Me sigue gustando consultar el diccionario aunque la RAE lleve siglos de
retraso en lo de limpiar, fijar y dar esplendor al idioma, dejándose llevar más
de lo deseable por modas, caprichos o estallidos cuyos ecos han dejado de
resonar antes de que sus miembros decidan dar cabida a un determinado vocablo,
hallazgos coyunturales que cuando se incorporan al venerable libro ya se han
quedado obsoletos o están camino de ello, reinventando la ortografía con
razones que valdrían un suspenso a quien se atreviese a alegarlas para
justificar haber escrito una palabra de una forma que no es la sancionada, la
consensuada como parte del idioma (otra cosa muy distinta es el uso que se hace
del mismo convirtiéndolo en lenguaje, ese que el propio DRAE reconoce como “estilo
y modo de hablar y escribir de cada persona en particular”, ese que en
ocasiones trasciende, se hace común y ayuda a que el idioma evolucione -o
involucione-, el que tantas veces es restringido y sólo un pequeño grupo
comprende), manteniendo sin embargo definiciones inexactas, anticuadas,
contradictorias, cuando no directamente ofensivas, son muy dados al postureo
(una de las últimas adquisiciones) si les apetece pero poco o nada efectivos
cuando se trata de atender a la vida (ahí siguen las dos absurdas acepciones de
“matrimonio” cuando podrían reducirse a una),escuchar al pueblo (que es lo que
tienen que hacer para saber qué, cómo y por qué se dice algo, incluso las
patadas al diccionario, muchas de ellas terminan en sus páginas porque el uso
así lo impone -por más que duelan en los oídos y no pierdan jamás su carácter
de barbarismo-). En esta ocasión me interesaba saber qué significado se daba a
una de esas palabras que, así me lo parece, resulta imposible definir porque
expresa en sí misma algo que no podemos cuantificar, que no acepta medida, tanto
el sustantivo como el adjetivo los pronunciamos con mucha intención, con
intensidad, deja clara nuestra apreciación sobre algo o alguien pero cuesta
distinguir o concretar si es mayor o menor que la dirigida anterior o
posteriormente a otras cosas o personas; y, así, entrando en materia, encontré
que “maravilla” se refiere a los “suceso o cosa extraordinarios que causan
admiración” y “maravilloso” se utiliza para calificar (y cualificar) a todo
aquello (y aquellos) que nos parece “extraordinario, excelente, admirable”
(conceptos igualmente inconcretos por más que haya quien los arroje a los que no
opinan como ellos como si fuesen verdades absolutas -no digamos nada cuando se
refieren a películas, libros, cuadros, lo que sea, como “buenos/-as” o “malos/-as”
y ni tan siquiera justifican por qué a ellos se lo parece, lo dan por sentado-).
Como cada uno arrima el ascua a su sardina, opté por quedarme con lo de
causar admiración para, a partir de ahora, poner ahí el acento cuando me
refiera a algo o alguien (Julia Roberts, por ejemplo, que hoy viene como anillo
al dedo) como maravilloso o maravillosa, pero para este texto en que ando
enredado me venía de perlas lo de “extraordinario” puesto que seguíamos en el
terreno de lo ambiguo y en ese es en el que se mueve/hace mover a sus lectores
la escritora R. J. Palacio en La lección
de August, así conocemos en España (gracias a la edición de Nube de Tinta
con traducción de Diego de los Santos Domingo) al que es el primero de una
serie a la que todo el mundo se refiere con el título original de este volumen,
es decir, Wonder (y así, sin traducir
y sin apellidos, es como se ha comercializado la estupenda adaptación
cinematográfica a cargo de Stephen Chbosky con unos magníficos Julia Roberts y
Owen Wilson como los padres del protagonista y un -sí, lo acertaron, seré de lo
más obvio y previsible- maravilloso Jacob Tremblay como August, que revalida y
amplía todos los parabienes y el entusiasmo -y la admiración- generados tras La habitación, filme por el que hubiese
debido, al menos, ser candidato al Oscar). Y es hablando de ese concepto tan
inasible (y tan estúpido, por no decir represor) que es “normal” como se
presenta August al lector: “Sé que no soy
un niño normal. Bueno, hago cosas normales: tomo helado, monto en bici, juego
al béisbol, tengo una Xbox… Supongo que esas cosas hacen que sea normal. Por dentro,
yo me siento normal. Pero sé que los niños normales no hacen que otros niños
normales se vayan corriendo y gritando de los columpios. Sé que la gente no se
queda mirando a los niños normales en todas partes”. Es la mirada de los
otros, de los que se consideran normales, de los que acatan (e imponen o cuando
menos lo pretenden) las normas, las buenas costumbres, todo lo normal, la que
extiende certificados de normalidad y, sobre todo, de anormalidad al resto, a
los quiere, de una forma u otra, segregar, prohibir, anular, todo porque no se
ajustan a su (pobre) esquema mental, porque razonan, respiran, viven, se
visten, aman de otra manera, porque, ya no se ha dicho, no son normales (repito
conscientemente la palabra y varias emparentadas para resultar lo más machacón posible).
