sábado, 27 de abril de 2019

OJO CLÍNICO





   En este ángulo oscuro del salón se acumulan, bien lo saben los leales, muchas cosas, fundamentalmente libros, mi síndrome de Diógenes en lo que a estos se refiere no tiene cura posible, podré renunciar a casi todo (e incluso, las cosas como son, a algunos de los que me gustaría adquirir, procuro dosificarme -sin demasiado éxito-, razones presupuestarias me fuerzan a ello más de lo que me gustaría), pero mientras haya un resquicio en el que depositar un volumen, mientras consiga habilitar nuevos espacios a priori impensables/imposibles para colocar algunos, mientras siga habiendo tanto por leer (y si falta, les juro que desaparezco), mientras me sea posible continuaré en la misma línea. Y, al margen de algunas otras circunstancias, esa es la causa principal -su proliferación, su número- de que lleve un retraso enorme a la hora de dar cuenta de mis lecturas (y de hacerlas) en estos desvaríos que ustedes tienen a bien atender y hasta, así me lo hacen llegar, reclamar y  agradecer (nunca podré transmitir con plena intensidad cuánto lo hago yo -lo segundo- con cada persona que dedica algún momento a interesarse por lo que pasa en este rincón), motivo que, por ejemplo, me llevó a hablar sobre la primera parte de la Edición Integral de Rompetechos cuando estaba a punto de publicarse la segunda (algo que sucedió en octubre del pasado año) y, así, ir retrasando el por otro lado ansiado momento de hincarle el diente para que la melodía del arpa no sonase muy repetitiva (precisamente por ello, aunque no me gusta demasiado remontarme a mí mismo, opto por dejar aquí el link de lo publicado en septiembre, aunque no sea imprescindible para poder continuar con lo que vendrá después del punto y aparte: https://elarpadebecquer.blogspot.com/2018/09/mi-vivo-retrato.html).



   Editado por Bruguera Clásica -¡Ay, qué emoción!- llega este volumen tan fabuloso, espectacular y apasionante como el que le precede y junto al que completa lo que podríamos denominar el “todo Rompetechos”, sus historietas en solitario, aquellas que protagonizó -sus apariciones en 13, Rue del Percebe se encuentran en un tomo similar al que nos ocupa dedicado al edificio más famoso del cómic español-, desde 2009 no ha vuelto a hacerlo, pero su creador le/nos ha seguido regalando intervenciones estelares del personaje en aventuras de Mortadelo y Filemón. Y si la primera parte terminaba con la portada del Din Dan correspondiente al 2 de noviembre de 1970, esta se inicia justo una semana después con una página de Tío Vivo y una nueva portada de la publicación de la que fue mascarón de proa (con algunos paréntesis) hasta que dejó de publicarse en 1975. Nos reencontramos con la desbordante imaginación de Ibáñez para crear carteles, rótulos, anuncios, letreros y, sobre todo, para transformarlos en algo bien diferente cuando Rompetechos pone su vista (o lo que sea) sobre ellos -así, por ejemplo, “Banco Chambre. Hipoteca. Plan de pensiones” es para nuestro personaje “Rancho Grande. Discoteca. Grandes salones” o, es con la que más he reído y mira que ha habido candidatos posibles, “S. Cusca. Prior de este convento” pasa a ser “Se busca pintor que esté contento”, confusión que Rompetechos rubrica con un “¡Pues yo estoy como unas castañuelas, no te digo!” absolutamente desopilante-, con su facilidad para el gag -y aunque lo repita, al leer toda la serie seguida se localizan algunas, no excesivas, reutilizaciones, siempre consigue que resulte fresco y no sea una mímesis absoluta del que ya funcionó-, con su acierto a la hora de caricaturizarlo todo, prueba de ello es que, como ya se apuntó hace unos meses, alguien como un servidor que cada vez es más miope -sólo miope, perdón si suena vanidoso, quiero aclarar que de cerca veo muy bien e incluso, por consejo de la oculista, leo sin gafas, también suelo prescindir de ellas para consultar el móvil o cuando escribo algo en él- se muere de la risa (y, más allá de la lógica exageración cómica, se reconoce) con los tropezones y equívocos de alguien que no desfallece, inasequible al desaliento cuando se propone algo (aunque a ratos es consciente de sus limitaciones, se avergüenza de ellas, procura disimularlas -bien es cierto que apenas unos segundos-), tropezando en la misma piedra casi podríamos decir con saña y delectación, sin escarmentar ni buscar soluciones.



