Puede decirse que conocí Sangre y arena mucho antes de saber que
era una novela de Vicente Blasco Ibáñez y que tenía dos versiones
cinematográficas bastante populares (una, incluso, podría denominarse mítica al
estar protagonizada por Rodolfo Valentino), la de Javier Elorrieta llegaría
después, no aportaría nada de nada, y sólo pasados unos años, gracias al taquillazo
que supuso Instinto básico, despertó
un relativo interés puesto que en ella participaba Sharon Stone (aunque es
bastante posible que ella fuese la primera en querer olvidarla y hasta negarla);
el caso es que, en realidad, a quien conocí desde muy pequeño fue a uno de los
personajes centrales de la novela, aunque eso no sea cierto del todo puesto que
conocí la doña Sol de la copla, a la que dedicaron versos encendidos Rafael de
León y Salvador Valverde y que, con la imprescindible música del maestro
Quiroga, daba nombre a un pasodoble que Concha Piquer hizo inmortal y que
siempre ha sido una de las canciones favoritas de la tía Carmen. Puede que sea
mera coincidencia, que el nombre quedase por ahí y, de repente, la inspiración
lo hizo brillar en la mente de los creadores, lo cierto es que Blasco Ibáñez
sólo la llama así, doña Sol, sin apellidos, la mayor pista de su filiación es
identificarla como sobrina del marqués de Moraima, conocida en Sevilla como “la
Embajadora” por el cargo que durante años desempeñó su marido, mientras que,
para cualquier aficionado a la copla, doña Sol de Saavedra pertenece a esa raza
que incluye creaciones como La Parrala,
Candelaria la del Puerto, La Zarzamora o Lola Puñales, que aunque en su título la canción prescinda del
apellido no hay quien no tararee de tirón aquello de “fue doña Sol de Saavedra
/ dama de ilustre blasón: / sobre su escudo de piedra / campeaba un corazón”. Lo
cierto es que, al margen del nombre, de que un torero se sienta arrebatado por
ella y de que ella le demuestre “su desdén frío y mudo” (en cierto momento,
porque en el original literario no es así al principio), pocas similitudes hay
entre una doña Sol y otra (en la copla vive en un palacio sombrío de la calle
Alcalá, o sea, de camino a Las Ventas, pero no es así en la novela; el final,
que no desvelaremos ni en un caso ni en el otro, no es el mismo por más que sí
lo sea el resultado), pero me gusta poder establecer esta comunicación, este
vínculo entre una canción que tanto emociona a la tía (es de esos recuerdos
que, por el momento, aún mantiene vivos) y que tanto me gusta (sobre todo
cuando la Piquer hace vibrar y repicar como sólo ella sabía la palabra final de
“doña Sol, lucero mío”) y una de mis últimas lecturas.
Alianza Editorial republicó hace poco Sangre Arena en su histórica colección
El libro de bolsillo y dentro de la biblioteca de autor que vienen dedicando/recuperando
a Vicente Blasco Ibáñez, uno de esos autores no siempre bien
comprendidos/recibidos, poco o mal estudiado, reducido a algunos lugares
comunes y muchos estereotipos, sobre todo por no haberle leído o haberse
quedado con la falsa idea de que fue un escritor costumbrista que pasó de moda,
al que sólo algún estudioso concienzudo puede sacar algún partido si precisa
conocer detalles específicos sobre los usos y costumbres de cierto momento y
cierto lugar de este país, idea que hizo extensiva la casi consecutiva adaptación
televisiva, allá por los años 70 del siglo XX, de Cañas y barro y La barraca,
estupendas y cuidadas como fue norma durante tanto tiempo en TVE, pero que
contribuyeron a forjar una imagen muy reducida (y tal vez poco atractiva por
más que ambas series resultasen atractivas y hasta adictivas) del escritor,
tildado incluso con burla y algo de desprecio como “el valenciano”. Supongo que
me dejé contagiar por lo que flotaba en el ambiente porque es muy extraño que,
al revés de lo que me sucedió con tantos autores a los que tenía acceso gracias
al cine y la televisión, nunca tuve la menor curiosidad por don Vicente hasta
que unas amigas me regalaron La araña
negra, que devoré en el verano de 1985, descubriendo al mismo tiempo alguien
a quien seguir leyendo y lo injusto e irreal del sambenito que, para tantos,
portaba a cuestas aquel que no necesitaba arroces, tartanas, barracas, cañas,
barro ni su Valencia natal como escenario (de hecho, no lo utilizó en tantas
ocasiones como se piensa), el narrador y cronista vibrante, activista,
inquieto, versátil, de éxito internacional y universo narrativo extenso. Y confieso
que no le he leído todo lo que me gustaría, en parte por lo entre comillas
inabarcable de su producción, porque ciertos títulos resultan difíciles (muy
difíciles, incluso imposibles de no ser en librerías de lance -y a veces sólo ejemplares
muy deteriorados-) de encontrar, por la propia dispersión de un lector omnívoro
e inagotable, por eso va siendo magnífica la oportunidad que, poco a poco, está
proporcionando Alianza de ir rescatando de su fondo (y confiemos en que
ampliando la nómina) las obras de Blasco Ibáñez y presentando nuevas ediciones
que le otorguen la presencia debida en las librerías.
