sábado, 26 de marzo de 2016

LA ELOCUENCIA DEL SILENCIO



  

 Recordaba ayer con Pablo mientras recogíamos los platos y demás enseres utilizados a la hora del almuerzo (mira que me cuesta no escribir “comida”, como hemos dicho toda la vida, aunque eso haga suponer que las otras ingestas del día no son tal -comida, quiero decir-) cómo, cuando éramos chavales, vivíamos el anuncio de un nuevo programa de televisión como si de un acontecimiento se tratase: aunque no entendíamos -ni siquiera utilizábamos- el concepto de “temporada” (simplemente decíamos “van a echar los nuevos capítulos”), ríase usted de las campañas que se montan ahora antes del estreno o el regreso de una serie, porque entonces podíamos estar comentando el asunto sin parar y durante muchos días desde que se hiciera público (a través de 625 líneas o programa similar, gracias al TP, revista básica en aquel momento para preparar la agenda televisiva -sí, ya, sólo teníamos dos canales y hemos comentado en otras ocasiones que, en la práctica, era como tener sólo uno, porque no hacíamos más que contadas escapadas al UHF, pero había tanto por disfrutar que se hacía necesario una especie de cuaderno de campo-), estábamos horas y horas elucubrando sobre lo que estaba por llegar, sobre el programa de esa noche, sobre el capítulo del día anterior, sobre las nuevas aventuras del matrimonio Hart, la abuela y la señora Matilde se congratulaban de la reposición de El conde de Montecristo, la tía Carmen me decía qué películas no había que perderse del ciclo de Marlene Dietrich o del de cine negro (aunque nos las veíamos todas), esperábamos que Vacaciones en el mar regresase pronto (y a horas que no supusieran una lucha para que no nos mandasen a la cama antes de que su finalización -aunque yo tuve mucha suerte en ese sentido, no siempre podía esquivar las órdenes de mi madre porque el programa que más gustaba era el que cerraba la emisión-), incluso la madre de Joaquín (esa señora bastante rancia, las cosas como son, que se asustaba por casi todo porque le parecía tremendo, escandaloso, inaceptable, impropio de niños) nos metía prisa para que terminásemos la cena porque había que ver el primer capítulo de El nido de Robin (el estreno de la serie coincidió con uno de los fines de semana que pasé con ellos en su chalet). Y en esa permanente curiosidad por la ficción, gracias a los buenos oficios de TVE, siempre tuvo un lugar preponderante el teatro porque nos aficionamos al mismo sin dolor ni esfuerzo, como algo básico que terminábamos necesitando casi como respirar, como espectáculo imprescindible que había que paladear en directo (lo que se veía en la pequeña pantalla no era un sustitutivo ni un sucedáneo, era un impulso, un acicate, una toma de contacto, algo con valor por sí mismo pero que abría las ganas de ir más allá), pero del que no se prescindía en televisión porque posibilitaba acceder a numerosos títulos y autores que no estaban en cartel en ese momento o que nos estaban vedados porque el presupuesto semanal no daba para tanto. Y, lo que son las cosas, al margen de por otra circunstancia que pronto se hará realidad (el primer texto dramático que Pablo va a estrenar y dirigir hace un guiño en su título, La voz hermana, al clásico de Cocteau), este pasado jueves entré en la Sala Fernando Arrabal de las Naves del Español con la sensación de estar a punto de asistir a un acontecimiento, con el mismo grato escalofrío que recorría mi columna vertebral cuando, hace ya un porrón de años, me disponía a ver el estreno de una nueva serie dramática de TVE que tomaba su nombre del que era el primer monólogo que ofrecía, es decir, La voz humana, un absoluto despliegue de talento que Amparo Rivelles ya había llevado a cabo sobre las tablas y que inmortalizaba en imágenes (gracias sean dadas mil veces a los que lo hicieron posible) para que nadie se lo perdiese y, una vez más, mis expectativas como espectador quedaron saciadas.
