lunes, 6 de agosto de 2018

AMOR TAMBIÉN SE ESCRIBE CON HACHE





   Ya saben lo que me gusta relacionar unas cosas con otras, al menos en lo que a este blog se refiere, y hoy comienzo recordando a Juan Ramón Jiménez, que fue uno de los autores mencionados durante la (como es habitual) apasionante conversación telefónica mantenida recientemente con Mariano F. Urresti (viejo y respetado conocido del ángulo oscuro del salón desde el que el arpa va desgranando melodías) y de la que muy pronto daré cuenta (quédense por el momento con un título que, no pudo ser de otra forma, me llamó la atención desde el primer momento: Los fantasmas de Bécquer, novela publicada por Almuzara en la que el escritor cántabro vuelve a asombrarnos y a avivar las ganas de leer -a él y a aquellos de cuya obra, de un modo u otro, se ocupa-). Aunque por motivos diferentes, volví a pensar en el poeta de Moguer en el momento de, por fin (es uno de los varios libros que lleva un tiempo en la lista de espera), encarar el escrito presente en torno a una novela vitalista, sacudidora, que no oculta las miserias de cada uno, que habla sin tapujos de las que provocan otros en nuestras vidas (la mayoría de las veces, ahora se verá, con nuestro consentimiento, nuestra complicidad, nuestra aquiescencia -y no sólo por alienación, anulación o tiranía, no sólo por resignación o imposición, también como elección-), que no propone soluciones que cacarear como eslóganes o mantras, que abate la prosa placebo de tanto cantamañanas que promete la felicidad (esa que, por fortuna, es necesariamente incompleta y efímera) en manuales plagados de frases hechas y esquemas absurdos que tratan a todo el mundo por igual: Helena de Paulina Vieitez, todo un éxito en su país de origen (México) que llegó a las librerías españolas el pasado junio gracias a Suma de Letras, supone el descubrimiento de una voz con muchas cosas que contar, sobre todo aquellas que se dan por sabidas, aprendidas y aprehendidas sin cuestionarlas, esos malos hábitos que se han transformado en costumbres y hasta en leyes (puede que también alguno que en su momento fuese más o menos benéfico pero que ya ha perdido su razón de ser), esas obligaciones que nos negamos a llamar por su nombre y de las que nos sentimos incapaces (o atemorizados) de huir, lastres de los que no sabemos desprendernos (en parte, he ahí su triunfo, porque no los consideramos tales -o no lo decimos en voz alta para no llamar la atención, para no ser señalados y/o proscritos, para que no nos hagan pagar por aquello que en tantos lugares se considera pecado-).

   Y evoqué a Juan Ramón (el apellido no es necesario, incluso aunque no le hubiese nombrado antes) por algo que ya anticipo en el título y que, imagino, habrá sorprendido a más de uno, especialmente a los que me conocen hace tiempo y saben de mi empeño (similar al de muchos, todo hay que decirlo) por desterrar las faltas de ortografía de, al menos, las redes sociales (en los medios de comunicación -¡Ay, dolor!- no debería ser necesaria tal tarea porque no tendrían que existir, erratas al margen); esa es una de las causas por las que me negué durante muchos años a tener cuenta en Twitter, no sólo porque me resulta complicado restringirme a un número concreto (y muy pequeño) de caracteres (demasiado tiempo practicando el, nunca mejor dicho, verso libre e incontenible como para refrenarme o reducirme -salvo que me pidan un artículo de duración determinada, desde luego: una cosa es mi desparrame bloguero y de Facebook y hasta Instagram y otra el ejercicio de mi profesión-), sino porque, como ya ocurriese con los ahora obsoletos SMS telefónicos (testigo que han recogido, y de qué manera, las conversaciones a través de WhatsApp), en aras (eso se afirma sin rubor) de una necesaria economía expresiva (sólo en lo cuantitativo, pero el aspecto que primero y más se ve afectado es el cualitativo), se dan por buenas mil y una aberraciones del lenguaje escrito, llegando a ser algo que cuesta o es imposible denominar de ese modo con lo que uno se topa, auténticos asesinatos del idioma que hacen sangrar los ojos, regodeos en la ignorancia que tornan en insultos a las