No tengo ningún reparo en reconocer que afronté la lectura de El día que se perdió el amor de Javier
Castillo que Suma de Letras editó hace menos de un mes y está vendiendo
ejemplares a velocidad ultrasónica con una cierta (con bastante) prevención:
había leído opiniones muy elogiosas sobre su ópera prima, El día que se perdió la locura, amantes del género negro y/o del
thriller (como tantas veces, utilizando esas etiquetas con gran amplitud de
miras y posibilidades) con quienes coincido bastante y a los que considero con
un criterio bien formado (que saben exponer y argumentar) cantaban sus
excelencias, había sido un fenómeno en Amazon y al pasar al formato físico no había
hecho sino expandir (y lo sigue haciendo un año después de su primera edición)
la nómina de lectores cual si de Buzz Lightyear se tratase, el caso es que
(como tantísimos títulos -por más que seamos voraces ratones de biblioteca se
publica muy por encima de nuestras posibilidades-) ahí había quedado y, de
repente, llegaron los anuncios de lo que, a priori, tomé por una secuela, una
segunda parte, tal vez el tomo de en medio de una trilogía, en fin, uno, ya lo escribí
ayer, está muy suspicaz y se teme lo peor a las primeras de cambio (porque han
sido más los desengaños -cuando no directamente los engaños- que las alegrías
en estos terrenos en que ahora nos movemos). Pero, por otro lado, lector muy
curioso e inquieto, quería comprobar por mí mismo quién era Javier Castillo
literariamente hablando más allá de los anuncios triunfales (y avalados por ventas)
que le consideraban una de las revelaciones de 2017, un éxito que parecía no
agotarse y que una segunda novela venía a apuntalar. Por lo tanto, empecé por
el principio, es decir, El día que se
perdió la cordura y me la liquidé en tres o cuatro sentadas, un ritmo
frenético muy bien medido, una prosa veloz con un fantástico oído para los
diálogos, una trama hipnótica y bien armada, personajes bien construidos a
través de pasiones desbordadas, sentimientos al límite, atmósfera eléctrica, el
caso es que el listón se puso tan alto que, más que miedo, empecé a sentir
pánico de abrir El día que se perdió el
amor y que el castillo de naipes se desmoronase.
Antes de explicar otras cosas, debo decir que, según iba pasando páginas
casi sin sentir, empecé a pensar en la, a mi entender, honestidad demostrada
por Javier Castillo en esta segunda entrega, puesto que no repite fórmula, no
toma el camino fácil, sino que, con inmensa naturalidad y demostrando gran
conocimiento del oficio, completa a la perfección, sin fisuras ni chirridos, la
historia de la primera novela (que podría haber quedado como única, pero esa
página final en la que uno contiene la respiración merecía rellenar los puntos
suspensivos), hace encajar las piezas anteriores con las nuevas con suma facilidad
y sin estafar al lector, la novela tiene entidad propia aunque se paladea y
disfruta mucho más si se conoce la anterior y, así, se participa del diálogo
secreto con el autor, nada restringido pero lógicamente particular, se trata de
entrar en su código (algo nada complicado porque te atrapa y arrastra desde el
principio) y de ir recopilando detalles para, tal vez, sacar algunas
conclusiones antes que los personajes. Al tener la fortuna y el placer de
compartir un rato de conversación con Javier Castillo cuando visitó Madrid la
semana pasada, confirmé que mi juicio estaba bien cimentado puesto que, antes
de que yo pudiera decírselo, fue él quien habló de honestidad sin ínfulas ni
prepotencia sino como reconocimiento de la misma y desterrando definitivamente
cualquier atisbo de recelo, si es que aún me quedaba, ante la posible trilogía
o ante el aprovechamiento de un éxito, puesto que todo estaba pensado de
antemano: “Planifiqué la trama pensando
en tres novelas, estuve unos cuatro o cinco meses armándolo todo: la primera
era “El día que se perdió la cordura”, en la segunda se contaba la historia de
Carla tal y como aparece en “El día que se perdió el amor”, aunque con más
personajes, contada con más detalle, claro, y la tercera hubiera sido la
historia de Bowring y todo lo demás. Pero cuando estaba redactando la segunda
no terminaba de convencerme el ritmo, me parecía que era estirar
innecesariamente, decidí que lo mejor era sintetizar en una sola novela y dejar
lo que realmente enganchase y mantuviese el interés y la esencia de la
anterior. Fue un ejercicio de honestidad, como lector no me gusta sentir que la
cosa se alarga y el final nunca llega, opté por algo que me convenciese como
autor y que no obligase a los lectores a estar pendientes de tres novelas
cuando con dos es suficiente”.
