lunes, 28 de noviembre de 2016

NO MOLESTEN A LOS FANTASMAS (HABERLOS, HAYLOS)



  



 Las librerías de lance eran (y lo siguen siendo) un paraíso para aquel adolescente que leía desde que tenía uso de razón (el tío Miguel me enseñó las letras en las matrículas de los coches que estaban aparcados en el camino que recorríamos hasta la Dehesa de la Villa), sumergirse en aquellos anaqueles a punto de estallar porque los volúmenes estaban apiñados y metidos con calzador, rebuscar entre los que se amontonaban en las mesas, dejarse sorprender por lo que aparecía en la mano casi por arte de magia, encontrar lo que uno pensaba era inencontrable, rastrear hasta dar con un tesoro largamente anhelado, dejarse atrapar, envolver, cautivar por ese olor a papel manoseado o viejo que parece el perfume más embriagador cuando te asalta sin remisión al abrir un libro, acariciar lomos y portadas, en definitiva, sentirte a tus anchas, hacer realidad el sueño de estar rodeado por libros sin temor a poder quedar sepultado, envidiando a Bastián que fue abducido por La historia interminable y se transformó en uno de sus personajes, recibir innumerables impulsos y despertar (aunque rara vez estuvo, está o estará dormido) el insaciable apetito de lector voraz e infatigable. Y en una de esas incursiones, hace ya mucho tiempo, antes de reconocer el nombre de un autor al que aún no había tenido ocasión de leer (el tiempo es siempre un bien escaso para el que podría vivir en su sillón favorito, bien pertrechado, acondicionado y aprovisionado, abandonándolo lo meramente imprescindible para el descanso y las necesidades ineludibles del cuerpo) y, sobre todo, identificar un título que me había sido recomendado en más de una ocasión, un volumen impuso su presencia anunciando en la portada que me encontraba ante “la mejor historia de fantasmas de toda la literatura universal” y el tiempo se detuvo unos instantes hasta descubrir que se refería a Otra vuelta de tuerca de Henry James, como ya digo alguien sobre quien había escuchado elogios encendidos de algunos de mis maestros en la aventura lectora, quienes habían mencionado en concreto la narración que servía como título a la recopilación de algunas de sus novelas cortas (o relatos largos, como se prefiera, en realidad una mezcla de seis piezas de variada extensión, hay una -Lo mejor de todo, traducido como el resto por Soledad Silió- que ocupa menos de veinte páginas mientras que otras -En la jaula y la que da nombre al conjunto- se desarrollan en unas cien) que se presentaba como manjar apetitoso y no tardó en ser abonada junto a las otras piezas hechas mías aquella tarde. Poco podía imaginar que lo que iba a descubrir entre sus páginas era mucho más de lo que esperaba porque Henry James practicó con maestría, esmero y profusión diferentes géneros, estilos y longitudes según lo que cada narración precisase, y a la sorpresa inicial de que Otra vuelta de tuerca no fuese una historia de fantasmas al uso (al menos no respondiese a aquello que uno, aún en pañales en el asunto, tenía como esquema clásico y recurrente) se fue sumando el hecho de que sus compañeras de volumen fuesen, como suele decirse, cada una de su padre y de su madre, en el sentido de que, más allá de ciertos rasgos estilísticos, de ciertas características comunes, de la firmeza en el trazo, de la hondura psicológica, de un pulso que reconocer como sello del autor, poco tenían que ver entre sí e incluso algunas no podían ser catalogadas de “historias de fantasmas” (aunque entre ellas se encontraba El banco de la desolación, una de las cumbres jamesianas), pero no me sentí estafado porque con lo que temblé gracias a Otra vuelta de tuerca me llegó para el resto, al margen de que James sabe provocar angustia, aprensión, malestar, incomodidad o terror de mil formas distintas y de manera sutil, imperceptible, te rodea de una atmósfera ominosa y opresiva antes de que puedas percatarte de ello, y cuando te das cuenta ya es tarde para abandonar la lectura (y el miedo se experimenta con sumo placer gracias a su deslumbrante prosa).
