sábado, 19 de agosto de 2017

AL LECTOR (Y ESPECTADOR) CONSTANTE



  


 Los cuarentañeros bien adentrados en esa década de vida (como el que esto escribe) y algunos un poco más jóvenes conocimos a Stephen King antes de poder leerle o entrar al cine a ver alguna de las en general exitosas adaptaciones que fueron apareciendo desde la mítica Carrie (1976) de Brian De Palma; así, el estreno de Los chicos del maíz (1984) -que, por cierto, nunca había visto hasta hace poco más de un mes cuando Pablo y yo vivimos una jornada nostálgica gracias al Blu-Ray- se anunciaba como todo un acontecimiento (así vivíamos la llegada de la inmensa mayoría de los estrenos) con la frase promocional “del autor de Carrie, El resplandor, La zona muerta, Christine” (¡Y qué énfasis ponía el locutor en este título en concreto!) -en aquel momento no entraba en el cómputo El misterio de Salem´s Lot, la espléndida miniserie, porque en España sólo se conocía la versión reducida que se comercializó y que aquí se había estrenado, aprovechando el tirón de una película que se hizo muy popular, como Phantasma II (1979), pero ya llegaría el momentazo de su emisión en TVE en septiembre de 1985, ocupando, por cierto, el hueco que La joya de la Corona dejó en la programación nocturna de los martes-. Gracias al videoclub, a algún cine de reestreno/programa doble/sesión continua y al propio curso del tiempo, King se convirtió en un nombre que en un principio buscábamos más en carátulas de vídeo o carteleras de cine que en libros, pero muy pronto empezó también a inundar nuestras bibliotecas, aunque las primeras novelas que leí fueron prestadas -puede que la memoria me juegue una mala pasada, hay un par de lecturas que se solapan o coinciden, pero siempre he considerado, aunque a veces se lo he atribuido a It (que no tardó en llegar), que mi debut como lector de King se produjo con La larga marcha, desde aquel ya lejano momento una de mis favoritas del de Maine, nunca olvidaré cómo me faltaba el aire, cómo perdía resuello, cómo me asfixiaba, cómo temblaba sin necesidad de apariciones, fantasmas, endemoniados, una distopía de la que muchos han bebido (y han plagiado con absoluto descaro)-.
   Aunque nunca ha dejado de estar de moda, aunque sigue publicando con envidiable (y casi frenética) asiduidad, aunque su legión de admiradores no hace sino aumentar, puede afirmarse que en estos últimos tiempos vivimos un rebrotar de la “fiebre Stephen King”, puesto que se acumulan los estrenos en cine y televisión que adaptan alguna de sus historias, que toman su (muy amplio) universo como punto de partida, ayer mismo se estrenaba en España La Torre Oscura (no se ponen de acuerdo los que ya la han visto, a buen seguro porque desconocen el original -salvo una indocumentada que asegura que “resume todo lo publicado” (si eso es cierto, parezca lo que parezca el conjunto, hay que ovacionar a los guionistas por reducir lo que sobrepasa las 4.000 páginas a poco más de hora y media de metraje)-, sobre qué parte de los siete volúmenes que componen la serie -ocho en realidad porque por ahí ronda El viento por la cerradura, encajado entre el volumen cuarto y el quinto- es la que aparece en pantalla), aún resuenan los ecos de la televisiva 22.11.63 (un tanto decepcionante para un servidor, si bien es cierto que ciertas carencias/arritmias ya están en la novela), despediremos el verano con la muy esperada It (ojalá haga justicia a una novela torrencial que no se puede dejar de leer a pesar de estar temblando por el pánico que se siente a tener que apagar la luz), ya se están emitiendo en EEUU Mr. Mercedes y La niebla -cruzando los dedos para que no cometan el clamoroso error de casting que el insulso Thomas Jane suponía en la, por otra parte, meritoria y a ratos logradísima versión fílmica de Frank Darabont-, se anuncia Castle Rock que se presenta como un a modo de Dickensian (2015), aquella joya de la BBC, podríamos estar horas enumerando los proyectos o realidades en que aparece involucrado el nombre de Stephen King, pero aquí habíamos venido a hablar específicamente de El bazar de los malos sueños, una magnífica colección de relatos que Plaza y Janés publicó hace unos meses (con traducción de Carlos Milla Soler) y que es, por el momento, lo último que ha aparecido en nuestro país con su nombre en la portada.
