Reconozco (aunque no lo he negado nunca) que soy bastante irascible, el volumen
de mi voz, de por sí más alto de lo que debería (me sale así, procuro reducirlo
pero, sin ser consciente de ello hasta que a mí mismo me resulta estridente y
sin que ocurra nada que lo provoque, sube de decibelios de manera automática,
me mentalizo para rebajarlo pero en cuanto me relajo vuelve a dispararse) se
multiplica sin medida a las primeras de cambio, también por alegría, sorpresa o
regocijo, pero con mayor frecuencia por enfado, indignación, oposición a algo
que se está diciendo, corrección a alguien que discute y niega la razón que en ese
caso (un dato erróneo, un desconocimiento palmario, una mentira flagrante) sé
sin titubeos que está de mi lado, una reacción desorbitada que, por más que hago
examen de conciencia y propósito de enmienda, se repite, en los últimos tiempos
más de lo que me gustaría, debido a situaciones un tanto extremas (y que yo
agudizo al sentirme al límite o con éste superado) en lo más íntimo y familiar,
abonando el estallido con mis propios reproches, mi impotencia, mi darme contra
las paredes, mi dolor inagotable ante la decadencia incontenible y voraz de
gente a la que amas y no sabes cómo ayudar mejor (o sencillamente hacerlo). No
trato de justificarme, aquí estoy como tantas veces en plan confesión general, soy
el primero que detecta y asume sus fallos, carencias, defectos, mi autorretrato
parece salido de la paleta de Goya, pero lo cierto es que, de un tiempo (ya
largo) a esta parte, el ambiente (así en general) invita poco al relax, hay
demasiada crispación y a mucha intensidad, diríase que hay que estar de guardia
como las esquinas porque esa es la actitud, uno dice con toda la mejor
intención “qué buen día hace” y al momento recibes réplicas airadas,
afeamientos de conducta, burlas despiadadas, insultos si llega el caso (que prácticamente
siempre lo hace, visto, oído y leído lo que llega por cualquiera de esas vías,
simple y llanamente transitando por la vida).
Es fantástico defender ciertas causas, trabajar en pro de una sociedad
más justa, más igualitaria, más democrática, más humana, pero estamos tan
acostumbrados a pelear por lo más pequeño, por lo que debería ser nuestro desde
que nacemos, por un mínimo espacio en el que sentirnos nosotros mismos, por la
libertad personal que (al menos hablo por mí, pero es algo que he puesto en
común con gente cercana y hemos llegado a conclusiones muy similares) tantos se
empeñan en negar, vulnerar, pisotear, prohibir, atacando con violencia (a veces
legalizada) a los que se señala como “diferentes”, que al final no queda otra
(o eso parece) que responder del mismo modo, aplicar lo del ataque como mejor
defensa posible y ser tan o más virulento que aquellos que arremeten contra ti
en lugar de vivir y dejar vivir (que es lo que uno procura hacer porque, a
pesar de lo sanguíneo, visceral, tremendo que me reconozca, intento evitar/rehuir
la confrontación, me deja muchas secuelas en forma de reprobación personal por
un comportamiento que no me satisface, aunque a veces me arrepienta de no haber
dicho algo prefiero desaparecer, ignorar, minar al oponente con resistencia
pasiva). Y, como digo, vivimos en constante tensión, susceptibles a cualquier
frase y hasta a cualquier silencio, en permanente estado de alerta, posicionándonos
y obligando al resto a hacer lo propio, considerando la equidistancia (la mesura,
la ecuanimidad, la dialéctica) como el peor de los pecados, la mayor traición,
la cobardía más descarada, si no estás conmigo estás contra mí, o blanco o negro,
se acabaron los grises (o se utiliza la palabra como insulto), bien se sabe lo
que se dice de los tibios en el Apocalipsis, por más que uno no lo sea pero es
como le catalogan los demás si no se les aplaude/apoya incondicionalmente. Así,
se vive en el peligro constante de ser tildado de aquello que uno tiene muy
claro no ser (incluso lo ha demostrado en el ejercicio de su profesión y en su
vida diaria), basta con matizar algo, desmarcarse de lo que no agrada, decir en
alto que aquello no te gusta para que, sin solución de continuidad, puedas ser
fascista, antisistema, degenerado, machista, feminazi e incluso todo a la vez.
