jueves, 26 de junio de 2014

PREPARANDO LA AGENDA TEATRAL



   

   Lo mejor de sentirse lector, espectador, público, amante de las artes, es soñar, anticipar, imaginar, desear, intuir, dejarse sorprender por una noticia, una marquesina, una recomendación, ir tanteando, envolverse de azar y comprar una entrada por un pálpito, guiarse por los latidos del corazón que bombea sangre sólo ante la posibilidad de volver a estar sentado en un patio de butacas, frente a una pantalla o cualquier dispositivo en que pueda verse una película, mirar hacia un lado y hacia otro observando al resto de asistentes, compartiendo un guiño cómplice con la única compañía deseada, un apretón de manos, una caricia previa al disfrute (esa es la intención, al menos), mirando la hora varias veces para que llegue ese momento en que todo parece y resulta posible cuando se apagan las luces, se alza el telón, comienza la proyección, la función da inicio, acariciando un libro pero sin abrirlo, hojearlo lentamente, posar los ojos en cualquier línea, releer la solapa, la contraportada, darle vueltas en las manos, en definitiva, la ceremonia, el ritual que cada uno guste seguir para esos momentos previos a sumergirse en la lectura, en las imágenes, en lo que cobra vida sobre el escenario, en ocasiones la espera, la preparación, lo anterior supera con creces a lo que uno recibe del espectáculo y ese casi permanente cosquilleo, esa continua comezón ante los cambios de cartelera, esa irremediable y propiciada capacidad para la sorpresa es la que, por fortuna, uno ha logrado no perder a lo largo de los años. Y fue por todo ello, y por mi ingobernable curiosidad camuflada como tantas veces tras la apariencia de la obligación periodística (así me tomo este blog, por muy íntimo y personal que parezca/sea: como mi constante reivindicación de una profesión a la que no voy a renunciar), fue por empezar a reservar fechas, por hacer planes con Pablo, por relamerme de placer, por ir abriendo boca, por lo que no pude resistirme a la invitación del Centro Dramático Nacional para conocer lo que será realidad a partir de septiembre, la programación para la temporada 2014-2015. Y el agradable paseo hacia el María Guerrero comenzó con una sorpresa que me disparó el pulso y con la que empezaron a cumplirse mis mejores auspicios: el teatro Marquina anuncia que el 5 de septiembre, tras el parón veraniego, volverá a abrir sus puertas con el estreno de Largo viaje hacia la noche de Eugene O´Neill, protagonizada por Vicky Peña y Mario Gas. ¡Madre mía, qué gloria! (confiemos en que el resultado se parezca más al conseguido con A Electra le sienta bien el luto, por no cambiar de autor, montaje que, dirigido por Mario Gas y con Emilio Gutiérrez Caba, Emma Suárez y el nunca olvidado Constantino Romero vimos precisamente en el María Guerrero, que a aquel despropósito que se supone era Un tranvía llamado Deseo, con la Vicky Peña más ridícula y menos adecuada que hemos sufrido jamás).

   Notaba que mis pasos tenían un ritmo diferente según me acercaba a la sede del Centro Dramático en la calle Tamayo y Baus, y más cuando empecé a leer los títulos que se anunciaban en los expositores de su fachada: aún sin aparecer algunos directores ni los intérpretes, saber que se representarán una obra de Marivaux, Rinoceronte de Ionesco, Hedda Gabler de Ibsen, Fausto de Goethe, El testamento de María de Colm Tóibín o La pechuga de la sardina de Lauro Olmo, ya supone toda una tormenta emocional para el amante del teatro. La rueda de prensa es en la sala, en la preciosa sala en la que tan gratos momentos he/hemos vivido, en ese lugar en el que te sientes a salvo, en ese patio de butacas en que se respira atmósfera teatral y sobre el escenario hay unos cuantos veladores en los que ya hay personas sentadas y hacia donde se dirigen algunas otras: la iluminación es por el momento escasa, se intuyen rostros, se reconocen siluetas, se mezclan voces, pero por mi lado pasa Blanca Portillo y antes de confirmar el dato en el dossier de prensa siento que la electricidad se apodera de mí porque la sueño como la María que creó Tóibín, esa madre desgarrada, escéptica, desengañada, decepcionada, despojada del halo de santidad, de su estigma virginal, del papel otorgado por otros en el calvario de su hijo (para saber algo más sobre tan espléndido texto, perdón por la autocita, puede recuperarse mi entrada en este mismo blog: http://www.elarpadebecquer.blogspot.com.es/2014/04/el-duelo-de-una-madre.html). No sólo es así, sino que El testamento de María será el debut teatral (“el desvirgamiento”, como dice entre risas la actriz cuando presentan el proyecto) de un director de cine por el que siento veneración, a pesar de algunos errores estrepitosos: Agustí Villaronga, quien a buen seguro sabrá extraer los múltiples ecos, los innumerables matices, la hondura y la rotunda sencillez formal, la poética que anida en cada palabra forjada por el gran autor irlandés.

