No voy a descubrir la pólvora si digo que
leer un libro (si me apuran, el mero hecho de hojearlo, atender al texto de las
solapas y/o la contraportada) supone hacer un viaje, vivir otras vidas,
sumergirse en otra realidad, inventada o sólo en parte, romper las fronteras
espaciales y temporales, pero en este caso concreto, al margen del
experimentado gracias a un narrador que sabe, nunca mejor dicho, servir la
historia (con mayúscula y minúscula), envolver con ella al lector, atraparle y
llevarle hasta el final de un volumen de algo más de 900 páginas sin que el
interés ni la emoción decaigan, el viaje ha adquirido un aspecto muy íntimo
porque me ha hecho regresar a cuando descubrí a este autor y al momento en que
leí, diría que con furor, la novela por la que siempre será recordado, la que
batió (y lo sigue haciendo) récords de venta, la cima de su carrera, el título
que le consolidó y le confirió una aureola de “escritor serio” que algunos le
siguen negando y le negarán siempre, da igual qué y cómo escriba (algo, por
cierto, que muchos de los que le denuestan desconocen o critican por alguna
lectura que hicieron en el pasado, muy en el pasado). En realidad, por más que
se promocione y conozca así, por más que el propio Ken Follett lo diga, Una columna de fuego (publicada en
España, como el resto de su obra, por Plaza y Janés con traducción del
colectivo Anuvela) no es una continuación en sentido estricto de Los pilares de la Tierra ni de Un mundo sin fin, como tampoco ésta es,
por más que fuese anunciada así en su momento (y después), la segunda parte de
aquella novela (de nuevo, nunca mejor dicho y con toda la polisemia posible)
histórica por tantos motivos, la más leída en España según las encuestas de la
Federación del Gremio de Editores al haber vendido seis millones de ejemplares,
pero ese detalle (porque es lo que es, una matización, un precisar términos, un
explicar a los nuevos lectores que no precisan conocer los hechos narrados
anteriormente para sumergirse en Una
columna de fuego) no afecta a su calidad, sino todo lo contrario porque le
da entidad propia ya que supone una repetición, no es estirar el chicle, no es
aprovechar glorias anteriores (y así lo demuestran/respaldan los lectores que,
de haberse sentido estafados en su momento, no hubiesen recibido con tanto alborozo
el novelón -no sólo por su tamaño, sino por su contenido- recién llegado ni
hubiesen hecho al libro intermedio seguir la estela triunfal del primero
-aunque determinadas cotas sean inalcanzables puesto que son más años de estar
a la venta y no dejar de reimprimirse), no es hacer una trilogía por el mero
hecho de que ahora parece que no conocemos otra opción posible en literatura o
cine, es, como ya sucedía en Un mundo sin
fin, regresar al escenario principal de Los
pilares de la Tierra, Kingsbridge, situar a gran parte de sus personajes en
torno a la catedral que vimos construir, pero la acción tiene lugar cuatro
siglos después que en el primer volumen (utilicemos esta terminología para
entendernos y no repetir tantas veces otra palabra) y dos después que en el
segundo, la unidad queda clara pero cada libro se justifica por sí mismo y
pueden leerse en el orden que se desee sin que eso afecte a su comprensión ni a
su disfrute.
