miércoles, 31 de julio de 2019

LAS LARGAS TARDES DE ESTÍO





   Sin querer sonar tremendista o plañidero, lo cierto es que llevo unos días instalado en una melancolía nostálgica que en los últimos tiempos rebrota con demasiadas intensidad y asiduidad (tanto que a veces encadeno un episodio con otro hasta confundirlos), confieso que en parte la propicio, aunque me desarme, descomponga y hasta anule, aunque el peso de la pena negra que ese estado conlleva sea cada vez más difícil de soportar, aunque las borrascas azoten sin misericordia y la tormenta (y el tormento de tenerme cerca) golpee a quien está cerca con irracionalidad supina y furia injustificada, reavivar determinados recuerdos (para lo que no debo hacer mucho esfuerzo porque están a flor de latido) me deja satisfecho, aunque me sienta agotado y como vaciado, sin caudal en los lagrimales, enfrentado de nuevo al inapelable hecho de que aquello (y los que allí estuvieron) es irrepetible, a la larga el regusto amargo se diluye, los ecos de la ya demasiado lejana sensación de plenitud alcanzada resuenan con fuerza y me espolean, ponen de nuevo la sangre a circular, me avivan el corazón, me reafirman en mi yo más íntimo, me devuelven luces y, por supuesto, sombras, errores de los que ya no puedo compensar a quienes sufrieron sus consecuencias. Aunque cada vez necesito menos excusas para ello, el verano exacerba esa delectación (a ratos masoquista, no lo niego, es lo de tocar con la lengua la muela que nos duele y provocarnos un latigazo paralizante), ese mirar atrás para ver (lo siento, don Antonio, sigo robándole frases) la senda que nunca volverá a ser pisada (o eso parece, me refiero a lo iba a decir “profesional” pero lo dejaré en “laboral” y en que tenga continuidad), añorar aquellos veranos radiofónicos que tanta felicidad me proporcionaron (no todos, pero ahora no viene al caso y, como digo, lo que busco con estas inmersiones/flagelaciones en/con el pasado es recuperar el placer experimentado, aunque llegue en forma de sucedáneo, como un reflejo a ratos desleído y/o emborronado), pero, sobre todo, evocar aquel tiempo primero de la libertad y la vida (como tomé prestado de Ray Bradbruy tras la lectura de su magnífica novela El vino del estío: https://elarpadebecquer.blogspot.com/2017/07/el-tiempo-primero-de-la-libertad-y-la.html), esas largas vacaciones en que me refugiaba en la lectura durante horas, sin desear hacer otra cosa, en parte para protegerme, en parte para huir, en parte para preservarme, ya he contado muchas veces que tengo un espíritu anacorético, puede que en parte me engañase a mí mismo, cuando cerrase el libro todo lo negativo (no voy a especificar ahora, más sí quiero indicar que me refiero a situaciones/personas concretas) seguiría allí, pero entre las páginas estaba a salvo de cualquier inclemencia (excepto de las provocadas por la lectura, buscadas y anheladas, lo mismo que la soledad, por más que a veces doliera y de qué modo).

