jueves, 31 de agosto de 2017

"PERO EL AMOR, ESA PALABRA..."







  Por mucho que logremos convencernos de lo contrario, vivimos (alguno tal vez diría sobrevivimos) a base de esquemas; por mucho que nos distanciemos de ellos, parece inevitable llegar a un punto en que los aplicamos tal cual los conocemos (o creemos hacerlo, que esa es otra), sin adaptarlos, sin moldearlos, sin enmendarlos y, lo que es peor, sin que esté demostrada su valía, su practicidad, su pretendido carácter de solución idónea, sólo porque lo hemos oído por ahí, porque alguien dijo una vez que a él le había ido bien actuar así, porque es la costumbre, porque es lo que se estila, porque no pensamos, porque no improvisamos, porque aspiramos a escribir el libro de instrucciones de la vida (o porque damos por hecho que otros lo hicieron antes). Aunque sea bueno aprender de la experiencia, procurar no tropezar dos veces en la misma piedra, aprender de los que con toda justicia han de ser considerados maestros, escarmentar en cabeza ajena, por mucho que seamos semejantes en tantas cosas, no debemos ser prisioneros de los hábitos de los demás, hay que reivindicar nuestra unicidad, nuestro derecho a equivocarnos, a experimentar, a intuir, a echar por tierra viejas leyendas o, sencillamente, a protagonizar nuestra propia aventura, conviene recordar que, como decían las abuelas, lo que es bueno para el bazo es malo para el espinazo, que la medicina que actúa con celeridad en un organismo puede no tener efectos en otro, que el bálsamo de Fierabrás (o lo que don Quijote bendice e ingiere como tal) pone a Sancho al borde de la muerte mientras su señor se sienta en plena forma tras vomitar, sudar y dormir (no hay duda de que estamos ante un ejemplo de lo que se conoce como efecto placebo, por más que el caballero andante asegure que la diferencia estriba en la condición de tal que él ostenta mientras que su acompañante es un simple escudero y, por lo tanto, no es digno de la curación milagrosa que el mejunje proporciona).
   Y así pasa con el amor, ese que llevamos siglos intentando definir y que es escurridizo como lo es todo lo que depende de sentimientos, de sensaciones, de pulsiones, de irracionalidades, de algo que sólo percibimos cuando ya nos convirtió en su presa, algo que no acepta clasificaciones ni fórmulas porque andar comparándolo (con lo de otros e incluso con experiencias propias anteriores) o intentando ajustarlo a un esquema previo es coartarlo, reducirlo, asfixiarlo, ir en contra de su esencia, malinterpretarlo, malvivirlo, reducirlo, lastrarlo; es inevitable dejarnos llevar por la ensoñación de poesías, películas, novelas, canciones, pero comprendiendo que son sólo eso más allá de la huella que nos dejen, del camino que nos iluminen, de las certezas que nos confirmen, de las dudas que nos despejen, de la adrenalina que nos ayuden a soltar, del exorcismo que practicamos al invocarlas, de cómo durante un tiempo (el que duren) nos abandonamos para gritar a los cuatro vientos “es la historia de un amor como no hay otro igual, que me hizo comprender todo el bien, todo el mal” o “jamás te dejaré, amor, lo juro” o “el día que me quieras, desde el azul del cielo, las estrellas, celosas, nos mirarán pasar” o versos de Benedetti (“Tus manos son mi caricia, mis acordes cotidianos”) o, por supuesto, aquella vibrante definición de Lope de Vega en forma de soneto que sintetiza tantas formas e intensidades diferentes porque, en realidad, podemos pasar por todas ellas y otras muchas en una misma relación y “quien lo probó lo sabe”. Julio Cortázar rehuyó cualquier esquema, no cesó de jugar con las palabras, de trascender géneros, de acuñar términos, de darles vida literaria, de invitar al lector a adentrarse por los vericuetos de su alma (la de cada uno y la de quien escribe), a dejarse sorprender, a romper convencionalismos, a no tener que entenderlo todo, basta (y no es poco) con sentir, palpitar, respirar, consentir que su prosa nos agarre, nos estruje, nos seduzca, nos lleve y nos traiga, nos comprima y expanda, nos asombre y cautive, abata clichés, generalizaciones, imposiciones, normas o así llamadas, trivializaciones sancionadas como verdades absolutas, amores periclitados, falsas expectativas, felicidades impostadas.