   Mientras converso con Antonio Castro, oigo que alguien saluda “buenos días, Cayetana” y, obviamente, es la Guillén Cuervo quien, junto a Eduardo Vasco, se dirige hacia el lugar que tiene reservado en escena y, haciendo un rápido repaso por lo que he empezado a memorizar y conociendo su gusto por textos con contenido, clásicos aunque puedan ser bastante recientes, tras el homenaje a su padre con El malentendido de Camus y el éxito de público y crítica en el Valle Inclán (la otra gran sede del CDN, con dos espacios muy diferenciados; la tercera, la Sala de la Princesa, está justo debajo de donde nos encontramos ahora) que incluso provocó que el montaje regresara a Madrid aunque en otra ubicación, creo poder adivinar que ella dará vida a la inmortal creación de Ibsen, tan mítica como la Nora de Casa de muñecas, intuición que se confirma poco después cuando voy cotilleando con algo más de atención que al principio lo que el dossier anticipa y Ernesto Caballero, el director del CDN, confirma cuando empieza a desgranar la programación pidiendo que actores, dramaturgos y directores presentes expliquen algo sobre sus montajes. Busco con avidez la página en la que se habla sobre La pechuga de la sardina de Lauro Olmo porque tengo querencia por este autor, arrinconado, olvidado, menospreciado por los que no le conocen, etiquetado por unos y otros sin reflejar su verdadera personalidad de hombre de teatro, sin reconocerle los méritos debidos, sepultado por la fama de algunos de sus contemporáneos o por los intereses partidistas de los que rigieron los destinos de los años en que escribía y estrenaba (en este caso concreto, 1963) y, además, aunque no comprendiese su magnitud, su significado, su trascendencia, recuerdo haberme quedado cautivado con el Estudio 1 emitido en 1982 por el que una maravillosa Emma Penella ganó el Premio TP a la mejor actriz del año, acompañada por señoras como Amelia de la Torre, Marisa Paredes, Verónica Forqué o la malograda Inma de Santis; cuando leo que la función será dirigida por Manuel Canseco respiro aliviado porque pocas personas aman el teatro como él, alumno directo del añorado José Luis Alonso, hombre entregado a la profesión, infatigable, completo, con una sabiduría infinita, pero no le reconozco al principio sentado en uno de los veladores porque una presencia magnética e inmensa reclama mi atención: ¿Aquella no es…? Sí, yo diría que sí, al menos lo parece… Sí, sí, no hay duda: ese perfil, ese porte, ese señorío, esa aureola de enorme actriz… ¡Terele Pávez! De repente, me descubro rogando a Talía (la musa, no la mexicana) que, por favor, esté allí para rendir tributo a su hermana y heredar el personaje que inmortalizó Emma Penella en televisión; es algo que no aclaran ni actriz ni director (mucho antes de que les llegue el turno, en cuanto se ilumina el escenario compruebo que Canseco está a su lado y termino mi propio puzzle), de hecho todavía no está cerrado el reparto (el estreno tendrá lugar, fíjate lo que son las cosas, un día antes de mi cumpleaños en febrero de 2015), se cita a Amparo Pamplona, a Alejandra Torray, se anticipa “alguna cosita que aún estamos pergeñando y que creo yo que será del agrado del público”, se describe la escenografía (y, honestamente, es como para levitar, al menos en palabras del director –confío en no imaginar más de la cuenta, aunque se me antoja bastante difícil que este montaje me decepcione-) y Terele da las gracias porque “tras mucho esperar, por fin voy a actuar en el Centro Dramático Nacional. Lo cierto es que no estaba impaciente, me decía “este año tampoco, Terele, ¡verás cómo el próximo te toca! ¡Y aquí estoy por fin!”. Sólo por compensar esa injusticia, esa falta grave, merecerá la pena acudir a ovacionar a Terele como es de recibo hacer.

   Como en todo, en una programación tan amplia, en los condicionantes de un teatro público, en las posibilidades de los espacios disponibles, hay mucho que puede discutirse, cada uno somos el mejor director de teatro que conocemos, el mejor gesto, y cambiaríamos esto, modificaríamos aquello, huiríamos de nuestras fobias y nos entregaríamos con delectación a nuestras filias, pero nadie puede negar a Ernesto Caballero su pasión, su conocimiento, su gusto por el buen teatro venga de donde venga, sin fáciles concesiones ni vacíos clamorosos, sus ganas porque la oferta sea variada, atractiva, con posibilidades para el descubrimiento, para el refrendo, para el recuerdo, para el respeto por los clásicos, para seguir haciendo público; y, además, se la jugará como director con el Ionesco anunciado, una nueva posibilidad para disfrutar con mi admirado Fernando Cayo, el reencuentro con el buen actor a veces tapado por su personaje Pepe Viyuela, esa persona humilde, discreta, currante como pocos, que recuerda que “el teatro tiene que revolver, no sólo como algo subversivo, sino dar un vuelco en nuestras almas, en la vida, unirnos, arrejuntarnos. Pido al Gobierno que recuerde que el teatro es una necesidad, no un mero entretenimiento, es útil para la sociedad y por eso hay que protegerlo”. Y mis amados Juan Margallo y Petra Martínez también estarán presentes con ¡Chimpón! Panfleto Post Mórtem, dos grandes a los que debemos mucho más de lo que seremos capaces de agradecerles: Petra no ha venido, ayer mismo estaban celebrando su septuagésimo cumpleaños, pero Juan cuenta parte de la obra, dialogándola, haciéndonos reír y disfrutar como él sabe, alegrándonos la existencia, abriendo aún más ganas –siempre las hay- de verles en escena; el Marivaux lo dirige Flotats, toda una garantía, Guillermo Heras prepara Salvator Rosa o el artista de Francisco Nieva, Pablo Messiez se hará cargo de La piedra oscura con García Lorca y Rodríguez Rapún como protagonistas, un interesante proyecto llamado Trilogía de la ceguera va a reivindicar, a presentar, a poner el foco sobre la obra de Maurice Maeterlink, hay mucho por ver, depende de las preferencias de cada uno, yo aquí he reseñado las que más han tocado mi alma de espectador, las que merecen un hueco en mi agenda, pero pueden consultarla completa e incluso descargarse el pdf con toda la información en http://cdn.mcu.es/ y, así, elegir lo que les parezca oportuno.