   En ese maremágnum en que se mezclan con los libros, canciones, series, escapadas al cine, ocio sin más límite que el económico, es inevitable regresar a Machado cantado por Serrat (y en esta ocasión con la música compuesta por Alberto Cortez), sonó muchísimo en casa, lo que tiene cierta guasa es que, teniéndoles la manía que les tengo (y no es algo que he desarrollado con los años, lo traigo de fábrica), me quede con un poema que me entusiasma como composición (en ambas posibilidades) pero que no comparto más que en algunos versos: nunca podré considerar amigas a las moscas, lo siento, me irritan sobremanera, más sí es cierto que me hacen evocar muchas cosas, de hecho su aparición en el patio de casa suponía el preludio del verano, el horizonte se ensanchaba porque, aunque no los hubiera, percibía aromas que señalaban la llegada del periodo no lectivo, los latidos del corazón iban variando de ritmo, dejando a un lado rutinas implacables, obligaciones escolares, la sensación de permanente condena (mi padre, el tío Miguel, los mayores salían del trabajo y hasta el día siguiente mientras que los chavales hacíamos tareas en casa y, cada cierto tiempo, debíamos examinarnos, como si no sirviese para nada ese esfuerzo), al final llegaba la mejor recompensa, es decir, sentarme en el patio junto a la abuela (que leía alguna revista, cosía algo o charlaba con la señora Matilde) y exprimir al máximo (eso sí) “las largas tardes de estío en que yo empecé a soñar”. Durante el curso iba dejando a un lado algunos libros a los que me apetecía dedicar atención sin interrupciones o dilaciones por motivos lectivos, a eso se sumaba el que todos los años me regalaba el tío Miguel al terminar el curso y los que fueran apareciendo/cayendo, algo similar he hecho recientemente con un libro que, además, por lo que cuenta y el modo en que lo hace, por lo que me ha hecho sentir y viajar mental y emocionalmente (por eso he empezado de este modo), hubiera sido una magnífica compañía para alguno de aquellos veranos de niñez y adolescencia (no pongo “infancia” para no copiárselo todo a Machado), se me antoja una lectura estupenda para quien pueda permitirse hacer ahora un alto (o lo esté haciendo), pero también es un salvavidas para quien (como hacía yo) no puede (o a lo mejor no quiere, ¿quién necesita más?) escapar, digámoslo así, físicamente pero nadie va a impedir que lo haga mental, anímica y literariamente. Para todo eso, y algunas cosas más, nada como Las lágrimas de Isis, la por el momento última novela del exitoso y admirado Antonio Cabanas que Ediciones B (con muy buen criterio por todo lo que vengo contando) lanzó el pasado mes de junio, es decir, de cara al verano.

   Egipto me ha resultado fascinante (como otras civilizaciones antiguas) desde pequeño, se presta a la leyenda, al relato, a la ensoñación, sacia curiosidad, enriquece nuestro conocimiento, cuando accedemos a él a través de la narrativa de ficción o el cine (e incluso de estudios, tratados, monografías, todo depende del momento, de la edad, de lo que cada uno busca/pretenda) nos ilustra sin presiones ni aburrimiento (a no ser que la reduzcan a datos y a ejercicios de memoria algunos llamados profesores con los que uno topó en su momento o autores que se quedan en la erudición -a veces en querer demostrarla- o no tienen capacidad ni talento para transmitir), tuvimos la inmensa fortuna de que Érase una vez… el hombre, El libro gordo de Petete y gran parte de la programación infantil de TVE nos enseñasen (en todos los sentidos) que aprender no tiene que doler, que hay que crear hábito, saber despertar interés, que no hay que no tener miedo a la palabra “divertido” y sus múltiples posibilidades, que se puede (y cuando te diriges a receptores de cierta edad se debe, ha de ser así) hacer ambas cosas a la vez, estoy convencido de que fuimos muchos los que conocimos a Cleopatra como estrella invitada en uno de los álbumes más populares de Astérix, del mismo modo que supimos de Akenatón gracias a Sinuhé, el egipcio, la obra que ha proporcionado la inmortalidad a Mika Waltari, título que hemos compartido varias generaciones desde su publicación en 1945, también Antonio Cabanas se dejó hechizar en su momento por aquella novela y así nos lo contó cuando coincidimos a principios de julio en lo que se anunciaba como firma de ejemplares en la sede de Casa del Libro en Gran Vía, pero su generosidad y el ruego de los allí convocados (deseosos de escucharle) transformaron en charla apasionante y apasionada, como lo es su prosa, la que nos devuelve con cada nueva entrega la magia, la realidad, lo asombroso, lo desconocido, lo comprobado, lo imaginado (siempre muy asentado en lo que está acreditado y documentado) del Antiguo Egipto. No negaré que fui de los que más insistió en que Antonio cogiese el micrófono y nos contase algunas cosas/respondiese algunas preguntas sobre su novela (o las anteriores, de las que he leído recomiendo encarecidamente El ladrón de tumbas, su ópera prima, sólida y madura), puesto que mis queridos compañeros de lectura habían asistido a un encuentro con él organizado en su editorial coincidiendo con la puesta a la venta de Las lágrimas de Isis, encuentro en el que tuve que causar baja (y bien que lo sentí), pero gracias a mi Pepa Muñoz y a Raúl de Casa del Libro pude resarcirme y quitarme ambas espinas, compartí unos minutos a solas con el escritor (intimidades de/para lector que lo seguirán siendo) y transformé la novela en una de mis lecturas veraniegas, tal y como hubiese hecho de haber caído en mis manos (de haber estado escrita) cuando tenía trece/catorce años (que fue la edad a la que devoré Sinuhé).