   Uno de los mayores regocijos que proporciona este volumen es que recopila las páginas más recientes de Rompetechos, esas con las que Ibáñez amplió/recuperó la serie entre 2003 y 2009 para la revista Top Cómic Mortadelo, páginas que a buen seguro provocarían carcajadas entre los chavales del momento, páginas con diferentes niveles de lectura/interpretación según la edad que tenga el lector, páginas que demuestran el modo en que el creador se va adaptando a los tiempos (o, tal vez sea más preciso, adapta estos a sus viñetas), hace evolucionar a su criatura (quien, incluso, está a punto de cometer un -accidental, como todo lo demás- magnicidio en la figura de Aznar) y hasta se permite chistes de índole sexual (de lo más inocente, por más que algunos se rasgarán las vestiduras), además de corresponder a sus diferentes invasiones de historietas ajenas con la aparición (efímera en los dos primeros) de Mortadelo, el profesor Bacterio, Ofelia y el Súper (Filemón se marca un Joan Collins y se queda al margen, tal y como hizo la actriz con Los Colby). Lo más estimulante de esta edición integral es confirmar que lo de Rompetechos no es cuestión de nostalgia, de evocar aquellas tardes tronchado de la risa, es comprobar que si entonces leíamos las mismas viñetas una y otra vez, y volvíamos a soltar la carcajada, ahora sucede lo mismo, da igual en qué página estemos, de qué año sea la historieta, no importa si conocíamos/recordábamos el gag, puede ser relacionado con alguno de sus empleos, mientras busca satisfacer un capricho o de vista al tío Lentejo (aunque este hombre se merece un monumento o convertirse en asesor de los superhéroes de Marvel por lo que resiste y todo a lo que sobrevive), Ibáñez vuelve a dejar clara su categoría, su maestría, su perspicacia para encontrar aquello que, de un modo u otro, a una edad o a otra, va a funcionar, no hay duda de su ojo clínico para pulsar los resortes idóneos y hacernos estallar/llorar de risa.

domingo, 21 de abril de 2019

...PORQUE HAN APAGADO SU VOZ





   A pesar del un tanto inevitable (e infumable) tufillo a buenismo que destilan (y empalagan) muchas de las letras de José Luis Perales, no dudo en robarle una frase para titular este texto y dejo los puntos suspensivos como inicio no sólo para señalar que hay algo antes, sino por la inevitabilidad que conllevan, porque es la lapidaria conclusión que inevitablemente se extrae de la lectura que hoy quiero compartir con ustedes, porque fue el punto de partida para que Estela Baz se lanzase a escribir (y más teniendo en cuenta que los versos anteriores de la canción dicen “Que canten los niños que viven en paz / y aquellos que sufren dolor, / que canten por esos que no cantarán…), algo, por cierto, de lo que no era tan difícil percatarse, carencia que hubiese debido ser clamorosa, pero en el espinoso/dramático/terrorífico asunto en que vamos a adentrarnos abunda demasiado lo de mirar para otro lado, silenciar la barbarie, ocultar el dolor, negar la tragedia, culpabilizar a las víctimas, en definitiva, apagar las voces disidentes, cercenarlas, amordazarlas con el miedo o con amenazas concretas o latentes, asesinarlas (algo que también ocurre con quienes ni llegan a alzarla porque no se lo consienten, porque no se les da la oportunidad, porque da igual lo que hagan puesto que están condenados de antemano). También, debo confesar, he estado a punto de poner la frase entre interrogaciones, de lanzar la pregunta a los cuatro vientos, de hurgar en la herida, de lamentarme de que la posible respuesta/justificación no nos conmueva y remueva con la contundencia/virulencia necesaria contra aquello que no puede menos que ser rechazado, combatido (hay muchas maneras de hacerlo: consúltese el DRAE), extirpado, aquello que ojalá algún día forme parte de un pasado realmente lejano y no siga emponzoñando la convivencia, haciendo sangrar (literalmente) viejas heridas o infligiendo nuevas; es algo, hacerse preguntas de este cariz, a lo que invita/ayuda, que está en la médula de un libro que desde su propia gestación se ha convertido en necesario por muchos motivos: para no olvidar -aunque sería (es) más preciso decir para hacer justicia, para enmendar errores, para coadyuvar a una reparación aún pendiente-, para hacer reflexionar, para, como tantas veces se dice, conocer la historia y no condenarnos a repetirla, para extraer enseñanzas que bien podrían servir para enderezar el rumbo actual (y no sólo en lo estrictamente relacionado con lo que la autora narra), para paliar un error del que, como señala atinadamente Luis del Olmo en el prólogo (y sabe de lo que habla), fuimos cómplices (y lo hemos seguido siendo mucho tiempo) aunque lo hiciéramos con las mejores intenciones (“la conveniencia de no victimizar a los niños por partida doble”).