viernes, 20 de junio de 2014

DUDAR SIN DUDARLO







   A pesar de gozar de un merecido prestigio, de que algunas de sus obras se han llevado a la gran pantalla y de que una buena parte de su producción puede encontrarse traducida al castellano, A. S. Byatt sigue siendo una autora minoritaria, afectada, como tantos escritores que se salen de lo convencional, de lo estipulado, de lo repetido hasta la saciedad, de lo clónico, de imitar sin sonrojo lo que dio buenos réditos en una ocasión, de una aureola de “difícil” que provoca el rechazo de aquellos que sólo buscan libros que puedan llamar “divertidos”, “entretenidos”, con los que “pasar un buen rato” (lo que es muy lícito, por supuesto: debe haber lectores de todo tipo –aunque los editores no parezcan tenerlo en cuenta, dirigiendo sus pasos hacia lo que haya triunfado en otro sello, mimetizándose los unos con los otros, abrumando con multiplicidad de títulos cuyos contenidos son intercambiables, el desarrollo de meras fórmulas-, lo malo es cuando el propio mercado, algunas voces consideradas autorizadas –y algunas lo son de pleno derecho, pero con tendencia a encaramarse a pedestales, a marcar distancias, menospreciando excelente literatura por encuadrarse en un género que ellos consideran “menor” o “fácil”-, la escasa, nula o pobre información que llega al público le hace pensar que no está preparado intelectualmente para apreciar determinados textos). Pero siempre hay pequeñas islas en medio de este océano proceloso que satisfacen las ansias del lector aventurero, incluso en sellos grandes, importantes, destacados, que al margen de buscar (y conseguir) el libro más vendido del momento, el autor que asegura ventas (lo que, por otro lado, no conlleva que su calidad sea inferior a la de tantos que no consiguen despegar), guardan parcelas para ampliar su catálogo con firmas que, al menos por el momento, son reconocidas por la crítica, por los expertos, por los paladares exquisitos que no cesan de probar nuevos sabores, pero ignorados por esa gran masa lectora que sustenta el negocio; de hecho, Byatt fue distribuida por Anagrama, posteriormente por Alfaguara y también por Lumen, aunque, repito, no con el empuje y difusión que merecería: si bien es cierto que sus obras rompen muchos moldes y pueden desconcertar en un principio incluso al más avezado, en cuanto uno se adentra en alguna de sus narraciones es imposible no sentirse prisionero por una prosa envolvente, penetrante, con un ritmo preciso, de gran altura intelectual pero de fácil comprensión porque ahonda en las emociones, en las pasiones, en las profundidades de la mente y el alma, en un lenguaje reconocible por nacer de y estar próximo al corazón; su riqueza estilística es apabullante, su inmensa cultura le permite hablar con rigor, con conocimiento, con sabiduría sobre los asuntos más dispares y transforma el asunto más abstruso o más alejado de nuestro interés en algo apasionante porque ahí radica el meollo de su narración, el porqué de la historia, el epicentro que da sentido y unidad a todo lo demás. Su escritura no conoce límites y puede versar sobre pintura, sobre biología, sobre darwinismo, sobre la literatura de otros (su labor crítica y analítica, su labor como editora también merecería mayor reconocimiento), escribiendo como en otras épocas, conociendo los resortes que cada narración necesita, creando un universo propio que integra lo fantástico, lo imaginado, lo soñado, lo intuido, con una naturalidad que es una de sus grandes bazas: la ausencia de fatuidad, de engolamiento, de recrearse más de lo debido, de primar el envoltorio y descuidar el contenido (como muchos que agotan el diccionario pero no transmiten ni siquiera un remedo de emoción), consigue que en una novela tan espléndida como Posesión sean igual de interesantes los textos que analizan los personajes como su propia peripecia (textos, por cierto, creados por ella pero atribuidos a autores victorianos –y sólo un erudito muy versado y especializado en el tema podría notar el “engaño”, tal es su capacidad para mimetizar y reproducir los modismos, el tono, el ritmo, la calidad de aquellos a los que homenajea-) o que en ese díptico insólito, asfixiante pero cautivador, fascinante y hechizante, perturbador y sugestivo que se conoce como Ángeles e insectos no nos saltemos ni una sola línea de un tratado entomológico (antes al contrario, no podamos despegar nuestros ojos) o que las explicaciones sobre ectoplasmas, espíritus y otras materializaciones, la parte que podríamos llamar meramente técnica, guste tanto o más que las interacciones entre los dos mundos, base de la segunda narración de este portentoso volumen.