Y eso se nota (y se agradece) porque, al leer los dos libros
consecutivamente como fue mi caso, se comprueba lo bien ligado que está todo,
la lógica (dentro de las vueltas y revueltas, de las constantes sorpresas, de
los órdagos continuos que Javier propone -y de los que sale más que airoso-)
con que se desarrollan los acontecimientos, la única trama (por más que con varias
ramificaciones) que se narra, es como recuperar (con otro estilo, otro tono y otras
intenciones) aquellas novelas río de cuando éramos chavales, aquellas sagas de
mil páginas (algo menos entre los dos volúmenes) con tropecientos personajes
(aquí no hay tantos). Otra cosa, imagina uno, debió ser el proceso de escritura
teniendo sobre los hombros la mirada, las esperanzas, el interés, las ganas de muchos
miles de lectores (o tal vez no): “Es
inevitable escribir siendo consciente de que hay mucha gente pendiente y esperando
otra novela, pero como tenía claro qué quería escribir pude ir con cierta
tranquilidad. Sí, hay vértigo, claro, sobre todo mucha responsabilidad para no
decepcionar, quería que los lectores se entretuviesen y lo pasaran bien, aunque
a ratos lo pasen mal, jajaja, pero sólo porque sufren con y por los personajes.
La presión de responder a las expectativas la sentí mucho más que el miedo a no
ser capaz de escribir una segunda”. Lo que no falta, lo que no podía faltar
en El día que se perdió el amor, más
aún si esa palabra aparece en el título, es Jacob hablando en primera persona, taladrando
la mente del lector, angustiándole con ese amor que incontenible que vive hasta
el último aliento y en constante paroxismo, torrencial, sin saber gestionarlo,
simplemente dejándolo salir sin procurar la más mínima contención, expresándolo
de la manera más tremenda y poderosa posible, descontrolado y descontrolando: “De Jacob escuchamos sus pensamientos, es un
personaje absorbente, muy intenso, tremendamente pasional, enamorado hasta el
extremo, roza un poco lo increíble, las cosas se le escapan de las manos, creo
que eso es lo que le humaniza. Reconozco que está en el límite de lo tolerable, porque
está enamorado, sí, pero obsesivamente; es un tipo de personaje que traigo
desde los relatos, si no Jacob exactamente alguno similar, es en gran medida
como yo me hablo a mí mismo, mi voz interior se parece mucho a la suya algo que
me facilita entrar en esa manera de pensar”.
