Los cuarentañeros bien adentrados en esa
década de vida (como el que esto escribe) y algunos un poco más jóvenes
conocimos a Stephen King antes de poder leerle o entrar al cine a ver alguna de
las en general exitosas adaptaciones que fueron apareciendo desde la mítica Carrie (1976) de Brian De Palma; así, el
estreno de Los chicos del maíz (1984)
-que, por cierto, nunca había visto hasta hace poco más de un mes cuando Pablo
y yo vivimos una jornada nostálgica gracias al Blu-Ray- se anunciaba como todo un
acontecimiento (así vivíamos la llegada de la inmensa mayoría de los estrenos)
con la frase promocional “del autor de Carrie,
El resplandor, La zona muerta, Christine” (¡Y qué énfasis ponía el locutor
en este título en concreto!) -en aquel momento no entraba en el cómputo El misterio de Salem´s Lot, la
espléndida miniserie, porque en España sólo se conocía la versión reducida que
se comercializó y que aquí se había estrenado, aprovechando el tirón de una
película que se hizo muy popular, como Phantasma
II (1979), pero ya llegaría el momentazo de su emisión en TVE en septiembre
de 1985, ocupando, por cierto, el hueco que La
joya de la Corona dejó en la programación nocturna de los martes-. Gracias
al videoclub, a algún cine de reestreno/programa doble/sesión continua y al
propio curso del tiempo, King se convirtió en un nombre que en un principio
buscábamos más en carátulas de vídeo o carteleras de cine que en libros, pero
muy pronto empezó también a inundar nuestras bibliotecas, aunque las primeras
novelas que leí fueron prestadas -puede que la memoria me juegue una mala
pasada, hay un par de lecturas que se solapan o coinciden, pero siempre he
considerado, aunque a veces se lo he atribuido a It (que no tardó en llegar), que mi debut como lector de King se
produjo con La larga marcha, desde
aquel ya lejano momento una de mis favoritas del de Maine, nunca olvidaré cómo
me faltaba el aire, cómo perdía resuello, cómo me asfixiaba, cómo temblaba sin
necesidad de apariciones, fantasmas, endemoniados, una distopía de la que
muchos han bebido (y han plagiado con absoluto descaro)-.
Aunque nunca ha dejado de estar de moda, aunque
sigue publicando con envidiable (y casi frenética) asiduidad, aunque su legión
de admiradores no hace sino aumentar, puede afirmarse que en estos últimos
tiempos vivimos un rebrotar de la “fiebre Stephen King”, puesto que se acumulan
los estrenos en cine y televisión que adaptan alguna de sus historias, que
toman su (muy amplio) universo como punto de partida, ayer mismo se estrenaba
en España La Torre Oscura (no se
ponen de acuerdo los que ya la han visto, a buen seguro porque desconocen el
original -salvo una indocumentada que asegura que “resume todo lo publicado”
(si eso es cierto, parezca lo que parezca el conjunto, hay que ovacionar a los
guionistas por reducir lo que sobrepasa las 4.000 páginas a poco más de hora y
media de metraje)-, sobre qué parte de los siete volúmenes que componen la
serie -ocho en realidad porque por ahí ronda El viento por la cerradura, encajado entre el volumen cuarto y el
quinto- es la que aparece en pantalla), aún resuenan los ecos de la televisiva 22.11.63 (un tanto decepcionante para un
servidor, si bien es cierto que ciertas carencias/arritmias ya están en la
novela), despediremos el verano con la muy esperada It (ojalá haga justicia a una novela torrencial que no se puede
dejar de leer a pesar de estar temblando por el pánico que se siente a tener
que apagar la luz), ya se están emitiendo en EEUU Mr. Mercedes y La niebla -cruzando
los dedos para que no cometan el clamoroso error de casting que el insulso
Thomas Jane suponía en la, por otra parte, meritoria y a ratos logradísima
versión fílmica de Frank Darabont-, se anuncia Castle Rock que se presenta como un a modo de Dickensian (2015), aquella joya de la BBC, podríamos estar horas
enumerando los proyectos o realidades en que aparece involucrado el nombre de
Stephen King, pero aquí habíamos venido a hablar específicamente de El bazar de los malos sueños, una
magnífica colección de relatos que Plaza y Janés publicó hace unos meses (con
traducción de Carlos Milla Soler) y que es, por el momento, lo último que ha
aparecido en nuestro país con su nombre en la portada.