Por fortuna, han sido muchas las voces femeninas que, ante la bochornosa
manera de reivindicar (o pretender hacerlo) en la reciente entrega de los Goya
(llamarla “gala” sería decir mucho y parecer que se aplauden unas virtudes que
brillaron por su ausencia -nada sorprendente, más aún con los presentadores
escogidos-) la igualdad laboral de la mujer en el cine, una petición justa y
necesaria que por desgracia aún es desoída y vulnerada a diario, petición
extensiva a todos los ámbitos, nadie es más que nadie, menos aún por algo que
no depende de uno (es decir, el sexo con que se nace), decía que ya durante la
emisión del (en casi todos los sentidos -premiados al margen, el gusto de cada
cual dictaminará que se piensa sobre ese aspecto-) sonrojante acto (no puedo
decir “espectáculo” porque no lo fue) muchas mujeres (del mundo de la interpretación
y de otras disciplinas artísticas y técnicas relacionadas con el cine o de
fuera del mismo) se quejaban de lo lamentable de un discursito que algunos
cogían con pinzas, recitando sin gracia un par de frases hechas que, si no nacieron
así, se han quedado huecas a fuerza de repetirlas, un discurso que sonaba impostado
y falso, un querer quedar bien y resultar solidario, en boca de más de uno
(incidamos en la “o” en este caso), que parecía ridículo y de chiste por el
modo en que lo enarbolaban algunas (lo mismo para la “a”), que se redujo al
gesto de los abanicos abiertos como si eso supusiera algo, como si así se
cogiese el toro por los cuernos, sustituyendo las palabras (y las acciones) con
un movimiento ostentoso (o ni eso) que hubiese quedado aceptable en una versión
(barata) de Las amistades peligrosas.
Pero decir en voz alta estas cosas u otras similares (se está dando munición al
enemigo -y en esta ocasión hay que considerarlo como tal, no queda otra, ahí
están los hechos y los contratos-) puede costarte la cabeza, ser acusado y
condenado como ya se dijo antes, cuando lo que reclamas, lo que intentas aportar,
es mayor efectividad, verdadera implicación, toma de conciencia que se traduzca
en resultados, no provocar el efecto contrario ni mayor rechazo del que, indudablemente,
reciben movimientos de este tipo a los que se quita importancia, pertinencia,
base, verdad (y nadie niega que muchas de las personas implicadas actuaron así movidos
por un sentimiento real, por anhelos sinceros, por y con buenas intenciones,
pero bien se sabe que éstas sirven en demasiadas ocasiones para empedrar el
camino hacia el infierno). Quedándonos en lo estrictamente cinematográfico,
repetir tanto la cantinela que (por mucho que tenga sustento sólido y demostrable)
no puede evitar quedar teñida de un tono entre plañidero y victimista, provoca
que haya muchas voces que (al haber tantas que inciden en ello por encima de
los méritos demostrados) resuman los premios recibidos por Isabel Coixet (un tanto
contra pronóstico, sobre todo viendo la casi única dirección que los galardones
iban tomando durante la noche) en la muletilla “claro, este año tenían que
premiar a una mujer”, minusvalorando las bondades y virtudes de La librería (incluso ocultándolas al no
hablar de ellas y titular con el sexo de la directora), repitiendo la cantinela
de “es la cuarta vez que una mujer obtiene el Goya a la mejor dirección”,
dejando fuera del cómputo a las que (como este mismo año Carla Simón) fueron
premiadas en el apartado de dirección novel, olvidando los cortos y
documentales (no sé si hay muchas, pocas o ninguna mujer que haya recibido
recompensa en lo primero, pero la propia Coixet tiene dos -uno compartido con
el resto de cineastas que hicieron posible Invisibles-),
hurtando el dato de que los Goya deben ser el premio cinematográfico más
igualitario que existe, ¿dónde hay tantas directoras laureadas? ¿Sólo una en 82
ediciones de los Oscar (no pondremos 83, aunque a buen seguro será Guillermo
del Toro quien, nunca mejor dicho, se lleve el gato al agua dentro de algo
menos de un mes)? Sí, ya sé que hay cifras inapelables, pero reconozcamos que,
sin necesidad de hashtags, manifestaciones o revelaciones, los académicos españoles
(en los que a cine se refiere) no han relegado (tanto) a la mujer como en el
resto del mundo (eso por no hablar de las presidentas que en la Academia han
sido -y son-).
