miércoles, 15 de noviembre de 2017

UNA, DOS Y TRES (O UN, DOS, TRES)






   No voy a descubrir la pólvora si digo que leer un libro (si me apuran, el mero hecho de hojearlo, atender al texto de las solapas y/o la contraportada) supone hacer un viaje, vivir otras vidas, sumergirse en otra realidad, inventada o sólo en parte, romper las fronteras espaciales y temporales, pero en este caso concreto, al margen del experimentado gracias a un narrador que sabe, nunca mejor dicho, servir la historia (con mayúscula y minúscula), envolver con ella al lector, atraparle y llevarle hasta el final de un volumen de algo más de 900 páginas sin que el interés ni la emoción decaigan, el viaje ha adquirido un aspecto muy íntimo porque me ha hecho regresar a cuando descubrí a este autor y al momento en que leí, diría que con furor, la novela por la que siempre será recordado, la que batió (y lo sigue haciendo) récords de venta, la cima de su carrera, el título que le consolidó y le confirió una aureola de “escritor serio” que algunos le siguen negando y le negarán siempre, da igual qué y cómo escriba (algo, por cierto, que muchos de los que le denuestan desconocen o critican por alguna lectura que hicieron en el pasado, muy en el pasado). En realidad, por más que se promocione y conozca así, por más que el propio Ken Follett lo diga, Una columna de fuego (publicada en España, como el resto de su obra, por Plaza y Janés con traducción del colectivo Anuvela) no es una continuación en sentido estricto de Los pilares de la Tierra ni de Un mundo sin fin, como tampoco ésta es, por más que fuese anunciada así en su momento (y después), la segunda parte de aquella novela (de nuevo, nunca mejor dicho y con toda la polisemia posible) histórica por tantos motivos, la más leída en España según las encuestas de la Federación del Gremio de Editores al haber vendido seis millones de ejemplares, pero ese detalle (porque es lo que es, una matización, un precisar términos, un explicar a los nuevos lectores que no precisan conocer los hechos narrados anteriormente para sumergirse en Una columna de fuego) no afecta a su calidad, sino todo lo contrario porque le da entidad propia ya que supone una repetición, no es estirar el chicle, no es aprovechar glorias anteriores (y así lo demuestran/respaldan los lectores que, de haberse sentido estafados en su momento, no hubiesen recibido con tanto alborozo el novelón -no sólo por su tamaño, sino por su contenido- recién llegado ni hubiesen hecho al libro intermedio seguir la estela triunfal del primero -aunque determinadas cotas sean inalcanzables puesto que son más años de estar a la venta y no dejar de reimprimirse), no es hacer una trilogía por el mero hecho de que ahora parece que no conocemos otra opción posible en literatura o cine, es, como ya sucedía en Un mundo sin fin, regresar al escenario principal de Los pilares de la Tierra, Kingsbridge, situar a gran parte de sus personajes en torno a la catedral que vimos construir, pero la acción tiene lugar cuatro siglos después que en el primer volumen (utilicemos esta terminología para entendernos y no repetir tantas veces otra palabra) y dos después que en el segundo, la unidad queda clara pero cada libro se justifica por sí mismo y pueden leerse en el orden que se desee sin que eso afecte a su comprensión ni a su disfrute.