   Fue también durante un verano cuando conocí a Hatshepsut (a través de La Dama del Nilo de Pauline Gedge), su historia y personalidad me cautivaron pero, las cosas como son, fue un amor propio de la estación porque, más allá de habérmela tropezado como personaje citado de pasada o muy secundario en algún que otro texto, nunca profundicé más en su figura, no busqué otros libros en los que la mencionaran o le dedicasen espacio (o lo ocupase por entero), pero eso es lo de menos porque Cabanas aborda su biografía descorriendo velos, resolviendo jeroglíficos, interpretando evidencias/restos, olfateando, escarbando, especulando, rastreando una memoria que muchos se empeñaron en borrar (lo que en gran medida consiguieron, de ahí las dificultades para reconstruir su vida, para separar la paja del trigo, de ahí que aún quede mucho por conocer/reparar, durante demasiado tiempo lo poco que se sabía sobre ella la pintaba como una déspota, una usurpadora, capaz de cualquier cosa por alcanzar y después mantenerse en el poder, por concentrarlo, por ejercerlo). El autor se basa en una documentación muy exhaustiva (como es habitual en todas sus obras), en un trabajo muy meticuloso en su doble vertiente de novelista e investigador, aunando a la perfección ambas disciplinas, alimentando su sabiduría como narrador con la conseguida como egiptólogo reconocido para trenzar una historia apasionante en la que nada es accesorio (fundamentalmente por la información que aportan, pero también por lo que permiten apreciar de la meticulosidad con que trabaja la verosimilitud recomiendo que no se pierden las notas que no son demasiadas, son muy concretas y contienen alguna sorpresa que otra). Sin caer en el didactismo o en lo abstruso, sin acumular datos por el mero lucimiento, sin pretender dar lecciones, siendo sobre todo un narrador ágil que recrea con profusión de detalles una civilización, un modo de vida, una manera (o maneras) de comportarse, de pensar, Antonio Cabanas escribe desde hoy (con prudencia, sin reconducir/manipular para establecer paralelismos ni incorporar una visión actual e interesada que tergiverse la Historia ni eche por tierra la historia -la suya-), pero adopta giros, cadencias, incorpora con enormes acierto y naturalidad palabras, creencias, costumbres cotidianas que ayudan al lector a estar más cerca de lo que sucede, a admirarse de la exquisita pulcritud que la novela destila; así, por ejemplo, puesto que (cito textualmente la nota en que se explica lo que sigue, de ahí el entrecomillado) “los antiguos egipcios pensaban que en el corazón residía, además de las emociones, la capacidad de razonar, y que el cerebro solo producía mucosidades”, Antonio dice de Tutmosis I que “su corazón terminaba por pensar siempre en Hatshepsut, y muchas noches meditaba sobre el gran faraón que iba a perder Egipto por el hecho de que su hija hubiera nacido mujer” (al margen de lo bien que resume este breve fragmento gran parte del núcleo de Las lágrimas de Isis, nótese que lo de “su corazón terminaba por pensar”, al margen de ser una imagen con enorme potencia poética, responde a ese afán de veracidad que vertebra la novela puesto que así lo decían/hacían entonces).