   Y es precisamente en esa gran novela (así lo parece aunque está integrada por dos: Morpho Eugenia y El ángel conyugal, totalmente independientes –con un elemento en común que es totalmente secundario e incluso prescindible- pero que se articulan y funcionan como una extraña unidad), en ese título que no hace demasiado, con todo acierto, recuperó Debolsillo, aunque nosotros ya lo teníamos en casa gracias a que Pablo rescató, como en tantas ocasiones, de una librería de lance un ejemplar de la edición de Anagrama a mediados de los 90 del pasado siglo, el lugar en el que encontré una cita de Tennyson que me hizo reflexionar: “Alienta más fe en una duda honesta, / creedme, que en la mitad de los credos”. Y andaba dándole vueltas al asunto, recordando aquello de la duda metódica de Descartes (uno de los filósofos que era posible tema en la Selectividad que sufrí hace ya muchos años –precisamente ahora que mi sobrino andaba a vueltas con ella, justo cuando han anunciado su deseada y necesaria supresión para dentro de pocos años-), lo de “pienso, luego existo” (aunque fue acusado de plagio, el caso es que ha quedado vinculado a él y que nunca quedó probado en un tribunal quién lo formuló primero), lo de no dar nada por sabido, lo de no aceptar nada cuya evidencia no hayamos podido confirmar por nosotros mismos (“No admitir cosa alguna como verdadera, sino a condición de ser conocida su verdad con evidencia por nuestro pensamiento: con respecto a la verdad, el pensamiento humano debe ser libre de toda autoridad, y sólo debe someterse a la evidencia como regla única de verdad y certeza”), cuando leyendo a otra grande, Patricia Highsmith, en concreto El grito de la lechuza, autora que comparte audacia narrativa y profundidad psicológica con A. S. Byatt, que dignificó el género policiaco como pocos (en realidad, amplió sus horizontes, coadyuvó a su evolución, le ensanchó las costuras, demostró que no hay nada ínfimo a priori, que todo depende del que escribe, de si es poeta huero o autor de alcance), apareció una cita de William Blake que saltó a mi mente con agilidad de felino: “Quien enseñe a un niño la duda, / por siempre jamás se pudrirá en su tumba”. Por un lado, conviene recordar que la Biblia fue una de las máximas influencias en la producción del visionario y grandioso poeta y, por otro, que el método filosófico desarrollado por Descartes pretendía imponer el racionalismo como oposición al imperante pensamiento católico en el que todo se sustentaba en dogmas de fe irrebatibles, aunque en realidad no es incompatible refrendar la sentencia de Tennyson y la de Blake, aunque esta segunda con muchos matices, en el sentido de que a un niño hay que avivarle la curiosidad, el interés, espolearle la imaginación, la natural tendencia a preguntar por todo y a querer comprenderlo todo, no hay que sembrarle dudas que puedan inquietarle, paralizarle, convertir en desconfiado, anticiparle circunstancias que deberá ir descubriendo en su aprendizaje, en su eclosión, en su maduración, pero uno, llegado el caso, prefiere pudrirse en su tumba (al fin y al cabo, es nuestro destino natural, no nos engañemos) a imponer a una mente en formación, a una personalidad en desarrollo, a un corazón que adquiriendo sus propios latidos, un esquematismo feroz y reduccionista, palabras en las que debe creer “porque te las digo yo”, frases tan estúpidas y equívocas como “haz lo que yo te diga, pero no lo que yo haga” cuando se supone que los mayores hemos de ser el ejemplo, el espejo en que mirarse, su por así decirlo primer y fundamental libro de texto o sentencias tan tontas y categóricas como “cuando seas padre comerás huevos”; sí, para cada cosa hay un momento, un tiempo, no hay que ser el Pancho López del famoso corrido porque entonces lo más que lograremos es crear otro joven cadáver, aunque no sea literalmente, sí anímica, moral, íntimamente, una especie de nulidad que llega a todo demasiado pronto, no es capaz de valorarlo en su medida, se pierde, al final se defiende a través de la desidia, la no asunción de funciones y/o deberes, quedarse al margen, refugiarse en el hastío de pensar que ya lo ha visto todo, pero tampoco es de recibo crear clones, papagayos que repiten los esquemas, consignas, razonamientos que en realidad son imposiciones, que vamos depositando en sus cerebros en formación. Volviendo a las palabras de Tennyson, dudar con honestidad, como ejercicio intelectual, con el ánimo de seguir aprendiendo, huyendo de categorizaciones, de generalizaciones perversas e interesadas, de dogmas presentados como irrebatibles, de verdades a medias, de ausencia del otro lado (todo tiene más de una versión, diversas facetas, posibilidad de reinterpretación y negársela puede ser artero, obtuso, inconsciente y, especialmente, muy peligroso), se presenta como ejercicio necesario para evolucionar (y eso no tiene nada que ver con el que es desconfiado por naturaleza, el que todo lo pone en duda sólo porque lo dice otro distinto a él, porque esa no es una posición intelectual, sencillamente es una manifestación más de la cerrazón a aceptar la discrepancia). ¡Qué maravilla cuando un autor lleva a otro y ese al de más allá y cuando estableces corrientes subterráneas, desconocidas, maridajes entre personas a las que admiras (y no importa que cada una haya escrito sin conocer o tener en cuenta lo de la otra –de hecho, entre El grito de la lechuza y Ángeles e insectos hay treinta años de diferencia: la primera se publicó en 1962, la segunda en 1992-, lo mágico es lo que queda en tu ánimo, en tu experiencia lectora, en la duda de cuál será el siguiente título que leerás de cada una de ellas).

martes, 17 de junio de 2014

CRÓNICA CON MELODÍA DE "JUEGO DE TRONOS"