   Sabía que el teléfono era un elemento clave de Muñeca de porcelana, el último texto que David Mamet había estrenado en Broadway a finales de 2015, por lo que no era raro que Cocteau sobrevolase por ahí y que, al modo de magdalena proustiana, obrase el efecto de que el corazón volviera a latirme aceleradamente mientras refrescaba las emociones sentidas frente al televisor (las que, por cierto, voy a actualizar en breve porque corre por la red una copia de la hazaña de la Rivelles y no pienso perdérmela -aunque lo deseable sería que, al igual que está haciendo con tantos contenidos, TVE recuperase en su web toda la serie de monólogos o textos para dos o tres personajes que reunió bajo la denominación general de La voz humana-); el hecho de que el montaje hubiera supuesto una enorme decepción en su estreno neoyorquino no me preocupaba demasiado (sólo en lo referente a lo que se decía sobre el texto, tal vez tuviese grandes e insolubles problemas estructurales o un desarrollo que hiciese naufragar la propuesta), puesto que La anarquista ya supuso un fracaso por aquellos lares y disfrutamos de lo lindo con el montaje español (de hecho, creo que es la única vez que he aplaudido -y mucho- una interpretación de Magüi Mira), los envidiables y suntuosos teatros de por allá, esos enormes coliseos que parecen no tener fin, no son el escenario adecuado para obras de pequeño formato con un par de personajes, el drama se pierde en la inmensidad de la sala y a partir de cierta distancia los actores deben parecer hormiguitas, por otro lado, las críticas arreciaban sobre Al Pacino, para el que Mamet había diseñado la función, y aquí no íbamos a verle (aunque fuese en sus horas bajas, ¡quién pudiese echarse esa experiencia a la mochila de espectador cuyo peso no cansa pero satisface para siempre!). Como digo, iba con los mejores auspicios, algo especial vibró en mi interior desde el momento en que supe que era José Sacristán, el gran Pepe, el elegido para dar vida a este millonario que ha comprado a su prometida un avión como regalo de bodas, no pude (ni quise) evitar que las ganas por asistir fuesen aumentando en progresión geométrica al saber que el propio Mamet había elegido España como el primer lugar en que estrenar la obra fuera de EEUU y que se encargase de la producción TalyCual, gracias a los cuales habíamos podido ver Razas en nuestro país, el círculo de buenos auspicios se cerraba al saber que la dirección iba a estar en las sabias manos de Juan Carlos Rubio, persona que ama la profesión en general, el hecho teatral en particular, y se entrega a cada nueva propuesta con las mismas ganas y pasión de un debutante, sin perder el entusiasmo, sin echarse a dormir en laureles pasados, poniéndose a favor y al servicio del texto, potenciando sus virtudes (e incluso encontrándoselas si es que éste no las tiene a la vista), cediendo el foco a los que están en escena, desapareciendo entre cajas para no interferir en el espectáculo, siendo esa su mayor seña de identidad por mucho que a más de uno les parezca una paradoja o una ida de olla del que suscribe (algunos se empeñan tanto en que la platea recuerde en cada cuadro que el espectáculo es DE Fulano de Tal que pasan por su tamiz -y rebajan, utilizan, quieren apropiarse, descolocan los acentos- a autores con sello propio a los que sólo se enriquecen colocándose al cobijo de su sombra no intentando opacarles o reinventarles, cuando no plagiarles sin reconocerlo).
