Por mucho que los demás tengan mucha confianza en ellas, uno es
consciente de los límites que tienen sus capacidades y no se deprime por ello,
todo lo contrario, se aceptan sin problemas porque de esta manera dejo de
golpearme contra el muro y aprovecho y exprimo las demostradas; pecaría de
falsa modestia si no reconociese una cierta facilidad para escribir, una
disposición que en los últimos tiempos se ha agudizado (incluso exacerbado),
fruto de tantas lecturas, de horas de estudio, de admiraciones impenitentes que
me llevan a intentar desentrañar el misterio de la forma en que ciertos textos
(los que me impactan, alucinan, conmueven, provocan disfrute) están construidos,
pero muchas intentonas, anhelos, incluso necesidades de expresarme, me han
servido para (al modo del gran Christopher Hitchens, y jamás escribiré como él
en ningún género) darme cuenta de que la ficción y yo estamos peleados, que no
nos entendemos, que puede que trence historias al hilo de muchas leídas, vistas
en pantalla o en los escenarios, conocidas, oídas, vividas, pero a la hora de
la verdad el castillo de naipes es muy endeble y se viene abajo a las primeras
de cambio. Sin embargo, me siento muy cómodo en estos textos en los que, haciéndome
más o menos presente, con la primera persona del singular o con un estilo más
periodístico y neutro, puedo ir y venir, desbordarme, explicar, dar cuenta,
reflexionar, dejarme llevar por la palabra, sentir un cosquilleo muy placentero
cuando aporreo el teclado (no soy capaz de acariciar las teclas, rémora de una
vieja máquina de escribir que heredé de mi hermana a la que había que obligar a
imprimir el carácter requerido en cada momento para ir dando forma a lo
escrito; como es habitual en mí, este preludio innecesario y demasiado prolijo
sólo sirve para decir que, a pesar de no ser capaz de crearla, mis muchos años
de contacto con la ficción, las muchas entrevistas mantenidas con grandes
creadores, pueden servir como confirmación de que es cierto que los personajes
cobran vida propia y pueden llegar a transformarse en los autores, limitándose
el escritor a ir tomando nota de lo que ellos marcan como argumento. Del mismo
modo, en periodismo existe un viejo (y sin duda cínico) adagio que afirma “no
dejes que la realidad te estropee una buena noticia”, y sin llegar a la
manipulación, mendacidad y demás faltas de ética que seguir esa indicación
puede conllevar, puedo confirmar que el otro día viví una experiencia similar,
puesto que tras asistir a una representación de Una vida robada en el Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa,
empecé a pergeñar un texto que en teoría debería ser éste en que ando enredado
pero que, al tener la maravillosa posibilidad de conversar con la querida y
adorable Asunción Balaguer en su camerino, cambió totalmente su sentido,
dinámica y contenido y que, en realidad, mejoró en mucho lo que me rondaba por
la cabeza (o sea, la realidad, la verdad, lo auténtico, le dio verdadera carta
de naturaleza y lo transformó en algo digno de ser recordado).