Tengo una especial predilección por todo
aquello que pueda ser considerado realista, naturalista, costumbrista (se tiende
demasiado a utilizar este término sólo con carácter peyorativo), que abrir el
libro sea como abrir una de las puertas del ahora tan afamado y aplaudido Ministerio
del Tiempo, conocer una época, un momento, unos hechos históricos o
susceptibles de haberlo sido a través de las indumentarias, los rituales
sociales, la miseria, lo que corresponda, leer novelas como si fuesen
reportajes, respirar y aprehender atmósferas, y eso es algo que siempre
consigue Blasco Ibáñez, da igual en que género se inscriba cada narración en
concreto. Sangre y arena, en contra
de lo que pueda creerse, precisamente por el retrato vívido, sin retoques ni
embellecimientos, que caracteriza a este autor, no cae en estereotipos de los
que todavía tenemos que defendernos los españoles, abate esa imagen que explotaron
y exportaron (e incluso inventaron, al menos exageraron y deformaron) gentes
como Prosper Mérimée, cuyo mayor mérito es haber escrito una novelucha que
sirvió como base para una ópera que, aunque abunde en los clichés, los utiliza
con sabiduría y sentido dramático, no hace burla de ellos, imprime dignidad y
verdad a sus personajes (Blasco señala, con su incisiva pluma, cómo esa imagen
incluso se ha dado por buena entre gente de aquí, cómo alguien como doña Sol,
que ha vivido en diferentes países, imagina a un bandolero como “un caballero
andante de las estepas andaluzas, casi igual a los apuestos tenores que ella había
visto en Carmen abandonar el uniforme
de soldado, víctimas del amor, para convertirse en contrabandistas”), pero
tampoco cae en sublimaciones irreales o en pretender vender lo que no es, es
decir, recrea/reproduce/fotografía con nitidez, profundidad de campo y
teleobjetivo que capta detalles y matices el fervor, el griterío, la idolatría,
la irracionalidad de las masas (pero eso no es algo exclusivo de los toros, lo demuestra, sin ir más
lejos, cuando habla de la Semana Santa sevillana -esa devoción fingida para
tener relevancia social, por aparentar, esa manera tan poco cristiana de
segregar y jerarquizar en las celebraciones, de arrogarse derechos, de competir
sin miramientos ni caridad con tal de humillar al contrario, a quien venera
otra imagen, porque es de lo que se trata-, algunas páginas servirían, como muy pocas variaciones, para hablar de lo que
sucede en o alrededor de campos de fútbol o en coliseos similares a los descritos
por Blasco -cuando en los mismos, véanse Las Ventas o La Maestranza-, bien por
un partido, bien por un concierto, también valdrían para otro tipo de
acontecimientos deportivos y musicales, incluso para el público reunido en un
local u hogar si hay retransmisión de los mismos), a veces (se abusa demasiado
-yo, el primero- de esta frase pero en este caso es inevitable porque hay
momentos que pasman porque, de una forma u otra, con ligeras variaciones, uno
ha leído algo muy similar hace poco en algún medio de comunicación o red
social) parece que Blasco hubiese escrito Sangre
y arena antes de ayer, incluso en lo más crispado, en el fanatismo más
exacerbado, en los razonamientos de algunos defensores y detractores, en los
insultos, descalificaciones y exabruptos que se dedican los unos a los otros: “[las
naciones del mundo] Tendrán barcos… tendrán dinero… pero ¡todo mentira! Ni
tienen toros ni mozos como éste, que le arrastran de valiente que es… ¡Olé mi
niño! ¡Viva mi tierra!”, porque siempre ha sido así, si no te gustan los toros
no eres patriota, se enarbola la bandera de la tradición y ya está, todo se da
por bueno. Y siendo como es uno ciertamente crítico con el mantenimiento de lo
que malamente se llama fiesta, se considera por quien así lo hace arte, se
