Confieso que desde hace mucho quería titular un texto robando alguno de
los versos de una de las canciones que más me emocionan/apasionan: Somos de
Mario Clavell. Y aunque una de las versiones más famosas/poderosas es la de mi
idolatrado Raphael, tengo debilidad por la debida a Los Sabandeños, elegante,
arrulladora (a pesar del dolor que la letra destila) e hipnótica como lo es ya
en el pentagrama la melodía original (además, se da la circunstancia de que la
conocí gracias a un doble CD de boleros que la tía Carmen me regaló cuando aún
estaba en la universidad, un obsequio que ella escogió, que buscó para mí, que
conservo como un tesoro), versión que respeta la primera estrofa, la que tantos
suelen eliminar (cuando se lo reproché cariñosamente a Soledad Giménez durante
una entrevista, ella me dijo entre risas que lo había hecho porque no le
gustaba, le parecía que sobraba, percepciones de cada uno, oye). Y, sin
embargo, servidor se siente transportado por esas voces suaves, perfectamente
empastadas, creadoras de armonías con la facilidad que caracteriza al grupo
canario, sin que se note, cuando atacan el tema y dejan brotar lo de “Después
que nos besamos con el alma y con la vida, / te fuiste por la noche de aquella
despedida. / Y yo sentí que, al irte, mi pecho sollozaba / la confidencia
triste de nuestro amor así: / somos un sueño imposible que busca la noche /
para olvidarse del tiempo, del mundo y de todo”. Prácticamente todas las frases de la canción son susceptibles de
transformarse en encabezamientos atractivos, inspiradores, poseedores de su
propia narrativa (confieso que en mis arrebatos literarios, en fogonazos que no
llegan a más, anduvo pujando una narración a la que llamé Confidencia triste de amor, ahí lo dejo por si a alguien le sirve -ya
saben los leales que asumí hace bastante que la ficción no es mi territorio
creativo y, la verdad, tampoco no me apetece rememorar episodios personales que
podrían encajar en/con ese título-), lo un tanto paradójico es que, cuando por
fin escojo una para hacerlo, la he variado un poco para ajustarla a mis
intereses (en la canción lo que se dice es: “Somos dos seres en uno que amando se mueren / para guardar en secreto
lo mucho que quieren”), para
personalizarla, para entrar directamente en lo que más me ha atrapado de la
novela que hoy vengo a comentar: Un
banco y la casa de Helena con hache,
publicada por Caligrama, que supone el debut en estas lides de Luis Zorzano,
con quien las gentes del Club de Lectura LL tuvimos el placer de compartir a
finales de enero uno de esos estimulantes encuentros que organiza y coordina mi
Pepa Muñoz (y que pueden ver íntegro en el link https://www.youtube.com/watch?v=npU4gdTx-qE).
Lo primero que conviene aclarar (y es algo
que se percibe, que se paladea, que queda patente en una prosa que posee
hondura, mesura, una indudable y variada experiencia emocional y vital, mucha
reflexión sobre ambas) es que Luis Zorzano es un escritor novel bastante
inusual, nació en 1946, cumplirá el próximo octubre setenta y cinco años (el
dato aparece en la solapa, no es indiscreción), debuta con un poso que sólo
confiere la madurez, se ha preparado para ello, lo suyo no es fruto de un
arrebato ni de un capricho, hay un gran bagaje detrás, ese que alimenta los
sueños, ese que otorga sabiduría, mesura, capacidad de observación/penetración,
ha cuidado con empeño y sosiego su vocación (“He
escrito siempre, pero me dediqué a mi profesión y he esperado a poder dedicarle
todo mi tiempo”), la ha dejado reposar
sin prisa por recoger los frutos. Su caso, de algún modo, es semejante al del magistral
José Saramago quien, aunque escribió un par de novelas (y publicó una) antes de
los treinta años, esperó hasta los cincuenta y cinco para entregarse plenamente
a la literatura (“Sencillamente
no tenía algo que decir y entonces lo mejor es callar”), le recuerdo cuando ya era Premio Nobel contándonos a un grupo de
periodistas que no se arrepentía de aquella decisión, que gracias a esos años
fue encontrando su voz, su ritmo, su modo de narrar, nutrió su imaginario y su
almario (esto último lo añado yo, resumen un tanto tosco y escueto de lo que,
como siempre, expresó de forma insuperable). Y eso es lo que queda claro desde
las primeras páginas de esta en tantos aspectos sorprendente novela: Luis
Zorzano dibuja a sus personajes con firmeza y verdad porque hace un minucioso
retrato íntimo, porque pone el foco en el interior, porque las acciones se
explican/analizan/exponen a partir de lo que aquellos se preguntan, dudan, no
comprenden, sienten, hay una gran profundidad psicológica que no supone un
lastre sino que imprime un aire de adagio confidencial (se lo tomo prestado a mi venerada Mercedes Salisachs) que
actúa por un lado como muro de contención y por otro como catalizador del giro
que la novela va a dar en un momento, mezclando géneros con la audacia del
recién llegado (que, podría decirse, quiere probarlo todo). Pero el edificio no
se derrumba, todo lo contrario, puesto que no abandona lo reflexivo, lo interiorizado,
lo que no se cuenta/exhibe, continúa siendo el eje del relato, demuestra tener
las ideas bastante claras como narrador, ser un veterano que, aun sin publicar,
ha trabajado su prosa día a día, aunque sólo haya sido (¡Y no es poco!) a base
de latidos, de esbozos, de inspiraciones (dicho con toda su polisemia), de viajar
a sus propias profundidades, de inspeccionar sus recovecos, de tomar nota, es
decir, de vivir (como verán, es mucho: esas son las herramientas del escritor y
Luis demuestra tenerlas bien afiladas y preparadas).
