Para no faltar a la verdad, debería utilizar la tercera persona del plural
y no la primera en el título del presente escrito, si lo hago así es para
señalar una generación, unos años concretos, aquel tiempo en que cursábamos EGB
los que nacimos en torno a 1970, aunque debo reconocer que muy pocas veces fui
ese niño que debía terminar la cena (o estar en ello) cuando en televisión daban
una noticia muy concreta (y diaria), cuando aparecía un presentador danzarín y
canoro que saludaba como don Peppe (lo escribo así porque el susodicho -en
forma de dibujo animado, aclaremos para aquellos que les pille lejano- tenía un
marcado acento italiano) y, como se repetía una barbaridad (de hecho, apenas salía
de lo de “yo vengo a dar a ustedes una noticia”), un loro (que muy pronto se
ponía también a cantar y bailar) sacaba de escena mientras decía que sería
mejor llamarle don Pepino “por lo que repe” y luego iban a apareciendo otros
personajes (se supone que en representación de los pequeños de la casa) que con
los pijamas puestos ya tenían sueño y pedían que los papás pusiesen baja la
tele porque tenían que dormir mucho para estar mañana alegres (la familia
Telerín, pionera en estos asuntos, cumplía con su deber de traer el recado de
parte de la tele años antes de que un servidor naciera). Pero, como digo, esa
imposición camuflada en la alegre tonada no surtía efecto en mi caso porque,
puesto que jamás tuve problema en levantarme a la hora que tocase para ir a
clase, me dejaban ver la programación adulta salvo en muy contadas excepciones,
especialmente recuerdo que tuve que renunciar a la serie Holocausto porque pensaban que era demasiado brutal para alguien de
corta edad, también a algún programa que pudiera parecer subido de tono o de
contenido inapropiado (y no eran muchos los que así se consideraban en mi casa)
y en aquellas ocasiones en que mi madre ejercía como tal e imponía y decretaba
que esa noche no había televisión (aunque, por otro lado, en alguna ocasión en
que mi padre me castigó sin Vacaciones en
el mar, al final vi con ella el capítulo de esa noche).
Por esta causa era la envidia de casi todos mis compañeros, puesto que
eran pocos los que gozaban de privilegio similar y, así, preguntaban ávidamente
por la película, la serie o el programa de la noche anterior (todo se reducía prácticamente
a lo que emitía la entonces llamada primera cadena, poco a poco fuimos
atendiendo más al UHF, sobre todo con algunos ciclos de cine, y según cumplimos
años y la oferta se diversificó e hizo más atractiva); la madre de Joaquín,
también los Cela (especialmente Luci, siempre optando al premio a la mejor
madre, reproduciendo clichés que ya en aquel momento atufaban a naftalina,
vigilante de lo que consideraba buena educación -lo que puede resumirse en que
había que obedecer sin discusión, aceptar las costumbres impuestas porque así
debía ser, “hay que portarse como Dios manda” y demás discurso castrante,
pacato y anulador-), familiares que venían demasiado e interferían (por no
emplear otros verbos que distorsionarían -algo nada insólito en las gentes a las
que no me apetece pero no puedo evitar evocar-, el sentido/contenido de este
escrito), había muchos adultos por ahí pululando que reprobaban esta actitud,
especialmente a la tía Carmen y el tío Miguel puesto que era con ellos con los
que más horas pasaba y los que, sin traumas ni prohibiciones, sin extravagancias
ni absurdeces, consentían y hasta espoleaban mi infatigable curiosidad, mi
temprana afición por las historias que llegasen en forma de tebeos, cuentos, muy
pronto libros, imágenes, había quien llegaba a hablar de libertinaje y de otras
cosas peores (como cantaría Patxi Andión), hacían pronósticos que casi parecían
maldiciones y me consta que en privado decían cosas mucho más terribles y llegaban
a considerarme una mala influencia porque tenía la cabeza llena de historias
que tan sólo aportaban una imagen muy distorsionada de la vida (la madre de
Joaquín, por ejemplo, decía que un niño tan estudioso como yo no debía ver Hombre rico, hombre pobre -la segunda
parte, paradójicamente la primera se repuso en verano y entonces era
entretenimiento compartido con los chavales de mi edad- porque hablaba de “una
América corrupta”, sin embargo estaba encantada con que leyésemos la colección
de Los Tres Investigadores con títulos como El
misterio del diablo danzante o Misterio
en el castillo del terror, pero pensaba que su hijo tendría pesadillas si
veía las películas del género que Chicho seleccionaba o series de acción y/o policiacas
que le parecían el epítome de la violencia, y sin embargo recuerdo que uno de
los fines de semana que pasé con ellos en el chalet que tenían cerca de Madrid
nos hizo cenar algo más pronto para poder ver el estreno de El nido de Robin, una de las series que salió
-lo de spin off llegó después- de Un
hombre en casa, ignoro por qué no encontraba pernicioso ese humor que
alguien como ella hubiese debido rechazar de plano-).