Y en estas llegó una de las canciones que optaban a representar a España
en Eurovisión a convertirse en vara de medir: si la defendías eras el más
feminista del mundo; si decías que no te gustaba eras condenado y lindezas que proferían
sus talifanes -perdón por el palabro y su indudable carga peyorativa, pero una
cosa es apoyar algo y otra, como punto de partida (y de llegada), insultar, ridiculizar,
dudar de la capacidad mental, llegar a amenazar a quien hace lo contrario, creo
que esto no pasa de ser algo más o menos gracioso comparado con lo que se ha
tenido que aguantar por limitarse a expresar una opinión-. La forma de combatir
la abundante y abultada misoginia del reguetón no es usar lo peor del mismo (lo
cierto es que tampoco se me ocurre qué tiene de bueno) para, supuestamente,
enarbolar un mensaje feminista que queda perdido en ese ritmo machacón que
siempre suena igual, farfullando palabras que no se terminan de comprender
(sólo de ese modo parece posible que tantas mujeres sigan, bailen, coreen, aplaudan
un género -o lo que sea- en el que se las cosifica, denigra y vapulea o se
incita a ello -literalmente-), imitando un acento ajeno, diciendo que eso es
moderno, liberal, rompedor y, sobre todo, muy español, necesario en Eurovisión,
algo que debemos reivindicar (musicalmente hablando). Y luego, como tantas
veces, están esos que o no saben o, por su propio interés, ocultan las evidencias,
es decir, que Cecilia decía en voz alta verdades como puños en muchas canciones
escritas y grabadas en los últimos años del franquismo, faltaban cinco días
para la muerte del dictador cuando dio a conocer a medio mundo la letra que
compuso para Amor de medianoche,
canción de Juan Carlos Calderón de la que sólo conservó la música y con la que obtuvo el segundo puesto
de aquella edición de la OTI, artista que impuso su criterio, su calidad, su
personalidad y volvió a convertirse en altavoz de muchas para reclamar “yo no
quiero ser tu sombra en un rincón, la muñeca que no tiene opinión” o exigir “quiero
romper mis viejos lazos, quiero ser mía y nada más”. Es decir, no sería la
primera vez que España lanza un mensaje de ese tipo, pero ya se sabe que
Cecilia, Mari Trini, Rosa León, la Marisol que se iba quitando el disfraz para
acabar siendo Pepa Flores, la propia Massiel a la que tantos reducen a la
mínima expresión, tantas valientes quedan en el imaginario colectivo de estos
que se las dan de avanzados como artistas trasnochadas, cursis, mal conocidas,
ignoradas, desconocidas.
Me llamarán blando, romanticón o mil cosas peores (lo hacen a menudo, no
pasa nada), pero me siento más identificado (aunque la canción no termine de convencerme)
con lo que representan Amaia y Alfred, creo que el modo rendido en que él la
mira, cómo la acaricia con los ojos, cómo exhibe sin complejos la admiración y
amor que siente por ella aporta un mensaje más liberador, más revulsivo, más
feminista que lo que (esa es otra) obligaron a cantar de ese modo a dos jóvenes
a las que otra mujer hizo sentir fatal por el mero hecho de expresar sus dudas
o de intentar buscar su propio sello, adaptar el tema a su carácter y no al
revés. Y todo después de que, tras indignarse porque Mónica Naranjo (entre
féminas anda el juego) diese a entender que el mayor mérito de Ana Guerra es
que era muy guapa, los profesores de aquella Academia hayan puesto siempre el
acento (dicho con toda la intención, pero no entraremos ahora en ese aspecto)
en que se contoneé, exhiba sonrisa, mueva el cuerpo, interprete Lágrimas negras como si fuese una
prostituta (dejando ojiplática a Soledad Giménez que no entendía nada -y adora
a los Javis, o sea que la cosa no iba por ahí, habló como artista conocedora
del género-), sea leonina, lo que tanto defienden sus seguidores, parece que lo
menos importante es su faceta artística, del mismo modo que se apoya una
canción por motivos que tienen poco que ver con la propia composición en sí, porque
dicha de ese modo y con ese ritmo machacón y estridente la letra (no diremos “el
mensaje”) no se capta con facilidad (al margen de que más de uno desconecta
automáticamente al primer golpe de música -o acorde, tampoco quiero ofender-).
Así las cosas, algunos lo han reducido todo a un duelo entre el feminismo y
Disney -así han tildado la canción escogida-, otros se hacen cruces de cómo
este país sigue atrasado (si no estás conmigo, ya se sabe), hay hasta quien
dice que quiere irse de España, las cosas se sacan de quicio y, al final, estos
mismos que van de adalides y promotores del cambio motivan que se den pasos
hacia atrás (pero no para tomar impulso). Resumiendo, no se trata de no
secundar lo que uno viene defendiendo hace muchos años, no como moda, no como
día de, no por corrección, no como consigna, sino, en este caso concreto, de decir
qué gusta y qué no, algo similar se está viviendo con Call Me by Your Name, si eres homosexual tiene que alucinarte, no valen
los términos medios, no se aceptan las matizaciones, eres sospechoso si no te
rindes, tienes que comprar la moto porque es lo que te corresponde, pues, ya
que se ponen tan categóricos, al final se trata de lo bueno… y lo malo. Ahí
queda dicho.