   Cabanas es también un maestro en integrar las descripciones a la acción, detenerse en rituales, ceremonias y celebraciones mientras mantiene a sus personajes activos, no es una mera recreación para demostrar lo mucho que ha investigado, todo tiene un porqué, si se pone minucioso a la hora de describir un templo, un monumento, una inscripción, un paisaje, una comida, es para envolvernos en la época, para que comprendamos mejor la cotidianidad de aquellas gentes, para que nada chirríe; labor que complementa con el ritmo de su prosa, preciso y en progresión constante, sin precipitación pero sin demoras, adoptando, podría decirse, la cadencia del calendario egipcio, los acontecimientos se suceden siguiendo el curso debido, no es que se pueda prever lo que va a pasar pero cuando pasa resulta lógico, la armazón del texto es sólida, no puede haber siembra y recolección si no ha habido primero inundación. A todo ello coadyuva el pulso firme del autor a la hora de (re)construir personajes de enorme solidez de quienes conocemos aspectos muy íntimos, a los que vemos crecer y evolucionar, de los que se radiografían emociones, que nos hacen palpitar mientras ellos mismos lo hacen, que nunca hacen un extraño (otra cosa es que secundemos sus acciones o las reprobemos), personajes tan poderosos como Nefertary, tan emocionantes como Neferheru, tan inquietantes como Ineni o tan maravillosos como Senenmut, eso sin olvidar la plétora de dioses a los que rinden culto y con los que se sienten vinculados, presentes en el día a día (por cierto, hay que reseñar y elogiar la habilidad con que Antonio habla de ellos -y lo mismo puede decirse de los diferentes títulos que algunos personajes ostentan- para que nunca dudemos de a quién se está refiriendo). Bien saben los leales a este rincón que jamás hablo del final, que incluso (aquí también lo he hecho) evito detallar demasiado la trama, pero no puedo dejar de contar que las últimas páginas/líneas me parecen uno de los colofones más emotivos, bellos y sublimes que he leído en mucho tiempo, broche de oro para un novelón de los de toda la vida (aunque esté escrito hace apenas unos meses), tiene ese aliento, esa maestría, deja esa huella.