   Como les decía, Los niños de Lemóniz (publicado por Espasa el pasado mes de enero) se le impuso a su autora, podría decirse que no le quedó otra, el espeso manto de silencio empezó a agujerearse, Estela Baz se atrevió a formular preguntas y a querer difundir las repuestas, primero a sí misma, de ahí pasó a los demás, a los protagonistas de su historia (me cuesta llamarla novela por más que lo sea: contiene tanta verdad, sacude de tal manera para hacernos despertar y colocarnos la vida -negada, perdida, arrancada- delante de los ojos que, por más que el relato se articule de ese modo no me gustaría que nadie creyera que va a leer una ficción, la que algunos han logrado imponer y hasta borrar -como si hubiese sido fruto de la invención de alguien-), a aquellos a los que se había obligado/enseñado a callar, a las víctimas que ni siquiera sabían que lo eran. Fue impactante el modo en que nos narró la gestación durante un encuentro en un hotel de Madrid, junto a mi Pepa Muñoz y algunas de las compañeras blogueras habituales pude ser testigo (contemplando sus ojos, sus manos, cómo escogía las palabras, cómo se emocionaba) de lo mucho que Estela ha dejado entre las páginas de su libro, también de lo mucho que ha recuperado y podido asimilar por más que, insiste y demuestra, ella no la protagonista/narradora: “Ángela tiene mucho de mí, pero no soy yo: he hablado con gente de circunstancias muy diferentes y con algo de todos ellos he ido construyendo los seis niños protagonistas a través de lo que ellos me han contado, les he hecho vivir por lo que aquellos pasaron. Mi objetivo ha sido reunir experiencias, hechos, cosas que ocurrieron, nunca quise hacer un ensayo sino hacer memoria, recordar cómo se vivió aquello”. Aunque leída nunca pueda ser igual porque faltan su voz, su respiración, sus pausas, su cadencia, reproduzco a continuación, eliminando tan sólo alguna reiteración o pequeños titubeos, la génesis de Los niños de Lemóniz tal y como Estela tuvo a bien compartir con nosotros: “Hace ya un tiempo, quedé con unos amigos a los que hacía mucho que no veía y una amiga muy íntima, aprovechando que estábamos muy pocos, nos dijo que iba a contarnos algo que aún no había compartido con nadie y que le había pasado estando en Alemania: vivió un atentado, estaba con su hija, salieron corriendo a esconderse donde pudieron, en una tienda, escuchaban los disparos, lo que sucedía fuera, la gente gritaba, su hija, que era muy pequeña, la miró a los ojos y le dijo “mamá, nos van a matar”. Aún me emociono cuando lo cuento, creo que en algún momento dejará de pasarme, el caso es que ahí fue cuando algo se me movió dentro, ese fue el desencadenante para que me preguntase qué pasa con los niños que han vivido el terrorismo de cerca. Empecé a buscar información, puramente psicológica y testimonial, y apenas encontré algo, no se habla de los niños, a pesar de que ahora se los tiene muy amparados, vigilados, pendientes de su bienestar; de ahí pasé a lo más personal, a mí misma que nací en Bilbao, que fui testigo directo de un modo u otro de lo que sucedió en aquellos años, quise saber si vivirlo me había dejado alguna huella. El caso es que a veces se da la magia de que la vida parece decirte lo que debes hacer, te pone cerca de las personas que pueden ayudarte, empezaron a aparecer testimonios en primera persona, empecé a escuchar, siempre teniendo en mente que quería encontrar el punto de vista infantil y dar voz a todas esas víctimas invisibles”.

