Viajar a Londres es un anhelo constante, más
ahora porque la economía no lo permite con la misma asiduidad que antes (en realidad,
desde hace un tiempo lo imposibilita, ya menguaron demasiado o se agotaron los
ahorros y los que quedan hay que dedicarlos a gastos inevitables -sí, nos hemos
consentido alguna locura que otra en estos años, pero bien que nos hemos
privado de muchas cosas para poder hacerlo-), siempre quedan sitios por
conocer, la mayoría de los visitados reclaman nueva o mayor atención, es una
ciudad que siempre apetece, esta razón puramente egoísta lleva a mirar con
malísimos ojos (y no comprender) el abstruso asunto del Brexit, por más que los
ingleses sean tan particulares, es parte de su encanto (porque, eso sí, gustan
para visitarlos, para pasar unos días, para poder echarlos de menos y, como se
dice, desear el regreso que en este caso -lo siento, Gardel- se quiere y
mucho), el atractivo turístico reside en gran medida en la posibilidad de hacer
una inmersión en un universo que hemos sublimado gracias a películas y series
de televisión, y, claro, además (fundamentalmente) está esa cartelera teatral
ante la que los ojos hacen chiribitas que dejan en nada a las inimitables de
Marujita Díaz, ante la que el pulso se acelera llegando a límites peligrosos,
ante la que extasiarse una y cien veces, razón principal que obliga (invita,
tienta o anima, aunque no hace falta mucho para ello, serían verbos más
adecuados) a regresar porque van llegando nuevos espectáculos tan apetecibles
(y en un porcentaje muy alto, fabulosos) como los ya disfrutados. Y uno de nuestros
máximos sueños desde hace ya varios años (sobre todo desde que se repuso Carrusel, el único musical de Rodgers y
Hammerstein que nos desagrada) era que El
rey y yo regresara a Londres (desde que empezamos a viajar asiduamente,
sólo tengo registrada una breve temporada en el Royal Albert Hall en junio de
2009 -y por allí anduvimos poco después, empezando julio, mis compromisos
laborales no permitieron cuadrar más fechas que aquellas en que, y no hay
quejas por ello, gozamos con A Little
Night Music y Sister Act, al
margen de ver a Helen Mirren como Fedra en el National Theatre-), más aún desde
que su reposición en Broadway en 2015 supuso para la soberbia Kelli O´Hara el
Tony que le había sido negado en cinco ocasiones anteriores y hoy empezaron a
llegar notificaciones de las páginas que hemos utilizado en otras ocasiones en
que se anunciaba que salían a la venta las entradas para El rey y yo, transferido desde Broadway con la mismísima O´Hara y
Ken Watanabe como cabeceras de cartel. ¡Ay, si los hados, la fortuna, el
mercado laboral, lo que deba ser se pusiesen un poco de nuestro lado! Nunca se
ha exigido demasiado, sólo un trabajo mínimamente remunerado y con cierta
continuidad, aunque no importa si hay que recurrir (de hecho, se buscan,
proponen, reclaman, pero ni por esas) a colaboraciones aquí, allá y donde sea,
como las hormiguitas, sumando de esto y de lo otro, nunca ha importado qué,
cómo o dónde, el caso es poder considerarse empleados (porque activos, como
contraposición al feo término “parados”, hemos seguido estando, a la vista ha
estado y está).
Por eso, y porque Pablo tuvo y puso el
empeño en que yo regresase al micrófono, a un estudio de radio no como invitado
para hablar de nuestros libros sino como profesional, nació Destino: Wonderland, como escaparate,
para que constase que se seguía aquí (que en seguida hay quien se convence de
que lo has dejado, de que ha sido decisión propia), como el mejor currículum
posible, como actividad y actualidad que ofrecer a cualquier empleador (si es
que los hay que, perdón por la escéptica generalización, uno empieza a dudarlo
seriamente -al margen, claro, de poetas hueros y demás intrusos y enchufados
que ni con agua caliente despegan sus ventosas-), como posibilidad real de
continuar en y con el oficio, hablando de nuestras pasiones, compartiéndolas
con aquellos que las hacen posibles, es decir, actores, cantantes, escritores,
directores, artistas, cómplices generosos que apoyaron y elevaron el proyecto
(sin olvidar la inestimable y necesaria colaboración de jefes de prensa que no
atienden a índices de audiencia o número de oyentes certificados -o dado por
bueno- sino a quiénes van a hacer la entrevista), así, durante casi cien
programas reunimos un elenco de primeras figuras, amigos de los que nunca fallan
y a los que se puede considerar de ese modo con todas las letras y todo el
afecto, gente que respondía con cordialidad y sin titubeos ni pegas (más allá
de las lógicas de horarios, traslados, rodajes y funciones), todo un lujo y un
disfrute hacer radio junto a Pablo de nuevo y vivir momentos sencillamente
mágicos con, por ejemplo, Marta Valverde (y su hermana Loreto y su sobrina
Judith), Juan Carlos Rubio, Bibiana Fernández, Antonia San Juan, Armando Pita,
Inma Mira, Víctor Ullate Roche, Andrés Arenas, Daniel Grao, Silvia Gambino,
Luis Ramiro, Edith Salazar, Alberto Vázquez, Carlos Hipólito, Carmen Conesa,
Natalia Millán, Maribel Verdú, Carmen Machi, Ainhoa Cantalapiedra, Conchita, Marta Ribera, Christian Rodríguez, Paco Cabezas, la
lista es casi interminable, para aquellos que no conozcan el programa o para
los que quieran repetir o buscar los podcasts que no escucharon, pueden
encontrar todos en el siguiente enlace: http://prnoticias.com/podcast/ondaarcoiris/autor/708-destinowonderland.