   Seguí picoteando aquí y allá en la producción del autor nacionalizado británico al final de su vida aunque nacido en Nueva York, pero el acicate definitivo para convertirme en uno de sus más rendidos admiradores lo recibí, como tantas cosas, cuando conocí a Pablo, apenas habíamos cruzado unas cuantas conversaciones (varias a través del ordenador) cuando, compartiendo desde el principio pasiones literarias, me dijo que le gustaba mucho escribir y que se conformaría con tener una sola obra, no le importaría no ser capaz de nada más, siempre que esta pudiese ser comparable a Retrato de una dama. Puesto que la adaptación de Jane Campion me había dejado bastante frío, la novela llevaba mucho tiempo en casa pero no había pasado de hojearla un tanto distraídamente en alguna ocasión, como los lazos afectivos se iban estrechando a gran velocidad, puesto que Pablo iba a venir a Madrid en breve, pensé que nada mejor que hacer coincidir su vista con mi lectura, auspiciado por los elogiosos, vibrantes y emocionados comentarios con los que Pablo me fue allanando el camino para que esa obra magistral que deja pequeño cualquier adjetivo por muy encomiástico que sea me obligase a pasar páginas casi en un estado delirante (y son unas cuantas, depende de la edición: Penguin Clásicos la publicó en 2015 en la misma colección que el volumen que en seguida desgranaremos y en esa oportunidad alcanzó más de 800), bebiendo el texto con ansia pero pudiendo deleitarme, perplejo ante la brillantez de un autor prolijo y detallista que, al mismo tiempo, sabe mantenerse en una ambigüedad e inconcreción que permite a los personajes mantenerse vivos, no caer en lo arquetípico, guardar alguna sorpresa, ser tan enigmáticos como, incluso sin pretenderlo, nos resultan los que nos rodean o podemos serlo nosotros para los demás, no siempre es fácil adivinar cómo actuaremos a continuación, resulta imposible tenerlo todo previsto, James es un maestro en despejar incógnitas aunque su hábitat casi natural es la tierra de nadie, lo que no puede explicarse, lo que sencillamente sucede, esas zonas de penumbra que nunca somos capaces de iluminar convenientemente, la rareza cotidiana de vivir y convivir, en realidad, la mayoría de sus historias podrían ser consideradas de terror, de una forma u otra, en un sentido muy amplio, una de sus máximas virtudes (y abunda en ellas) es la de mezclar lo real con lo sobrenatural hasta conformar un conjunto indisoluble, algo fácilmente perceptible si estamos mínimamente atentos y no nos encastillamos tras el racionalismo más atroz y reduccionista, no hace falta tener una imaginación desbocada (de hecho, no es buena consejera en estos asuntos) para percatarse de los variados sucesos que protagonizamos o de los que somos testigos y que después somos incapaces de narrar, concretar, explicar(nos), comprender, desentrañar los porqués o el cómo.
   Todos estos aspectos y otros muchos quedan perfectamente desarrollados (y disfrutados) en el gozoso volumen que, con el título genérico de Fantasmas, Penguin Clásicos editó a principios de 2016, siguiendo la recopilación que Leon Edel, una de las máximas autoridades (si no la máxima) en Henry James, llevó a cabo en 1948 de los dieciocho relatos del autor que se han considerado de temática fantástica, aunque se ha optado por incluir el prólogo y los prefacios a cada narración (reveladores y apasionantes, pero, como el propio Edel indica, es conveniente dejarlos para el final, leerlos como complemento y, así, evitar revelaciones que estropeen las inevitables y deseadas sorpresas de una primera lectura) que el editor y estudioso reelaboró y añadió para la edición definitiva de 1971, titulada Stories of the Supernatural para incidir en los aspectos psicológicos y dar cuenta del interés de James por las ciencias ocultas. Fantasmas sólo ofrece doce relatos, puesto que Otra vuelta de tuerca ha tenido su propio volumen en la colección, al igual que los cinco restantes aparecieron en la antología titulada Relatos, llevada a cabo por Luis Magrinyà y también aparecida en el mismo sello, pero eso no supone ninguna merma ni se resiente la calidad del conjunto, en parte porque a Henry James siempre se le está descubriendo, siempre resulta nuevo, porque cualquiera de sus páginas merece un lugar de honor, porque ya en sus cuentos más tempranos se percibe el talento aunque sea incipiente, aunque se pliegue a ciertas convenciones, aunque aún titubee y esté probando, la ordenación cronológica de Fantasmas permite comprobar su evolución, cómo fue dejando atrás rémoras o vicios de principiante, cómo fue desplegando su incontenible arte, cómo fue llenando su pluma de intenciones, de puntos suspensivos, de matices, cómo fue engrandeciendo su prosa, cómo regresó a temas que le preocupaban, cómo trabajó incansablemente, cómo cuidaba, meditaba y no descuidaba ningún detalle, cómo, sin artificios ni alardes de virtuosismo, sin obviedades ni simplezas, fue descorriendo velos o, cuando le convino como recurso dramático, añadiendo los propios a las peripecias vitales de sus personajes. El volumen se completa con ¿Hay vida después de la muerte?, un ensayo aparecido en Harper´s Bazaar en 1910, quizás excesivamente teórico, pero que demuestra el concienzudo trabajo de investigación y documentación que Henry James llevaba a cabo antes de escribir, combinando intereses particulares con el deseo de responder algunos interrogantes que, quien más quien menos, todos nos hemos planteado en alguna ocasión, motivo por el que sus historias siguen cautivando y han trascendido cualquier género en que puedan ser englobadas, razón por la que sus escritos son más pertinentes y actuales que muchos de nuestros contemporáneos, no hay más que abrir Fantasmas por dónde se quiera, incluso al azar (me permito recomendar por encima de los demás, El alquiler del fantasma -con traducción de Carlos Pujol y Vicente Riera-, Nona Vincent -con traducción de Luis Magrinyà- y La vida privada -con traducción de María Luisa Balseiro-), para confirmar (o descubrir) que la prosa de Henry James está en plena forma, lista para ser vivida (y sentida)… incluso más allá de la propia vida (y como el propio autor dijo, si alguien opta por no creer en los fantasmas porque así se siente más seguro, que al menos no los moleste… por lo que pudiera pasar).