   Al modo en que Carlos Gardel afirmaba que siempre se vuelve al primer amor, un lector no puede resistirse al embrujo, influjo, atracción, afecto, propensión, inclinación por las novelas del XIX (lo que incluye gran parte de la producción de, al menos, las dos primeras décadas del XX); cuando iniciaba un nuevo curso, Luis Landero saludaba a los alumnos haciendo un sentido y vívido canto a las excelencias de la literatura, cargaba contra el programa de lecturas que venía adherido al temario, obligación ardua que más parecía dirigida a cercenar la vocación lectora –lo cierto es que no hemos avanzado demasiado en ese aspecto ni en casi ningún otro en lo que a Educación se refiere-, decía que para captar el interés, para abrir el apetito, para encandilar a los nuevos feligreses, para convertirse en lector sin remisión había que ir al XIX, “porque es donde están las mejores historias”, cogía un libro que había dejado sobre su mesa al entrar, lo abría por la primera página y comenzaba a leer en voz alta Madame Bovary (yo lo había leído antes, pero con sus inflexiones, con el amor y veneración que ponía en cada párrafo, la prosa de Flaubert era aún más irresistible). Y es que pensar en Charles Dickens, Pérez Galdós, Balzac, Tolstoi, las hermanas Brönte, el propio Flaubert, Henry James, Edith Wharton, Jane Austen –aunque vivió más en el XVIII, desarrolló su carrera en el último tramo de su vida, ya en el XIX-, Victor Hugo, Stendhal, Guy de Maupassant, tantos y tantos, es sentir cómo la electricidad del cuerpo alcanza cotas casi intolerables, cómo el corazón se acelera sin freno posible, cómo uno es consciente de que, por muchas horas que dedique, por muchos años que viva manteniendo el cerebro activo y en condiciones, jamás podrá leer todo lo que el XIX dio de sí, esa herencia inagotable que nunca pierde vigencia, de la que tanto hay que aprender en todos los aspectos. Y eso es de lo primero que hablamos Victoria Álvarez y un servidor cuando la escritora salmantina coge el teléfono (bueno, en realidad se disculpa ya que no ha descolgado hasta mi cuarto intento, “porque he cambiado el tono, he puesto una música de "Juego de tronos", suena muy bajita y aún no me ha acostumbrado a que es mi llamada” –pero esta mención no es baladí, porque regresaremos a la serie en más de una ocasión durante nuestra charla-): “Sí, como tanta gente, me quedé enganchada a la literatura del XIX, especialmente a la victoriana, cuando era adolescente y resulta que según creces descubres que es algo atemporal, que no importa la edad, que puedes regresar a ella una y otra vez y siempre hay mucho que descubrir, es riquísima, hay para todos los gustos”; así, sin solución de continuidad, hablando con el entusiasmo del admirador, pone como ejemplo la que considera su novela favorita del periodo: “¡"El Conde de Montecristo" de Dumas! ¡Lo tiene todo: aventuras, amor, intriga, malvados, sorpresas, duelos, disfraces, traiciones, fugas,… es prodigiosa!”. Como herencia natural al nacer en una familia volcada con la literatura, rodeada de libros, aprendiendo a quererlos casi antes de poder desentrañar lo que albergaban sus interiores, la todavía joven escritora (aún no ha cumplido los 30 años) se sintió como tal desde muy pequeña: “Me lancé a escribir casi como una necesidad, como una consecuencia lógica de mi pasión; al principio, como cualquiera, imitaba aquello que leía, picoteaba de todo, me decantaba más por la ciencia ficción, por lo fantástico, hasta que con 18 años llegué al XIX y, claro, todo cambió, jajajaja”.

   Victoria ha publicado recientemente Tu nombre después de la lluvia con Lumen, título que la consolida y confirma los buenos auspicios con que fueron recibidas sus dos anteriores novelas, Hojas de deladera y Las eternas, un novelón al modo de esos que tantos buenos ratos le han hecho pasar, un texto colocado bajo los auspicios de otro de los imprescindibles de aquella época, Wilkie Collins: “Aunque el libro se abre con una cita de "Sin nombre", en realidad ha sido "La dama de blanco", mi favorito, el que más me ha inspirado y acompañado durante el proceso de escritura: al igual que en "Las eternas" utilicé "Frankenstein" como base, como esquema del que partir, aquí he desarrollado las relaciones entre algunos de mis personajes, sobre todo en lo que se refiere a la pareja que forman Oliver y Ailish, trazando un paralelismo con lo que narraba Collins”. La historia arranca en enero de 1903, por lo que ya no estamos ni el XIX ni en la época victoriana –“no, en todo caso eduardiana”-, aunque sus ecos están muy presentes, es algo muy reciente, no puede borrarse su influjo, sus logros, su manera de contar: “Lo cierto es que cada vez me voy acercando más a la Gran Guerra, aunque no me importa que me asocien con algo a lo que, además, tiendo y procuro, por mucho que escoja esos primeros años del XX porque me fascinan los cambios que se produjeron, el contraste entre un mundo clásico que se resistía a las innovaciones pero no pudo evitarlas ni frenarlas y así se va extendiendo el ferrocarril, implantando el teléfono, aparece el cine,… En parte hago vivir a los protagonistas de "Tu nombre después de la lluvia" en esa dicotomía, en la desconfianza por lo que otros llamaban “progreso”, en el enfrentamiento de dos maneras de entender el mundo”.