Como tantas veces, y más cuando hablamos de
la adolescencia (aunque no tenga claro qué años cubre ese periodo que, según el
DRAE, “sigue a la niñez y precede a la juventud” -aunque tampoco aclara mucho
con respecto a este término: “Periodo de la vida humana que precede
inmediatamente a la madurez”-), descubrí a Ken Follett por el cine aunque tuve
en mis manos un libro suyo sin ser consciente de ello, algo que sucedió a los
catorce años, lo recuerdo perfectamente porque La isla de las tormentas es el número cuatro de aquella colección
conocida como BestSellers Planeta y el primero (que se vendía junto al segundo -El cartero llama dos veces (sic)- en
oferta de lanzamiento), que fue La chica
del tambor de John Le Carré, apareció en los días anteriores a que nos
fuésemos de viaje de fin de curso -como despedida de la EGB-, a partir de ahí
peregrinaba cada semana con emoción hasta el quiosco para saber cuál era la
nueva incorporación y, si se consideraba interesante, hacerse con ella
(empezaron costando 195 pesetas, me suena que después aumentó el precio hasta
225, resultaban muy asequibles), aunque debo reconocer que en aquella época
discriminaba menos e incluso me dejaba llevar por lo más puramente tremendo y
llamativo porque escogí alguno de Harold Robbins y menosprecié, por ejemplo, La isla de Arturo de Elsa Morante o La mujer pintarrajeada de Françoise
Sagan (como se ve, era una colección de lo más ecléctica en la que Hemingway,
Mercedes Salisachs, Erich Maria Remarque, Norman Mailer, Harper Lee, Truman
Capote -los de estos dos, aun sin conocer su relación, no me los perdí, ya
apuntaba alguna manera aunque eso no es atenuante para lo comentado
anteriormente-, Henry Miller o Unamuno se reunían con Vicky Baum, Sidney
Sheldon, la novelización de El retorno
del Jedi o Falcon Crest y otros
autores superventas como Arthur Hailey, Robin Cook o Frank G. Slaughter. Puesto
que, a pesar del precio, había que ir ajustando el escaso presupuesto de aquel
entonces, unido a mi desconocimiento absoluto del autor y de la trama de la
novela, La isla de las tormentas pasó
como una exhalación, no puse el menor cuidado, pero meses después (tal vez poco
más de un año) la eché de menos cuando, en aquellas maravillosas e inolvidables
jornadas cinéfilas de fin de semana propiciadas por el vídeo (a las que se
sumaba la durante mucho tiempo imperdonable y tan añorada excursión mensual con
los tíos al cine de estreno), quedé cautivado por El ojo de la aguja (hasta años después no reconocí como merecía a
Kate Nelligan, pero siempre estuvo en mi memoria de espectador como “la señora
que se enfrentaba a Sutherland” -mal hecho, lo sé, pero tampoco podemos
fustigarnos todo el rato por ese machismo inconsciente y no deseado, más en
alguien que siempre llenó su particular olimpo de diosas de la pantalla-) y
terminé por llegar al origen de la película, es decir, la novela que adaptaba,
comercializada en España con el que fue su primer título, La isla de las tormentas, obra que sacó a Ken Follett del
ostracismo literario, al margen de ser una de las pocas que, hasta ese momento,
firmó con su nombre y no con un seudónimo, algo que no volverá a hacer,
recuperando posteriormente algunos de aquellos trabajos atribuidos a Martin
Martinsen o Zacahry Stone para insuflarles nueva vida al aparecer Ken Follet en
la portada.
Y así es cómo llegué hasta él, al margen de La isla de las tormentas leí La clave está en Rebeca y El valle de los leones, lo pasé bastante
bien, pero un buen día empiezan a aparecer noticias sobre su nueva novela, un
giro radical en su producción, Los
pilares de la Tierra estaban por llegar y la boca empezó a hacérseme agua,
en España apareció a finales de 1991, Robbins y otros de su calaña (tampoco
seamos tan crueles, para aquel chaval que los devoraba eran lo más, son épocas
que hay que quemar -sin imitar a Bradbury-), las novelas de lujo, más o menos
acción, sexo (¡Ahí le has dado!) e intrigas internacionales y/o sofisticadas
habían quedado atrás, pero las de espionaje no, mucho menos las históricas
desde que Vallejo-Nágera o Passuth me dejasen sin aliento (lo cierto es que las
civilizaciones antiguas siempre me llamaron la atención), fue mi hermano el que
me regaló esa Navidad una de las lecturas más compulsivas de mi vida, la
reservé hasta que terminase el curso porque veía incompatible el ritmo a que,
estaba convencido, iba a necesitar pasar páginas con asignaturas como Opinión
Pública o Historia del Periodismo Universal, y las expectativas no se vieron
frustradas sino ampliamente superadas. Y me he mantenido fiel aunque no todos
sus trabajos posteriores me han absorbido del mismo modo (confieso que alguno
ni lo he leído), pero recupero el entusiasmo y la devoción cuando me zambullo
en sus impresionantes frescos históricos, ha sido imposible (al margen de no
querido) resistirse al embrujo que destila Una
columna de fuego desde sus primeras páginas, porque se reconoce el
escenario, el ambiente aunque hayan transcurrido dos siglos desde Un mundo sin fin, porque la época que
aquí se recrea goza de mi atención y preferencia desde hace mucho, porque la
acción arranca en 1558, el último año de reinado de María Tudor, la recordada
como “Bloody Mary”, la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, a la que
sucedería su hermana Isabel, hija de Ana Bolena, considerada bastarda por el
catolicismo, porque Follett vuelve a conseguir una mixtura perfecta entre
Historia y ficción, porque inserta con sabiduría y cuidado a los personajes
inventados en los sucesos recogidos en documentos, tratados o anales y
verificados por los historiadores, porque en esta ocasión importa mucho el
contexto, porque reviviremos episodios como la matanza de San Bartolomé, lo
concerniente a la conocida como Armada Invencible, veremos y oiremos hablar a
María Estuardo, Catalina de Médicis, tantas mujeres que han hecho y escrito la
Historia por más que se les niegue el pan y la sal (y también hay hombres,
claro, pero permítaseme -y aunque no- que ponga el acento en lo femenino, tanto
tiempo postergado, interesadamente olvidado o silenciado, rebajado o poco
transmitido, mujeres con las que el autor hace justicia, también con muchas de
las ficticias).