viernes, 11 de noviembre de 2016

DE HOMENAJES Y OTROS DESASTRES



  

 Suele decirse mucho aquello de “que Dios te libre del día de las alabanzas”, porque bien se ha demostrado que, en cuanto se hace público el fallecimiento de alguien a quien en vida negamos el pan y la sal o, sencillamente, ignoramos (y no nos referimos sólo a prestar más o menos atención, sino a no saber nada sobre su obra y méritos, a, directamente, desconocer su existencia), empiezan a proliferar como las setas después de unas buenas lluvias (sobre todo ahora gracias a las redes sociales) panegíricos, lamentos, obituarios, evocaciones, recordatorios que en demasiadas ocasiones son fruto del copiar y pegar o del compartir que tanto abunda por aquí, ese querer formar parte de lo que se percibe como mayoría, ese no quedarse fuera del sentir general (o de lo que es así llamado) aunque ni se lea lo que se retuitea (y eso que el tope son 140 caracteres, no digamos nada si se trata de artículos, reportajes, textos más largos o vídeos que superen el minuto y medio de duración -seamos generosos con el tiempo que alguien está dispuesto a dedicar a algo antes de seguir navegando, saltando de aquí a allá, pegando más brincos virtuales que una ficha de parchís que se va merendando las del equipo contrario-), hay mucho papanatismo en ciertas glosas que, según de dónde o quién vengan, sólo sirven para confundir al receptor (sin ir más lejos, hoy mismo, al despedir a Leonard Cohen hay muchos que hace apenas un mes recriminaban a la Academia Sueca la concesión del Nobel de Literatura a Bob Dylan y ahora, tal vez también lo hicieron en su día, la contradicción es la misma, se deshacen en elogios hacia el jurado que concedió al autor de Suzanne el Príncipe de Asturias de las Letras en 2011 -entonces se llamaba así, ¡con lo fácil que hubiese sido, puesto que es lo que es, denominar al galardón con la palabra Principado y, así, no hubiese practicado, una vez más, ese machismo ancestral, consentido, refrendado, latente y palpable!-, te topas con gente que en infinidad de ocasiones han hecho mofa del modo de susurrar canturreando de Cohen o le han considerado un antídoto infalible contra el insomnio -un servidor, sin ir más lejos, no lo oculto, por eso guardé silencio en mi muro de Facebook, no me alegra su muerte, desde luego, pero tampoco la siento como una pérdida en lo que a mi particular mitología de gentes a las que adorar se refiere-, pero ahí están colgando vídeos del artista o la traducción de alguna de sus canciones y hablando de su maestría y utilizando calificativos de los que se ha burlado mil veces cuando eran otros los que los empleaban para cantar, nunca mejor dicho, las excelencias que ellos encontraban en aquel que musicó esplendorosamente, a cada uno lo que es de cada uno, el Pequeño vals vienés de Lorca -me refiero a conversaciones privadas, a charlas distendidas en las que no se utilizan caretas ni imposturas (o eso queremos creer cuando entramos en el terreno más íntimo), aunque he sorprendido a uno que expresó su descontento en público y ahora parece el admirador más desolado del mundo-). Pero, por otro lado (o siguiendo en el mismo en realidad), en España solemos ser muy ingratos, muy cicateros, muy poco o nada pródigos en homenajes, reediciones, reposiciones, celebraciones, estudios, relecturas (tampoco es que destaquemos demasiado en lecturas, ¡como para repetir! ¡Qué ingenuo es uno!), reivindicaciones, recuperaciones, en la salvaguarda de nuestro legado cultural, ahí está la diferencia entre lo sucedido durante este 2016 en torno al IV Centenario de la muerte de Cervantes y al de Shakespeare, aunque a los ingleses, a los británicos en general, no les hace falta esperar a una fecha señalada para festejar a sus autores, no se ven obligados, como en estos lares, a lanzar fuegos de artificio que no dejan huella, a preparar un tanto a la carrera, cuando se hace, solemnidades huecas que estallan como las burbujas del champán con que en estas ocasiones (y en tantas otras) brindan las autoridades de cara a la galería, organizando y utilizando el acto para su mera promoción personal. Aquí todos los esfuerzos se van en localizar unos huesos, más, de nuevo, como posible medalla que alguien pueda colgarse que como acto de justicia, de honra necesaria, de estímulo y auténtico logro para que un escritor universal forme parte (como sí sucede con el Bardo en su tierra natal) del sentir popular, de aquello que se hereda y siente como propio, que se vive cotidianamente, que no hay que esforzarse para conocer y amar (aunque ellos no bajan la guardia, por eso consiguen esa implantación gozosa, no hay dolor ni sangre, es el público quien lo demanda, son los niños los que aprenden fragmentos o participan en montajes amateurs sin vivirlos como una obligación sino como una diversión), aquí se pierde el tiempo en discusiones que descienden a lo más bajo (e incluso rastrero), que olvidan el motivo principal de las mismas (y la altura intelectual, las posibles aportaciones, la devoción que a veces es tan sólo supuesta por Cervantes) para saldar cuentas pendientes y poder exhibir el título de “máxima autoridad” con que sentirse por encima del resto, pero de hacer pedagogía, de enseñar, de infundir y difundir, de aquello que consiguió con enorme naturalidad y proporcionando disfrute y deleite una serie de animación (que uno no dejará de añorar y reivindicar), consiguiendo que, con apenas 10 años, más de uno intentase (y concluyese) la maravillosa aventura de adentrarse en las páginas de ese libro al que siempre nos referimos como El Quijote.
