, en la quinta, en la
octava, hay las mínimas y lógicas referencias a hechos pasados para que el
lector novato se sitúe (sobre todo en lo que a las relaciones entre los
personajes recurrentes se refiere), pero cada caso puede leerse como antaño,
como con Los Tres Investigadores, porque te llama más Testamento mortal (de “sorprendente” se calificaba uno en aquella
serie avalada por Hitchcock) o Acqua alta
que Un mar de problemas o, simple
y llanamente, porque te lo obsequia la persona amada para que respires, para
que sonrías, para que recuerdes cómo la tía Carmen te traía tebeos, novelas de
Marvel, libros al regreso de sus vacaciones, lo mucho que le debes y lo mucho
que puedes devolverle aunque te parezca insuficiente o a destiempo, cómo le
divertía que le contases cosas sobre los libros de Agatha Christie que
devorabas. Ahora, aunque no siempre comprende todo, sigue soltando alguna
carcajada cuando le cuento que hicimos tal o cual entrevista, lo genial que me
ha parecido tal libro o cuando le recuerdo películas que le/nos emocionaron,
aunque se le hace pesado seguir incluso las que conocía bien y ya no se pone DVDs,
al menos durante unos minutos se acuerda de Escarlata quitándose enfurruñada su
anillo de bodas o del azote que Tracy le arrea a la Hepburn en La costilla de Adán y vuelve a ser ella,
la tía Carmen, con artículo determinado.