sábado, 20 de julio de 2019

HARTO DEL ETERNO DUELO





   Iba a comenzar por otra anécdota personal, pero ayer mismo, no hace ni veinticuatro horas, viví otra que también sirve como ejemplo y demuestra (creo) aún más a las claras lo que pretendo exponer: hablábamos con un amigo panameño que tiene una edad muy cercana a la nuestra (lleva varios años viviendo en España) y compartíamos recuerdos infantiles comprobando qué productos/artistas/juegos eran conocidos aquí y allá, cuando Pablo mencionó la Nocilla y, claro, nos pusimos a canturrear el famosísimo jingle “leche, cacao, avellanas y azúcar” y, como algo natural, la memoria emocional que tan activada tengo y fluye sin esfuerzo me hizo continuar “estos son los hombres fuertes de Nocilla, fuertes, alegres y deportistas”, ante lo que rápidamente me espanté (y en seguida todos nos reímos un tanto nerviosamente) porque no tenía conciencia de que, como sucedía con el brandy Soberano, aquella merienda fuese “cosa de hombres”. Gracias a YouTube he recuperado los anuncios originales y debo decir que la cosa ha sido más lamentable, porque si bien es cierto que se da una absoluta paridad (cuando no se utilizaba la palabra a todas horas), hay dos niños y dos niñas y cada uno representa a un ingrediente, el cacao le corresponde a una niña negra (al igual que Marisol acariciaba el rostro de Joëlle Rivero mientras cantaba Tómbola en la película homónima justo en el momento en que decía “de luz y de coloooor”), algo que como mucho nos resultaba simpático y hasta chistoso en su momento (y “normal”, ya saben) y sirve para abundar en lo que uno venía a contar y a eso va: sin entrar en la a ratos absurda polémica del plural inclusivo, ¿de verdad no había otra palabra más adecuada (y precisa) para la cancioncilla, tal vez “así es la pandilla de Nocilla: fuerte, alegre y deportista”? Y es que nacíamos (y se sigue naciendo) programados para el machismo, para conceder a las mujeres un papel secundario, supeditado al de los machos, ese “los hombres” que, por más que las imágenes pretendiesen desmentirlo, era en este caso como en tantos excluyente, jerárquico, tenía un soniquete (expresaba una realidad) de superioridad, era lo lógico, se asumía como tal, pocas conciencias se agitaban/protestaban/reivindicaban. Si bien es indudable que hemos avanzado en muchos aspectos (aunque sea con efecto retroactivo, caemos en la cuenta -sirva esta historieta particular como punta de lanza de tantas similares, contemporáneas a aquel anuncio de algún momento que no puedo cifrar exactamente de finales de los 70-principios de los 80 como posteriores y actuales-, percibimos la discriminación, la denunciamos, nos damos por aludidos), aún nos queda mucho lastre por soltar, en parte porque hemos querido darnos la vuelta como un calcetín, pasando de un extremo al otro, consintiendo (en este y en muchos terrenos) que algunos se adueñen de las palabras, las manipulen, las tergiversen, las retuerzan, las despojen de sus verdaderos significado y contenido, aumentando la brecha en lugar de reducirla, confundiendo eso mismo con las témporas, actuando bien desde el rencor o desde el complejo, sin términos medios, polarizando tanto (o más) que antes, radicalizando el enfrentamiento, nada como Las incorrectas, la nueva novela de Paloma Bravo publicada recientemente por Espasa, para ayudar a despejar el panorama, a recuperar las mejores y necesarias esencias (y logros) del auténtico feminismo, el que restaura el equilibrio, la convivencia, la igualdad sin matices ni cuotas ni limosnas ni -de nuevo- complejos (porque no se trata de eso, sino de implementar por fin lo que debería haber sido desde siempre).

   En nuestra tendencia a etiquetar, compartimentar, catalogar, separar, segregar, solemos equivocar términos, no emplearlos con propiedad, redundando en el error o en las malas intenciones (o en buenas que al final sirven para empedrar el camino al infierno, de todo hay), caemos en trampas propias (porque así evitamos zozobras, inquietudes, autocríticas) o ajenas (que también adoptamos para esquivar lo señalado en el paréntesis anterior), en lo que a veces se maquilla (de nuevo las etiquetas) como “convenciones”, “costumbres” u otro término cómplice con el que lavarse las manos, aceptando sin oposición esquemas mentales (y vitales) que en realidad no confieren poder ni seguridad, son la muestra más notoria del miedo al otro (a la otra, habría que puntualizar con toda la intención, así nos han enseñado -o, en por fortuna muchos casos, lo han pretendido o, aún más digno de encomio, nos hicieron ver que eso estaba mal desde que éramos pequeños-), de la debilidad, de un antagonismo que, por más que se diga, no puede (no debe) estar grabado en nuestro ADN; digo todo esto porque tanto los de un extremo como los del otro (haciendo hincapié en que empleo el plural inclusivo) han hecho mucho daño a causas justas que no se pueden abandonar (ojalá algún día haya quien pueda hablar de ellas en pasado porque hayan perdido su razón de ser al no tener algo que combatir), hasta el punto de que las abandonamos o desechamos porque, nunca mejor dicho, nos han hecho creer que son incorrectas y fue algo fácil de percibir en el por otro lado muy cordial y apasionante encuentro que mantuvimos en la sede de Casa del Libro en Gran Vía con Paloma Bravo a finales del pasado junio (gracias, como siempre, a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz), ya que eran mis compañeras las que, en general, no querían que la novela fuese calificada de “feminista”, uno les daba la razón en el sentido extremo y desvirtuado con que algunas han enarbolado una bandera que no merece tal nombre y otros, aprovechando la coyuntura, han establecido una dicotomía que no es tal (y que un montón de ellos y ellas -conviene separar para que cada palo aguante su vela- repiten como un mantra), haciéndose pasar por demócratas e igualitarios, por centrados y centristas, nada más artero y falaz que comparar/equiparar machismo con feminismo (“yo no soy ni una cosa ni la otra” -entonces, con perdón, serás una ameba-), pero precisamente obras como esta pueden coadyuvar a despejar dudas (más o menos interesadas), a establecer diálogo, a abatir muros, a reivindicar el feminismo como lo que es y a (esa es otra) recordar que los hombres también podemos (debemos) serlo, en ese sentido (y en alguno más), para un servidor resulta todo un placer poder decir a boca llena que Las incorrectas es un libro neta, plena, deliciosa y jocosamente feminista.

