Ya saben lo que me gusta relacionar unas cosas con otras, al menos en lo
que a este blog se refiere, y hoy comienzo recordando a Juan Ramón Jiménez, que
fue uno de los autores mencionados durante la (como es habitual) apasionante conversación
telefónica mantenida recientemente con Mariano F. Urresti (viejo y respetado
conocido del ángulo oscuro del salón desde el que el arpa va desgranando
melodías) y de la que muy pronto daré cuenta (quédense por el momento con un
título que, no pudo ser de otra forma, me llamó la atención desde el primer
momento: Los fantasmas de Bécquer, novela
publicada por Almuzara en la que el escritor cántabro vuelve a asombrarnos y a
avivar las ganas de leer -a él y a aquellos de cuya obra, de un modo u otro, se
ocupa-). Aunque por motivos diferentes, volví a pensar en el poeta de Moguer en
el momento de, por fin (es uno de los varios libros que lleva un tiempo en la
lista de espera), encarar el escrito presente en torno a una novela vitalista,
sacudidora, que no oculta las miserias de cada uno, que habla sin tapujos de
las que provocan otros en nuestras vidas (la mayoría de las veces, ahora se
verá, con nuestro consentimiento, nuestra complicidad, nuestra aquiescencia -y
no sólo por alienación, anulación o tiranía, no sólo por resignación o
imposición, también como elección-), que no propone soluciones que cacarear
como eslóganes o mantras, que abate la prosa placebo de tanto cantamañanas que
promete la felicidad (esa que, por fortuna, es necesariamente incompleta y
efímera) en manuales plagados de frases hechas y esquemas absurdos que tratan a
todo el mundo por igual: Helena de
Paulina Vieitez, todo un éxito en su país de origen (México) que llegó a las librerías
españolas el pasado junio gracias a Suma de Letras, supone el descubrimiento de
una voz con muchas cosas que contar, sobre todo aquellas que se dan por sabidas,
aprendidas y aprehendidas sin cuestionarlas, esos malos hábitos que se han
transformado en costumbres y hasta en leyes (puede que también alguno que en su
momento fuese más o menos benéfico pero que ya ha perdido su razón de ser),
esas obligaciones que nos negamos a llamar por su nombre y de las que nos
sentimos incapaces (o atemorizados) de huir, lastres de los que no sabemos
desprendernos (en parte, he ahí su triunfo, porque no los consideramos tales -o
no lo decimos en voz alta para no llamar la atención, para no ser señalados y/o
proscritos, para que no nos hagan pagar por aquello que en tantos lugares se
considera pecado-).
Y evoqué a Juan Ramón (el apellido no es necesario, incluso aunque no le
hubiese nombrado antes) por algo que ya anticipo en el título y que, imagino,
habrá sorprendido a más de uno, especialmente a los que me conocen hace tiempo
y saben de mi empeño (similar al de muchos, todo hay que decirlo) por desterrar
las faltas de ortografía de, al menos, las redes sociales (en los medios
de comunicación -¡Ay, dolor!- no debería ser necesaria tal tarea porque no tendrían que existir,
erratas al margen); esa es una de las causas por las que me negué durante muchos
años a tener cuenta en Twitter, no sólo porque me resulta complicado
restringirme a un número concreto (y muy pequeño) de caracteres (demasiado tiempo
practicando el, nunca mejor dicho, verso libre e incontenible como para
refrenarme o reducirme -salvo que me pidan un artículo de duración determinada,
desde luego: una cosa es mi desparrame bloguero y de Facebook y hasta Instagram
y otra el ejercicio de mi profesión-), sino porque, como ya ocurriese con los ahora
obsoletos SMS telefónicos (testigo que han recogido, y de qué manera, las
conversaciones a través de WhatsApp), en aras (eso se afirma sin rubor) de una
necesaria economía expresiva (sólo en lo cuantitativo, pero el aspecto que primero
y más se ve afectado es el cualitativo), se dan por buenas mil y una aberraciones
del lenguaje escrito, llegando a ser algo que cuesta o es imposible denominar
de ese modo con lo que uno se topa, auténticos asesinatos del idioma que hacen
sangrar los ojos, regodeos en la ignorancia que tornan en insultos a las
primeras de cambio cuando alguien osa corregir el error. En aquella educación
