Llevaba muchísimo tiempo pensando que este
ángulo oscuro del salón donde el arpa espera que mi mano de nieve (siempre he
sido muy paliducho, al margen de que tengo una piel muy sensible a los estragos
del sol, confío en que se me perdone la osadía de atribuirme la frase que
Bécquer transforma en legendaria -nunca mejor dicho en su caso-), en realidad
los dos dedos con los que tecleo a bastante velocidad y, sobre todo, golpeteando
el teclado con inevitable fuerza (por más esfuerzos que hago, que llevo
haciendo desde mi época universitaria en que empecé a utilizar la Olivetti de
mi hermana, me dejo caer a la hora de escribir, es como cuando lo hacía
manualmente y dejaba surco y huellas en la hoja de debajo a la que estuviera
emborronando), decía (o pretendía hacerlo) que ya era hora de que este rincón
se llenase con notas arrancadas al arpa para (aunque no es la primera vez que
su nombre asoma por aquí) agradecer a Luis Landero la influencia decisiva que
tuvo en mi vida, su intervención imprescindible para que mi vocación (que
estaba ahí y era notoria para buenos observadores y mejores educadores como él)
aflorase y llegase a buen puerto, para escuchar lo que latía en mi interior
pero yo no parecía capaz de comprender (porque, eso sí lo he contado en alguna
ocasión, si hago memoria y pongo atención, el periodismo -como consumidor, pero
también como redactor (en su más amplio sentido)- me atraía desde siempre,
desde que grababa programas con mil asuntos -recuerdo uno dedicado a Fofó, por
ejemplo- en viejas cintas de casete). Por otro lado, empezaré por lo menos
grato para así quitármelo pronto de encima, intentaré sacudir un poco esa pena
negra sobre los hombros que me despierta sentimientos ambivalentes desde hace
unos años, quise rendir homenaje al escritor, al profesor, al maestro (porque
así le consideraré siempre en tantos aspectos, sobre todo en los puramente
vitales), por tantas razones compartidas con su legión de lectores fieles, por
algunas personales y que jamás he ocultado, intenté que viniese al programa en
dos ocasiones (en verano, por supuesto) y aunque fue muy amable con la
productora, le confesó que se acordaba de mí, agradeció la invitación, en un
principio parecía dispuesto a aceptar, al final fue dando largas, alegó un
asunto familiar que no dudo sucedió pero no llego a entender por qué supuso
cancelación en lugar en retraso, cuando volvimos a la carga al año siguiente
zanjó el asunto afirmando que no tenía ganas, que más adelante, todo debía ser
porque su novela Absolución se
publicaría poco después (octubre de 2012) pero hubiese podido proporcionar este
dato y no dejarnos un poco sin argumentos y con la sensación amarga del
rechazo. El caso es que más adelante no fue posible en el sentido de que un
servidor se vio catapultado fuera de RNE al finalizar agosto, aunque tampoco
estoy muy convencido de que lo hubiese vuelto a intentar, menos en medio de una
promoción cuando yo quería tributarle un momento especial (y así quería que él
lo viviese), hablar de su obra, por supuesto, pero incidiendo y destacando al
hombre, al docente, al maestro (no me cansaré de repetir esta palabra), a la
persona tremendamente humana que se percibe en cada renglón, no negaré que un
tanto decepcionado por el modo en que fue esquivo, Pablo se sorprendió mucho (teniendo
en cuenta todo lo que le había contado sobre él) de lo que calificó como “ataque
de divismo” y en parte sé que moverá la cabeza cuando se encuentre con este
texto, le parecerá un tanto inmerecido, pero él sabe que no lo hago para que me
lo agradezcan o pretendiendo provocar algo sino porque, como tantas veces hemos
compartido gracias a Marieta, me nace del corazón (y porque, vamos a pensarlo
así, puede que si yo no hubiese estudiado Periodismo tal vez no nos hubiéramos
encontrado y eso sí hubiese sido una catástrofe -porque, en contra de lo que se
afirma, se puede echar de menos lo que no se conoce-).