   Es un gran acierto que el libro esté narrado por una niña, Ángela, que cumple tres años en las primeras páginas y a la que acompañaremos a lo largo de algo más de cuatro, quien aunque habla en pasado cuenta sin filtros ni autocensuras adultas lo que ella, su familia y amigos muy cercanos vivieron entre marzo de 1978 y junio de 1982 en el municipio vizcaíno que aparece en el título, tristemente popular por los sucesos aquí recogidos y que Estela Baz recupera de la hemeroteca (cada capítulo se inicia con algunos titulares del momento, permitiendo reconstruir la cronología de lo sucedido, el modo en que los medios dejaron -o no- constancia, contextualizando y recordando continuamente que eso sucedió) para que nos adentremos aún con mayores pavor y dolor en lo que una criatura tan pequeña percibe, intuye, intenta comprender, provocando un desasosiego incontenible, una impotencia monstruosa, una amargura desoladora, una aflicción insoportable que, sin embargo, nos aferra a la lectura, no podemos abandonar (una vez más) a las víctimas, no podemos ignorar (de nuevo) que no sólo son tales las mortales (e incluso a estas, ¡oh, infamia!, se les niega en muchas ocasiones/lugares tal condición/homenaje/respeto). Estela Baz ha logrado una gran autenticidad en este testimonio infantil en el que el adulto va rellenando huecos, sumando crueldades, anticipando torturas (¿Cómo llamar, si no, al ostracismo, a los insultos a tus padres, a las burlas, al señalar con el dedo por “diferente”, a que alguien diga que lo normal -lo que se merece- es que asesinen a quien más quieres?), un estremecedor relato en que se pone en valor algo que también se ha pasado por alto/dado por hecho en demasiadas ocasiones, aquellas que han sido (son) heroínas sin pretenderlo ni, mucho menos, quererlo, los pilares de tantas familias extorsionadas, vejadas, golpeadas, desmembradas (y perdón si a alguien le parece un tanto inadecuada la palabra pero creo que pocas definen lo sufrido con tanta precisión, por más que sea necesariamente gráfica -la metáfora es en muchas ocasiones una manera de restar importancia-): “Me di cuenta de lo importantes que son las madres en el libro cuando lo tuve terminado y lo leí junto al editor: luchando por su familia en la sombra, abriendo los ojos a sus maridos para que no normalizasen la situación y al mismo tiempo procurando que no afectase a los niños. Muchas se quedaron solas y, aún peor, quedaron así de por vida en el sentido de que fueron abandonadas por los demás, se las ignoró”. Esa nueva afrenta, esa indiferencia -¿cobardía?-, esa doble culpabilización (“algo habrán hecho”, “se lo merecen”) sobrevuela con sombra implacable y ominosa, destilando insidia y saña en el modo en que perturba a niños incapaces de comprender por qué hay que seguir jugando a algo que les aburre (y a ratos inquieta) como es buscar duendes debajo del coche, cambiar de vehículo cada poco, no descolgar el teléfono salvo cuando sus timbrazos responden a determinada señal, ir a comprar lejos de casa, no digamos si lo que sucede es que tu amigo deja de serlo/hablarte porque así se lo han dicho sus padres (y porque el tuyo es esto y aquello y tendría que estar muerto) o que nadie se presenta a tu fiesta de cumpleaños (uno de los momentos que más intensamente me afectó).