   Y Juan Carlos Rubio ha vuelto a hacerlo, ha orquestado un espectáculo muy sólido, que atrapa al espectador desde los primeros minutos, las sombras van apareciendo sin freno, en realidad están ahí desde el comienzo, ya hay algo inquietante que flota en el ambiente, cuando comienza la acción se percibe el peso del pasado, de lo que aún no se ha descubierto pero ha sucedido afectando irremisiblemente el devenir de los personajes, lo que no se escucha tiene tanta importancia (incluso más) que lo que se dice, los interlocutores de José Sacristán hacen avanzar la trama, van provocando sus cambios de tono, su evolución dramática, su manera de hacernos comprender lo que le están contando es absolutamente prodigiosa, abracadabrante, sólo un actor de su categoría y recursos puede transmitir tanto con apenas un movimiento de cejas, con el modo en que permanece atento a lo que le cuentan a través del auricular, lo mismo cabe decir de Javier Godino, en un cometido muy generoso pero imprescindible para que la obra funcione como debe hacerlo, anticipando réplicas que su jefe y mentor recibe, poniendo el cuerpo en tensión mientras espera su reacción, escudriñando como si de un ave rapaz se tratase, oteando el horizonte para desentrañar el silencio, sin necesidad de texto para dotar de sangre y latidos a su personaje, sin perder en ningún momento la réplica sobre la que José Sacristán seguirá creciendo como no deja de hacer desde que irrumpe en escena hasta la frase final que mastica y arroja hacia la platea con poderío y energía, pero sin excederse, resultando más terrorífico (o doloroso o patético, depende del momento) cuando musita, rebaja tono, consigue que esa impresionante voz fustigue y electrocute al público sin elevarla, usándola con inteligencia y magisterio, rozando lo sobrehumano en más de una ocasión. David Mamet es un estupendo autor que en ocasiones se pierde en sí mismo, en lo que se espera de él, en querer resultar impactante, controvertido, poderoso a costa de las emociones de sus personajes, enredándose en textos alambicados en que cada frase pretende pasar a la historia, ser la definitiva, no sabemos si aquí ha huido de eso, la metáfora (la realidad) se comprende sin necesidad de soflamas ni doctrinas, tal vez este aspecto es el que ha provocado que parte de la crítica neoyorquina, más allá de señalar las carencias de Al Pacino, la notoria merma de sus facultades (cuentan que no ha podido memorizar todos sus parlamentos y sale a escena con un pinganillo para que le vayan soplando lo que debe decir), haya arremetido contra el libreto, el caso es que la versión de Bernabé Rico es magnífica porque no recurre a un vocabulario restringido o culterano, puede que haya quien lo encuentre demasiado convencional o poco elaborado, pero consigue su objetivo, ser verosímil, despojar a las palabras de cualquier tentación arquetípica, ser el trampolín para que los intérpretes les incorporen vida, y, por supuesto, dando la importancia debida a los silencios, el peso que deben tener, cargarlos de contenido y significado, provocando que los habitantes de las butacas contengan la respiración en varios momentos. Puede que la conclusión resulte un tanto precipitada, al fin y al cabo el montaje dura apenas 80 minutos y todo se desarrolla a velocidad de vértigo, puede que el colofón parezca abrupto pero sobre todo por inesperado, porque no hay subrayados, porque nadie se recrea, por lo demás hay que alabar (y mucho) la prudencia con que maneja las bridas de la función Juan Carlos Rubio, sin titubeos pero midiendo los tiempos a la perfección, convocando miradas, pausas, gestos, consintiendo que José Sacristán y Javier Godino encuentren los muchos sonidos del silencio que David Mamet ha ido diseminado entre las líneas, en los puntos y aparte. Perdonen que me repita, pero lo de Muñeca de porcelana (sólo hasta el 10 de abril en las Naves del Español, pero estén atentos porque merece una larga y fructífera gira) es todo un acontecimiento teatral.