Y llegó a su fin abruptamente, ya lo anticipé en septiembre cuando recuperé
para este blog las entrevistas grabadas para el que tendría que haber sido primer
programa de la tercera temporada, ese que nunca llegó, aquel para el que nos
reunimos con Daniel Freire, Eva Isanta, Manu Baqueiro y Sara Rivero, ya conté
alguna cosa más por Facebook que ahora no me apetece repetir, el caso que
Wonderland sigue en nuestros corazones, seguimos habitándolo, pero por el
momento sólo para nosotros.
Y aunque pudiera parecer que este segundo
párrafo tiene poco o nada que ver con el primero, en realidad están muy
relacionados porque la noticia antes comentada del desembarco londinense del
montaje de El rey y yo galardonado en
Broadway se sumó a uno de los muchos recuerdos que en este tiempo vengo
recuperando de la fructífera historia de Destino:
Wonderland, aquel de la visita de las intérpretes del divertidísimo y
meritorio espectáculo El lamento de las
divas, aquel en que nos enzarzamos en una discusión (tal vez un poco más
violenta de lo deseable, sobre todo porque no nos dimos demasiada posibilidad
de réplica, porque no hubo intención de escuchar los argumentos dados -o que se
intentaron aportar-, porque el asunto hubiese merecido más tiempo) sobre los
roles femeninos del musical, algo que, con indudable gracia y portentosas
facultades, reivindicaban en escena el trío de artistas pero que, hablando como
espectadores amantes del género, como forofos de tantas grandes señoras que lo
han hecho inmortal, parecía una queja un tanto injusta que, por otro lado, al
convertirse en el centro distorsionaba un poco el (necesario) discurso que
todavía hay que esgrimir para reclamar la que debería ser imprescindible igualdad
laboral. Y es que nos pareció que las artistas hacían una relectura muy parcial
y exacerbada de personajes que se antojan fabulosos, que confieren categoría de
estrella, que se transforman en favoritos del público, que proporcionan fama,
brillo e inmortalidad, que maltratar con ojos del siglo XXI a, por ejemplo, la
Christine de El fantasma de la Ópera o
la Fantine de Los Miserables (como
también se hace con Emma Bovary, Ana Ozores, su tocaya la Karenina, personajes
fascinantes más allá de ser hijas de su época -aunque las intenciones de sus
autores no estén teñidas de la misoginia de que a veces se les acusa, no creo
que Fermín de Pas o Karenin salgan bien o mejor parados en el modo en que son retratados
y, si se quiere, juzgados por sus creadores-), calificarlas de cursis o de
pobres desgraciadas es decir muy poco de ellas, degradarlas, obviar que sus
temas son los que más se tararean y recuerdan, que, sin ir más lejos, Lloyd
Webber escribió la adaptación musical de la novela de Gaston Leroux a mayor
gloria de Sarah Brightman con una partitura endiablada que deja en pañales a la
parte del personaje que da título a la historia, que considerar en bloque que
los roles apetecibles se los llevan los hombres supone cargarse de un plumazo a
Sally Bowles, Mamá Rose, Velma Kelly, Roxy Hart, Norma Desmond, Fräulein Maria,
Elphaba, Glinda, María Magdalena (con la canción estelar), Grizabella (si canta
Memory no sé qué más se puede
desear), Eliza Doolittle, Mame, sólo se salvaba de la quema Eva Perón, Evita,
según la más enterada (y la que no echaba ningún humor a la historia, no como
sus compañeras) porque al menos da nombre al musical y centra la acción (¡Ay,
hija mía, qué pasada de vueltas vas siempre!), y se quedaba tan ancha (bueno,
lanzando unas miradas que mejor no recordar). Pues no sé qué dirían del asunto
Liza Minnelli, Ethel Merman, Gwen Werdon, Chita Rivera, Patti Lupone, Mary
Martin, Idina Menzel, Kristin Chenoweth, Yvonne Elliman, Elaine Page, Julie
Andrews, Angela Lansbury, Glenn Close, Betty Buckley, Connie Fisher, Kerri
Ellis, eso por no salirnos de los personajes citados y no venirnos a España (ya que, además, algunas de las posibles han sido nombradas en su paso por Destino: Wonderland), sin olvidar, por
supuesto, a la protagonista de El rey y
yo, Anna Leonowens (de cuyas memorias nació todo, primero novela, luego
película, después musical, también convertido en película), escrito a la mayor
gloria de Gerturde Lawrence, por más que saborease muy poco el triunfo puesto
que un cáncer implacable pondría fin a su vida poco más de un año después del estreno,
impidiéndole actuar en diferentes ocasiones, mermando sus enormes facultades
casi desde el principio. ¿Cómo quedarnos sin sumar otra gran dama, otra artista
imprescindible a la que ovacionar y jalear? ¡Kelli O´Hara, espéranos, por
favor!