   Que la historia la cuente una niña en caliente también posibilita a la autora mantener un equilibrio exquisito que coadyuva y potencia la veracidad, la viveza, la grandeza de un relato que no puede contaminarse con apriorismos o sentimientos de adulto (como si debe hacerlo la lectura, al menos no puedo ni quiero que sea de otro modo), en gran medida para hacer igualmente en ese aspecto justicia con los verdaderos protagonistas: “Mi experiencia, hablo de que lo que yo he vivido, de lo que he conocido, es que las víctimas no hablan de venganza, no tienen la emoción del odio, no existe rencor, son gente muy generosa. Lo que necesitan es que se haga justicia, hay demasiados casos sin resolver, pero lo del ajuste de cuentas es otra cosa, no va con ellos”. Y, aunque pueda parecer poco, que se digan ciertas cosas en voz alta, que se escriban, que no se camuflen datos/realidades, que se lean es, como apunta Luis del Olmo, “ya una reparación”, tanto para (cito la dedicatoria que abre el libro) “todos aquellos que vivieron situaciones terribles y que todavía, a día de hoy, no son capaces de ponerles palabras” como para “esas madres que día a día se esforzaron para que sus familias fueran felices, a pesar de todo lo que estaba ocurriendo” y, por supuesto, “este libro va dedicado a ellos, a los que perdieron la vida de forma injusta. Estén donde estén, espero que sientan el cariño con el que está escrito”. Puede estar Estela muy tranquila (y satisfecha del trabajo llevado a cabo) porque nos sacude ese cariño, lo que no impide (más bien actúa como catalizador) que sobre todo nos golpeen el dolor y el terror vividos, los mismos que, agazapados o sin esconder su insidia (y hasta su impunidad), siguen castigando a las víctimas (y no sólo a las supervivientes, alguien debería tomar nota de una vez y paliar tamaña injusticia, sin partidismos ni electoralismos): “Escribir el libro me ha ayudado muchísimo, ha sido una sanación personal, sobre todo porque yo no era consciente de lo que había pasado, nunca se había hablado y nunca me había molestado en leer nada, no había sentido esa necesidad. Ahora me he puesto en la piel de las víctimas, aplaudo lo que siguen haciendo para que no se olvide, para que no se cambie el relato”. Bienvenido sea este, precisamente para evitarlo.

martes, 16 de abril de 2019

CUANDO LA LETRA EN LA SANGRE SE ADENTRA





   Querría (y debería) haber escrito mucho antes sobre Papel y tinta, si bien es cierto que, de un modo u otro, no he dejado de recomendarla desde que me zambullí en sus páginas el pasado mes de enero; sin embargo, diferentes circunstancias han ido retrasando el cumplimiento de una promesa hecha (con sumo gusto y a partir de mi ofrecimiento, de mi necesidad de, como tantas veces, compartir una magnífica experiencia lectora con los leales a este ángulo oscuro del salón) a su autora, algunas remuneradas, creo que es fácil comprender que, al tener que atender esos asuntos como merecen para así poder cobrar la factura, los placeres y, podríamos decir, caprichos se vean reducidos y hasta desterrados (y, a pesar del talante no sé si estrictamente periodístico pero sí profesional con que abordo los textos que aquí aparecen, este blog no deja de ser eso, algo que uno hace por causas diversas pero -¡ay, dolor!- sin que la cuenta del banco reciba algún ingreso por mínimo que sea). Precisamente por estar embarcado en uno de estos compromisos, no pude terminar la novela antes del ameno, interesante y divertidísimo encuentro que Suma de Letras convocó a finales de enero (y allí estuvimos tantos compañeros y amigos de estas lides literarias con mi Pepa Muñoz al frente), llegué más o menos a la mitad (lo que supone conocer mucho en una historia que se extiende a lo largo de casi 800 páginas), embebido, absorbido, cautivado por lo leído, pero quise hacer justicia con la obra (como procuro hacer siempre) y escribir sólo una vez la hubiese terminado (algo que cumplo a rajatabla -excepto las lecturas que abandono y que, al menos aquí, no tienen espacio más allá de alguna andanada dejada caer si viene al caso-), a ello me comprometí con María Reig, aunque le transmití todo lo que me estaba sorprendiendo, evocando, descubriendo su ópera prima cuando tuve el inmenso placer de conversar con ella un par de horas antes de reunirnos con el resto para lo que a continuación contaré, momento compartido con Pepa y que esta se ocupó de inmortalizar como puede ver quien lo deseé en este link: https://www.youtube.com/watch?v=eb0Wm8G_hFo.