Javier Castillo no se lo pone fácil al lector en ese sentido: los
personajes superan cualquier límite, la adrenalina es tanta que podría llegar
al disparate, pero ahí es donde se percibe lo pensado que está todo puesto que,
con el pie casi permanentemente en el acelerador, no deja nada al azar o da
gato por liebre (o confía en la amabilidad de los extraños, es decir, en la aceptación
de cierta inverosimilitud) porque todo queda justificado, todo es creíble
dentro del particular universo creado para estos días de pérdidas: “Me gusta que todo vaya rápido, que una cosa
lleve a la otra, si bien es cierto que las diferentes historias tienen
velocidades distintas y eso ayuda a ir equilibrando: no es lo mismo el
desarrollo de la historia de Carla que la de Jacob, sobre todo cuando la narra
él, mucha adrenalina, pero reaparece y llegamos a un remanso, todo se
ralentiza, incluso hay escenas que parecen mágicas, oníricas”. Carla es,
sin duda, el corazón de esta novela, fue su motor (“No es hacer spoiler contar que la última palabra de “El día que se
perdió la cordura” es, precisamente, “Carla” y que fue eso lo que me hizo
replantearme toda la historia y dejarlo en bilogía”), su historia,
plenamente imbricada con la trepidante que protagoniza el resto de su familia,
suspende el tiempo, a ratos parece una ensoñación o alucinación, un delirio; lo
que iba, como se ha dicho, a ocupar su propio libro ha quedado reducido a lo
imprescindible y eso hace que cada capítulo en que aparece Carla constituya una
especie de oasis, una buena ocasión para tomar aire, por más que la calma sea
relativa, hay muchas amenazas sobrevolando, hay varios frentes abiertos, los
hechos que vive/imagina Carla (todo el rato se tiene la duda de si todo es
real, hay como un velo sobre estas escenas) tienen lugar nueve años antes que
el resto, el lector posee algunos datos que provocan desazón y obligan a estar
ojo avizor.
Como me gustaría que los lectores que no conozcan la primera novela no
supieran demasiado (tampoco los que sí pero aún no hayan podido atacar El día que se perdió el amor), me guardo
algunas de las cosas que hablé con Javier Castillo, pero no es necesario
desvelar nada para decir que mi personaje favorito de El día que se perdió la locura es el doctor Jenkins quien, por
lógica (y decir eso no supone destripar nada), no podía tener tanto
protagonismo aquí pero, por así decirlo (y el propio autor lo confirma), apareció
su sustituto perfecto, el inspector jefe de la Unidad de Criminología del FBI en
Nueva York, alguien de nombre tan sorprendente como Bowring Bowring: “Me encantó que sonase ya aburrido por el propio
nombre [bored –“aburrido” en inglés- se pronuncia prácticamente igual] y encima dos veces, jajaja. Es un tipo
anodino que, en cierto sentido, recoge el testigo de lo que era Jenkins en la
primera novela: está desganado profesionalmente hablando, todo le molesta, iremos
conociendo su pasado y creo que en parte se le puede comprender pero, por
encima de todo, y de ahí su aparición, es un personaje perfecto para ser manipulado.
Desde que planifiqué toda la trama, cuando aún no tenía totalmente definido a Bowring,
tuve muy claro que en determinado momento aparecería un personaje como él y que,
aunque no sabía de qué forma o en qué medida, estaría involucrado, sin él saberlo,
con lo que se contaba en la primera novela. Y, así, fui conectando a unos con
otros”. Ligazón perfecta a través de detalles, de pequeños guiños al
lector, de sucesos que más o menos se repiten, de personajes que tienen
remordimientos, que se hacen reproches, que han cometido y cometen fallos, por
eso nos interesan y preocupan, incluso cuando rechazamos o no compartimos su
modo de actuar, Javier Castillo evita los estereotipos y dota de alma y corazón
(fundamental cómo éste dicta los actos de los que somos testigos) a sus
criaturas y parece que ha sabido controlarlas: “No he sentido eso que suele decirse de que algún personaje se me
escapase, pero es cierto que los que hay que cobran una importancia con la que
no cuentas o que al principio no les das, en este caso me pasó con Estrella a
la que, además, adoro. Y, además, presta ayuda, facilita las cosas, pero podría
haber intervenido mucho menos sin problema”. Y así nos hubiéramos perdido
unas páginas maravillosas en las que aflora el humor (y siempre la emoción)
para a continuación sobrecogernos, pero no diremos cómo ni por qué ni con
quién, descúbranlo y consientan que su corazón lata como si fuese a estallar, sólo de ese modo se siente uno vivo.