   El cíclope y otras rarezas de amor, la obra escrita y dirigida por Ignasi Vidal que puede verse en la Sala Verde de los Teatros del Canal hasta el próximo 17 de septiembre(http://www.teatroscanal.com/espectaculo/el-ciclope-y-otras-rarezas-de-amor/) y que después continuará gira (en realidad la empezará -antes de Madrid sólo ha habido una función en el Centro Niemeyer de  Avilés-), toma su título del capítulo 7 de Rayuela, la obra cumbre (aunque distinguir lo menor en su producción es ciertamente complejo) del escritor argentino, y reproduce en la estupenda escenografía de Curt Allen Wilmer (y en la medida coreografía que siguen los actores para cambiar de escena) el juego infantil que da título a la novela en la que se ha inspirado el autor para organizar su caleidoscópico texto, un artilugio teatral inteligentemente armado en el que podríamos ser cualquiera de los cinco personajes (y a ratos dos o tres, o los cinco, y en otros ninguno), prisioneros de sus miedos, de sus fracasos, de sus dolores, de lo que se pregona como correcto, permisible, cómodo, incapaces de actuar libremente, traicionándose y, de rebote, traicionando a los demás, conviviendo con fantasmas que rezuman frustración y que vuelcan sobre el resto, bien con sus actos o por la ausencia de los mismos, negándose oportunidades, cómplices sin ser conscientes de la rigidez mental que durante siglos ha impuesto una sola forma de amar de cara a la galería (lo que importan son las apariencias) o inmersos en quimeras, fabulaciones, exacerbaciones, melodramas o cuentos de hadas que sólo deben funcionar como tales no como ejemplos a seguir (el tango, por ejemplo, es fantástico como desahogo, especialmente ese que puede adscribirse a la variante hepática, Tomo y obligo y por ahí, pero no para vivirlo en propia piel). Al igual que sucede con la producción cortaziana en general, poco debe anticiparse de lo que sucede en escena, sólo intentar coger la tiza el primero para, así, escribir en parte el destino, por lo demás hay que dejar espacio a la sorpresa, a la incógnita, al diálogo, a la exploración (no se pueden llevar escritos todos los pasos a seguir/vivir como le ocurría a Tracy en I Can Hear The Bells en Hairspray -y recuérdese el carácter irónico de las letras de Marc Shaiman y Scott Wittman-). Eso sí, al margen de lo ya reseñado sobre la escenografía (funcional y abracadabrante) y el perfecto movimiento escénico que ejecuta Vidal con sus piezas humanas, destacar la imponente presencia y empaque de Daniel Freire (y cómo quiebra la voz cuando conviene, cómo la ahoga sin que eso merme su inteligibilidad, es siempre un lujo ver a este enorme actor en escena), la facilidad con que Eva Isanta abandona su zona de confort, esa que la ha hecho tremendamente popular, y demuestra facultades insospechadas por muchos, la seguridad con que pisa las tablas Manuel Baqueiro, la frescura de Celia Vioque y el modo en que Sara Rivero se apodera del foco incluso cuando se halla fuera del mismo. Por lo demás, no lleven ideas preconcebidas, no hagan planes a priori, no quieran reproducir aquel poema o alejarse de aquella canción, no sueñen con príncipes azules o damiselas en apuros a las que rescatar, no den nada por sabido, acepten la rareza como la auténtica normalidad (si es que algo que pueda ser llamado así existe), cambien de posición cada pocos minutos, como en la rayuela, como en la vida, al fin y al cabo, ya lo dijo Cortázar, todo puede reducirse a esta frase: “Me estoy atando los zapatos, contento, silbando, y de pronto la infelicidad”.