aún un tanto pacata (por no decir algo peor) que recibimos quienes cursamos la
extinta EGB con ese cadáver del que tanto se habla últimamente aún caliente (empecé
el primer curso en septiembre de 1976), Juan Ramón era poco más que el autor de
Platero y yo (y de esto sí hablé con Mariano
F. Urresti), al margen de un señor al que no dudábamos en tildar de “carota”
puesto que los profesores contaban entre risas que le gustaba provocar y, por
ejemplo, escribir “elejías” en lugar de la grafía correcta y aceptada, ante lo
que por supuesto nos revolvíamos (como todo, la ortografía me encanta y
preocupa por sí misma pero cuando estás obligado a aprender mil normas no piensas
igual) y decíamos que no era de recibo tener que ajustarnos a unas reglas que
todo un escritor (y premio Nobel, aunque aún no teníamos muy claro qué era eso
-y parece que la propia Academia Sueca tampoco-) se saltaba alegremente. Y, regresando
a Helena para ya no despegarnos de
ella (novela y personaje -y también autora-), se da el caso de que esa hache
que la protagonista porta orgullosa en su nombre se convierte en las manos de
Paulina Vieitez en una metáfora que se hace real, en un estimulante y por
momentos desternillante juego ortográfico, en una seña de identidad, en, como
le digo/dije entusiasmado cuando nos encontramos (con mis compañeras blogueras
más habituales y queridas) en un hotel de Madrid hace poco más de un mes,
algo que me ha hecho disfrutar, emocionarme, reír y participar de la hazaña (esta
sí bien colocada) como jamás pensé que lo haría con lo que a todas luces es una
falta de ortografía que el talento de la escritora ha sabido transformar en
broma cómplice y, al tiempo, en reivindicación, en logro, en personalidad, en
particularidad, en trofeo que exhibir: Helena y Helena consiguen que la hache suene y resuene.
“La hache, la letra muda, es en sí
misma una metáfora del silencio que guardamos. ¿Para qué existe en el
abecedario una letra así? Por eso aquí quise darle una intención, un
significado y hasta un poder; en México, la novela se lanzó con una frase de
Ildefonso Falcones que me encanta: “Una historia contada con hache, esa letra
muda como lo son un sinfín de mujeres que silencian sus penas y hacen suyas
culpas que no les corresponden”. Ella irá ganando fuerza según la hache cobra
un significado, algo similar le ocurre a Marc, que va haciendo su evocación de Helena
de Troya y la reivindica”, así resume Paulina este aspecto nada baladí del
libro y lo hace entroncar con otra de sus máximas virtudes: Helena es un libro clara y gozosamente
femenino y, sobre todo, plenamente feminista (adjetivo que no siempre cuadra
con quienes tratan de atribuírselo) porque también se dirige a los hombres, los/nos
incluye, no cae en estereotipos ni trivializaciones, dialoga con todos, invita
a la reflexión, extirpa convenciones y deberes que coartan libertades de
cualquier ser humano: “También a los
hombres se les enseña a callar, a ocultar sentimientos, a no expresarlos; Marc
apenas se abre y por eso quise que su parte se contase en tercera persona, para
remarcar esa contención a que se obliga por ser hombre: no puede llorar, no
puede quejarse, se le exige que sea el fuerte, y creo que no somos conscientes
de esto, nos dejamos llevar por el estereotipo e ignoramos ese lado”. Y es
ese personaje, Marc, el que queda fascinado por la hache mayúscula del nombre
de Helena, la mujer con la que se cruzó en un aeropuerto y con quien cruzó baúles,
él tiene el de ella y viceversa, él está en Nueva York y ella en Madrid, ciudad
a la que la autora dedica la novela para cerrar un círculo, para declararle su
amor, para agradecerle la espera: “Mis
abuelos, ambos madrileños, emigraron a México cuando la Guerra Civil y siempre
tuvieron el deseo de regresar a España, pudieron reencontrarse con su tierra
tras la muerte de Franco, hicieron un viaje precioso, pero nosotras, mi hermana
y yo, éramos pequeñas y quedamos allá. Mi padre, que era todo un bon vivant y
había estudiado en París, tenía la idea de traernos a Europa cuando pudiésemos
ser de lo que estaba pasando, por eso quería esperar a que yo tuviese 18 años.