domingo, 20 de marzo de 2016

EL SILENCIO, ESE ASESINO IMPLACABLE






   Yendo al DRAE (del que discrepamos en muchas ocasiones, pero sigue siendo la máxima autoridad a la hora de ayudarnos con el idioma, su contenido emana del saber de los que trabajan con él, lo estudian, lo manejan, lo enriquecen, le dan carta de naturaleza, lo preservan, aunque en ocasiones lo restrinjan o coarten con definiciones poco acertadas o dictadas por instancias políticas, atendiendo a la moral que se impone u otras consideraciones similares), resulta que el vocablo “literatura” presenta ocho acepciones, siendo la primera la que explica que tal cosa es el “arte de la expresión verbal” y ninguna de las otras siete menciona que debamos guardar la palabra sólo para referirnos a obras de ficción, fundamental o básicamente a la novela (en concreto, la tercera habla del “conjunto de las obras que versan sobre una determinada materia” y pone como ejemplos la “literatura jurídica” y la “literatura médica”). Por lo tanto, a nadie debe sorprender ni molestar ni indignar ni nada por el estilo que el Premio Nobel de Literatura premie a dramaturgos y poetas (aunque, digámoslo así, aceptados siguen estando en minoría los galardonados que se han dedicado exclusivamente a estos géneros o que al menos el grueso de su obra se haya centrado en los mismos), del mismo modo que es lícito que lo gane un ensayista (hay que remontarse a 1927 para encontrar uno que pueda ser llamado con ese nombre: Henri Bergson -también está el caso de Winston Churchill, claro, tan controvertido, tan poco claro, aunque, para lo que estamos comentando, conviene recordar que el jurado también destacó “su brillante oratoria” que, volviendo al principio, se corresponde con lo que recoge el DRAE-), tal y como es una celebración (y un reconocimiento que ha tardado mucho en llegar) que en octubre de 2015 el jurado encargado de conceder el Nobel decidiese laurear la obra de una mujer a la que, fundamental y básicamente, se puede catalogar como periodista, puesto que García Márquez o Hemingway a buen seguro no hubiesen llegado a tanto de no haber escrito respectivamente Cien años de soledad y El viejo y el mar (por mucho que el primero tomase recursos, géneros, estilos de sus brillantes años como reportero, a pesar de que el segundo construyese su mejor ficción en torno a sí mismo, aplicase la más inspirada de las inventivas al modo en que narró experiencias propias).
   Svetlana Alexiévich se convirtió el Nobel de Literatura 2015 por su “obra polifónica, monumento al valor y al sufrimiento en nuestro tiempo”, obra que, gracias a este galardón, empieza a proliferar en nuestro país (anteriormente, sólo había aparecido Voces de Chernóbil, que recupera Debate con todos los honores coincidiendo con el lanzamiento de que hoy nos hacemos eco, y en torno a la fecha en que se hizo público llegó a las librerías El fin del “Homo sovieticus” publicado por Acantilado). Una mujer cargada de preguntas, de dudas, de mentiras, de esquemas inamovibles, de voces oficiales, de historias manipuladas, de grandezas contadas por los vencedores, alguien que no se conformaba con lo que se daba por bueno, cansada de formar parte de esa gente que era obediente hasta en la cama, atenta a los susurros, a las palabras musitadas o reprimidas, a los silencios ominosos, a los volantazos en la conversación para esquivar lo incómodo, a los pequeños detalles que resquebrajaban la aparente Arcadia que la URSS proyectaba hacia el exterior, a los temblores propios (“¿Qué cuál es mi primer recuerdo de la guerra? Mi angustia infantil en medio de unas palabras incomprensibles y amenazantes”), a los ecos ajenos que se imponían alrededor (“(…) las voces de la calle contaban a gritos otra historia, y esa historia me resultaba muy tentadora”), una mujer que quiso ser honesta y leal con aquellos que callaban por imposición y/o por propia voluntad (si puede llamarse así a lo que estaba cercenada, condicionada, anegada por el pavor, por las amenazas que podían materializarse sobre sí y sobre los suyos, por los traumas, por el dolor enquistado y solidificado), que no se resistió al compromiso que sintió nacer como una obligación, como una necesidad (“¿Con qué palabras se puede transmitir lo que oigo? Yo buscaba un género que correspondiera a mi modo de ver el mundo, a mi mirada, a mi oído”), que tan sólo pretendió (y consiguió) ser el canal a través del cual tantas personas pudieran contar su verdad, su experiencia, dar testimonio de lo que no podía ser borrado como si no hubiese sucedido, como si