sábado, 19 de agosto de 2017

AL LECTOR (Y ESPECTADOR) CONSTANTE



  


 Los cuarentañeros bien adentrados en esa década de vida (como el que esto escribe) y algunos un poco más jóvenes conocimos a Stephen King antes de poder leerle o entrar al cine a ver alguna de las en general exitosas adaptaciones que fueron apareciendo desde la mítica Carrie (1976) de Brian De Palma; así, el estreno de Los chicos del maíz (1984) -que, por cierto, nunca había visto hasta hace poco más de un mes cuando Pablo y yo vivimos una jornada nostálgica gracias al Blu-Ray- se anunciaba como todo un acontecimiento (así vivíamos la llegada de la inmensa mayoría de los estrenos) con la frase promocional “del autor de Carrie, El resplandor, La zona muerta, Christine” (¡Y qué énfasis ponía el locutor en este título en concreto!) -en aquel momento no entraba en el cómputo El misterio de Salem´s Lot, la espléndida miniserie, porque en España sólo se conocía la versión reducida que se comercializó y que aquí se había estrenado, aprovechando el tirón de una película que se hizo muy popular, como Phantasma II (1979), pero ya llegaría el momentazo de su emisión en TVE en septiembre de 1985, ocupando, por cierto, el hueco que La joya de la Corona dejó en la programación nocturna de los martes-. Gracias al videoclub, a algún cine de reestreno/programa doble/sesión continua y al propio curso del tiempo, King se convirtió en un nombre que en un principio buscábamos más en carátulas de vídeo o carteleras de cine que en libros, pero muy pronto empezó también a inundar nuestras bibliotecas, aunque las primeras novelas que leí fueron prestadas -puede que la memoria me juegue una mala pasada, hay un par de lecturas que se solapan o coinciden, pero siempre he considerado, aunque a veces se lo he atribuido a It (que no tardó en llegar), que mi debut como lector de King se produjo con La larga marcha, desde aquel ya lejano momento una de mis favoritas del de Maine, nunca olvidaré cómo me faltaba el aire, cómo perdía resuello, cómo me asfixiaba, cómo temblaba sin necesidad de apariciones, fantasmas, endemoniados, una distopía de la que muchos han bebido (y han plagiado con absoluto descaro)-.
   Aunque nunca ha dejado de estar de moda, aunque sigue publicando con envidiable (y casi frenética) asiduidad, aunque su legión de admiradores no hace sino aumentar, puede afirmarse que en estos últimos tiempos vivimos un rebrotar de la “fiebre Stephen King”, puesto que se acumulan los estrenos en cine y televisión que adaptan alguna de sus historias, que toman su (muy amplio) universo como punto de partida, ayer mismo se estrenaba en España La Torre Oscura (no se ponen de acuerdo los que ya la han visto, a buen seguro porque desconocen el original -salvo una indocumentada que asegura que “resume todo lo publicado” (si eso es cierto, parezca lo que parezca el conjunto, hay que ovacionar a los guionistas por reducir lo que sobrepasa las 4.000 páginas a poco más de hora y media de metraje)-, sobre qué parte de los siete volúmenes que componen la serie -ocho en realidad porque por ahí ronda El viento por la cerradura, encajado entre el volumen cuarto y el quinto- es la que aparece en pantalla), aún resuenan los ecos de la televisiva 22.11.63 (un tanto decepcionante para un servidor, si bien es cierto que ciertas carencias/arritmias ya están en la novela), despediremos el verano con la muy esperada It (ojalá haga justicia a una novela torrencial que no se puede dejar de leer a pesar de estar temblando por el pánico que se siente a tener que apagar la luz), ya se están emitiendo en EEUU Mr. Mercedes y La niebla -cruzando los dedos para que no cometan el clamoroso error de casting que el insulso Thomas Jane suponía en la, por otra parte, meritoria y a ratos logradísima versión fílmica de Frank Darabont-, se anuncia Castle Rock que se presenta como un a modo de Dickensian (2015), aquella joya de la BBC, podríamos estar horas enumerando los proyectos o realidades en que aparece involucrado el nombre de Stephen King, pero aquí habíamos venido a hablar específicamente de El bazar de los malos sueños, una magnífica colección de relatos que Plaza y Janés publicó hace unos meses (con traducción de Carlos Milla Soler) y que es, por el momento, lo último que ha aparecido en nuestro país con su nombre en la portada.