   Como tantas veces, y más cuando hablamos de la adolescencia (aunque no tenga claro qué años cubre ese periodo que, según el DRAE, “sigue a la niñez y precede a la juventud” -aunque tampoco aclara mucho con respecto a este término: “Periodo de la vida humana que precede inmediatamente a la madurez”-), descubrí a Ken Follett por el cine aunque tuve en mis manos un libro suyo sin ser consciente de ello, algo que sucedió a los catorce años, lo recuerdo perfectamente porque La isla de las tormentas es el número cuatro de aquella colección conocida como BestSellers Planeta y el primero (que se vendía junto al segundo -El cartero llama dos veces (sic)- en oferta de lanzamiento), que fue La chica del tambor de John Le Carré, apareció en los días anteriores a que nos fuésemos de viaje de fin de curso -como despedida de la EGB-, a partir de ahí peregrinaba cada semana con emoción hasta el quiosco para saber cuál era la nueva incorporación y, si se consideraba interesante, hacerse con ella (empezaron costando 195 pesetas, me suena que después aumentó el precio hasta 225, resultaban muy asequibles), aunque debo reconocer que en aquella época discriminaba menos e incluso me dejaba llevar por lo más puramente tremendo y llamativo porque escogí alguno de Harold Robbins y menosprecié, por ejemplo, La isla de Arturo de Elsa Morante o La mujer pintarrajeada de Françoise Sagan (como se ve, era una colección de lo más ecléctica en la que Hemingway, Mercedes Salisachs, Erich Maria Remarque, Norman Mailer, Harper Lee, Truman Capote -los de estos dos, aun sin conocer su relación, no me los perdí, ya apuntaba alguna manera aunque eso no es atenuante para lo comentado anteriormente-, Henry Miller o Unamuno se reunían con Vicky Baum, Sidney Sheldon, la novelización de El retorno del Jedi o Falcon Crest y otros autores superventas como Arthur Hailey, Robin Cook o Frank G. Slaughter. Puesto que, a pesar del precio, había que ir ajustando el escaso presupuesto de aquel entonces, unido a mi desconocimiento absoluto del autor y de la trama de la novela, La isla de las tormentas pasó como una exhalación, no puse el menor cuidado, pero meses después (tal vez poco más de un año) la eché de menos cuando, en aquellas maravillosas e inolvidables jornadas cinéfilas de fin de semana propiciadas por el vídeo (a las que se sumaba la durante mucho tiempo imperdonable y tan añorada excursión mensual con los tíos al cine de estreno), quedé cautivado por El ojo de la aguja (hasta años después no reconocí como merecía a Kate Nelligan, pero siempre estuvo en mi memoria de espectador como “la señora que se enfrentaba a Sutherland” -mal hecho, lo sé, pero tampoco podemos fustigarnos todo el rato por ese machismo inconsciente y no deseado, más en alguien que siempre llenó su particular olimpo de diosas de la pantalla-) y terminé por llegar al origen de la película, es decir, la novela que adaptaba, comercializada en España con el que fue su primer título, La isla de las tormentas, obra que sacó a Ken Follett del ostracismo literario, al margen de ser una de las pocas que, hasta ese momento, firmó con su nombre y no con un seudónimo, algo que no volverá a hacer, recuperando posteriormente algunos de aquellos trabajos atribuidos a Martin Martinsen o Zacahry Stone para insuflarles nueva vida al aparecer Ken Follet en la portada.
   Y así es cómo llegué hasta él, al margen de La isla de las tormentas leí La clave está en Rebeca y El valle de los leones, lo pasé bastante bien, pero un buen día empiezan a aparecer noticias sobre su nueva novela, un giro radical en su producción, Los pilares de la Tierra estaban por llegar y la boca empezó a hacérseme agua, en España apareció a finales de 1991, Robbins y otros de su calaña (tampoco seamos tan crueles, para aquel chaval que los devoraba eran lo más, son épocas que hay que quemar -sin imitar a Bradbury-), las novelas de lujo, más o menos acción, sexo (¡Ahí le has dado!) e intrigas internacionales y/o sofisticadas habían quedado atrás, pero las de espionaje no, mucho menos las históricas desde que Vallejo-Nágera o Passuth me dejasen sin aliento (lo cierto es que las civilizaciones antiguas siempre me llamaron la atención), fue mi hermano el que me regaló esa Navidad una de las lecturas más compulsivas de mi vida, la reservé hasta que terminase el curso porque veía incompatible el ritmo a que, estaba convencido, iba a necesitar pasar páginas con asignaturas como Opinión Pública o Historia del Periodismo Universal, y las expectativas no se vieron frustradas sino ampliamente superadas. Y me he mantenido fiel aunque no todos sus trabajos posteriores me han absorbido del mismo modo (confieso que alguno ni lo he leído), pero recupero el entusiasmo y la devoción cuando me zambullo en sus impresionantes frescos históricos, ha sido imposible (al margen de no querido) resistirse al embrujo que destila Una columna de fuego desde sus primeras páginas, porque se reconoce el escenario, el ambiente aunque hayan transcurrido dos siglos desde Un mundo sin fin, porque la época que aquí se recrea goza de mi atención y preferencia desde hace mucho, porque la acción arranca en 1558, el último año de reinado de María Tudor, la recordada como “Bloody Mary”, la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, a la que sucedería su hermana Isabel, hija de Ana Bolena, considerada bastarda por el catolicismo, porque Follett vuelve a conseguir una mixtura perfecta entre Historia y ficción, porque inserta con sabiduría y cuidado a los personajes inventados en los sucesos recogidos en documentos, tratados o anales y verificados por los historiadores, porque en esta ocasión importa mucho el contexto, porque reviviremos episodios como la matanza de San Bartolomé, lo concerniente a la conocida como Armada Invencible, veremos y oiremos hablar a María Estuardo, Catalina de Médicis, tantas mujeres que han hecho y escrito la Historia por más que se les niegue el pan y la sal (y también hay hombres, claro, pero permítaseme -y aunque no- que ponga el acento en lo femenino, tanto tiempo postergado, interesadamente olvidado o silenciado, rebajado o poco transmitido, mujeres con las que el autor hace justicia, también con muchas de las ficticias).