pretende espectáculo mientras se tortura y hace sufrir a un animal (o a varios:
atentos a los caballos de los picadores), mientras se vitorea y deifica al matador
(así, sin metáforas ni eufemismos), y se puede serlo aún más tras muchos años
de aficionado, de haber ido a la plaza, de pertenecer a una familia en que
siempre han gustado mucho los toros (como a las vacas -perdón por usar un chiste
tan viejo-), eso que durante un tiempo me mantenía al margen del asunto, bueno,
no, cantaba y denunciaba con Mecano que “cuanta más sangre cae, más ovación:
hoy el público pide diversión”, pero hubo unos años en que me interesé, gusté y
pasé buenas tardes (no lo voy a negar) en la plaza o en casa, hasta que me paré
a escuchar los mugidos de un toro, la expresión de su sufrimiento, cómo se
arrastraba por la arena mientras un torero era incapaz de, al menos, poner fin al
suplicio, hasta que algo se quebró en mi interior y, así lo sentí, recuperé la
lucidez y me alejé definitivamente de esa barbarie, expresando mi rechazo más
rotundo, como digo, aun teniendo claro mi sentir, es apasionante, muy revelador
y, no me cansaré de repetirlo, tremendamente actual (siempre que se empleasen
argumentos y no visceralidades e imprecaciones), lo que el doctor Ruiz expone
en el capítulo 6 para defender la tauromaquia, sin perder de vista que parte de
su disertación puede ser utilizada para todo lo contrario, para desarticularle
el discurso o, al menos, socavar sus cimientos, supone un magnífico análisis
que, no lo olvidemos, Blasco escribió muy a principios del siglo XX.
Y aunque en un rol un tanto más secundario
de lo que nos ha hecho creer la pantalla (algo inevitable cuando es Rita
Hayworth quien le da vida como sucede en la versión dirigida por Rouben
Mamoulain en 1941) o de lo que uno trae en la imaginación cuando evoca la copla,
doña Sol impone su presencia desde su aparición en San Lorenzo, en un día en
que lo mejor de la ciudad va a rezar a la imagen del Jesús del Gran Poder, “satisfecha
de las ojeadas y del susurro de sus [de las devotas allí reunidas] palabras,
como si todo esto fuese un homenaje natural que debía acompañar su presentación
en todas partes.” Y es un gusto el modo en que Blasco Ibáñez explora las
interioridades de sus personajes, especialmente la de Juan Gallardo, el
verdadero protagonista, aquel que fuese encarnado por Valentino y por Tyrone
Power, personaje que podría quedarse en lo arquetípico pero que el autor sabe
elevar y al que utiliza como testigo/excusa para exponer sin filtros ni
sordinas lo que era habitual y cotidiano en el momento en que escribe, dejando
al descubierto que hay estereotipos que tienen mucha base real, que incluso los
consideramos (o queremos hacerlo) así aunque, en sentido estricto, no lo sean,
aunque Merimée se pasara tres pueblos y, para colmo, sin ningún talento (ni tan
siquiera para el romanticismo menos templado). De todos modos, ¿quién quiere
sucedáneos cuando se tiene el original, el verdadero sabor, al alcance de la
mano? No se conformen con el “me han dicho”, “creo que”, “ya vi la película”, opinen,
como diría aquel, con fundamento, juzguen ustedes mismos, decidan por sí mismos
si les interesa o no Blasco Ibáñez pero leyéndole primero, escarmienten en
cabeza ajena (es decir, la de un servidor -aunque, vuelvo a decir, no entiendo
por qué esa relativa obcecación o al menos desinterés cuando tanto me gustaron Cañas y barro y La barraca en televisión, y la segunda la vi en una reposición, creo
que con doce o trece años, cuando ya leía muchas cosas un tanto impropias de
mi edad-), gracias a Alianza Editorial estamos a tiempo de enmendar el error y
hacer justicia a un autor que debería ser un orgullo nacional (aquí sí que hace
uno patria).