Y sé que Antonio Muñoz de Mesa, autor y codirector de la función,
compañero de fatigas durante mucho tiempo, disculpará que, de alguna manera, su
creación pase a un segundo plano, aunque sus buenos oficios, su intervención,
el que haya puesto en pie este espectáculo (al que el gran productor Juanjo
Seoane ha prestado toda su sabiduría, su amor por lo que se hace sobre las
tablas), su existencia es lo que ha propiciado que un servidor haya vivido uno
de esos momentos impagables que este oficio de contador de historias (eso
somos, nos guste o no) me ha regalado, lo que ya anticipaba antes: charlar con
una actriz entrañable (en realidad escuchar en éxtasis y reclinatorio),
imbuirme de su espíritu jocoso, bondadoso, de su naturalidad, sencillez, de lo
que a muchos puede parecerles una máscara, un personaje, de la verdad que
transpira por cada poro de su piel. Dice Antonio que “el hecho de que Asunción
interprete a Olvido es un regalo porque da otra dimensión a lo que escribí, la
ha humanizado, ha quitado cualquier atisbo de maniqueísmo, le ha aportado
matices”; y es que su personaje (de ahí ese nombre que, a lo Galdós, la define
claramente) prefiere seguir callando, ocultando, negando evidencias, siendo
cómplice (“pero por amor, es inevitable al compartir tantas horas de tensión en
el quirófano, sólo de esa manera podía entender e interpretar a una mujer así,
a lo que no justifico pero a la que intento comprender”), guardando muy
celosamente la memoria que el doctor Nieto va perdiendo ante los embates del
Alzheimer, la que está más intacta de lo que ella querría cuando Luz (otro
nombre revelador) aparece en la casa familiar en la que la antigua enfermera
cuida al ex ginecólogo para ofrecer sus servicios como lectora que acompañe las
largas y solitarias horas del paciente. “No doy más importancia de lo debido al
texto, en el sentido de que la puesta en escena y los actores deben
completarlo, me encanta que añadan cosas, de hecho lo propicio”, cuenta Antonio
Muñoz de Mesa en conversación telefónica, “y más en este caso en que, en un
principio, me desentendí mucho del montaje hasta que, por otro compromiso de
Julián Fuentes, asumí tareas de dirección, respetando sus indicaciones y aportaciones;
por eso me encanta que Asunción haya incorporado ese amor callado y latente en
Olvido o que Carlos Álvarez-Novoa escriba de verdad el diario de su personaje,
que sólo puede ser leído en escena por Ruth Gabriel, nadie más ha de abrirlo, y
se lo lleva a su casa para dejarlo cada día en escena, tal vez con nuevos
textos, no sé, pero eso otorga una emoción especial a cómo Ruth lo acaricia y
hojea en cada función”.
Sin duda, la noticia más destacada en torno a Una vida robada es el hecho de que Liberto Rabal debute sobre las
tablas junto a su abuela; Asunción habla muy emocionada de esta circunstancia:
“Ya habíamos hecho unos recitales juntos, como homenaje a Paco, pero éste es su
verdadero bautismo y estoy feliz porque, igual que sucede en la obra, a este
niño lo he criado yo, ha estado mucho con nosotros, es el primer nieto y eso
siempre se nota por mucho que yo quiero a todos”; al comentarle que en algunos
momentos el parecido con su abuelo es asombroso, Balaguer se lleva las manos a
la cara (verla moverse, cómo acompaña cada frase con esas manos etéreas, cómo
la mirada se expande, cómo los ojos se conmocionan es un prodigio) y no puede
reprimir un suspiro y un temblor: “¡A veces es Paco! Cuando comenzamos a
ensayar esos recitales que te digo, un día pidió un vaso de agua, buscó algo, y
me quedé sin palabras porque era como ver a su abuelo: no es que le imitase, no
lo pretendía, eran gestos cotidianos y naturales que le salían así. Es lo que
se llama aire de familia, ¿no?”. Muñoz de Mesa considera que este aporte extrateatral ha sido capital a la hora de transmitir verdad en escena: “Cuando me
incorporé al montaje, ya habían desarrollado vínculos familiares, más allá de
los que traen de casa Asunción y Liberto, han sabido encontrar una forma de
encajar como personas que les sirve como actores para que el público capte de
un solo vistazo las corrientes subterráneas que los unen”, corrientes llenas de
meandros y fosas oscuras, de aguas pantanosas, puesto que el asunto de fondo
del texto, el punto de partida, el epicentro es el robo de niños recién
nacidos, tragedia que sigue provocando víctimas, drama que muchos quieren
tapar, silenciar, negando a los afectados que conozcan su verdad, que tengan
posibilidad de decidir, que sepan de dónde vienen, que nadie escriba su
historia por ellos. “Lo mejor de la obra es que dice cosas muy importantes
utilizando un lenguaje corriente, cosas que no pueden quedar calladas y que
conviene decir las veces que haga falta”, dice sin dudarlo Asunción, “porque si
no se habla de ello, si lo tapamos, estamos mermando la libertad y agrandando
la injusticia, el drama” y también en ese detalle (la libertad que sólo puede
alcanzarse desde el conocimiento) abunda el autor porque “tengo alguien muy
cercano que ha descubierto que fue un niño robado y no ha querido investigar, y
le comprendo del mismo modo que a quien ansía llegar hasta el final: se trata
de saber, de que no nos mientan, de descubrir quiénes somos en cada momento y
parar cuando lo creamos conveniente, pero sólo por nuestra iniciativa”. En ese
sentido, le digo que me gusta el diálogo secreto (recordando el que Buero
Vallejo establecía en su obra homónima entre el público y Las Meninas) que la biblioteca del doctor de la obra mantiene con
el patio de butacas, vaciándose según avanza la función, porque más allá de
representar la memoria carcomida por la enfermedad del personaje (“sé que es un
recurso fácil, pero muy efectivo”), se me antoja como metáfora de una sociedad
que se acostumbra a mirar para otro lado, a esconder la suciedad debajo de
gruesas alfombras, a considerar criminales a las víctimas, a no querer llamar a
las cosas por su nombre, a consentir con las injusticias en aras de una
corrección inconveniente e inicua.