   Así, por ejemplo, el pasado 29 de septiembre se cumplían cien años del nacimiento de Antonio Buero Vallejo, un nombre imprescindible para hablar, entender y amar el teatro español del siglo XX, pero no había en cartel ninguna de sus obras, algún acto aquí (sin la dimensión ni la proliferación que hubieran sido deseadas) y una exposición allá (un tanto raquítica y mal promocionada) ha sido todo a lo que ha podido recurrir el espectador que anhela mantener la memoria viva y activa (y a la página web de RTVE donde, con cierto descuido -característica general, por desgracia, del modo en que se trata ese magnífico archivo de lo que en su día fueron emisiones que inyectaban el dulce veneno del teatro-, pueden encontrarse algunas páginas doradas de los espacios dramáticos que TVE emitía en horario de máxima audiencia -sí, era la única, sí, siempre ha sido un juguete a mayor gloria de quien detentase el poder, sí, se ha utilizado sin recato como difusora de propaganda, ¡pero hay que ver cuánto le debemos en lo que bagaje cultural se refiere!-, muchas de las cuales se deben a escritos originales del dramaturgo guadalajareño). Algunos han escurrido el bulto alegando la poca o nula predisposición y colaboración de los herederos de Buero, aquiescencia que no es imprescindible en según qué asuntos, por un lado, aunque esto colisiona frontalmente con lo que su viuda, la actriz Victoria Rodríguez, declaraba recientemente en una entrevista concedida a ABC cuando Juan Ignacio García Garzón se extrañaba de que ningún teatro público hubiese programado este año alguna obra del autor: “Claro, parece que para eso no hay dinero. Y además, le voy a contar más cosas, ha habido un director que quería montar Las cartas boca abajo y yo hice gestiones para que en Castilla-La Mancha le programaran en algún teatro. Pero no ha sido posible, y si usted ve las cosas que hay allí anunciadas se le caen los palos del sombrajo. Supongo que es consecuencia del chanchulleo político que hay, no quiero pensar que sea por no hacer un Buero”. El caso es que, más allá de que se le siga estudiando en institutos y universidades (aunque ignoro con qué intensidad y detenimiento, al menos cuando cursé COU, entre 1987 y 1988, Historia de una escalera era uno de los textos obligatorios en la asignatura de Literatura, de hecho fue una de las preguntas que hubo que responder en el examen de Selectividad), Buero Vallejo siempre queda un tanto arrinconado, hay quien no le perdona su aparente connivencia con el franquismo, se le reprocha que optase por seguir escribiendo pese a la censura, se pasa por alto su condición de represaliado (lo importante es lo que escribió, pero ya que algunos sacan a relucir lo meramente político para considerar dignos de recuerdo a unos, que no siempre merecen la atención que se les presta, convendría entonces conocer también la peripecia vital de alguien que, por ejemplo, estuvo afiliado al Partido Comunista y trabajó por su reorganización tras la Guerra Civil, compartió presidio con Miguel Hernández, estuvo condenado a muerte, fue prohibido por esa censura contra la que hay quien llega a afirmar no luchó, la esquivó con argucias literarias, con sutilezas, alegorías y simbolismos que conforman un espléndido corpus dramático que todavía apabulla y conmueve), se ignora qué y cómo cuentan injusticias, miserias, tragedias, enfrentamientos contra el opresor, cómo se persigue, aboga, defiende y clama por la libertad en creaciones como la ya citada Historia de una escalera (estrenada de tapadillo y para cumplir con las bases del Premio Lope de Vega, que sorprendentemente obtuvo, puede que el jurado se quedase en lo superficial, como tantas veces la censura que sólo prohibía lo obvio, lo que no se andaba con tapujos ni recurría a subterfugios -aunque les colaron golazos de antología-, o aquellos que debían controlar el fallo no supieron hacer su trabajo represor, un éxito clamoroso e inmediato que no se pudo evitar/ocultar), se desconocen La fundación, Un soñador para el pueblo, El tragaluz, El concierto de San Ovidio u Hoy es fiesta, impactos en plena línea de flotación del franquismo aunque algunas puedan parecer ingenuas, conformistas, nada combativas.