   “Te he preparado unas cuantas cosas, Lector Constante; las expongo ante ti a la luz de la luna. Pero, antes de que contemples los pequeños tesoros artesanales que tengo en venta, hablemos un poco de ellos, si no te importa. No nos llevará mucho tiempo. Ven, siéntate a mi lado. Y acércate un poco más. No muerdo”, así se presenta el autor ante sus fieles (aunque los neófitos no deben sentirse discriminados, de hecho este volumen es una ocasión muy propicia para establecer contacto, pero deben comprender que King lleva unas cuantas décadas iluminando nuestras pesadillas -o ensombreciendo nuestros sueños- y que el reencuentro es siempre grato -o desasosegante y, precisamente por eso, grato (no es un oxímoron, en cuanto avancen unas páginas lo comprobarán)-), en esta ocasión nos va a acompañar durante todo el recorrido, cual Alfred Hitchcock televisivo va a introducir cada relato, va a desentrañar el proceso de creación, va a contar cómo surgió la chispa, va a reflexionar sobre su trabajo, va a compartir alguna confidencia, va a hacer memoria, va a jugar al despiste cuando le convenga para que lo narrado hinque los dientes con saña, aunque es honesto porque lo advierte (“Los mejores [relatos] tienen dientes”) y lo mismo sirve para el propio autor que, como se reproducía un poco más arriba, afirma que no muerde para rematar “sospecho que sabes que eso no es del todo cierto”. Lo mejor de esta recopilación es que permite conocer diferentes facetas del escritor quien, si bien es cierto que se ha hecho tremendamente popular por lo que se engloba (a veces un tanto someramente y sin precisar ni analizar) bajo la etiqueta de “literatura de terror”, si bien es cierto que no puede sino considerársele un maestro del género que ha enriquecido y ha llevado a dimensiones insólitas, si su influencia es notoria en mucho de lo que se ha escrito después, no puede olvidarse que King lo ha abandonado, traspasado, manipulado, mezclado con otros ingredientes cuando le ha convenido, que ha explorado distintos niveles de horror, que en ocasiones es necesariamente gráfico pero en otras es sutil, escarba en la mente del lector con un bisturí muy afilado, con precisión de cirujano, que, obviamente, no es lo mismo Misery que Cujo, Cell que Dolores Claiborne, Corazones en la Atlántida que Revival, aunque en todas reconozcamos un sello, elementos comunes, ese algo especial y propio que nos hace reincidir aunque algunas nos satisfagan más que otras.