“Te he preparado unas cuantas cosas, Lector
Constante; las expongo ante ti a la luz de la luna. Pero, antes de que
contemples los pequeños tesoros artesanales que tengo en venta, hablemos un
poco de ellos, si no te importa. No nos llevará mucho tiempo. Ven, siéntate a
mi lado. Y acércate un poco más. No muerdo”, así se presenta el autor ante sus
fieles (aunque los neófitos no deben sentirse discriminados, de hecho este
volumen es una ocasión muy propicia para establecer contacto, pero deben
comprender que King lleva unas cuantas décadas iluminando nuestras pesadillas
-o ensombreciendo nuestros sueños- y que el reencuentro es siempre grato -o
desasosegante y, precisamente por eso, grato (no es un oxímoron, en cuanto avancen
unas páginas lo comprobarán)-), en esta ocasión nos va a acompañar durante todo
el recorrido, cual Alfred Hitchcock televisivo va a introducir cada relato, va
a desentrañar el proceso de creación, va a contar cómo surgió la chispa, va a
reflexionar sobre su trabajo, va a compartir alguna confidencia, va a hacer
memoria, va a jugar al despiste cuando le convenga para que lo narrado hinque
los dientes con saña, aunque es honesto porque lo advierte (“Los mejores
[relatos] tienen dientes”) y lo mismo sirve para el propio autor que, como se
reproducía un poco más arriba, afirma que no muerde para rematar “sospecho que
sabes que eso no es del todo cierto”. Lo mejor de esta recopilación es que
permite conocer diferentes facetas del escritor quien, si bien es cierto que se
ha hecho tremendamente popular por lo que se engloba (a veces un tanto
someramente y sin precisar ni analizar) bajo la etiqueta de “literatura de
terror”, si bien es cierto que no puede sino considerársele un maestro del
género que ha enriquecido y ha llevado a dimensiones insólitas, si su
influencia es notoria en mucho de lo que se ha escrito después, no puede
olvidarse que King lo ha abandonado, traspasado, manipulado, mezclado con otros
ingredientes cuando le ha convenido, que ha explorado distintos niveles de
horror, que en ocasiones es necesariamente gráfico pero en otras es sutil,
escarba en la mente del lector con un bisturí muy afilado, con precisión de
cirujano, que, obviamente, no es lo mismo Misery
que Cujo, Cell que Dolores Claiborne,
Corazones en la Atlántida que Revival, aunque en todas reconozcamos un
sello, elementos comunes, ese algo especial y propio que nos hace reincidir
aunque algunas nos satisfagan más que otras.