Cuando Ken Follett pasó por Madrid para
presentar Una columna de fuego, sin
negar lo evidente (las guerras de religión son el caldo de cultivo de la época
y afectan a sus personajes), rechazó que su novela se centrase en este asunto
porque “más allá de lo concreto, creo que el gran tema del libro, como de todo
lo que he escrito recientemente [la trilogía The Century -aquí sí hay personajes que pasan de unos libros a
otros, al margen de seguir una cronología como su propio nombre indica], es la
libertad, nadie debe morir por sus creencias, pero esto lleva a poner en el
foco en lo primordial: ser libre para rendir culto”. Sentía la necesidad de
completar el ciclo iniciado con Los
pilares de la Tierra pero la historia empezó a cobrar cuerpo cuando leyó
que se atribuía a Isabel I la creación del primer servicio secreto inglés al
que hará pertenecer al máximo protagonista de la novela, Ned Willard, en lo
que, de algún modo, puede considerarse un regreso al género que le hizo
popular: “Isabel convirtió al país en protestante y eso la convirtió a su vez
en un objetivo. Lo cierto es que en esta ocasión empecé a investigar porque me
pregunté cómo serían aquellos espías primitivos, qué harían en su vida diaria,
cómo empezaron a desarrollar algo que hoy damos por hecho, cómo solventaban
problemas que la tecnología ha abatido, era ir a los orígenes de todo”. Y se
percibe, o así se quiere ver y así se reciben, que esas páginas son las que más
ha disfrutado el autor, tanto que, ante la nada remota posibilidad de que, al
igual que sus predecesoras, Una columna
de fuego cuente con una adaptación televisiva, y puesto que él hizo breves
apariciones en las de El tercer gemelo y
Los pilares de la Tierra, Follett
pide que le reserven el personaje de Francis Walsingham, el secretario de
Isabel I que puso en marcha aquella red de espionaje que puede considerarse
origen del actual MI6, no en vano siempre cita a Ian Fleming como uno de sus
escritores favoritos, el otro es Shakespeare, al que siempre hay que recurrir, “siempre
es una ayuda cuando se escribe sobre el XVI porque aporta detalles de la vida
cotidiana, los que también recojo de cartas, de memoriales, se dan mucho los
escritos memorísticos en esa época. Ahora bien, si nadie ofrece una respuesta a
algo que necesito me lo puedo inventar, siempre que quede claro que lo hago
como novelista”. Sevilla es otro de los escenarios de Una columna de fuego, algo lógico si se tiene en cuenta que “era la
ciudad más importante de España en ese momento por muchas razones,
fundamentalmente comerciales y económicas”, retratada con la viveza que emplea
para todos sus escenarios puesto que les confiere carácter y categoría de
personaje, motivo por el que mantiene Kingsbridge como centro vertebrador de
esta trilogía espacial y especial que puede empezar a gozarse por cualquiera de
sus volúmenes, aunque el recientemente publicado sea tan apetecible y adictivo
(incluso alguien que gusta tan poco del exceso de términos y acciones marinas
como un servidor lee con gusto -inevitablemente menor- la parte dedicada a la
Armada Invencible -no especialmente extensa- porque, como es norma en Follett,
va al grano y se recrea sólo en lo necesario para que todo pueda imaginarse y
comprenderse tanto histórica como novelísticamente hablando). Como novela
autónoma es un disfrute, como tercer tomo de una trilogía es un cierre
magnífico, Ken Follett en su esplendor.