   La escritura de Paloma Bravo es un soplo de aire revitalizante (nos hace mirarnos en el espejo, rebuscar en nuestro interior, sin que se note y los resultados son gozosos) que en algunos momentos se transforma en huracán que posee la virtud de arrasar sólo con lo negativo, narra con pasmoso realismo el modo en que consentimos que nos encierren bajo arquetipos, comportándonos como marionetas, haciendo y diciendo lo que (se supone) se espera de nosotros, sus personajes están tan brillante y maravillosamente vivos que desmontan clichés sin caer en ninguno o, en todo caso, dejando a la vista el que en demasiadas ocasiones hemos sido/somos cada uno de nosotros, presos de estas aguas pantanosas en que hemos transformado las relaciones entre hombres y mujeres. Hay excepciones, por supuesto, seguro que cada uno pondremos nombre y apellido a gentes de ese tipo, pero la gran mayoría de los personajes (masculinos y femeninos) que importan en la novela no pueden ser reducidos a la tantas veces irreal calificación de “buenos” o “malos”, son imperfectos (como cualquiera), se confunden, se engañan, se ciegan, desfasan, se quedan cortos, aprenden juntos (o en solitario), vuelven a equivocarse, así ha querido (y ha logrado) que sean su creadora, especialmente, para eso lo son, las cuatro protagonistas: “Hay muchas cosas de ellas que me gustan: Eva en sí misma, la integridad de Cristina, especialmente su lucha por ser íntegra, me enternece cómo Candela intenta llegar y no llega y lo que más me gusta de Inma es que quiere seguir viviendo a pesar del dolor. Me encanta que las mujeres se pidan ayuda, que reconozcan sus vulnerabilidades, algo que es en realidad un símbolo de fortaleza, y no les importa reconocerlo. La perfección, creérselo, parte de la soberbia y la autosuficiencia: mis mujeres son imperfectas, lo saben y no pasa nada”. Y puesto que dice que una de ellas, Eva, le gusta en sí misma (podríamos añadir en su complejidad/completitud), dejemos que nos cuente por qué: “La que más me gusta es Eva, es la que empieza la novela, es la más distinta al resto, es luz, reconoce que se ha equivocado desde el principio, asume que ha cometido un error; si tuviera que escoger ser una de las protagonistas, sin duda me decantaría por ella. Puede ser una simplificación excesiva lo del error, puesto que no estaba contenta con lo que tenía, pero tampoco lo está con el cambio y como es una tía muy honesta consigo misma intenta ser justa, no elegir el mal menor ni hacer daño dos veces”.