“La cuestión es que uno escribe unas cuantas
historias de miedo y pasa a ser como la chica que vive en el camping de
caravanas en la periferia del pueblo: se labra una reputación. Por mí no hay problemas:
pago las facturas y sigo divirtiéndome. Pueden llamarme cualquier cosa, como
suele decirse, siempre y cuando no me llamen tarde para la cena. Pero el
término “género” tiene poco interés para mí. Sí, me gustan las historias de
terror. También me encantan las de misterio, las de suspense, las del mar, las
novelas literarias y la poesía…, por mencionar sólo unas pocas. También me
gusta leer y escribir historias que me parecen graciosas, y eso no debería
sorprender a nadie, porque el humor y el terror son hermanos siameses”. Lo deja
bien claro, ¿verdad? Hay que darle la razón en lo que a colgar etiquetas se
refiere, vivimos clasificando y, sobre todo, encajonando en estereotipos, en
clichés, en sambenitos, en descripciones someras, en lugares comunes, en pocas
palabras no siempre bien escogidas, coartamos la creatividad y la versatilidad,
a veces (demasiadas) hablamos por boca de otras o desde el desconocimiento y el
prejuicio, incluso para alabar a alguien: la misma indocumentada de antes, que
ni es periodista ni nada que se le parezca -estudió otra carrera pero no le
interesaba el asunto, así lo dice en cuanto tiene ocasión, pero tampoco el
periodismo es su vocación, sólo se trata de figurar, conocer a famosos y, sobre
todo, ver cine gratis-, esa a la que no voy a nombrar para comprobar si
realmente alguien la lee y la desenmascara -porque no puedo creer que haya quien
la tenga en consideración como la experta que no es pero así se anuncia ella
misma, que haya amantes del cine que se traguen sus ruedas de molino en forma
de inexactitudes, errores, agujeros negros en lo que debería ser cultura
general-, pues esa interfecta gusta de loar a Stephen King, incluso reivindica
un Nobel para él (y en el punto de partida uno coincide -¿Por qué no? ¿La
calidad sólo se premia cuando se la recubre de una pátina intelectual? ¿Quién,
por otro lado, decide/decreta eso?-, lo malo es el desarrollo y los argumentos
absurdos y mal cimentados que presenta), pero todo se le va en hablar sobre
películas inspiradas en sus obras, especialmente en aquella que más odia el
autor, o sea, El resplandor (1980),
el por otro lado maravilloso (y espeluznante) filme de Stanley Kubrick aunque
toma un camino muy distinto al literario (tanto que, años después, King
completó la historia con la muy interesante Doctor
Sueño sobre la que escribimos en su día - https://elarpadebecquer.blogspot.com.es/2014/04/lecturas-como-las-de-antes.html-),
porque, por desgracia, son muchos los que hablan, pontifican, reprueban o
denuestan sobre el amigo Stephen sin haberse molestado en leerle, sólo por lo
que intuyen, reciben, piensan a través de, las cosas como son, las muy
lastimosas adaptaciones que se han llevado a cabo (bien es cierto que cuando
uno se pone a repasar brotan algunas imprescindibles -Carrie, ya se ha dicho lo que se piensa sobre El resplandor por más que el creador tuerza el gesto (y es
comprensible, pero la película es otra creación), La zona muerta (1983), Misery
(1990) -que, ya que estamos, la señorita antes citada aborrece porque “nunca
arranca” (ella es de obviedades y de terror “del de toda la vida”)-, Cadena perpetua (1994), La milla verde (1999)-, pero así de
primeras, sin pensar, lo que un admirador de Stephen King siente cuando se
anuncia otra serie o película es un vacío en el estómago).
“Te sorprendería [Lector Constante] -al
menos eso creo- la de gente que me pregunta por qué sigo escribiendo cuentos. La
razón es muy sencilla: escribirlos me proporciona felicidad, porque lo mío es
entretener. No toco muy bien la guitarra, ni bailo claqué, pero sí sé hacerlo. Y
lo hago”, suspiramos aliviados de encontrarle en plena forma y de que no su
actividad no cese aunque confiese que “los cuentos exigen una destreza
acrobática para la que se requiere una práctica agotadora. (…) La rigurosa
disciplina es necesaria. El autor debe contener el impulso de seguir ciertos
desvíos cautivadores y ceñirse al camino principal” y, así, nos ofrece un
primer relato impactante, Área 81,
una doble recuperación (sepan por qué en la introducción -que si lo cuento son
capaces de saltársela y ya se ha dicho que cada palabra del volumen es
imprescindible), y después llegan historias cautivadoras, absorbentes,
sorprendentes, terroríficas por su verosimilitud, porque podrían suceder ahora
mismo, porque, nunca mejor dicho, hay varios Stephen King y todos se dan cita
en El bazar de los malos sueños, no
hay más que decir porque es tiempo que estoy robando a su lectura (confesaré,
eso sí, algunas predilecciones al margen de Área
81: Niño malo, Ur, No anda fina, Necros y Premiun Harmony,
pero sólo escojo cinco -seis- de entre veinte opciones -dieciocho relatos de
diferentes extensiones y dos poemas narrativos-, todo un filón, todo un botín).