“Escribo
sobre la sombra humana, lo que hemos dejado atrás, lo que no nos gustó, lo que
queremos olvidar y la casa es el aglutinante de las sombras de los personajes”, explica Luis durante el encuentro y reconozco que siento un punto de
conexión especial porque es por ese lado por donde he abordado la lectura desde
las primeras páginas, porque siento especial debilidad por los fragmentos de
interior (el hurto lo cometo ahora, y no por azar -tampoco el resto- con una de
mis favoritas: Carmen Martín Gaite) a los que tenemos acceso a través de lo que
otros escriben, porque me gusta (cuando, como en este caso, está bien jugado y
mejor desarrollado) que la acción en el sentido más puro del término no parezca
tal, es decir, que lo que se mueve, remueve y conmueve (lo esencial, por
robarle ahora algo a Saint-Exupéry) permanezca invisible, sea una corriente
subterránea, que tanto puede ser tenue como muy caudalosa, pero (pido perdón en
este momento a mi amado Federico) discurre y hasta se desborda sólo por el
interior de los pechos. En esta novela, además, eso contribuye a crear
misterio, intriga en apariencia mínima que va creciendo como el pequeño copo de
nieve hasta conformar por sí solo una avalancha incontenible, así es como
estalla y hace su aparición el thriller y no resulta brusco ni estrambótico (utilizando
el término en su origen poético) sino consecuencia lógica de lo que se venía
contando, del punto de partida y llegada, de lo que el autor deja claro desde
el título, desde esa Helena incógnita que tantos interrogantes provoca: “La novela se va construyendo sobre un personaje
que, a su vez, se está construyendo”.
Por supuesto, también tenemos la casa (y el
banco, sí, pero queda claro su papel desde las primeras páginas: propiciar y
acoger encuentros), un escenario tratado como un personaje, siguiendo la estela
de grandes novelistas de, sobre todo, el XIX, un lugar/hogar con alma, un sitio
donde algunos pueden sentirse rechazados, un espacio con sus propias reglas,
que influye, afecta e interfiere en los sentimientos de los personajes y que,
al contrario que la protagonista (“Helena es
mía por completo, no es nadie en concreto”),
Luis Zorzano ha tomado de la realidad: “La
casa existía, era de unos amigos, estaba en San Sebastián, tenía hasta
pasadizos secretos y un salón de más de 200 metros cuadrados que pintó Zuloaga”. Esa atmósfera, esa aura, las sensaciones que provoca, la verdad que
destila, el modo en que el autor la describe y nos la hace vivir tiene en
algunas páginas rasgos naturalistas, se percibe que la está
recreando/convocando, hay algo que emana de esos fragmentos en concreto, sus presencia
e influencia son notorias incluso cuando varía el escenario, imprime, aporta y
sazona el misterio que de modo natural nos azota desde el principio, puede que
agazapado, puede que como mera amenaza o producto de las suspicacias de cada
uno (es decir, de servidor), pero se lo siente latir casi en cada frase, en
párrafos en los que detenerse, en reflexiones personales que uno hace al leer,
por ejemplo, “Los que
eligen la noche, los que viven y mueren por la noche, los que no duermen, son
seres clandestinos que no han sabido esperar al día siguiente. Caminan por un
sendero escondido y sienten el frío, todo el frío de la oscuridad y el
desamparo”. Es una novela vivida y vívida, un
estupendo estudio de personalidades, de sensibilidades, de emociones, el
descubrimiento de un autor.