Murió por un cáncer fulminante un año antes de que yo los cumpliese y siempre
me quedé con la espinita de no haber hecho ese viaje a España, nuestra segunda
tierra. Mi hermana vino a estudiar a la Complutense, pero yo no pude viajar entonces
porque estaba embarazada de mi primer hijo, que ahora tiene 17. El caso es que
no logré venir hasta que cumplí 40, cuando ya había ido a París, a Amsterdam, a
Bruselas, muchos lugares, pero nunca se daba la ocasión de cumplir mi sueño. ¡Al
llegar, hice como el Papa y besé el suelo, en serio se lo digo! Lo primero que
hice fue ir hasta Malasaña para buscar la casa de mis abuelos en la calle
Divino Pastor y poder acariciar los muros: ese fue el momento en que se
completó mi ADN”.
Por más que, asegura (y la propia novela lo deja claro y se justifica
como tal), no es autobiográfica, al tener cerca a Paulina Vieitez y poder
navegar en sus inquietos y escrutadores (no por inquisidores, sino por indagadores,
por curiosos) ojos, en sus expresivas manos, en su franca sonrisa, en su
interés por lo que sus interlocutores cuentan, en su entusiasmo al hablar sobre
lo que ha escrito (sobre la vida), se encuentran, por supuesto, muchos puntos
en conexión entre la autora y Helena
(la globalidad de su texto, no sólo el personaje central): “Todo de ti está ahí cuando escribes: eres
ese bagaje, ese aprendizaje, haces un ejercicio catártico de expiación, y al
mismo tiempo no eres eso, es decir, yo no soy Helena, intento no serlo en
exclusiva porque soy todos los personajes, incluso puedo decir que soy Marc
mucho más, me gusta mucho meterme en los zapatos de alguien que no sea como yo”.
Pero, no podía ser de otro modo, Helena habla en primera persona, representa a
muchas mujeres, demasiadas voces que se han visto sojuzgadas, enmudecidas, reprimidas,
ocultadas, anuladas: “Mi voz natural es
la poesía más que la novela, pero de repente se me vino esta historia, la de
Helena, en parte porque siempre se me ha dado muy bien escuchar, tal vez
equivoqué mi vocación y debí ser terapeuta, jajaja, el caso es que la gente me
concede muy pronto su confianza y así fui entrando en contacto con todos estos
problemas de la mujer contemporánea, también del hombre, porque todos tenemos
los mismos sentimientos, las mismas angustias, los mismos anhelos. Me propuse
escribir una suerte de radiografía social y analizar ese momento en que uno
tiene un quebranto y se da cuenta de que llegó a una cierta edad y se ha
mantenido apegado a los convencionalismos, que se ha dado al deber ser, a las
creencias y valores que la sociedad impone, pero preguntándose muy poco quién
es. La vida que
a priori parece muy lineal se basa en espirales, círculos, vueltas y demás. Helena
tenía una vida aparentemente perfecta: es preciosa, no tiene problemas
económicos, sus hijos están sanos, todo eso es producto de lo que socialmente
se ha aceptado como bueno, pero no de lo que ella quiere”. Y su
personaje se lo reprocha sin paños calientes, para avanzar, para continuar,
para ser ella, ahora es Helena la que habla desde las páginas de la novela: “He sido una tonta por conformarme, por
sumergirme en la tibieza que sólo conduce a la desesperanza. Cobarde por no
enfrentar así, cara a cara, lo sucedido a lo largo de tantos años. He sido, lo
reconozco plenamente, partícipe de los actos que nos han alejado, de las
decisiones tomadas en detrimento de la relación. Cuando trato de analizarlo,
llego a la conclusión de que Lucio ha ejercido un poder, un yugo sobre mí,
sostenido, aunque no es manifiestamente violento y parece que no hace daño, sin
duda cala, mina, desgasta y va acabando con la autoestima, con la libertad de
decisión, con la individualidad. Dejé de ser dócil, de aguantarme y me convertí
en un flaco negocio. Supongo que una mujer que siguiera sometida, que lo viera
como el gran triunfador y se rindiera a sus pies, le habría acomodado mejor.