   Sí lo fue, y mucho, otro nombre a recuperar, Alfonso Sastre, de hecho se enfrentó a Buero, el llamado y reconocido posibilista, su opuesto porque Sastre abogaba y denunciaba la imposibilidad de escribir bajo el yugo de la censura, presentando a pesar de todo (o precisamente por ello) un teatro claramente comprometido, vigoroso, potente, todo un escupitajo en el rostro del Régimen que, en cuanto fue consciente de la fuga que suponía Escuadra hacia la muerte en su férreo muro de contención, se aplicó con la furia represora habitual y prohibió las representaciones de esa función en el María Guerrero en 1953 (dirigida por Pérez Puig e interpretada por, entre otros, Adolfo Marsillach y Juanjo Menéndez), sólo tres días después del estreno, no regresando a las tablas comerciales, al teatro público o privado (sin embargo, era el texto que más elegían estudiantes como trabajo de fin de curso o carrera, así como muchas compañías amateur), hasta hace poco más de un mes en que, en un acto de pura justicia, se reestrenó con todos los honores en el mismo lugar en que fue apeada de escena, es decir, el María Guerrero, actualmente una de las sedes del Centro Dramático Nacional. Es una lástima que Paco Azorín haya pensado que el texto debía retocarse, manipularse, variarse, reforzarse (como si lo necesitase) con las palabras de Bertolt Brecht (por mucho que entronque con Sastre, cada uno es cada uno y merece su espacio y nuestra atención sin interferencias ni remezclas, en todo caso, que se anuncie que el texto es un refrito, una adaptación, una versión, una inspiración, que no se utilice el nombre de nadie en vano o dando, en parte, gato por liebre), recargarse con proyecciones, sonidos, no dejarlo expresarse por sí mismo, ahogándolo en una escenografía que termina por jugar en contra del montaje al fagocitar lo fundamental, es decir, la palabra, aquella que se prohibió, reprimió, silenció, la que es magnífico se pueda conocer, representar, difundir y, de nuevo, sin tener que incidir en lo político para que alguien lo lleve a cabo, claro que hay mucho de ello en cada palabra, en cada personaje, pero lo que queda es el conjunto, la calidad de un autor más allá de posicionamientos, ideologías y filiaciones, una época a seguir estudiando que no precisa de actualizaciones, retoques, atribuciones, estrambotes, reinterpretaciones, al menos hasta que la conozcamos suficientemente, y si algo se queda antiguo, porque así sucede, si lo que en su día fue rompedor, novedoso, bien recibido (o prohibido) pierde validez, fuerza, pertinencia -ojalá así fuese en parte, ojalá se pudiese hablar en pasado de ciertas catástrofes, de ciertos dramas, de muchos desastres, aunque el triunfo de Trump, por no referirnos a lo que tenemos más cerca, hace pensar que aún se necesitan autores como Sastre o Buero que, con un tono u otro, den esperanzas o aporten desolación (cuando no las dos cosas alternativamente), den voz a los que sufren, a los que no se escucha, saquen a la luz los desmanes, los crímenes, los abusos-, si algo queda como testimonio de otro momento, así debe ser, es decir, no negar la Historia, no cambiar las palabras de nadie. De todos modos, a pesar de la estridencia del montaje, de ese ruido que, dando al término el sentido que tiene en el mundo de la comunicación, ensucia el mensaje, obstruye el discurso, a pesar de ese clamoroso error de casting que es Julián Villagrán, a pesar de que se ha reducido a Sastre y menguado su voz tronante, si Escuadra hacia la muerte les pilla a mano puede ser un buen primer paso para entrar en el universo de un autor que debe seguir representándose, igual que Buero Vallejo y tantos otros.   

viernes, 4 de noviembre de 2016

VERÁN QUE TENGO MI ALMA EN LA HABANA







  No recuerdo si fue a raíz de un comentario escrito por él mismo o porque participaba en la conversación provocada por una noticia compartida por uno de sus contactos(me suena más lo segundo), el caso es que, atendiendo como tantas veces a la siempre interesante y estimulante participación del admirado Toni Hill en Facebook, me encontré con que se hablaba entre escritores, gentes del mundo editorial y algún que otro intruso como un servidor (aunque el debate versaba sobre cifras de ventas, recepción de títulos y autores, es decir, los lectores éramos el punto de partida y llegada) sobre novela negra, sobre la sobreabundancia de publicaciones que usaban el género como reclamo (en ocasiones, demasiadas, sin que las novelas en cuestión tengan nada que ver con el asunto, ni siquiera remotamente por mucho que haya un cadáver -o varios-), sobre el abuso de la etiqueta, sobre las promociones orquestadas en torno a lo que, sin ningún tipo de reparo, hay que denunciar como estafa (porque eso es anunciar una cosa y venderla como tal para que el contenido del libro esconda otra muy distinta -y lo mismo valdría para aquellos que firman una novela y después se demuestra que la ha escrito otro, increíble que alguien así tenga un programa con altos índices de audiencia, una revista mensual, sea considerada por alguien como referente y tenga la confianza de no sé cuántos millones de espectadores, al menos los iletrados de la misma cadena reconocen que sus memorias, reflexiones, recetas y demás ambiciones sólo están dictadas, insinuadas, explicadas a alguien que conoce y practica el oficio o al menos se le supone-), la charla virtual se había centrado en las progresivamente menguantes ventas de lo negro, hablando en términos muy generales, y de cómo algunos autores considerados fundamentales no superaban determinado nicho por mucho que se hablase de ellos en términos superlativos. Eran varios los comentarios que señalaban un asunto que, de una forma u otra, es recurrente en este blog, fundamentalmente porque los fieles conocen de sobra mi pasión por el género, por lo detectivesco, por lo policial (y hoy más que nunca me encanta usar esta palabra, en seguida verán por qué): ante la constante aparición de títulos, ante la publicación compulsiva de volúmenes que se anuncian como el último grito, la nueva tendencia, la reescritura más original, la reelaboración definitiva, la enésima vuelta de tuerca, la reinvención anhelada (eso por no hablar de los supuestos herederos de los autores canónicos, las nuevas reinas del crimen y demás imitadores), el lector se siente sobrepasado, asfixiado, no puede estar al día por mucho que lo procure, termina por confundir a unos con otros (algo muy fácil puesto que hay demasiados que escriben con planilla, no tienen alma, no aportan, no se recuerda nada de lo leído al cabo de no demasiado tiempo -incluso, llegado el caso, se duda haberlo hecho-), se hastía porque, por mucho que entusiasme algo, un lector empedernido mezcla épocas, géneros, estilos, no sólo de novela negra vive un ratón de biblioteca como el que suscribe. Precisamente por todo esto, se vive una epifanía, un entusiasmo inagotable, un placer infinito, una celebración de la literatura cuando uno se topa con un autor que, por un lado, desmiente (como Hammett, como Chandler, como P. D. James, como Giménez Bartlett, como Vázquez Montalbán, como González Ledesma, como tantos) esa falsedad que cierta facción crítica e incluso algunos editores han difundido y siguen haciéndolo relativa al hecho de que este género no necesita buenos escritores, basta con que sean efectivos, hay quien osa afirmar que los lectores de algo tan ínfimo rechazan “la literatura”, y, por otro, no reniega del género ni lo malea o pervierte, no se aprovecha de su difusión para dar gato por liebre, lo asume, le imprime un color particular, se muestra cuidadosamente ortodoxo en lo formal para permitirse todo tipo de heterodoxias en el desarrollo, en la escritura, en la voz narrativa, siempre con el máximo respeto y sin perder de vista que, con sus particularidades, esas que le han ganado menciones, distinciones, galardones, lectores (sin olvidar que su producción literaria se desarrolla en diferentes ámbitos y estilos), lo que pretende (y consigue) es escribir una novela policial, como repite una y cien veces Leonardo Padura, el magnífico escritor cubano con quien un servidor tuvo el honor de conversar en Madrid a finales del pasado septiembre cuando vino a presentar junto a Félix Viscarret y Jorge Perugorría la adaptación televisiva de las cuatro primeras novelas protagonizadas por Mario Conde, su ya imprescindible y antológica aportación al género negro.