   La ambientación es prodigiosa, consigue integrar los paisajes en la trama, darles entidad de personajes, influir en la psicología de éstos (y así evocamos Cumbres Borrascosas o algunas páginas de Henry James), Irlanda es el escenario propicio para una historia que sabe mantener el equilibrio entre lo real y lo imaginado manteniendo la verosimilitud en todo momento: “Sí, es cierto que Irlanda, como pueda ser Galicia o México, es un lugar ciertamente mágico, en el que sus habitantes conviven con la parte espiritual sin miedos ni complejos, pero lo cierto es que estaba obligada a elegirlo puesto que el fenómeno de las banshee sólo se da allí y ese fue el impulso que me llevó a la escritura. Tiene gracia porque debí leer sobre ellas por primera vez cuando tenía unos quince años y puede decirse que las olvidé hasta que, esas piezas dispersas que van encajando solas, así es la vida del escritor, empecé a fabular sobre ellas, teniendo muy presente que quería trenzar una narración que no abusase de lo sobrenatural, antes tendía demasiado a lo paranormal: ahora prefiero ser más sutil, sugerente, difuminar fronteras, sí, por eso Irlanda y una banshee, por eso he querido ser, si me apuras, excesivamente realista, porque para ellos es algo de su folclore y lo sienten como real, no mera imaginación”. Y ese cuidado, ese mimo, ese juego entre lo que pudiera ser fruto de la fantasía y lo real, se percibe claramente por cómo presenta y trata a una de las mayores creaciones de la novela, uno de esos personajes inolvidables: Ailish: “Desde el principio tuve claro que era un trasunto de la dama de Shalott: sufre los efectos de una maldición, y aunque ella puede mirar lo que se le antoje no puede salir de la mansión, está prisionera, cautiva por la superstición de los demás; por eso la describí de esa manera, evocando el cuadro de Waterhouse, reflejando la esencia irlandesa, no hay duda de que es real pero pudiera ser una ninfa” (y en este momento nos reímos mucho ante la circunstancia de que un servidor sienta debilidad por esa leyenda que Tennyson transformó en poema y que inspiró a Agatha Christie una de sus más famosas creaciones, El espejo se rajó de parte a parte, al margen de recordar cómo Pablo y yo fuimos por la Tate Britain casi errando hasta poder plantarnos frente al lienzo que dio corporeidad y rostro a la dama en cuestión).

   Tu nombre después de la lluvia consigue atrapar y que resulte difícil abandonar su lectura y, lo más importante, no se saca de la manga sorpresas intempestivas o soluciones abracadabrantes pero sin lógica: “El lector es muy inteligente y, además, participa activamente como le guste algo; aunque esto no es un fenómeno actual por aquello de las redes sociales, porque no hay más que pensar que los que seguían las historias por entregas en aquellos años provocaron que Dickens, Dumas y otros cambiasen el rumbo de la narración o los destinos de los personajes. Claro que ahora se ha agudizado y, sobre todo, por lo inmediato, por la respuesta casi instantánea: ¡Mira lo que pasa con "Juego de tronos", que la gente se enfada con el autor si mata a este o al otro, según cuál sea su favorito! Bueno, confieso que si yo me cruzase con J. K. Rowling, primero me pondría de rodillas delante de ella, pero luego le diría que aún no he superado del todo el trauma por lo que hizo con Sirius Black, jajaja. Por otro lado, volviendo a tu apreciación, yo sólo me pongo a escribir cuando tengo muy claro por dónde quiero tirar, hacia dónde me dirijo, no quiero perderme porque, al final, seguro que confundo al lector: trabajo con esquemas, todo está definido y bien perfilado antes de empezar. Luego cambio cosas, claro, reubico otras, quito de aquí, pongo de allá, pero con mi esquema delante, con la guía que he trazado, con los muchos esbozos que he aprobado”. Está especialmente orgullosa del ritmo, puesto que antes la acusaban de ser un tanto morosa, de dejarse llevar demasiado por su parte de historiadora, por su predilección por autores que podían estar cinco páginas describiendo una cortina, un salón, una calle: “Sin querer renunciar a mi estilo, es cierto que, al encantarme la moda, al ser una apasionada de su historia, me detenía en detalles superfluos, que sólo interesan a frikis como yo, detenía la narración, y al final fui eliminando lo accesorio, recreándome en aparentes nimiedades, siendo fiel a mí mismo, pero aprovechando al mismo tiempo para singularizar a este personaje o preparar lo que va a venir algunas páginas después o dejar una semillita para algo que germinará luego”. Sin duda, ese talente gozoso y lúdico queda impreso en cada página, trayendo a la actualidad un modo de narrar que no debería perder ni considerarse sólo objeto de estudio o contenido de bibliotecas porque savia nueva como la de Victoria Álvarez demuestra que todavía queda mucho por disfrutar con una literatura que, gracias a empeños como el suyo, demuestra cada día su eterna vigencia (y textos tan disfrutables como éste abren las nunca saciadas ganas de regresar a todos los citados y a otros de sus contemporáneos).