esas tragedias no tuviesen importancia, derrotando una vez más a los que, a pesar de pertenecer al bando considerado vencedor (“(..) éramos hijos de la Gran Victoria”), no podían considerarse de ese modo ante todo lo que habían perdido, fundamentalmente el derecho de ser personas con entidad propia, no un número o una medalla que tapaba miserias, mutilaciones, muertes, pérdidas irreparables. “Un día abrí el libro Ya iz ógnennoi derevni (Soy de la aldea en llamas), de A. Adamóvich, Y. Bril y V. Kolésnik. Sólo una vez había experimentado una conmoción similar, fue al leer a Dostoievski. La forma del libro era poco convencional: la novela está construida a partir de las voces de la vida diaria. De lo que yo había oído en mi infancia, de lo que se escucha en la calle, en casa, en una cafetería, en un autobús. ¡Eso es! El círculo se había cerrado. Había encontrado lo que estaba buscando. Lo que presentía”. Y, así, reconociendo como maestro, como guía, a Alés Adamóvich, en 1978, Svetlana Alexiévich empezó a esbozar su literatura, su forma de escribir, su manera de retratar el mundo, comenzó a recorrer el camino que le llevaría hasta el Nobel, sin tener muy claro aún qué sería o sobre qué versaría puso la primera piedra de lo que hoy es La guerra no tiene rostro de mujer, el título que Debate presentó poco antes de que ella recogiese su galardón en Estocolmo.
   Publicado en 1985 tras recibir muchos rechazos, editado con recortes a cargo de la censura y de la propia autora (“Mi autocensura, mi propio veto”), ya en su gestación fue un libro incómodo, rechazado incluso por muchas de sus protagonistas, acostumbradas a callar, temerosas de desprestigiar al Régimen, de transmitir una visión negativa o poco heroica de la guerra, de reavivar la estigmatización que tantas vivieron por pelear en el frente (ya se sabe que la guerra es cosa de hombres, y así se lo censuraban continuamente los y las que hubiesen debido agradecerles la entrega, la ayuda, la valentía, el socorro proporcionado, la voluntad, el sacrificio), de contribuir aunque fuese mínimamente al hundimiento de un dinosaurio que seguía vivo a base de purgas, exilios, mordazas legales, fanatismos y alienaciones. El censor se muestra en principio casi feminista (por así decirlo) pero, como suele ocurrir con aquellos que empiezan por decir lo que ellos consideran que no son para luego soltar todo el veneno (“yo no soy racista, pero…”), en su sublimación interesada y política deviene en misógino y, por supuesto, en simple voz de su amo: “Después de leer un libro como este, nadie querrá ir a la guerra. Usted con su primitivo naturalismo está humillando a las mujeres. A la mujer heroína. Al destrona. Hace de ella una mujer corriente. Una hembra. Y nosotros las tenemos por santas. (…) Esas ideas no son nuestras. No son soviéticas. Se burla de los que yacen en las fosas comunes. Ha leído demasiados libros de Remarque… Aquí estas cosas no pasan… La mujer soviética no es un animal…”, pero son ellos los que llevan décadas tratándolas como tales, deshumanizándolas, primero en la refriega, en las batallas, en ese lugar en que se pierde hasta el nombre, rechazándola una y mil veces, recordándole que es inferior, negándole después su derecho a réplica, a la queja, al llanto. “Sí, es cierto que la Victoria nos ha costado mucho, debería usted buscar los ejemplos heroicos. Hay miles. En cambio, se dedica a sacar a la luz la suciedad de la guerra. La ropa interior. En su libro, nuestra Victoria es espantosa… ¿Qué pretende?” y cuando la autora responde, sencillamente, que busca la verdad, el censor saca la artillería pesada: “Para usted, la verdad está en la vida. En la calle. Bajo nuestros pies. Para usted es tan baja, tan terrenal. Pues se equivoca, la verdad es lo que soñamos. ¡Es cómo queremos ser!”. Claro, usted mismo lo dice, ¡oh, qué bonita es la guerra!, los que recuerdan las trincheras, los cuerpos mutilados, reventados, desangrados, enterrados quién sabe dónde, los pueblos arrasados, las poblaciones lanzadas a la nada, los que cuentan lo que no sean Legiones de Honor, medallas al valor, heroicidades épicas, resultados que no incluyen la partida de pérdidas, esos son subversivos, disidentes, enemigos del Régimen: “¡Esto es mentira! Es una difamación contra nuestros soldados, que salvaron a media Europa. Contra nuestros partisanos. Contra nuestro heroico pueblo. No necesitamos su pequeña historia, necesitamos una Gran Historia, la Historia de la Victoria. ¡Usted detesta a nuestros héroes! Detesta nuestras grandes ideas. Las ideas de Marx y de Lenin”.