Pero el asunto adquiere tintes especialmente tenebrosos, por no decir
inhumanos, cuando aquel al que se señala y discrimina, aquel del que se hace burla,
aquel del que alejarse como si fuese portador de un virus implacable que no
tiene antídoto es un niño que no ha elegido ser anormal (dicho en el sentido de
querer cambiar las cosas, de dar rienda suelta a la creatividad, a la propia
personalidad, de hacerse preguntas), que ha nacido con unos rasgos que ni él
mismo se atreve a describir (“No sé cómo
os la estaréis imaginando [su cara], pero seguro que es mucho peor”), lo
hará por él Via, su hermana mayor, algo más de cien páginas después y empleará
terminología médica para explicar sus características físicas, esas que,
tristemente, le hacen distinto, demasiado distinto, esas que han llevado al núcleo
familiar a sobreprotegerle, a defenderle en todo momento, a sospechar del
mínimo gesto de sorpresa o titubeo en el habla de los demás, “hemos pasado tanto tiempo intentando hacer
que August piense que es normal que ahora piensa que es normal. El problema es
que no es normal”, concluye a su pesar la adolescente, sin saber que su
hermano sabe lo que piensa y, además, lo comprende: “Via no me ve como alguien normal. Ella dice que sí, pero si fuera
normal no me protegería tanto. Mis padres tampoco me ven como alguien normal. Para
ellos soy algo extraordinario. Creo que yo soy la única persona en el mundo que
se da cuenta de lo normal que soy”. R. J. Palacio cuenta en este primer libro
la incorporación de August a la vida diaria (a la normalidad), el relato
comienza cuando debe abandonar la seguridad del hogar, el territorio conocido
en el que sentirse integrado, querido, aceptado -otra de esas palabras
complicadas, puesto que lleva implícita la superioridad del que acepta, del que
decreta que no eres normal-, ha llegado el momento de que estudie en un colegio
y no en casa bajo la supervisión de su madre, no puede seguir cobijado en la sólida
burbuja que le han creado (u ocultando su rostro bajo un casco), debe enfrentar
y afrontar el trato con los demás, diluir su singularidad en el magma de la
sociedad, acoplamiento que él sabe será traumático (eso, por desgracia, es lo
normal): “El caso es que cuando era
pequeño no me importaba conocer a otros niños, porque todos los niños que
conocía eran pequeños, como yo. Lo guay de los niños pequeños es que no dicen
cosas para intentar hacerte daño, aunque a veces digan cosas que te hacen daño.
Pero no saben lo que dicen. Los niños
mayores… esos sí que saben lo que dicen. Y eso no me hace ninguna gracia.” Y
llega la sorpresa, el impacto, los codazos, los dedos enhiestos, las risitas,
las burlas, y August asume que es lo normal, él también lo haría de estar en el
lugar/la posición de los otros: “No estoy
diciendo que los niños hiciesen nada de todo esto con maldad: ni una sola vez
vi a nadie reírse ni hacer ruidos raros como burla. Sólo hacían las tonterías
que hacen todos los niños del mundo. Ya lo sé. Me hubiese gustado decirles algo
en plan “Vale, no pasa nada. Ya sé que soy raro. Podéis mirar, no muerdo”. La verdad
es que si de repente un wookie empezase a ir al colegio, yo sentiría curiosidad
y seguramente lo miraría a escondidas. Y si me lo cruzase yendo por ahí con
Jack o con Summer, seguramente les susurraría disimuladamente: “Mirad, es el
wookie”. Y si el wookie me pillase diciéndolo, sabría que no lo decía con
maldad, simplemente estaría señalando el hecho de que es un wookie.”
Puesto que está dirigida a un público joven, como la historia la narran
los personajes (que van recogiendo el testigo, a veces contando los mismos
hechos desde otro punto de vista, muy entre Wilkie Collins y Lawrence Durrell -a
quien también puede citarse como referente en el modo en que la autora ha ido sumando
títulos con diferentes versiones de sucesos ya narrados o completando
información del pasado-), todos entre los diez y los dieciséis, La lección de August posee un lenguaje
muy directo, fresco, rápido, envolvente, que define personalidades, que
describe sin ampulosidad, muy efectivo, evitando con soltura la moralina y el
manual de autoayuda, creando una atmósfera confortable en la que leemos casi
con una sonrisa constante que a veces se nos congela al topar con una realidad incómoda
que obliga a replantearse chistes, muletillas, pretendidas gracietas, tantas
cosas que se aceptan con normalidad, por eso es una lectura en la que un adulto
ni puede ni debe sentirse ajeno, porque Auggie ha tenido mucho tiempo para
observar, para pensar, para aprender, para comprender, para analizar, para ser,
por más que a él no se lo parezca, alguien excepcional, como puede serlo
cualquiera, sí, pero al igual que hay quien dictamina quién es normal y quién
no, también debemos asumir, querido August, que para los demás podemos ser
excepcionales, aunque no podamos medirlo ni reducirlo a una cifra.