   Esta tetralogía conocida como Cuatro estaciones podrá verse en 2017 en TVE, pero como adelanto se estrenó en salas cinematográficas el segundo capítulo, Vientos de La Habana inspirado en Vientos de Cuaresma, y no repetiremos lo que ya escribimos en Celuloide en vena para no abusar de la paciencia de esas personas amables que continúan visitando ambos blogs, aunque tampoco hace falta haberlo leído para continuar ahora con la lectura (si es que han tenido el valor de llegar hasta este renglón). Puesto que las novelas conforman un ciclo cerrado (aunque pueden leerse desordenadas y no hace falta leer las cuatro si no desea), se optó por rodar las cuatro películas consecutivamente, porque así se concibieron como filmes independientes (igual que su precedente literario) aunque mantengan el espíritu seriado que Padura fue incorporando a las historias según las iba escribiendo, ya que en un principio no pensó que Mario Conde fuera a protagonizar más de un título: “En Pasado perfecto [el primer título que publicó] necesitaba un personaje que fuera el investigador y tenía que ser policía para que fuese verosímil en la Cuba de 1989. Con el tiempo me cargué la verosimilitud, le puse a comprar y vender libros viejos, si bien ahora no hace investigaciones como policía y por eso mantiene el contacto con los que fueron sus colegas, por a veces necesita recursos que no tiene como civil. Lo cierto es que Conde nació como personaje utilitario, hasta que pensé en escribir el cuarteto y lo que era un esqueleto se fue cubriendo de carne. Es que ocurrió algo muy bonito: resulta que Pasado perfecto iba a ganar un premio en Cuba pero se le dijo al jurado que no podía hacerlo y, por lo tanto, tuve que publicarla en México, pero como todo el mundo que pudo leerla en Cuba me dijo que le gustaba mucho el personaje decidí darle más vida”. Y es que Mario Conde es la voz de una generación, una conciencia llena de contradicciones, de prejuicios (y no quiere perderlos, en parte al menos, le son útiles para afrontar y enfrentar las investigaciones en que se ve envuelto), una voz muy crítica consigo mismo y con la sociedad cubana, en esos aspectos es donde Padura es, al mismo tiempo, muy ortodoxo, fiel a un tipo de novela que nació en plena Gran Depresión, como un grito, como una denuncia, como testimonio descarnado, componente social imprescindible para que el género sea lo que es, pero imprimiendo esa “cubanidad” que le hace único: “Con estas novelas policiacas me he propuesto algo que en realidad entronca con el resto de mi obra, porque aparece en mi periodismo, en mis ensayos, en mis guiones, quiero hacer una crónica posible y verosímil de la vida cubana contemporánea. Y hay quien dice que lo policial no sirve para eso, cuando es la forma literaria más generosa que te puedas imaginar, y sus recursos me sirven a la perfección para desarrollar un proyecto de novela social. Es por eso que siempre hablo de mi afinidad con Vázquez Montalbán: Manolo hizo lo mismo y ahí está el retrato de esa Barcelona, de la transición, de una época, ojalá en un futuro ocurriera con mis novelas como con las de él, porque se está viendo en el presente lo que él ya predijo, véase, por ejemplo, Asesinato en el Comité Central y la crisis del PSOE”.