   “Te he preparado unas cuantas cosas, Lector Constante; las expongo ante ti a la luz de la luna. Pero, antes de que contemples los pequeños tesoros artesanales que tengo en venta, hablemos un poco de ellos, si no te importa. No nos llevará mucho tiempo. Ven, siéntate a mi lado. Y acércate un poco más. No muerdo”, así se presenta el autor ante sus fieles (aunque los neófitos no deben sentirse discriminados, de hecho este volumen es una ocasión muy propicia para establecer contacto, pero deben comprender que King lleva unas cuantas décadas iluminando nuestras pesadillas -o ensombreciendo nuestros sueños- y que el reencuentro es siempre grato -o desasosegante y, precisamente por eso, grato (no es un oxímoron, en cuanto avancen unas páginas lo comprobarán)-), en esta ocasión nos va a acompañar durante todo el recorrido, cual Alfred Hitchcock televisivo va a introducir cada relato, va a desentrañar el proceso de creación, va a contar cómo surgió la chispa, va a reflexionar sobre su trabajo, va a compartir alguna confidencia, va a hacer memoria, va a jugar al despiste cuando le convenga para que lo narrado hinque los dientes con saña, aunque es honesto porque lo advierte (“Los mejores [relatos] tienen dientes”) y lo mismo sirve para el propio autor que, como se reproducía un poco más arriba, afirma que no muerde para rematar “sospecho que sabes que eso no es del todo cierto”. Lo mejor de esta recopilación es que permite conocer diferentes facetas del escritor quien, si bien es cierto que se ha hecho tremendamente popular por lo que se engloba (a veces un tanto someramente y sin precisar ni analizar) bajo la etiqueta de “literatura de terror”, si bien es cierto que no puede sino considerársele un maestro del género que ha enriquecido y ha llevado a dimensiones insólitas, si su influencia es notoria en mucho de lo que se ha escrito después, no puede olvidarse que King lo ha abandonado, traspasado, manipulado, mezclado con otros ingredientes cuando le ha convenido, que ha explorado distintos niveles de horror, que en ocasiones es necesariamente gráfico pero en otras es sutil, escarba en la mente del lector con un bisturí muy afilado, con precisión de cirujano, que, obviamente, no es lo mismo Misery que Cujo, Cell que Dolores Claiborne, Corazones en la Atlántida que Revival, aunque en todas reconozcamos un sello, elementos comunes, ese algo especial y propio que nos hace reincidir aunque algunas nos satisfagan más que otras.
   “La cuestión es que uno escribe unas cuantas historias de miedo y pasa a ser como la chica que vive en el camping de caravanas en la periferia del pueblo: se labra una reputación. Por mí no hay problemas: pago las facturas y sigo divirtiéndome. Pueden llamarme cualquier cosa, como suele decirse, siempre y cuando no me llamen tarde para la cena. Pero el término “género” tiene poco interés para mí. Sí, me gustan las historias de terror. También me encantan las de misterio, las de suspense, las del mar, las novelas literarias y la poesía…, por mencionar sólo unas pocas. También me gusta leer y escribir historias que me parecen graciosas, y eso no debería sorprender a nadie, porque el humor y el terror son hermanos siameses”. Lo deja bien claro, ¿verdad? Hay que darle la razón en lo que a colgar etiquetas se refiere, vivimos clasificando y, sobre todo, encajonando en estereotipos, en clichés, en sambenitos, en descripciones someras, en lugares comunes, en pocas palabras no siempre bien escogidas, coartamos la creatividad y la versatilidad, a veces (demasiadas) hablamos por boca de otras o desde el desconocimiento y el prejuicio, incluso para alabar a alguien: la misma indocumentada de antes, que ni es periodista ni nada que se le parezca -estudió otra carrera pero no le interesaba el asunto, así lo dice en cuanto tiene ocasión, pero tampoco el periodismo es su vocación, sólo se trata de figurar, conocer a famosos y, sobre todo, ver cine gratis-, esa a la que no voy a nombrar para comprobar si realmente alguien la lee y la desenmascara -porque no puedo creer que haya quien la tenga en consideración como la experta que no es pero así se anuncia ella misma, que haya amantes del cine que se traguen sus ruedas de molino en forma de inexactitudes, errores, agujeros negros en lo que debería ser cultura general-, pues esa interfecta gusta de loar a Stephen King, incluso reivindica un Nobel para él (y en el punto de partida uno coincide -¿Por qué no? ¿La calidad sólo se premia cuando se la recubre de una pátina intelectual? ¿Quién, por otro lado, decide/decreta eso?-, lo malo es el desarrollo y los argumentos absurdos y mal cimentados que presenta), pero todo se le va en hablar sobre películas inspiradas en sus obras, especialmente en aquella que más odia el autor, o sea, El resplandor (1980), el por otro lado maravilloso (y espeluznante) filme de Stanley Kubrick aunque toma un camino muy distinto al literario (tanto que, años después, King completó la historia con la muy interesante Doctor Sueño sobre la que escribimos en su día - https://elarpadebecquer.blogspot.com.es/2014/04/lecturas-como-las-de-antes.html-), porque, por desgracia, son muchos los que hablan, pontifican, reprueban o denuestan sobre el amigo Stephen sin haberse molestado en leerle, sólo por lo que intuyen, reciben, piensan a través de, las cosas como son, las muy lastimosas adaptaciones que se han llevado a cabo (bien es cierto que cuando uno se pone a repasar brotan algunas imprescindibles -Carrie, ya se ha dicho lo que se piensa sobre El resplandor por más que el creador tuerza el gesto (y es comprensible, pero la película es otra creación), La zona muerta (1983), Misery (1990) -que, ya que estamos, la señorita antes citada aborrece porque “nunca arranca” (ella es de obviedades y de terror “del de toda la vida”)-, Cadena perpetua (1994), La milla verde (1999)-, pero así de primeras, sin pensar, lo que un admirador de Stephen King siente cuando se anuncia otra serie o película es un vacío en el estómago).