primeras de cambio cuando alguien osa corregir el error. En aquella educación aún un tanto pacata (por no decir algo peor) que recibimos quienes cursamos la extinta EGB con ese cadáver del que tanto se habla últimamente aún caliente (empecé el primer curso en septiembre de 1976), Juan Ramón era poco más que el autor de Platero y yo (y de esto sí hablé con Mariano F. Urresti), al margen de un señor al que no dudábamos en tildar de “carota” puesto que los profesores contaban entre risas que le gustaba provocar y, por ejemplo, escribir “elejías” en lugar de la grafía correcta y aceptada, ante lo que por supuesto nos revolvíamos (como todo, la ortografía me encanta y preocupa por sí misma pero cuando estás obligado a aprender mil normas no piensas igual) y decíamos que no era de recibo tener que ajustarnos a unas reglas que todo un escritor (y premio Nobel, aunque aún no teníamos muy claro qué era eso -y parece que la propia Academia Sueca tampoco-) se saltaba alegremente. Y, regresando a Helena para ya no despegarnos de ella (novela y personaje -y también autora-), se da el caso de que esa hache que la protagonista porta orgullosa en su nombre se convierte en las manos de Paulina Vieitez en una metáfora que se hace real, en un estimulante y por momentos desternillante juego ortográfico, en una seña de identidad, en, como le digo/dije entusiasmado cuando nos encontramos (con mis compañeras blogueras más habituales y queridas) en un hotel de Madrid hace poco más de un mes, algo que me ha hecho disfrutar, emocionarme, reír y participar de la hazaña (esta sí bien colocada) como jamás pensé que lo haría con lo que a todas luces es una falta de ortografía que el talento de la escritora ha sabido transformar en broma cómplice y, al tiempo, en reivindicación, en logro, en personalidad, en particularidad, en trofeo que exhibir: Helena y Helena consiguen que la hache suene y resuene.

   La hache, la letra muda, es en sí misma una metáfora del silencio que guardamos. ¿Para qué existe en el abecedario una letra así? Por eso aquí quise darle una intención, un significado y hasta un poder; en México, la novela se lanzó con una frase de Ildefonso Falcones que me encanta: “Una historia contada con hache, esa letra muda como lo son un sinfín de mujeres que silencian sus penas y hacen suyas culpas que no les corresponden”. Ella irá ganando fuerza según la hache cobra un significado, algo similar le ocurre a Marc, que va haciendo su evocación de Helena de Troya y la reivindica”, así resume Paulina este aspecto nada baladí del libro y lo hace entroncar con otra de sus máximas virtudes: Helena es un libro clara y gozosamente femenino y, sobre todo, plenamente feminista (adjetivo que no siempre cuadra con quienes tratan de atribuírselo) porque también se dirige a los hombres, los/nos incluye, no cae en estereotipos ni trivializaciones, dialoga con todos, invita a la reflexión, extirpa convenciones y deberes que coartan libertades de cualquier ser humano: “También a los hombres se les enseña a callar, a ocultar sentimientos, a no expresarlos; Marc apenas se abre y por eso quise que su parte se contase en tercera persona, para remarcar esa contención a que se obliga por ser hombre: no puede llorar, no puede quejarse, se le exige que sea el fuerte, y creo que no somos conscientes de esto, nos dejamos llevar por el estereotipo e ignoramos ese lado”. Y es ese personaje, Marc, el que queda fascinado por la hache mayúscula del nombre de Helena, la mujer con la que se cruzó en un aeropuerto y con quien cruzó baúles, él tiene el de ella y viceversa, él está en Nueva York y ella en Madrid, ciudad a la que la autora dedica la novela para cerrar un círculo, para declararle su amor, para agradecerle la espera: “Mis abuelos, ambos madrileños, emigraron a México cuando la Guerra Civil y siempre tuvieron el deseo de regresar a España, pudieron reencontrarse con su tierra tras la muerte de Franco, hicieron un viaje precioso, pero nosotras, mi hermana y yo, éramos pequeñas y quedamos allá. Mi padre, que era todo un bon vivant y había estudiado en París, tenía la idea de traernos a Europa cuando pudiésemos ser de lo que estaba