   “(…)Me gusta descubrir esos altos impredecibles de La Habana -segundas y hasta terceras plantas, frontones de un barroquismo trasnochado y sin retorcimientos espirituales, nombres de propietarios olvidados, fechas de cemento y lucetas de vidrios incompletas por las piedras y las pelotas y los años-, donde siempre pensé que había aire hasta el cielo. A esa altura, superior a la escala humana, está el alma más limpia de la ciudad, que abajo se contamina de historias sórdidas y lacerantes. Desde hace dos siglos La Habana es una ciudad viva, que impone sus propias leyes y escoge sus peculiares afeites para marcar su singularidad vital. ¿Por qué me tocó esta ciudad, precisamente esta ciudad desproporcionada y orgullosa? Intento entender este destino insoslayable, no escogido, tratando a la vez de entender a la ciudad, pero La Habana se me escapa y siempre me sorprende con sus rincones perdidos en blanco y negro y mi comprensión queda roída como el viejo escudo de unos hidalgos de riqueza de mango, piña y azúcar. Al final de tantas entregas y rechazos mi relación con la ciudad se ha marcado por los claroscuros que le van pintando mis ojos y la muchacha bonita se convierte en una jinetera triste, el hombre airado en un posible asesino, el joven petulante en un drogadicto incurable, el viejo de la esquina en un ladrón acogido al retiro. Todo se ennegrece con el tiempo, como la ciudad por la que camino, entre soportales sucios, basureros petrificados, paredes descascaradas hasta el hueso, alcantarillas desbordadas como ríos nacidos en los mismísimos infiernos y balcones desvalidos, sostenidos por muletas. Al final nos parecemos la ciudad que me escogió y yo, el escogido: nos morimos un poco, todos los días, de una muerte prematura y larga hecha de pequeñas heridas, dolores que crecen, tumores que avanzan… Y aunque me quiera rebelar, esta ciudad me tiene agarrado por el cuello y me domina, con sus últimos misterios. Por eso sé que es pasajera, mortal, la ruinosa belleza de un escudo de hidalgos y la paz aparente de una ciudad que por ahora veo con los ojos del amor y se atreve a descubrirme esas alegrías inesperadas de su fastuosa prosapia. Me gustaría ver con tus ojos la ciudad, me dijo ella cuando le hablé de mi último hallazgo, y pienso que sí, que sería hermoso y lúgubre -escuálido y conmovedor, tal vez- mostrarle mi ciudad, pero ya sé que es imposible, pues ella nunca podrá calzar mis anteojos, está desbordada de felicidad, y la ciudad no se le va a revelar. Decía Miller que París es como una puta, pero La Habana es más puta todavía: sólo se ofrece a los que le pagan con angustia y dolor, y ni aun así se da toda, ni aun así entrega la última intimidad de sus entrañas.” Es uno de los muchos fragmentos (perteneciente en este caso a Vientos de Cuaresma) que podrían escogerse para comprender cómo La Habana es mucho más que un escenario en los textos de Padura, una ciudad sublimada, sentida, vivida, pateada, adorada, pero también viviseccionada, expurgada, condenada, examinada con lupa de muchos aumentos, algo capital que, lógicamente, no podía quedar fuera de la pantalla: “Fue un trabajo muy intenso y por momentos agotador [escribieron los cuatro guiones como si fuese uno] porque la vida de Mario Conde se va desarrollando a lo largo de los cuatro libros, pero en cada uno hay un caso policial diferente que resolver y había que dosificar la primera para irla combinando con los segundos. El problema es que cuando trabajas una historia policiaca hay un elemento dramático que te condiciona: todas las causas deben tener efectos y cada uno de éstos debe estar precedido por una de aquellas, no puedes perder la lógica y debes mantener una fidelidad a la línea argumental. Además, queríamos que no se perdiera, porque es importante en las novelas y para sus lectores y esperamos lo sea para los espectadores porque lo hayamos logrado, el ambiente de La Habana, el contexto socio-cultural y político, el retrato generacional, y tratamos de preservar estos elementos y para no quedarnos sólo en lo policial”.
   No es la primera vez que Leonardo Padura ejerce como guionista, pero nunca antes había trabajado sobre un material previo, un material escrito por él que hay que cribar, adaptar, retocar e incluso suprimir en parte y acometió la tarea junto a Félix Viscarret y Lucía López Coll, su mujer: “Escribir los guiones no fue un trabajo cómodo y fluido, no voy a decir lo contrario: nos peleábamos muchísimo, más caballerescamente con Félix, con mi mujer de halarnos los pelos, ¡como  si soplasen los vientos de Cuaresma, jajaja!, es lo que hace la confianza. Fue fantástico, eso sí, poder combinar tres miradas diferentes: Lucía es muy lógica con los argumentos, me ayuda a no perderla en las novelas según le voy pasando las diferentes versiones, Félix tiene una visión plástica y, además, un conocimiento profundo del cine negro y yo estaba en la disyuntiva de cuánto sacrificar y cuánto salvar para representar la globalidad de la novela. Para mí, hablando como novelista, hay un desafío fundamental cuando escribes un guión y es que tienes un espacio limitado, el productor dice cuánto puede durar la película, tantas páginas a tal espacio suponen tantos minutos, algo que no me preocupa cuando estoy con una novela, precisamente ayer terminé un capítulo de la nueva que estoy preparando y resultó que lo que pensaba liquidar en no más de nueve páginas ha necesitado quince, porque la palabra va creando la atmósfera, necesitas que se mueva un árbol, que caiga una hoja, mil cosas que en un guión se reduce a “sopla el viento” o “Conde camina por la calle” y ahí terminó