   Pero Svetlana Alexiévich no se arruga, no se deja amilanar, vista a infinidad de mujeres, no sólo soldados, tiene tiempo para los múltiples oficios que se ven afectados por un conflicto bélico, no descuida lo que sucedía en retaguardia, los prolegómenos, los coletazos y embates que aún vivió la sociedad tiempo después de que se firmase el armisticio, recoge las sombras que tanto tiempo después oscurecen el ánimo de las que vivieron aquellos días, refleja las heridas que no han dejado de manar, se ocupa de los traumas imposibles de erradicar, se enfrenta a temores casi letales, a catástrofes que para sus víctimas parecen haber sucedido el día anterior, dramas que continúan fustigando como la primera vez. Es imposible leer La guerra no tiene rostro de mujer sin apartar la vista en algún momento, zarandeado, conmovido, horripilado, teniendo que abandonar la lectura, avanzando lentamente en la misma necesitando respirar, asimilar lo leído, contener las ganas de llorar (o no porque el efecto de las palabras es tan inmediato que no da tiempo a reprimirse antes de que las lágrimas afloren). Svetlana Alexiévich va más allá del reportaje, de la crónica, de la entrevista, es muy pudorosa con el material recopilado, apenas apunta algunos detalles para que comprendamos un poco mejor por qué estas mujeres hablan o por qué optan por el silencio o cuando menos por el anonimato, para que captemos tonos, intenciones, suspiros, pausas, luchas internas, palabras condicionadas, llantos, la autora se desdibuja para concederles el foco, actúa como periodista ética (sí, ya lo sé, con una intención muy concreta, alguien dirá -ya lo han hecho- que es partidista, sesgada, panfletaria -cuando no se puede argumentar en contra, lo que queda es descalificar-), no adjetiva ni adorna, apenas hay calificativos, transcribe lo que sus cintas han recogido -y ahí están para el que se atreva a escucharlas-, oficia como gran escritora porque va encajando las piezas con olfato de narradora para que el relato global tenga un sentido, una continuidad, con inevitables reiteraciones que demuestran que no estamos ante una mera sucesión de anécdotas personales, que los hechos se repetían en lugares muy alejados entre sí, que les ocurrían a personas diferentes, desplegando un tipo de literatura necesaria, imprescindible en este tormentoso siglo XXI que aún andamos estrenando. El Nobel ha hecho justicia, ha subido el volumen del altavoz, ha atendido la llamada de los desheredados, ha premiado una vocación, ha reivindicado el único tipo de periodismo posible, el que habla de la gente, el que clama contra las injusticias, el que abate los obstáculos que se ponen en su camino, el que comprende que “recordar asusta, pero no recordar es aún más terrible”.