Alguien que gustara más de su casa, de dejarse dominar, de ser “educada” por un
hombre que se siente superior. Se equivocó conmigo el “señor Sánchez”, y lo
peor es que yo me equivoqué con él. Nos hemos sufrido mutuamente.”
Paulina Vieitez, como gran observadora, como comunicóloga especializada
en periodismo (de hecho, envidio su programa de radio y, sobre todo, sus Charlas con café (que pueden encontrar
en YouTube y en las que uno daría lo que fuese por poder participar o hacer un
formato similar aquí), como novelista enraizada en lo que le rodea, no es
complaciente, no es acomodaticia, no es maniqueísta: “Las mujeres somos las juezas más implacables con nosotras mismas, nunca
nos perdonamos, por eso es tan importante la mirada masculina, por eso la quise
en la novela. Ramón le dice que lo que más le gusta de ella es su historia, que
sea una mujer con pasado, que tiene sustancia, no quiere a la que es perfecta a
base de operaciones: quiere alguien que le dice algo, que tiene cosas que
enseñar. Fue un ejercicio para mí misma porque soy muy dura con la parte física
y hay que aprender a ver lo que ven las miradas de gente benevolente, amable,
generosa, amorosa, que honra la belleza peculiar y descubre el fondo de las
personas”. ¡Ay, Ramón -que cantó como nadie la gran Esperanza Ramón-, ese
joven al que incluso los hombres miramos mal cuando aparece! “Con Ramón, entre otras cosas, intenté
abordar el tema de que siempre etiquetamos, injustamente la mayoría de las
veces: es alguien con tatuajes, que va en moto, tal y cual, pensamos que quiere
algo más, que oculta ciertas intenciones, sospechamos instintivamente, da igual
lo que estudia y dónde, cómo sea o pueda ser, no le damos oportunidad. Quise
que el lector estuviese continuamente emitiendo juicios críticos, que todo el
rato se preguntase por qué, que sintiese ruido”. Y ese ruido (que en la
Teoría de la Comunicación Social significa interferencia, obstáculo o impedimento
para que el mensaje llegue al receptor con claridad y sea totalmente comprensible)
supone, en este caso, un elemento que añade, que aumenta, que coadyuva a una lectura
de y con miras muy amplias, con sonido estereofónico e imagen tridimensional,
un ingrediente imprescindible en el viaje de Helena, en el de cualquiera de
nosotros que, a buen seguro, en algún momento hemos anhelado/experimentado lo
que el personaje homónimo de la novela escribe: “Estar en silencio y descansar de mi constante diálogo interior, que en
la soledad se hace más evidente, resulta en una paz que hace mucho no sentía.
Cuando estoy rodeada de todos, en la intimidad de la casa, converso con unos y
con otros, cuestiono si ya hicieron esto o aquello, intercambio puntos de
vista, debato. Poco me fijo en lo que digo, en mis discursos y en lo que por
dentro, en realidad, me estoy contando. Aquí, en este retiro, me gusta
escucharme de otra manera. Dialogar desde dentro, callar y sentir, y que la
atmósfera se apodere de mí; que las cosas, los espacios y los ruidos hablen.”
Y en esa “Hintimidad” sentimos que el corazón hace un guiño a una escritora que
sabe hablarnos al oído, con “Hinteligencia” emocional (de la de verdad, no esa
filfa que algunos pregonan), con “Hemoción”, con “Hamor” por (aquí sin
comillas, de nuevo) la humanidad (o los seres humanos, que no es exactamente lo
mismo, y es más concreto y, sobre todo, íntimo y personal).