la historia, porque ya es cometido del director cómo lo filme y cómo lo concrete en pantalla”. Albert Finney fue un extraordinario Hércules Poirot a las órdenes de Lumet, añadiendo algo más de caricatura y parodia al personaje pero tomándolas de lo creado por Agatha Christie, Margaret Rutherford no tiene nada que ver con Miss Marple, ni en físico ni en modos, pero supone un constante regocijo la manera en que la hizo suya, Jorge Perugorría demuestra ser una elección perfecta (y eso que, con la excepción de Fresa y chocolate y, precisamente, Regreso a Ítaca, con guión de Padura, es un actor que suele fatigarme cuando no crisparme) para transformarse en un personaje que, con toda intención, jamás es descrito por el autor: “Si recuerdas las novelas, te acordarás de que describo muy bien a todos los personajes… ¡excepto a Conde! Siempre lo dejo para que el lector construya el personaje, no doy pelos y señales sobre su físico como sí hago con el resto. Pero en 1999 llegó a La Habana un director español con el propósito de adaptar Paisaje de otoño y ya traía a Perugorría como propuesta para encarnarlo. Desde ese momento, cualquier propuesta, idea o intentona de llevar a Mario Conde a la pantalla tenía a Jorge como intérprete y así empecé a imaginármelo, aunque debo confesar que hay un elemento que me atrevería a considerar neurótico, no sé qué otra palabra emplear, en la creación de los personajes: cuando escribo las novelas me imagino a mi Conde, un tanto nebuloso, el de siempre, pero si escribo los guiones necesito tener el actor y apoyarme en su rostro y en sus gestos para cuadrar mejor los diálogos y todo el conjunto. En lo literario mantengo ese espacio de libertad que no hay en el guión, puesto que es un trabajo más de servicio y la novela es el género de la libertad por definición”. Y con ese Conde difuminado e inconcreto empieza Leonardo Padura a imaginar la historia, necesariamente negra, algo que no olvida por mucho que la imaginación juegue malas pasadas: “Mi método de trabajo es muy heterodoxo: cuando empiezo a escribir sé que necesito un suceso violento en algún momento, a veces llega más pronto, a veces más tarde, pero queda claro que es una novela policiaca, lo que ocurre es que sigo adelante y llega un punto en que caigo en la cuenta de que no tengo un asesino, es entonces cuando paro, hago una relectura y decido quién será… ¡Es lo menos ortodoxo que te puedes echar a la cara! Pero es que lo que más me interesa es el retrato de una sociedad a través de la investigación de un crimen y, de alguna manera, termina siendo utilitaria en favor de mi objetivo principal”. Sí, es cierto, La Habana y sus habitantes son lo que cuentan, los que dan carnalidad y sustancia a la historia, de los que conocemos cómo respiran, cómo sueñan, cómo aceptan, cómo se refrenan, cómo aman, cómo cocinan, cómo viven, cómo malviven, cómo sobreviven, cómo vegetan, pero todo eso está perfectamente imbricado con lo puramente policiaco, las pistas, los porqués, las explicaciones, la coherencia de la resolución del crimen se sustenta en la precisa descripción de las gentes que habitan la ciudad que Leonardo Padura no quiere abandonar porque es su sangre, su realidad, su escenario vital y literario, porque es la tinta en la que sumerge su pluma para seguir conquistándonos con cada nueva entrega de su talento.
   P.D.: No me resisto a copiar otro fragmento, también de Vientos de Cuaresma, una nueva invitación a dejarse seducir por su prosa: “Había una vez, hace algún tiempo, un muchacho que quería ser escritor. Vivía tranquilo y feliz en una posesión no muy apacible, ni siquiera hermosa pero que desde niño aprendió a querer, no lejos de aquí, dedicado, como todo muchacho feliz, a jugar pelota por las calles, a cazar lagartijas y a ver cómo su abuelo, a quien quería mucho, preparaba gallos de pelea. Pero todos los días de su vida soñaba con ser escritor. Primero quiso ser como Dumas, el papá, el de verdad, y escribir algo tan fabuloso como El Conde de Montecristo, hasta que se peleó para siempre con el infame Dumas porque había escrito una continuación de aquel libro alentador, la tituló La mano del muerto, donde mata todo lo bello que creó en su primera historia: es una venganza muy mezquina contra toda la felicidad concedida a Mercedes y Edmundo Dantés. Pero el muchacho insistió y buscó otros ideales, que se fueron llamando Ernest Hemingway, Carson McCullers, Julio Cortázar o J.D. Salinger, que escribe esas historias tan escuálidas y conmovedoras, como la de Esmé o los tormentos de los hermanos Glass. Pero la historia de nuestro muchacho es como la biografía de todos los héroes románticos: la vida comenzó a ponerle pruebas que debía vencer, y no siempre las pruebas venían en forma de dragón, de Grial perdido o de identidades trastocadas, algunas vinieron vestidas con los lazos de la mentira, otras escondidas en la profundidad de un dolor incurable, otras como un jardín con senderos que se bifurcan y él se ve obligado a tomar el camino inesperado, que lo aleja de la belleza y la imaginación y lo lanza, con una pistola en la cintura, al mundo tenebroso de los malos, sólo de los malos, entre los que debe vivir creyendo que él es el bueno encargado de restablecer la paz. Pero el muchacho, que ya no es tan muchacho, sigue soñando que alguna vez saldrá de la trampa del destino y regresará al jardín original y recuperará el sendero soñado, pero mientras va dejando atrás afectos que se le mueren, amores que se le pudren, y días, muchos días, dedicados a caminar por las alcantarillas inmundas de la ciudad, igual que los héroes de Los misterios de París.”