Y el caso es que, en el caso concreto de los Cela, bien que se esforzaban
en destacar la masculinidad de Emilio, el hijo de mi edad, era un mérito, un
valor, era más hombre, estaba más desarrollado, algo que se consideraba un mérito,
un valor, como si ser más o menos alto dependiera del esfuerzo y empeño de cada
uno, culpabilizando al menos agraciado físicamente o con facilidad para
engordar (algo cuya raíz encontraban en las horas que pasaba sentado…
¡leyendo!), querían creer que más maduro, mientras que yo, a pesar de mi
expediente académico, de estar leyendo a todas horas, de interesarme y hablar
sobre asuntos que se supone no me correspondían (y que no me atormentaban ni
traumatizaban, entendía que eran ficción o, al menos, recreación en imágenes),
era más infantil, me gustaban, por ejemplo, las canciones de Parchís, los
programas que tantos miraban por encima del hombro “porque son cosas de niños”
y ellos, al cumplir diez años, ya se consideraban muy mayores y preferían otras
músicas y otras historias (que no les dejaban ver); pero era en La cometa blanca, en Sabadababa y el posterior Dabadabada, no digamos en el Un, dos, tres donde se hablaba de
personajes, hechos, libros que, gracias a aquella añorada programación, se
convertían en conocidos y cotidianos, pasiones, admiraciones y querencias que se
adquirían/alimentaban de manera natural gracias a Estudio 1, a las adaptaciones literarias que facilitaban el acceso
y conocimiento de autores y títulos imprescindibles y que reunían a la familia
(a nosotros) delante del televisor, esas veladas gozosas en que olvidar que en
pocas horas habría que volver al colegio, esas noches en las que reír, emocionarse,
sorprenderse, descubrir y compartirlo con los tíos (muchas veces también con la
abuela, vivía en la misma finca, si el abuelo se acostaba pronto, algo muy
habitual, venía a ver lo que tocase ese día con nosotros).
Y hemos evocado esos momentos (Pablo, los de inclinarse en su cama para
intentar ver desde allí esos programas anhelados porque a él sí le mandaban
allí) al habernos metido entre pecho y espalda recientemente las dos temporadas
de Poldark que la BBC produjo de 1975
a 1977 (y que no fueron más porque el autor de las novelas que la inspiraban,
Winston Graham, no quiso vender los derechos de las que faltaban por adaptar,
provocando que terminase abruptamente y sin concluir), serie que en este caso
yo apenas o nada seguí, pero sí recuerdo la polémica provocada porque en TVE pararon
la emisión de repente, tardaron en retomarla, la abuela y la señora Matilde la
esperaban como muchísimo interés, igualmente Chari, la peluquera a domicilio de
las mujeres de la casa, que leía en las revistas reportajes sobre el actor
protagonista, Robin Ellis, y suspiraba por él, comentaban lo sucedido, eran
esas emisiones (entonces la mayoría al haber sólo dos canales) que paralizaban
el país, que lograban audiencias multimillonarias y con las que, por más que a
tantos le cueste aceptarlo, aprendíamos y nos divertíamos, ni se nos secaba el
cerebro (aunque esto era más por leer, ¡ay, Cervantes, qué mal se te ha
entendido y peor utilizado!), el rendimiento académico no se veía resentido ni
hemos dejado de leer o atender otras actividades digamos intelectuales, todo lo
contrario porque, como tantas veces se glosa y agradece, si uno empezó a leer a
Torrente Ballester, a Dumas, a Mary Shelley, a Gloria Fuertes, a la Alcott, a
Verne, a Mark Twain, a tantos y tantos, fue porque conocía su obra y sus criaturas
(dicho con toda la intención del mundo al citar Frankenstein) a través de dibujos animados, fragmentos
reproducidos, diferentes tipos de adaptaciones, series, películas que a muchos
les prohibían como si constituyesen un peligro (y lo peor es que algunos lo creyeron
y se mantuvieron y mantienen lejos del arte, de la cultura, del entretenimiento).