   “Te sorprendería [Lector Constante] -al menos eso creo- la de gente que me pregunta por qué sigo escribiendo cuentos. La razón es muy sencilla: escribirlos me proporciona felicidad, porque lo mío es entretener. No toco muy bien la guitarra, ni bailo claqué, pero sí sé hacerlo. Y lo hago”, suspiramos aliviados de encontrarle en plena forma y de que no su actividad no cese aunque confiese que “los cuentos exigen una destreza acrobática para la que se requiere una práctica agotadora. (…) La rigurosa disciplina es necesaria. El autor debe contener el impulso de seguir ciertos desvíos cautivadores y ceñirse al camino principal” y, así, nos ofrece un primer relato impactante, Área 81, una doble recuperación (sepan por qué en la introducción -que si lo cuento son capaces de saltársela y ya se ha dicho que cada palabra del volumen es imprescindible), y después llegan historias cautivadoras, absorbentes, sorprendentes, terroríficas por su verosimilitud, porque podrían suceder ahora mismo, porque, nunca mejor dicho, hay varios Stephen King y todos se dan cita en El bazar de los malos sueños, no hay más que decir porque es tiempo que estoy robando a su lectura (confesaré, eso sí, algunas predilecciones al margen de Área 81: Niño malo, Ur, No anda fina, Necros y Premiun Harmony, pero sólo escojo cinco -seis- de entre veinte opciones -dieciocho relatos de diferentes extensiones y dos poemas narrativos-, todo un filón, todo un botín).       

viernes, 18 de agosto de 2017

CUANDO FUIMOS REPORTEROS



  



 Llevaba muchísimo tiempo pensando que este ángulo oscuro del salón donde el arpa espera que mi mano de nieve (siempre he sido muy paliducho, al margen de que tengo una piel muy sensible a los estragos del sol, confío en que se me perdone la osadía de atribuirme la frase que Bécquer transforma en legendaria -nunca mejor dicho en su caso-), en realidad los dos dedos con los que tecleo a bastante velocidad y, sobre todo, golpeteando el teclado con inevitable fuerza (por más esfuerzos que hago, que llevo haciendo desde mi época universitaria en que empecé a utilizar la Olivetti de mi hermana, me dejo caer a la hora de escribir, es como cuando lo hacía manualmente y dejaba surco y huellas en la hoja de debajo a la que estuviera emborronando), decía (o pretendía hacerlo) que ya era hora de que este rincón se llenase con notas arrancadas al arpa para (aunque no es la primera vez que su nombre asoma por aquí) agradecer a Luis Landero la influencia decisiva que tuvo en mi vida, su intervención imprescindible para que mi vocación (que estaba ahí y era notoria para buenos observadores y mejores educadores como él) aflorase y llegase a buen puerto, para escuchar lo que latía en mi interior pero yo no parecía capaz de comprender (porque, eso sí lo he contado en alguna ocasión, si hago memoria y pongo atención, el periodismo -como consumidor, pero también como redactor (en su más amplio sentido)- me atraía desde siempre, desde que grababa programas con mil asuntos -recuerdo uno dedicado a Fofó, por ejemplo- en viejas cintas de casete). Por otro lado, empezaré por lo menos grato para así quitármelo pronto de encima, intentaré sacudir un poco esa pena negra sobre los hombros que me despierta sentimientos ambivalentes desde hace unos años, quise rendir homenaje al escritor, al profesor, al maestro (porque así le consideraré siempre en tantos aspectos, sobre todo en los puramente vitales), por tantas razones compartidas con su legión de lectores fieles, por algunas personales y que jamás he ocultado, intenté que viniese al programa en dos ocasiones (en verano, por supuesto) y aunque fue muy amable con la productora, le confesó que se acordaba de mí, agradeció la invitación, en un principio parecía dispuesto a aceptar, al final fue dando largas, alegó un asunto familiar que no dudo sucedió pero no llego a entender por qué supuso cancelación