sábado, 19 de marzo de 2016

PENSAR MIENTRAS VOY LLEGANDO





  Robo la frase del título de una mis canciones favoritas del gran Alberto Cortez, aunque la cambio un poco porque de ese modo resume mucho mejor el punto de conexión que he encontrado (y que más me ha tocado) entre los relatos que conforman Corrientes de amor, el primer libro de cuentos de Ovidio Parades (publicado, como toda su obra hasta el momento, por la editorial Trabe), aunque para los seguidores de su blog o aquellos que tenemos la fortuna de estar conectados con él mediante Facebook no resulta sorprendente su acierto a la hora de resumir sentimientos, historias, peripecias, apuntes de vida que superan lo meramente escrito en pocas palabras (las justas, ya lo decía el maestro Cortázar: “La novela ha de ganar al lector a los puntos, pero el cuento debe hacerlo por KO” -o algo así, la cita no es textual, pero sí el mensaje-). El cantautor argentino decía “Prefiero, más que llegar, pensar que ya voy llegando” en el estribillo de Andar por andar andando, tal vez inspirado por aquello del imprescindible Antonio Machado que nunca nos cansaremos de evocar, “Caminante, son tus huellas / el camino y nada más; / caminante, no hay camino, se hace camino al andar” (y nadie como él para saberlo, puesto que, como reflejó en sus versos, era alguien que había andado muchos caminos, abierto muchas veredas, navegado en cien mares y atracado en cien riberas, alguien que, paradójica y cruelmente, murió mientras huía, volviendo la vista atrás para ver esa senda que nunca volvería a pisar, la que le hubiese devuelto a su patria, a su hogar, a sus gentes, haciendo un camino que podía sentir suyo puesto que lo emprendió obligado por las circunstancias, huyendo de una cita inapelable, la que él y su madre tenían en Colliure). Y es que el proceso hasta llegar al destino (sea deseado o inevitable) es lo realmente interesante, lo que imprime carácter, lo que nos forma y conforma, lo que nos define, lo que nos enriquece, en ese recorrido es donde mejor se resume lo que entendemos, sentimos, extraemos, pensamos sobre la vida, buenas o malas aún tenemos nuestras expectativas intactas o en realización, aún hay tiempo para la ilusión (y también para la desolación), mientras nos dirigimos a un lugar vamos recordando, anticipando, dialogando con el pasado, preparando el futuro, teniendo la conversación que nunca seremos capaces de mantener cara a cara con alguien (por miedo, por vergüenza, por incapacidad, por imposibilidad, porque por una vez los augurios nefastos no se cumplen, porque ya no hace falta), planificando respuestas agudas, argumentos sólidos, frases brillantes que, al final, se quedan en nuestro interior (o que no brotan hasta después, cuando es tarde, cuando no se puede enmendar el error, cuando ya no quedan ni palabras, cuando resultan superfluas, cuando serían una redundancia, cuando nadie va a escucharlas). Y es el caso que Ovidio Parades construye varias de sus narraciones de ese modo, monólogos interiores, apuntes en un cuaderno, soliloquios incontenibles que diseccionan existencias, almas que se abren en canal intentando encontrar esas respuestas que nunca llegan, que nunca satisfacen porque abren nuevos interrogantes, ese deambular que llamamos vivir (y que tiene muchos momentos maravillosos, por supuesto, pero el resto del tiempo andamos haciendo equilibrios para no despeñarnos).
   Al poco de publicarse el volumen que ahora tengo junto al teclado (en octubre de 2015, he tardado demasiado en ponerme a la tarea -ya se sabe lo que pasa donde hay confianza, que se atiende primero a las obligaciones y se arrincona lo que apetece-), leí que alguien decía que no terminaba de entender el título, que no le gustaba; son apreciaciones personales, cada lector es (y es fantástico que así suceda) un mundo, pero creo que Corrientes de amor expresa muy bien la multiplicidad de sensaciones que uno puede extraer de esta colección de cuentos, el autor consiente y abona que cada cual haga su camino al andar (al leer), tiene muy claro lo que quiere contar y cómo contarlo pero no impone su visión, disemina detalles aquí y allá, cita películas, libros, actividades, lugares concretos y abstractos, hechos tomados de su cotidianidad, otros imaginados, muchos (como todos los escritores) reelaborados a partir de los que protagonizaron otros o tal vez narrados sin literatura, en caliente (una de las virtudes de Ovidio es que no maquilla nada, si acaso se contiene para no dejarse llevar por el tremendismo -por desgracia, demasiado presente en este mundo terrible e inhóspito en que damos boqueadas-, pero expone con crudeza y contundencia injusticias, maltratos, odios, abusos tildados de “normales” incluso por sus víctimas), dejando fluir estas ficciones tan realistas (tan reales) con las que puede que se empatice o puede que se discrepe, respiran, laten, se palpan, se reconocen, por eso cada uno reaccionará de una manera, estimulado por la lectura, provocado (como debe ser) por la misma. Ya en eso, por lo tanto, al menos es como yo lo percibo, nos encontramos con una corriente, tomando simplemente la primera acepción del DRAE, la más básica, es decir, “que corre”, que “viene, pasa o se extiende de una parte a otra”, que sale desde las páginas del libro al encuentro del que lo sostiene abierto entre sus manos, es una literatura que busca interlocutores con un estilo que fluye (el diccionario también sanciona esto como “corriente”), elaborado pero nada culterano ni enrevesado.