Y una función que remueve de esta manera y se atreve (aunque con exquisito
gusto, sin que se note la presión –pero sí sus efectos-) a alzar la voz y a señalar con el dedo (y al centrarse en una familia, en un egoísmo concreto, en un miserable que aprovecha la maldad generalizada para conseguir sus objetivos aún inquieta mucho más que lo que para tantos son tan sólo cifras, estadística, circunstancias concretas) es un doble motivo de
celebración porque nos reencuentra con una actriz que parece inagotable (“huy,
si ya tengo 88 años”), que vive una permanente juventud (“mientras pueda andar,
vamos bien”), que se ha convertido en necesaria, en cita obligada; Asunción,
quien es capaz de crear intimidad y bienestar desde el primer momento, desde el
saludo, justo cuando empieza a contarte que ha llegado pronto porque no quería
hacerme esperar (¡Es que me la como!), agradece el cariño (“Lo noto en cualquier
lugar, me paran, me besan, me abruman”, “Todo el mundo te quiere”, “¡Alguien
habrá que no, digo yo, es normal!”, “Vale, pero es que con esa gente no me
hablo” y los dos nos morimos de la risa -y el caso es que el regidor, gente del equipo, el propio Carlos Álvarez-Novoa que, se nota, la idolatra, pasan por el camerino a saludarla, a besarla, a demostrar el movimiento andando), sus ojos vuelven a velarse de
alegría, del mismo modo en que no pueden (ni quieren) evitar hacerlo con la
nostalgia, la ausencia, el permanente hueco que dejó Paco Rabal en su vida. Es
verdadera, no finge, no pone barreras, se ofrece tal y como es, suena su móvil,
es su hija Teresa, paro la grabación y le hago gestos de que la dejo hablar y
me agarra para que me quede sentado mientras discuten (en el buen sentido) un
asunto doméstico (y al colgar, guiña un ojo y me dice “¿Ves? Sólo era un
momento, ¿para qué ibas a molestarte?”), me habla de un poema manuscrito de
Rafael Alberti que tiene enmarcado en el que se habla del olvido y el recuerdo
(“como en la función… Qué suerte, ¿verdad?”), me hace confidencias, tal y como
nos pasó cuando la gozamos en Follies (“¡Mira
que me aplaudían! ¡Si no era para tanto!”) me la hubiese traído a casa y no puedo
evitar decírselo (“Si pudiera te compraba”), oferta ante la que suelta una
enorme carcajada, feliz como siempre intenta mostrarse “porque es para estarlo,
¿no? He tenido una buena vida, puedo marcharme tranquila”. En ese momento,
cruzo los dedos para que esa despedida tarde en llegar y podamos seguir
disfrutando de su saber hacer, sea en Una
vida robada o en lo que haya de venir (me confiesa que querría completar El tiempo es un sueño, su espectáculo
unipersonal recordando a Paco, con las partes cómicas que quedaron fuera, “aunque
aún no se lo he dicho a Jaime de Armiñán”; sirva esta pequeña traición para que
se entere todo el que deba hacerlo y se ponga manos a la obra).