   Cuando Ken Follett pasó por Madrid para presentar Una columna de fuego, sin negar lo evidente (las guerras de religión son el caldo de cultivo de la época y afectan a sus personajes), rechazó que su novela se centrase en este asunto porque “más allá de lo concreto, creo que el gran tema del libro, como de todo lo que he escrito recientemente [la trilogía The Century -aquí sí hay personajes que pasan de unos libros a otros, al margen de seguir una cronología como su propio nombre indica], es la libertad, nadie debe morir por sus creencias, pero esto lleva a poner en el foco en lo primordial: ser libre para rendir culto”. Sentía la necesidad de completar el ciclo iniciado con Los pilares de la Tierra pero la historia empezó a cobrar cuerpo cuando leyó que se atribuía a Isabel I la creación del primer servicio secreto inglés al que hará pertenecer al máximo protagonista de la novela, Ned Willard, en lo que, de algún modo, puede considerarse un regreso al género que le hizo popular: “Isabel convirtió al país en protestante y eso la convirtió a su vez en un objetivo. Lo cierto es que en esta ocasión empecé a investigar porque me pregunté cómo serían aquellos espías primitivos, qué harían en su vida diaria, cómo empezaron a desarrollar algo que hoy damos por hecho, cómo solventaban problemas que la tecnología ha abatido, era ir a los orígenes de todo”. Y se percibe, o así se quiere ver y así se reciben, que esas páginas son las que más ha disfrutado el autor, tanto que, ante la nada remota posibilidad de que, al igual que sus predecesoras, Una columna de fuego cuente con una adaptación televisiva, y puesto que él hizo breves apariciones en las de El tercer gemelo y Los pilares de la Tierra, Follett pide que le reserven el personaje de Francis Walsingham, el secretario de Isabel I que puso en marcha aquella red de espionaje que puede considerarse origen del actual MI6, no en vano siempre cita a Ian Fleming como uno de sus escritores favoritos, el otro es Shakespeare, al que siempre hay que recurrir, “siempre es una ayuda cuando se escribe sobre el XVI porque aporta detalles de la vida cotidiana, los que también recojo de cartas, de memoriales, se dan mucho los escritos memorísticos en esa época. Ahora bien, si nadie ofrece una respuesta a algo que necesito me lo puedo inventar, siempre que quede claro que lo hago como novelista”. Sevilla es otro de los escenarios de Una columna de fuego, algo lógico si se tiene en cuenta que “era la ciudad más importante de España en ese momento por muchas razones, fundamentalmente comerciales y económicas”, retratada con la viveza que emplea para todos sus escenarios puesto que les confiere carácter y categoría de personaje, motivo por el que mantiene Kingsbridge como centro vertebrador de esta trilogía espacial y especial que puede empezar a gozarse por cualquiera de sus volúmenes, aunque el recientemente publicado sea tan apetecible y adictivo (incluso alguien que gusta tan poco del exceso de términos y acciones marinas como un servidor lee con gusto -inevitablemente menor- la parte dedicada a la Armada Invencible -no especialmente extensa- porque, como es norma en Follett, va al grano y se recrea sólo en lo necesario para que todo pueda imaginarse y comprenderse tanto histórica como novelísticamente hablando). Como novela autónoma es un disfrute, como tercer tomo de una trilogía es un cierre magnífico, Ken Follett en su esplendor.