sábado, 14 de junio de 2014

NUESTRA BANDA SONORA







   Sé que me repito mucho, pero cada uno tiene el bagaje emocional que tiene, ese al que jamás va a renunciar, ese del que se siente muy orgulloso, y para hablar de mi fascinación por los musicales debo regresar las veces que haga falta a esas tardes en casa de los tíos tras la merienda, los deberes y la programación infantil y, sobre todo, a los fines de semana en los que, a pesar de lo cortos que resultaban, aunque siempre faltaba tiempo para todos los planes que se iban trenzando, había posibilidad de recrearse en la suerte y leer mucho, ver alguna(s) película(s), ir aquí o allá, estirar las horas, tantas de ellas dedicadas a la música porque nunca faltaba alrededor, bien durante la mañana, bien para reposar después de comer, bien cuando fuese como parte fundamental e imprescindible del ocio (las imposiciones familiares, las obligaciones sociales en las que los niños han de hacer lo que se dice en casa quedan fuera de estas ensoñaciones, faltaría más -¡Cuánta tarde de domingo desperdiciada por gente que, ya ha quedado bien claro, no merecía la pena!-). E igual sonaban boleros que coplas, flamenco que pop, zarzuelas que música ligera, el tío Miguel tenía un gusto muy amplio y ecléctico que me contagió y por eso, a pesar de mis preferencias y de opciones inamovibles, tengo épocas en las que me da por escuchar baladas italianas, otras regreso a los 60, picoteo aquí o allá sin abandonar mis clásicos, mis necesarios (Raphael, Rocío Dúrcal, Concha Piquer, Antonio Machín, Pasión Vega, Barbra Streisand, Julie Andrews, Los Panchos,…. ¡Hay tantos! –y, sí, acepto ser una antigualla en lo que a gustos se refiere pero, al final, a la larga, son los que permanecen mientras que de aquellos punteros de hace años, algunos de los cuales me gustaban mucho, apenas nos acordamos-); y, al margen de toparme en televisión con Fred Astaire y Ginger Rogers, con Gene Kelly, con Rita Hayworth, incluso con las películas de Marisol y la Dúrcal (desde siempre ha estado en mi corazón), con Imperio Argentina, con tantas oportunidades para cogerle el gusto a lo de ponerse a cantar y bailar cuando no queda otra, fue gracias al tío como conocí a Andrew Lloyd Webber, incluso antes de memorizar su nombre, sin ser consciente de a cuántos de mis momentos más felices e inolvidables pondría banda sonora: tras ver Jesucristo Superstar (la película de Norman Jewison, lo de Camilo Sesto vendría algo después), el doble LP con muchas fotos y libreto en inglés entró en casa y, como la tía me explicó cada momento, qué sucedía, quién aparecía, cuál era la situación, fue como si la hubiera visto y reproduje el filme en mi cabeza ayudado por lo que las canciones me inspiraban (sí, no tenía edad para saber más que lo que mi hermano traducía, pero la música no conoce idiomas cuando se trata de envenenar con dulzura lo más profundo); a los pocos años, se estrenó en Madrid Evita con Paloma San Basilio, Patxi Andión y Julio Catania y, tras asistir al espectáculo, el tío también adquirió la grabación original que, claro, al ser en castellano ayudó a que me fascinase aún más (tendría unos 10 años) y un libreto con acotaciones, explicación de acciones, referencias, me hizo imaginar mi propia representación (tanto me dejé cautivar por este musical que cuando una profesora de inglés, en Octavo de EGB, nos mandó preparar una entrevista con un personaje popular para un examen elegí a Lloyd Webber –aún no tenía su nombre en mi particular Olimpo, pero era alguien que me resultaba interesante- y todo lo que se narraba sobre la gestación de Evita en la extensa e interesante introducción al disco que firmaba el artífice de tan grandioso espectáculo en nuestro país, Jaime Azpilicueta).

   ¡Quién iba a decirme que Lloyd Webber se convertiría en uno de los pilares que todavía hoy cimientan mi pasión por el musical! Pablo y yo descubrimos muy pronto, incluso antes de reconocernos enamorados, que teníamos un lenguaje común, una manera similar de contemplar la vida a través de libros, películas, obras de teatro y, por supuesto, música; de hecho, es Pablo el que más sabe de musicales, el que conoce títulos descatalogados, fracasos estrepitosos que con el tiempo se han recuperado y triunfado y otros marginados y arrinconados, el que ama el género como pocos, el que lo conoce, lo estudia, lo disfruta, el que ha revitalizado, potenciado y reforzado mi gusto, el que me ha abierto ventanas, el que ha recuperado melodías que andaban dando vueltas por ahí, desubicadas, sin tener muy claro de dónde venían, una persona que no adopta ninguna pose, que no finge, que tiene su propia personalidad a través de lo que prefiere escuchar, que no presume ni se jacta de ello (no como tantos a los que, a las primeras de cambio, pillas en falta, esos que sólo han de decir unas cuantas palabras y, por mucho que se proclamen amantes del género, hacen patente su desconocimiento, su ignorancia, los tres lugares comunes que manejan como única conversación, su empeño por demostrar una erudición que no pasa de ser simpatía, que no verdadero gusto, un intento por parecer sofisticados, esa gente empeñada en bajar las bambalinas de su lugar natural –es decir, colgadas, en el techo, arriba-, por mucho que el DRAE sancione algo que es inexacto, irreal, una locución que incluso repite la gente de teatro –algo que irrita, y con razón, a nuestra querida Marta Fernández-Muro-, eso de “estar entre bambalinas” cuando lo propio es decir que se “está entre cajas” o, incluso, “entre bastidores” –pero, claro, como no hay nadie que pueda/sepa/quiera corregirles, ahí los tienes como “voces autorizadas” y así no hay manera de crear una auténtica afición-). Y por eso con Pablo es muy fácil dejarse llevar por el ritmo de los clásicos o por lo novedoso, por lo que viene para quedarse o por lo que es flor de un día, abarcando todas las posibilidades, no cerrando puertas antes de conocer, manteniendo muy viva la curiosidad, disfrutando incluso el momento de planificar, de comprar las entradas, de anticipar las emociones ampliando cada día la discoteca, acompasando nuestros recuerdos a los de esa canción, ese tema, esa escena que nos elevó y que parecía interpretada sólo para nosotros (así rememoro cada musical que nos ha marcado de una manera u otra: algo para dos, sin aditivos ni interferencias). Y cuando empezábamos a añorar Londres después de asistir a uno de los mayores espectáculos que jamás veremos, la reposición de Miss Saigon con todos los honores que merece un título que nació clásico, tuvimos la sorpresa, la alegría, el deleite de saber que seis de las mejores voces de Broadway desembarcaban en Madrid (en concreto en el teatro Calderón, ese coliseo por el que tanta predilección siento) y, puesto que lo de ir hasta Nueva York sigue siendo una asignatura pendiente (sin traumas: si no se puede, no se puede –al menos tenemos Londres y todo el material que Pablo recopila sobre el musical-), paladear un poco del sonido que, junto al del West End, mejor define qué es el musical.