pasando, por eso quería esperar a que yo tuviese 18 años. Murió por un cáncer fulminante un año antes de que yo los cumpliese y siempre me quedé con la espinita de no haber hecho ese viaje a España, nuestra segunda tierra. Mi hermana vino a estudiar a la Complutense, pero yo no pude viajar entonces porque estaba embarazada de mi primer hijo, que ahora tiene 17. El caso es que no logré venir hasta que cumplí 40, cuando ya había ido a París, a Amsterdam, a Bruselas, muchos lugares, pero nunca se daba la ocasión de cumplir mi sueño. ¡Al llegar, hice como el Papa y besé el suelo, en serio se lo digo! Lo primero que hice fue ir hasta Malasaña para buscar la casa de mis abuelos en la calle Divino Pastor y poder acariciar los muros: ese fue el momento en que se completó mi ADN”.

   Por más que, asegura (y la propia novela lo deja claro y se justifica como tal), no es autobiográfica, al tener cerca a Paulina Vieitez y poder navegar en sus inquietos y escrutadores (no por inquisidores, sino por indagadores, por curiosos) ojos, en sus expresivas manos, en su franca sonrisa, en su interés por lo que sus interlocutores cuentan, en su entusiasmo al hablar sobre lo que ha escrito (sobre la vida), se encuentran, por supuesto, muchos puntos en conexión entre la autora y Helena (la globalidad de su texto, no sólo el personaje central): “Todo de ti está ahí cuando escribes: eres ese bagaje, ese aprendizaje, haces un ejercicio catártico de expiación, y al mismo tiempo no eres eso, es decir, yo no soy Helena, intento no serlo en exclusiva porque soy todos los personajes, incluso puedo decir que soy Marc mucho más, me gusta mucho meterme en los zapatos de alguien que no sea como yo”. Pero, no podía ser de otro modo, Helena habla en primera persona, representa a muchas mujeres, demasiadas voces que se han visto sojuzgadas, enmudecidas, reprimidas, ocultadas, anuladas: “Mi voz natural es la poesía más que la novela, pero de repente se me vino esta historia, la de Helena, en parte porque siempre se me ha dado muy bien escuchar, tal vez equivoqué mi vocación y debí ser terapeuta, jajaja, el caso es que la gente me concede muy pronto su confianza y así fui entrando en contacto con todos estos problemas de la mujer contemporánea, también del hombre, porque todos tenemos los mismos sentimientos, las mismas angustias, los mismos anhelos. Me propuse escribir una suerte de radiografía social y analizar ese momento en que uno tiene un quebranto y se da cuenta de que llegó a una cierta edad y se ha mantenido apegado a los convencionalismos, que se ha dado al deber ser, a las creencias y valores que la sociedad impone, pero preguntándose muy poco quién es. La vida que a priori parece muy lineal se basa en espirales, círculos, vueltas y demás. Helena tenía una vida aparentemente perfecta: es preciosa, no tiene problemas económicos, sus hijos están sanos, todo eso es producto de lo que socialmente se ha aceptado como bueno, pero no de lo que ella quiere”. Y su personaje se lo reprocha sin paños calientes, para avanzar, para continuar, para ser ella, ahora es Helena la que habla desde las páginas de la novela: “He sido una tonta por conformarme, por sumergirme en la tibieza que sólo conduce a la desesperanza. Cobarde por no enfrentar así, cara a cara, lo sucedido a lo largo de tantos años. He sido, lo reconozco plenamente, partícipe de los actos que nos han alejado, de las decisiones tomadas en detrimento de la relación. Cuando trato de analizarlo, llego a la conclusión de que Lucio ha ejercido un poder, un yugo sobre mí, sostenido, aunque no es manifiestamente violento y parece que no hace daño, sin duda cala, mina, desgasta y va acabando con la autoestima, con la libertad de decisión, con la individualidad. Dejé de ser dócil, de aguantarme y me convertí en un flaco negocio. Supongo que una mujer que siguiera sometida, que lo viera como el gran triunfador y se rindiera a sus pies, le habría acomodado mejor. Alguien que gustara más de su casa, de dejarse dominar, de ser “educada” por un hombre que se siente superior. Se equivocó conmigo el “señor Sánchez”, y lo peor es que yo me equivoqué con él. Nos hemos sufrido mutuamente.”