   “El amor es como una corriente de agua, fluye continuamente, no para nunca”, así lo afirmaba la fascinante Gena Rowlands en Love Streams (a la que en España conocimos como Corrientes de amor, traducción literal del original), con esa frase se abre el volumen en lo que es toda una declaración de intenciones, otra de las virtudes de Ovidio Parades, quien jamás disfraza sus pulsiones, el porqué de su escritura, no rechaza géneros que el elitismo vacuo (esto no deja de ser un pleonasmo en el mundo cultural que nos rodea, muy certeramente lo retrató Paolo Sorrentino en La gran belleza) considera “menores”, todo lo contrario, los reivindica, los frecuenta, los ensancha, no se anda por las ramas, va al grano, al meollo, a lo fundamental, a lo insoslayable, a lo que nunca sabremos definir pero sí reconocer (precisamente, reducirlo a esquemas, a lo que han vivido y dicho otros, sublimarlo, provoca que lo confundamos, que lo tergiversemos, que lo ridiculicemos), al final siempre se trata del amor, no del meramente romántico (para colmo, los hay que se empeñan en querer ser como Romeo y Julieta, sin tener ni idea de la tragedia que vivieron), de quiénes somos cuando interactuamos con los demás, de las corrientes (¿por qué no decirlo) que se establecen entre dos personas, sea por parentesco, por amistad, por competencia, por trabajo, por rechazo. Aunque uno siempre procura llevar un libro a mano para los traslados en transporte público cuando va solo, en muchas ocasiones no puedo concentrarme en la lectura porque la cita a la que me dirijo se me impone, bien porque voy pensando en el personaje al que voy a entrevistar y repasando mentalmente aquellos puntos que no quiero olvidar en la conversación, bien porque voy apurado de tiempo y eso provoca un inevitable nerviosismo que me hace estar pendiente del reloj, bien porque me dirijo hacia la sesión de quimioterapia de mi padre y no logro evitar los temblores, el agujero en el estómago que se va agrandando según quedan menos estaciones, bien porque vengo de un episodio que me ha dejado mal sabor de boca y no sé muy bien cómo encarar el siguiente, porque me gustaría volver atrás para actuar de otra manera, porque me hago demasiados reproches pero terminar cayendo en los mismos errores (o en los que me parecen tales). No soy especial, nada más lejos de mi ánimo que sentirme como tal, todos hemos sido esa persona que toma un café (o una cerveza) a solas con el amargor del desencanto en la boca, aquella enferma de soledad que busca desesperadamente clavos ardiendo a los que aferrarse, la que se asoma al abismo de su vida mientras va hacia un trabajo que no le satisface, mal pagado, en el que se vive un ambiente hostil, en el que la mediocridad tiene la sartén por el mango, todos a veces hemos sentido un peso que nos hace caminar encorvados, con los ojos a punto de llover (o soltando alguna lágrima), replegados en nuestro dolor, en nuestra pena. Con elegancia y pudor, Ovidio Paredes no duda en dejar al aire las heridas, en orearlas, en intentar restañarlas a fuerza de sacarlas a la luz, de no consentir que se enquisten, de desterrar traumas y extirpar tumores anímicos, sin que la literatura se coma la vida, sin que la sustituya, haciéndolas convivir, estableciendo una corriente de amor entre ambas.