   Aunque centrada en cuatro mujeres, la novela es muy coral, al ir abriéndose de esa manera y dar cabida a más personajes (los hijos, los maridos, los padres) consigue su objetivo de no excluir a nadie, de no aceptar imposiciones sociales, de ensanchar mentes, corazones, vidas, de (esto es cosecha propia) recordar aquello que se decía en La bola de cristal, “solo no puedes, con amigos sí”, lo que es extensible (ya me conocen, yo vuelvo a lo mío) a las relaciones (de cualquier tipo, desterremos el primero el esquematismo sexual, como si fuese el único factible) entre hombres y mujeres, no se trata de que, como tantas veces se afirma, estemos condenados a coexistir, qué modo tan lastimoso y negativo de verlo, sino de que debemos compartir, convivir, repartir, estar y ser: “La amistad, como el amor, hay que demostrarla haciendo, no diciendo, que ahora con las redes o el WhatsApp es muy fácil enviar una frasecita y darlo todo por hecho”. Esa amistad querida, buscada (o encontrada) y trabajada, vivida y sentida es la que Paloma quiso se estableciera entre sus cuatro protagonistas desde el principio: “Quería hablar de esas amigas que haces cuando ya eres quien eres, cuando has tomado un montón de decisiones, te han pasado un montón de cosas y has metido la pata un montón de veces; porque todo eso te ha cambiado y los amigos de siempre te miran raro, eso no debería ser así pero pasa, y mientras te vas encontrando con otras mujeres a quienes les gusta lo que la vida ha hecho contigo y tú has hecho con la vida. No es que te acepten, porque eso suena a que haya que bajar el listón, sino que te quieren. Quería que el lugar en que se encontrasen no fuese el típico y no definiese sus comportamientos y relaciones a priori como sucede en el lugar de trabajo, el colegio de los niños u otro similar”. Así nació el club de fútbol del que los hijos de estas cuatro mujeres (la de Eva es una chica, Manu, el eterno duelo más virulento que nunca) forman parte, en los entrenamientos coinciden, se ven, se analizan, se evitan, se topan, se comunican, todo un hallazgo que permite a Paloma páginas hilarantes y también emocionantes (es asombroso cómo consigue mezclar y expresar tonos muy diferentes sin perder jamás el equilibrio entre unos y otros), al igual que lo hace durante toda la novela, dando muy medidos golpes de timón que sorprenden al lector porque nunca toma el camino trillado o aparentemente lógico (por previsible). Conviene destacar los diálogos, auténticos, poderosos, definitorios, hilvanados, mezclados y desarrollados con enorme frescura, demostrando un oído privilegiado, no puedo evitar preguntarle si en algún momento pensó llegar al extremo de El Jarama, sobre todo por lo poco que la voz narradora en tercera persona condiciona al lector o le marca la senda a seguir: “Siempre quise que los personajes se contaran a sí mismos, tenían que hacerse amigas ellas y no a través del narrador, pero creo que es necesario, nunca pensé prescindir de esa voz”.

   No se me ocurre mejor momento para prescindir de la mía que este, creo que si escojo mi personaje favorito, si digo qué momentos me emocionaron especialmente, si detallo algunas escenas o reproduzco frases puedo, aun sin quererlo, condicionar la lectura que ustedes deben hacer sin interferencias, contradiciendo a Cristina aquí, recriminando a Candela allá, comprendiendo a Inma cuando hace esto, apoyando a Eva cuando hace lo otro, lo que les nazca, lo que consideren, lo que les parezca, Paloma Bravo ha escrito una novela vitalista, honesta, de y para hombres y mujeres, novela que, al revés que la mayoría, cierran las citas, tres de Emily Dickinson y una de Lord Byron: “Mientras escribía no reflexioné en ello, pero al terminar me di cuenta de que la novela tiene una energía positiva y, para que esa sensación no se olvidase, no se perdiese, pensé que debía dar unas frases de esas de colgar en la nevera, frases que, además, descubrí después, con el libro ya entregado. Sin ir más lejos, Inma es la frase de Lord Byron [“Antes de ser luz, tienes que arder”], aunque se puede aplicar al conjunto: a veces tenemos que asumir decisiones que no hemos tomado, cosas que te arrasan y sin embargo no tienes nada que ver con ellas; en ese punto, puedes quedarte en el victimismo o decidir que eso te haga crecer”. Sin duda, es lo que Paloma consigue con los lectores: no sólo hacernos crecer, sino que sigamos queriendo hacerlo junto a los demás.