   Paulina Vieitez, como gran observadora, como comunicóloga especializada en periodismo (de hecho, envidio su programa de radio y, sobre todo, sus Charlas con café (que pueden encontrar en YouTube y en las que uno daría lo que fuese por poder participar o hacer un formato similar aquí), como novelista enraizada en lo que le rodea, no es complaciente, no es acomodaticia, no es maniqueísta: “Las mujeres somos las juezas más implacables con nosotras mismas, nunca nos perdonamos, por eso es tan importante la mirada masculina, por eso la quise en la novela. Ramón le dice que lo que más le gusta de ella es su historia, que sea una mujer con pasado, que tiene sustancia, no quiere a la que es perfecta a base de operaciones: quiere alguien que le dice algo, que tiene cosas que enseñar. Fue un ejercicio para mí misma porque soy muy dura con la parte física y hay que aprender a ver lo que ven las miradas de gente benevolente, amable, generosa, amorosa, que honra la belleza peculiar y descubre el fondo de las personas”. ¡Ay, Ramón -que cantó como nadie la gran Esperanza Ramón-, ese joven al que incluso los hombres miramos mal cuando aparece! “Con Ramón, entre otras cosas, intenté abordar el tema de que siempre etiquetamos, injustamente la mayoría de las veces: es alguien con tatuajes, que va en moto, tal y cual, pensamos que quiere algo más, que oculta ciertas intenciones, sospechamos instintivamente, da igual lo que estudia y dónde, cómo sea o pueda ser, no le damos oportunidad. Quise que el lector estuviese continuamente emitiendo juicios críticos, que todo el rato se preguntase por qué, que sintiese ruido”. Y ese ruido (que en la Teoría de la Comunicación Social significa interferencia, obstáculo o impedimento para que el mensaje llegue al receptor con claridad y sea totalmente comprensible) supone, en este caso, un elemento que añade, que aumenta, que coadyuva a una lectura de y con miras muy amplias, con sonido estereofónico e imagen tridimensional, un ingrediente imprescindible en el viaje de Helena, en el de cualquiera de nosotros que, a buen seguro, en algún momento hemos anhelado/experimentado lo que el personaje homónimo de la novela escribe: “Estar en silencio y descansar de mi constante diálogo interior, que en la soledad se hace más evidente, resulta en una paz que hace mucho no sentía. Cuando estoy rodeada de todos, en la intimidad de la casa, converso con unos y con otros, cuestiono si ya hicieron esto o aquello, intercambio puntos de vista, debato. Poco me fijo en lo que digo, en mis discursos y en lo que por dentro, en realidad, me estoy contando. Aquí, en este retiro, me gusta escucharme de otra manera. Dialogar desde dentro, callar y sentir, y que la atmósfera se apodere de mí; que las cosas, los espacios y los ruidos hablen.” Y en esa “Hintimidad” sentimos que el corazón hace un guiño a una escritora que sabe hablarnos al oído, con “Hinteligencia” emocional (de la de verdad, no esa filfa que algunos pregonan), con “Hemoción”, con “Hamor” por (aquí sin comillas, de nuevo) la humanidad (o los seres humanos, que no es exactamente lo mismo, y es más concreto y, sobre todo, íntimo y personal).