   “La cuestión es que uno escribe unas cuantas historias de miedo y pasa a ser como la chica que vive en el camping de caravanas en la periferia del pueblo: se labra una reputación. Por mí no hay problemas: pago las facturas y sigo divirtiéndome. Pueden llamarme cualquier cosa, como suele decirse, siempre y cuando no me llamen tarde para la cena. Pero el término “género” tiene poco interés para mí. Sí, me gustan las historias de terror. También me encantan las de misterio, las de suspense, las del mar, las novelas literarias y la poesía…, por mencionar sólo unas pocas. También me gusta leer y escribir historias que me parecen graciosas, y eso no debería sorprender a nadie, porque el humor y el terror son hermanos siameses”. Lo deja bien claro, ¿verdad? Hay que darle la razón en lo que a colgar etiquetas se refiere, vivimos clasificando y, sobre todo, encajonando en estereotipos, en clichés, en sambenitos, en descripciones someras, en lugares comunes, en pocas palabras no siempre bien escogidas, coartamos la creatividad y la versatilidad, a veces (demasiadas) hablamos por boca de otras o desde el desconocimiento y el prejuicio, incluso para alabar a alguien: la misma indocumentada de antes, que ni es periodista ni nada que se le parezca -estudió otra carrera pero no le interesaba el asunto, así lo dice en cuanto tiene ocasión, pero tampoco el periodismo es su vocación, sólo se trata de figurar, conocer a famosos y, sobre todo, ver cine gratis-, esa a la que no voy a nombrar para comprobar si realmente alguien la lee y la desenmascara -porque no puedo creer que haya quien la tenga en consideración como la experta que no es pero así se anuncia ella misma, que haya amantes del cine que se traguen sus ruedas de molino en forma de inexactitudes, errores, agujeros negros en lo que debería ser cultura general-, pues esa interfecta gusta de loar a Stephen King, incluso reivindica un Nobel para él (y en el punto de partida uno coincide -¿Por qué no? ¿La calidad sólo se premia cuando se la recubre de una pátina intelectual? ¿Quién, por otro lado, decide/decreta eso?-, lo malo es el desarrollo y los argumentos absurdos y mal cimentados que presenta), pero todo se le va en hablar sobre películas inspiradas en sus obras, especialmente en aquella que más odia el autor, o sea, El resplandor (1980), el por otro lado maravilloso (y espeluznante) filme de Stanley Kubrick aunque toma un camino muy distinto al literario (tanto que, años después, King completó la historia con la muy interesante Doctor Sueño sobre la que escribimos en su día - https://elarpadebecquer.blogspot.com.es/2014/04/lecturas-como-las-de-antes.html-), porque, por desgracia, son muchos los que hablan, pontifican, reprueban o denuestan sobre el amigo Stephen sin haberse molestado en leerle, sólo por lo que intuyen, reciben, piensan a través de, las cosas como son, las muy lastimosas adaptaciones que se han llevado a cabo (bien es cierto que cuando uno se pone a repasar brotan algunas imprescindibles -Carrie, ya se ha dicho lo que se piensa sobre El resplandor por más que el creador tuerza el gesto (y es comprensible, pero la película es otra creación), La zona muerta (1983), Misery (1990) -que, ya que estamos, la señorita antes citada aborrece porque “nunca arranca” (ella es de obviedades y de terror “del de toda la vida”)-, Cadena perpetua (1994), La milla verde (1999)-, pero así de primeras, sin pensar, lo que un admirador de Stephen King siente cuando se anuncia otra serie o película es un vacío en el estómago).
   “Te sorprendería [Lector Constante] -al menos eso creo- la de gente que me pregunta por qué sigo escribiendo cuentos. La razón es muy sencilla: escribirlos me proporciona felicidad, porque lo mío es entretener. No toco muy bien la guitarra, ni bailo claqué, pero sí sé hacerlo. Y lo hago”, suspiramos aliviados de encontrarle en plena forma y de que no su actividad no cese aunque confiese que “los cuentos exigen una destreza acrobática para la que se requiere una práctica agotadora. (…) La rigurosa disciplina es necesaria. El autor debe contener el impulso de seguir ciertos desvíos cautivadores y ceñirse al camino principal” y, así, nos ofrece un primer relato impactante, Área 81, una doble recuperación (sepan por qué en la introducción -que si lo cuento son capaces de saltársela y ya se ha dicho que cada palabra del volumen es imprescindible), y después llegan historias cautivadoras, absorbentes, sorprendentes, terroríficas por su verosimilitud, porque podrían suceder ahora mismo, porque, nunca mejor dicho, hay varios Stephen King y todos se dan cita en El bazar de los malos sueños, no hay más que decir porque es tiempo que estoy robando a su lectura (confesaré, eso sí, algunas predilecciones al margen de Área 81: Niño malo, Ur, No anda fina, Necros y Premiun Harmony, pero sólo escojo cinco -seis- de entre veinte opciones -dieciocho relatos de diferentes extensiones y dos poemas narrativos-, todo un filón, todo un botín).