Cuando digo que Luis me dio clase miento en
parte (pero a veces uno no se puede explayar como sería conveniente y hay que
resumir pecando de impreciso), puesto que nunca fue uno de mis profesores
titulares de Bachillerato (en realidad, en lo que a Literatura se refiere, sólo
tuve una, Teresa Laciana -y Silvia Filgueira en COU-), pero nuestro contacto
dio frutos académicos insospechados, gracias a escuchar algunas de sus
lecciones reafirmé mi amor por la palabra, por las acuñadas y reunidas por
tantos literatos, aumenté mi voracidad lectora, su modo de entretejer la
ficción con el día a día despertaba interés por Flaubert, Cunqueiro, Matute, su
idolatrado Cervantes, cualquiera que él nombrase, leía en voz alta con emoción,
vibrando y haciendo vibrar, absorbía a los alumnos hasta zambullirlos en el
texto, no obligaba a memorizar sino a experimentar, a probar, a dialogar, a
vivir, me hizo mejor alumno, curioso y eterno aprendiz, me radiografió en pocos
minutos, supo llevarme por la senda que a él se le antojaba más placentera sin
forzarme, sembrando algunas semillas, abonándolas con paciencia y prudencia,
fue mi profesor de Literatura apócrifo y, sin duda, un maestro de vida que me quitó
el velo de los ojos (lo dejó caer) y me ayudó a decidir. Luis y yo estábamos
destinados a no conocernos puesto que formaba parte del profesorado que atendía
los cursos nocturnos del instituto, pero empezó a fraguar el proyecto de una
revista y Mari Luz, a la que conocía bastante aunque enseñaba Francés porque
era muy amiga de Mari Ángeles, la que fuese mi tutora en Segundo de BUP (es
aquella, los fieles la recordarán, que me insistía en que eligiese Ciencias
porque se necesitaba más gente como yo que leyese tanto y combinase ambas ramas
sin cicaterías, la que me descubrió a García Márquez, Wilkie Collins o
Marguerite Yourcrenar), me recomendó para la causa sabiendo de mis inquietudes
literarias, el caso es que yo me metí en la aventura porque me gustaba
escribir, en esa época me tiraban mucho los artículos de opinión de la prensa,
coqueteaba con los diferentes géneros (sin ser consciente de ello) escribiendo
columnas, breves, comentarios, recuadros, lo que fuese, llenaba cuadernos con
textos que, además, maquetaba en el sentido de que indicaba en qué página o
sección del periódico aparecería cada uno. Como el grueso de la redacción
(aquella tribu ilustrada que es como se llamó la revista -fue una de las
propuestas de Luis, hubo diversas, cada quien participó con diferentes ideas,
esta fue la más votada-) lo formaban, claro, alumnos de nocturno, como aunque
al principio yo me veía un poco como pez fuera del agua (todos eran más
mayores, gente que trabajaba y quería completar estudios, algunos habían hecho
primero módulos de FP) Luis me integró desde el comienzo en la aventura (me
consta que, aunque ese año ya no daba clases en el instituto, Mari Ángeles, con
la que mantenía contacto, le había hablado sobre mí), empecé a ir algunas
tardes (sólo tenía clase las de los lunes y jueves aquel curso -Tercero de
BUP-) para reuniones, preparar contenidos, discutir diferentes aspectos, hacer piña
(que era algo muy de Luis), a veces hacía tiempo colándome como oyente en sus
clases, por eso me empapé de su docencia, por eso me considero su alumno (que
lo fui en muchos sentidos), fue, por cierto, aquel año de las manifestaciones contra
Maravall, no hubo clase durante más de un mes, en todo ese tiempo Luis nos
citaba en bares de la zona, seguíamos trabajando, casi parecíamos clandestinos,
había sectores muy reaccionarios que se oponían a la revista, fue un momento de
activismo, de inocularse el periodismo en vena, de asumir ciertos valores, de
aprender más sobre el oficio que en cinco años de carrera (con honrosas
excepciones, por supuesto), de ir creyendo en mí mismo, de dar el salto.
Yo pretendía escribir algo y poco más, pero
Luis tiró de mí, me pidió que hiciese una entrevista (al secretario de la
embajada soviética en Madrid -se conmemoraban 70 años de la Revolución-), habló
mucho conmigo (sobre libros, sobre cine, sobre periodismo), me preguntó por qué
quería hacer Derecho, me hizo interrogarme, me dio carta blanca, me transformó
sin que fuese consciente hasta que me percaté de que quería seguir haciendo
aquello toda la vida, algo eclosionó (y fue algo literal, no es sublimación) en
mi interior cuando salíamos (había ido con Fernando y Paloma) de la embajada
tras la entrevista, me faltaban las palabras para expresarme, llegué a mi casa
flotando, transcribir lo grabado, redactar y dar forma a lo hablado, todo fluyó
y fue gratificante, un buen día me atreví a decir en voz alta que iba a
estudiar Periodismo y Luis se limitó a asentir. Por eso fue muy gracioso que,
apenas tres años después, cuando Juegos
de la edad tardía ya era un éxito (y poco después haría doblete con el
Premio de la Crítica y el Nacional de Literatura), Luis viniese a la Facultad
para participar en un ciclo de conferencias sobre Literatura Española
Contemporánea, yo le esperase en la puerta del salón en el que iba a tener
lugar el coloquio de aquel día (también participaban Marina Mayoral, Jesús
Torbado, Juan Eslava Galán y creo que alguien más que ahora no recuerdo), no
titubease al verme, “Óscar, ¿qué haces aquí?” y yo le respondiese “pregúntatelo
tú” (fíjate, hubiese podido citar a Bécquer, “¿Y tú me lo preguntas?”, qué
torpe). Meses después fui a verle al instituto, aún daba clase allí, quería que
me dedicase Juegos de la edad tardía para
Mairena, era mi regalo de Reyes para él, también, por supuesto, que me firmase
mi ejemplar, estuvimos una hora en la cafetería del centro, como tantas veces,
me allanó de nuevo el camino para que regresase a Mann y me iniciase en
Faulkner, puso negro sobre blanco en la primera página del libro que esas
palabras iban en recuerdo de nuestros tiempos de reporteros, esos que no puedo
olvidar, esos que cimentaron quien soy o he llegado a ser, ese legado que
vigilar, atender y aumentar, ese periodista que pujaba por salir, el mismo que
ahora lo sigue siendo contra viento y marea porque Pablo no consiente que me
deje vencer, participando del mismo empuje que un día me insufló Luis Landero,
mi maestro.