Son innumerables las ocasiones en que Pablo
me ha animado a escribir una novela policiaca, dice que con todas las que he
leído (y leo) tengo un amplio conocimiento de sus vericuetos, de sus
posibilidades, de sus universales, de sus tópicos, de sus clichés, de sus
caminos trillados, de sus plagios, que he aprendido de los mejores maestros
posibles, que debería dar salida a mi pasión por el género de ese modo; he
coqueteado mucho con la ficción, desde muy chaval me tiraban las letras y
emborroné mil cuadernos con novelas que jamás terminé (aunque algunas llegaron
a estar realmente avanzadas -sobre todo un par con los chicos de Parchís como
héroes de las que recuerdo sus títulos, El
país de la magia y Unas Navidades
accidentadas, e incluso parte de la trama), tendía a la imitación, por
supuesto, si es algo que, de una forma u otra, sucede casi siempre, aún más
cuando se tienen pocos años y unos referentes muy presentes y cercanos, imaginaba
historias similares a las de Enid Blyton o las protagonizadas por los
Hollister, aunque sólo fuese mentalmente (sin ponerlos negro sobre blanco)
escribía los argumentos para nuevos episodios de Un hombre en casa, Los
ángeles de Charlie, Espacio 1.999 u
otras series para jugar en el patio de casa con Gema y Juan Luis o para
transformar a mis recortados (en los que convivían sin problemas dibujos
animados y personas reales escogidos de tebeos viejos, revistas, cromos
repetidos) en aquellos que conocía a través de la pequeña pantalla, con el
tiempo esbocé junto a Joaquín algún argumento para reunir a Poirot y la
señorita Marple -sobre todo dos, Muerte
entre los juncos y Entre ciruelos (no
sean muy duros con chavales de once o doce años), en este segundo llegábamos al
paroxismo de involucrar a una hija de Ronald Reagan (sin nombre)-, pero ya he
contado anteriormente que el entusiasmo de mi amigo por la tía Agatha fue
efímero y poco sincero y nunca pasamos de algunas líneas porque, en realidad,
no teníamos claro a quién iban a asesinar ni por qué. Y aquí llegamos a lo que
tantas veces esgrimo frente a Pablo, más allá de mi probada incapacidad para
escribir ficción (hay que asumir las carencias, ¿para qué darse contra la pared
sin necesidad?): soy lector apasionado (también espectador) de la intriga en
sus múltiples tonos y estilos, no cabe duda que recordar enigmas anteriores me
sirve para despejar incógnitas y anticiparme al desenlace (o para tener más o
menos claro el asunto aunque no sea capaz de armar el rompecabezas completo), desmonto
a aquellos que pretenden dárselas de listos y originales mientras copian sin
rubor soluciones ya utilizadas (y mejor) por otros, pero no tengo reparo en
reconocer que en muchas ocasiones no juego a predecir qué va a suceder, me
gusta dejarme sorprender, quiero que me engañen (con honestidad, desde luego,
no con trampas o supuestas explicaciones que tienen mil boquetes o finales
abiertos que dejan al aire la ineptitud del autor para rematar la historia), me
asombro ante la maquinaria perfectamente diseñada (si así me lo parece), acepto
la derrota, ni de lejos podría pergeñar una trama endiablada (y desentrañada
con pericia en las últimas páginas) como las de tantos autores (y autoras,
conviene destacar aquí lo femenino) como han pasado por el blog, no digamos
nada si se trata, como ahora tanto se lleva (y no es crítica, sólo la
constatación de un hecho), de trenzar una trilogía o serie, varias novelas
mezclando asuntos e investigaciones mientras se desarrolla el auténtico meollo
(y hay quien lo consigue con maestría -véase Toni Hill- y quien intenta estirar
un chicle que pierde sabor casi en el primer volumen -por una vez seré benévolo
y no pondré ningún ejemplo-).
Para colmo, lo digo en cuanto al empeño de
Pablo (cree en mí más que yo mismo, no hay duda -insiste con afán, lo cree
factible, me reprocha que tire la toalla sin más-), ha llegado Geir Tangen para
ponerlo aún más difícil, su ópera prima, El
ejecutor -un nuevo hallazgo de Roja y Negra, editado en castellano con traducción
de Bente Teigen Gundersen y José Serra-, riza el rizo y eleva la apuesta de ser
lector y analista y dar el salto a la escritura de novela negra. Se da la
circunstancia de que es autor del blog sobre el género más popular en Noruega,
su país, que ha trabajado como editor externo para varias editoriales y se ha
marcado un magnífico debut con una historia que, entre otras muchas cosas, es
un rendido tributo a la literatura, al hecho de leer, al margen de un ejemplo
de cómo homenajear y tomar ideas sin plagiar, sin devenir en una burda copia,
aportando, añadiendo, recreando, tomando impulso e inventiva en otros pero
sacando su propia voz, sirviendo con simplicidad y claridad un juego complejo
del que, por otro lado, conviene desvelar más bien poco, dejémoslo en que la
novela se desarrolla a partir de novelas conocidas, que lo escrito previamente
tiene una importancia fundamental y que la literatura es punto de partida y de
llegada, que Geir Tangen demuestra ser un lector agradecido (así lo indica la
dedicatoria: “Para mi madre y mi padre, por haberme enseñado la magia de los
libros”) y que ha aprovechado muy bien sus sin duda muchísimas horas dedicadas
a tan grata tarea (bueno, a ratos ingrata, depende de con qué topemos). En un
solo volumen de 400 páginas (y en un tamaño muy manejable -como es habitual en
Reservoir Books-), el autor novel sintetiza e imprime ritmo vertiginoso a lo que
muchos hubiesen extendido a lo largo de varios tomos, y eso que no se lo ha
puesto fácil porque, como parece imprescindible de un tiempo a esta parte en el
género (y más si hablamos de la variante nórdica,) los personajes llegan a El ejecutor con un pasado detrás con el que
ajustar cuentas, no sólo hay que resolver los crímenes de los que somos
testigos, hay interrogantes, cabos sueltos, cuestiones no resueltas que, al
continuar abiertas, definen las personalidades de cada uno, la narración irá
atrás y adelante en el tiempo completando el círculo, conoceremos de primera
mano los pensamientos del propio asesino que en algunos capítulos (sin que
conozcamos su identidad, por supuesto) desvela sus intenciones, capítulos que
van componiendo un réquiem, partitura implacable que no consiente se altere ni
una nota, todo un alarde metaliterario que, en lugar de restringir, motiva que
el lector se meta más en la historia, husmeando entre líneas, asombrándose como
los propios investigadores, agradeciendo a Geir Tangen la apuesta elevada que
hace y el arrojo y audicia (y, si se me permite el guiño musical, el clave bien
temperado) con que remata, en todo lo alto y haciéndonos contener el aliento,
la faena (fíjense si será endiabladamente trepidante que, sin profundizar en
los motivos ni ser capaz de responder todas las preguntas, hubo un momento en
que supuse quién podría el criminal pero, dejándome envolver por la vorágine,
olvidé esa premonición hasta que llegué a la conclusión y me palmeé la frente,
asombrado por mi estupidez -aunque feliz porque, una vez más, cumplí mi
objetivo de ser engatusado, que es de lo que se trata-).