en lugar en retraso, cuando volvimos a la carga al año siguiente zanjó el asunto afirmando que no tenía ganas, que más adelante, todo debía ser porque su novela Absolución se publicaría poco después (octubre de 2012) pero hubiese podido proporcionar este dato y no dejarnos un poco sin argumentos y con la sensación amarga del rechazo. El caso es que más adelante no fue posible en el sentido de que un servidor se vio catapultado fuera de RNE al finalizar agosto, aunque tampoco estoy muy convencido de que lo hubiese vuelto a intentar, menos en medio de una promoción cuando yo quería tributarle un momento especial (y así quería que él lo viviese), hablar de su obra, por supuesto, pero incidiendo y destacando al hombre, al docente, al maestro (no me cansaré de repetir esta palabra), a la persona tremendamente humana que se percibe en cada renglón, no negaré que un tanto decepcionado por el modo en que fue esquivo, Pablo se sorprendió mucho (teniendo en cuenta todo lo que le había contado sobre él) de lo que calificó como “ataque de divismo” y en parte sé que moverá la cabeza cuando se encuentre con este texto, le parecerá un tanto inmerecido, pero él sabe que no lo hago para que me lo agradezcan o pretendiendo provocar algo sino porque, como tantas veces hemos compartido gracias a Marieta, me nace del corazón (y porque, vamos a pensarlo así, puede que si yo no hubiese estudiado Periodismo tal vez no nos hubiéramos encontrado y eso sí hubiese sido una catástrofe -porque, en contra de lo que se afirma, se puede echar de menos lo que no se conoce-).
   Cuando digo que Luis me dio clase miento en parte (pero a veces uno no se puede explayar como sería conveniente y hay que resumir pecando de impreciso), puesto que nunca fue uno de mis profesores titulares de Bachillerato (en realidad, en lo que a Literatura se refiere, sólo tuve una, Teresa Laciana -y Silvia Filgueira en COU-), pero nuestro contacto dio frutos académicos insospechados, gracias a escuchar algunas de sus lecciones reafirmé mi amor por la palabra, por las acuñadas y reunidas por tantos literatos, aumenté mi voracidad lectora, su modo de entretejer la ficción con el día a día despertaba interés por Flaubert, Cunqueiro, Matute, su idolatrado Cervantes, cualquiera que él nombrase, leía en voz alta con emoción, vibrando y haciendo vibrar, absorbía a los alumnos hasta zambullirlos en el texto, no obligaba a memorizar sino a experimentar, a probar, a dialogar, a vivir, me hizo mejor alumno, curioso y eterno aprendiz, me radiografió en pocos minutos, supo llevarme por la senda que a él se le antojaba más placentera sin forzarme, sembrando algunas semillas, abonándolas con paciencia y prudencia, fue mi profesor de Literatura apócrifo y, sin duda, un maestro de vida que me quitó el velo de los ojos (lo dejó caer) y me ayudó a decidir. Luis y yo estábamos destinados a no conocernos puesto que formaba parte del profesorado que atendía los cursos nocturnos del instituto, pero empezó a fraguar el proyecto de una revista y Mari Luz, a la que conocía bastante aunque enseñaba Francés porque era muy amiga de Mari Ángeles, la que fuese mi tutora en Segundo de BUP (es aquella, los fieles la recordarán, que me insistía en que eligiese Ciencias porque se necesitaba más gente como yo que leyese tanto y combinase ambas ramas sin cicaterías, la que me descubrió a García Márquez, Wilkie Collins o Marguerite Yourcrenar), me recomendó para la causa sabiendo de mis inquietudes literarias, el caso es que yo me metí en la aventura porque me gustaba escribir, en esa época me tiraban mucho los artículos de opinión de la prensa, coqueteaba con los diferentes géneros (sin ser consciente de ello) escribiendo columnas, breves, comentarios, recuadros, lo que fuese, llenaba cuadernos con textos que, además, maquetaba en el sentido de que indicaba en qué página o sección del periódico aparecería