   Broadway Boys es un vibrante recital en el que Joseph Anthony Byrd, Sam Dowling, Marshal Carolan, Tim Young, Omar López-Cepero y Brad Greer demuestran que la materia prima del género es la partitura y el intérprete, poco más necesitan para asomarnos a algunas de las páginas más brillantes, a títulos que siguen iluminando marquesinas y millones de recuerdos, de realidades cada vez que sus antológicas notas vuelven a sonar; con esa facilidad que sólo da el haber mamado el musical, el haber nacido con él como referente (incluso aunque, como alguno de ellos explica, le fuese ajeno en su infancia: lo llevan en el ADN), sin estridencias, transmitiendo emociones, eléctricos, sensuales, divertidos, apoyándose los unos a los otros, conformando un conjunto homogéneo que respeta sus individualidades, desarrollando sus personalidades, estos seis artistas son capaces de emular a The Jackson Five para anonadar con una versión de Imagine que a buen seguro hará estremecerse a John Lennon allí donde esté (es el momento en que explican a qué se llama “junebox musical”, de ahí estas canciones), suplir con sus cuerpos y coreografías la ausencia de escenografía, ofrecer un recorrido que se antoja breve por la esencia del musical, abriendo el apetito del espectador, tocándole teclas y fibras muy diversas, contagiándole pasión y, en nuestro caso concreto, recordándonos algunas de nuestras mejores experiencias: Wicked, ese mágico espectáculo que vimos dos veces para olvidar nuestra primera llegada a Londres, accidentada y en la que nos perdimos el comienzo, al margen de tener a alguien esperándonos en la puerta del teatro con las entradas algo más de una hora (todo por uno de esos guías que van de simpaticotes, pero no saben hacer su trabajo y tardan cuatro horas en dejarte en el hotel, un andaluz que, creyendo que nadie le comprendía al hablar en inglés, fatuo y jactancioso, le dijo al chófer “estos españoles siempre quejándose por todo”… ¡Qué suerte tienen algunos cuando topan con gente que, aunque reclama sus derechos, es educada! –es lo que tiene viajar con esa agencia del aguilucho, si es que este pajarraco no trae nada bueno-); La Calle 42, todo un catálogo del cine musical de los años 30 con ese himno que es Lullaby of Broadway (precisamente vimos la otra noche la película así titulada y protagonizada por Doris Day, un regalito que nuestro Mairena hizo a Pablo por su cumpleaños –es lo que tienen los amigos de verdad: que se preocupan por procurarte aquello que te gusta-); Jersey Boys, uno de los momentos más electrizantes que recuerdo haber vivido en un patio de butacas (y, al igual que Miss Saigon, tuvo lugar en el Prince Edward Theatre, en el que también vimos volar –literalmente- a Mary Poppins –y no pude evitar proferir un “¡Qué fuerte!” que se oyó en toda la sala-; tal vez por eso, junto al Palladium –en el que hemos aplaudido a la gran Connie Fisher en Sonrisas y lágrimas, a la fastuosa Patina Miller en Sister Act y al mítico Michael Crawford en El Mago de Oz-, el Prince Edward es mi teatro favorito en el West End), Jersey Boys consigue levantarte de la butaca, te inyecta adrenalina, imprime un ritmo a las canciones de Four Seasons que no decae en ningún momento.

   Y todo eso puede revivirse (o conocerse) en el Calderón durante este mes de junio gracias a The Broadway Boys, artistas completos, con talentos que desbordan, sin darse tregua, prácticamente los seis en escena todo el tiempo, tomando la voz solista cada uno cuando es necesario, creando segundas voces que apoyen a la principal, interpretando, bailando, gozando con lo que hacen, logrando que el musical alcance cotas muy altas que, por desgracia, no siempre tenemos la oportunidad de disfrutar en Madrid (porque, ya que me consta que hay muchos por ahí que menosprecian este espectáculo sin haberlo visto por considerarlo “barato”, “para profanos”, “con poca chicha”, “sin sustancia”, peor aún es ofrecer lamentables versiones, “quiero y no puedos” constantes, perpetraciones varias y venderlo como “a la altura del original”, hacer creer al público que así se hace en otros países). Por lo tanto, sean bienvenidos artistas de este calibre que respetan y aman su trabajo, que se mueven en escena sin aparente esfuerzo, que cantan con inmensa naturalidad, espectáculos que nos traen un pedacito de Broadway y que, a buen seguro, muchos disfrutarán como nosotros porque ahí están sus sensaciones, sus recuerdos, sus deseos, su banda sonora (los que realmente amamos el musical reconocemos a los iguales por el brillo de los ojos, el cimbreo del cuerpo, el aplauso cómplice, el tarareo irrefrenable).