    Papel y tinta es una pormenorizada, cuidadosa y cuidada, soberbiamente documentada reconstrucción del Madrid de principios del siglo XX (abarca el periodo entre 1908 y 1931, no en vano he querido escribir lo más cerca posible del 14 de abril -fecha con la que no he podido cumplir como deseaba porque un molesto enfriamiento me tuvo fuera de juego prácticamente todo el fin de semana-), muchos de sus escenarios aún pueden visitarse y permanecen inalterables o casi, otros han cambiado muchísimo, algunos conservan vestigios de lo que fueron, el caso es que la confitería El Riojano, fundada en 1855 por el pastelero personal de Isabel II, el lugar donde nacieron las populares pastas del Consejo con vistas a que Alfonso XIII, nacido rey pero todavía un niño, sobrellevase en lo posible las arduas, fatigosas y para él inextricables reuniones del Consejo de Estado, El Riojano, como decía, aún ofrece sus exquisiteces para llevar a casa o degustarlas en su elegante salón de té, continúa siendo testigo de la Historia en el mismo lugar de la calle Mayor en que abrió sus puertas hace algo más de siglo y medio, y puesto que aparece en las páginas de la novela de María, nada como citarse allí para dar comienzo a un apasionante recorrido por las cercanías (por algunos de los cuales paseo a diario con Fosco) y para que la propia autora fuese desgranando algunas curiosidades sobre San Ginés, chocolatería y callejón (en la puerta de aquella tiene lugar una de las escenas más emocionantes), el Viena Capellanes de la calle Arenal que, precisa y paradójicamente (ahora que hubiese podido formar parte de la ruta madrileña que sigue la novela), cerró sus puertas justo cuando Papel y tinta estaba a punto de terminarse o el edificio que para un servidor siempre será el de los Cines Madrid (aquellos en los que cumplí mi sueño de ver Lo que el viento se llevó junto a los tíos) y que en los años 20 del siglo pasado fuese el Central Kursaal o Gran Kursaal, por todos ellos nos guio María rememorando algunos pasajes de la novela (siempre con el cuidado de no anticipar ninguna de las múltiples sorpresas, algunas realmente imprevisibles, que da la historia), regresando hasta El Riojano para tomar un café (o lo que cada uno quiso) y seguir conversando sobre literatura y sobre los años en que la jovencísima escritora ha situado la acción de Papel y tinta. Antes de continuar, para no confundir a nadie, aclararé que terminé mi lectura hace un tiempo, poco después de los hechos que acabo de contar, pero hubo que ir atendiendo compromisos y trabajos que reclamaban urgencia, después me pareció que lo más oportuno era esperar al 14 de abril y, mira por donde, de paso puedo celebrar que la sexta edición ya está en las librerías; Papel y tinta no se puede abandonar, engancha como los grandes, bien trenzados y aún mejor escritos folletines a los que homenajea/recrea, María Reig hace justicia con un estilo, un género, unos autores, unas maneras de narrar que siguen siendo muy pertinentes, especialmente cuando se trata de dotar de verosimilitud y de auténtico aliento de época a novelas que transcurren en determinado momento, se toma su tiempo para ello tanto en páginas como en ritmo porque es minuciosa, detallista, describe con viveza y precisión, lo que no impide (todo lo contrario, es algo que puede admirarse -y en casos como el que nos ocupa aprenderlo y aprehenderlo demostrando ser una alumna muy aventajada- en maestros como Dickens, Galdós o Dumas) que la acción interna jamás decaiga, nada es gratuito ni regodeo del autor en sus facultades, conocer cómo está dispuesto un salón, la fachada de un edificio, el ambiente de un estreno, lo meramente descriptivo (aunque sólo lo sea en apariencia) cumple con su función y ayuda a comprender mejor por qué sucede lo que sucede, por qué los personajes se comportan como lo hacen, a que la peripecia novelística (que se reconoce, agradece y aplaude como tal) nos resulte real (al menos el tiempo en que estamos envueltos en ella, que es de lo que se trata).