cada uno. Como el grueso de la redacción (aquella tribu ilustrada que es como se llamó la revista -fue una de las propuestas de Luis, hubo diversas, cada quien participó con diferentes ideas, esta fue la más votada-) lo formaban, claro, alumnos de nocturno, como aunque al principio yo me veía un poco como pez fuera del agua (todos eran más mayores, gente que trabajaba y quería completar estudios, algunos habían hecho primero módulos de FP) Luis me integró desde el comienzo en la aventura (me consta que, aunque ese año ya no daba clases en el instituto, Mari Ángeles, con la que mantenía contacto, le había hablado sobre mí), empecé a ir algunas tardes (sólo tenía clase las de los lunes y jueves aquel curso -Tercero de BUP-) para reuniones, preparar contenidos, discutir diferentes aspectos, hacer piña (que era algo muy de Luis), a veces hacía tiempo colándome como oyente en sus clases, por eso me empapé de su docencia, por eso me considero su alumno (que lo fui en muchos sentidos), fue, por cierto, aquel año de las manifestaciones contra Maravall, no hubo clase durante más de un mes, en todo ese tiempo Luis nos citaba en bares de la zona, seguíamos trabajando, casi parecíamos clandestinos, había sectores muy reaccionarios que se oponían a la revista, fue un momento de activismo, de inocularse el periodismo en vena, de asumir ciertos valores, de aprender más sobre el oficio que en cinco años de carrera (con honrosas excepciones, por supuesto), de ir creyendo en mí mismo, de dar el salto.
   Yo pretendía escribir algo y poco más, pero Luis tiró de mí, me pidió que hiciese una entrevista (al secretario de la embajada soviética en Madrid -se conmemoraban 70 años de la Revolución-), habló mucho conmigo (sobre libros, sobre cine, sobre periodismo), me preguntó por qué quería hacer Derecho, me hizo interrogarme, me dio carta blanca, me transformó sin que fuese consciente hasta que me percaté de que quería seguir haciendo aquello toda la vida, algo eclosionó (y fue algo literal, no es sublimación) en mi interior cuando salíamos (había ido con Fernando y Paloma) de la embajada tras la entrevista, me faltaban las palabras para expresarme, llegué a mi casa flotando, transcribir lo grabado, redactar y dar forma a lo hablado, todo fluyó y fue gratificante, un buen día me atreví a decir en voz alta que iba a estudiar Periodismo y Luis se limitó a asentir. Por eso fue muy gracioso que, apenas tres años después, cuando Juegos de la edad tardía ya era un éxito (y poco después haría doblete con el Premio de la Crítica y el Nacional de Literatura), Luis viniese a la Facultad para participar en un ciclo de conferencias sobre Literatura Española Contemporánea, yo le esperase en la puerta del salón en el que iba a tener lugar el coloquio de aquel día (también participaban Marina Mayoral, Jesús Torbado, Juan Eslava Galán y creo que alguien más que ahora no recuerdo), no titubease al verme, “Óscar, ¿qué haces aquí?” y yo le respondiese “pregúntatelo tú” (fíjate, hubiese podido citar a Bécquer, “¿Y tú me lo preguntas?”, qué torpe). Meses después fui a verle al instituto, aún daba clase allí, quería que me dedicase Juegos de la edad tardía para Mairena, era mi regalo de Reyes para él, también, por supuesto, que me firmase mi ejemplar, estuvimos una hora en la cafetería del centro, como tantas veces, me allanó de nuevo el camino para que regresase a Mann y me iniciase en Faulkner, puso negro sobre blanco en la primera página del libro que esas palabras iban en recuerdo de nuestros tiempos de reporteros, esos que no puedo olvidar, esos que cimentaron quien soy o he llegado a ser, ese legado que vigilar, atender y aumentar, ese periodista que pujaba por salir, el mismo que ahora lo sigue siendo contra viento y marea porque Pablo no consiente que me deje vencer, participando del mismo empuje que un día me insufló Luis Landero, mi maestro.