   La juventud de María Reig apabulla y al mismo tiempo entusiasma porque echa por tierra tantas generalizaciones absurdas, falsas e insultantes como corren por ahí (especialmente en ese campo de batalla en que por desgracia han devenido las redes sociales, Twitter con especial virulencia -debe ser por eso que un servidor la frecuenta lo justo, casi exclusivamente por motivos relacionados con este blog, mientras que cierta cateta que se las da de experta ha optado por refugiarse ahí, le basta con 260 caracteres o menos para seguir dejando su cortedad de miras y enanez mental): es maravilloso, en parte por lo comentado al final del párrafo anterior, que confiese que desde el principio tenía claro que su primera novela iba a ser tan extensa, eso habla de lo meditada que estaba, de lo interiorizada que la llevaba, de sus inquebrantables ambición (lo que no es negativo en estas lides) y fe en un proyecto que se empeñó en sacar adelante buscando mecenas, encontrando tantos que Papel y tinta ya era factible y posible antes de que Suma de Letras se interesase por ella y auspiciara su debut como novelista con todos los honores. Es igualmente emocionante su amor por esta profesión nuestra tan baqueteada, denostada (en muchas ocasiones con razón), humillada, desprotegida, usurpada y gravemente herida, María lleva las palabras, el papel, la tinta en las venas, no en vano es periodista y rinde un impresionante y necesario tributo a aquellos que nos precedieron, a los que hicieron posibles muchas cosas, a los que forjaron y dignificaron el oficio, a los que inventaron géneros, a los que implementaron libertades, nombres y cabeceras que, como mucho, te hacen memorizar en la facultad pero en cuyas obra y trascendencia no se profundiza (ni se esboza, se trata de largas enumeraciones y punto), gentes que derribaron barreras y a las que rescata con nombres y apellidos reales (no sólo en el ámbito del periodismo), algunas de ellas le han servido para crear sus personajes, a través de los cuales se ha permitido poner ciertas cosas en claro, gracias a los que nos invita a pensar, a descubrir, a levantar velos, a reconocer errores (que aunque fuesen de otros, de los entonces, hemos heredado y/o reproducimos, en demasiadas ocasiones sin ser conscientes de ello). Papel y tinta supone todo un regalo para los del gremio periodístico, no cabe duda, pero también lo es para cualquier amante de la literatura, da igual el género que se prefiera, ya que es un canto a los múltiples poderes de las palabras, al anhelo de querer plasmar sobre un papel (o una pantalla) aquello que uno precisa sacarse de dentro, al imperioso e incontenible impulso de teclear (¡Ay, esa máquina de escribir: música celestial!), al agradable cosquilleo con que uno parece dejar salir las letras por las puntas de los dedos, es la obra de una letraherida, da igual el género que escriba, algo que se traslada a Elisa, esa estupenda protagonista porque es poliédrica y no siempre se está de acuerdo con ella (o con su modo de pensar/actuar), por más que apoyemos y secundemos su máximo objetivo a veces no podemos por menos que sacudir la cabeza e incluso afearle la conducta, el caso es que tampoco ella (cuenta la historia en primera persona) se vende como un dechado de virtudes, quiere que comprendamos y compartamos su vocación (algo que resulta muy sencillo) pero asume sus equivocaciones (y si no es así, el lector tiene la información necesaria para, en ese momento, distanciarse de ella).

   Como ya se señaló, la documentación manejada se percibe y demuestra exhaustiva, de una precisión quirúrgica, ensamblando con magníficos resultados lo (no podía ser de otro modo) extraído de la prensa del momento, lo que estaba sucediendo en el país, los hechos reales con los inventados, formando un conjunto impecable y sin fisuras, sumergiéndonos de tal modo en la época que encontramos natural que la impostura, la osadía, el pie forzado que está en el núcleo de la novela no resulte tal más allá de lo que supone técnicamente como quiebra/sorpresa, puesto que es fácil entender que aquellos señorones (hablo en masculino, hago hincapié en ellos, aunque tampoco las mujeres intuyan nada, al fin y al cabo son prisioneras de su tiempo) no puedan ni imaginar lo que está pasando ante sus ojos, fundamentalmente porque no creen ni remotamente factible que algo así pueda suceder (y, desde luego, no saldrá de mi boca ni una pista de a qué me estoy refiriendo, ya lo leerán ustedes, a buen seguro con la boca abierta). Por cierto, los suspicaces (que ya me los conozco y sufro a diario) pueden estar tranquilos porque, al margen de lo ya comentado sobre el carácter poco ortodoxo de su heroína, existe un personaje masculino protagonista fascinante, alejado del cliché, que resulta igualmente ambivalente porque María Reig evita la brocha gorda, lo estereotipado, esquiva lo rutinario y convencional incluso cuando es imprescindible, dándole un toque particular y, especialmente, armonizándolo con el conjunto para que fluya con naturalidad y nada se resienta. Lo mío no son noticias frescas, ahí están las seis ediciones que por el momento lleva Papel y tinta, pero no me importa repetirme porque lo que hago es sumarme al coro de los muchos lectores que se han dejado conquistar por María Reig y ya están impacientes ante lo que deba llegar, ante esas letras que ella, no me cabe duda, lleva en la sangre desde que nació, así lo demuestra este (primer, ¡pásmense!) novelón que ha publicado con apenas veintisiete años. ¡Brava!