viernes, 14 de septiembre de 2018

MI VIVO RETRATO







   NOTA: Como tantas veces he dicho, este blog es una especie de diario, algo muy personal por más que adopte/reivindique una actitud profesional, algo casi inevitable en gran parte de lo que escribo y difundo a través de las redes sociales; en la mayoría de las ocasiones parto de lecturas (u obras de teatro, películas y series) pero no para hacer una reseña ni una crítica al uso o en el sentido más ortodoxo del término (sea como género periodístico o literario) sino para plasmar por escrito aquello que he experimentado, lo que he pensado, sentido, reflexionado durante la lectura y una vez la terminé, hay una intencionalidad clara de compartirlo con otros (ese entusiasmo cómplice de los que gustamos de lo mismo -leer, audiovisual, artes escénicas, emociones en general-), pero sobre todo un a modo de introspección que desde muy niño practico mejor cuando escribo. Puesto que en esta ocasión empecé a tirar de un hilo que me ha llevado por vericuetos que tal vez poco o nada tienen que ver con el que pretendía fuese asunto principal y único del siguiente texto tal y como anuncia la foto que lo encabeza, no tengan reparos aquellos que sólo estén interesados en Rompetechos -que es el que importa- en terminar este párrafo, saltarse los dos siguientes hasta llegar al punto en que reconozco, igual que ahora, que “me he puesto demasiado solemne” y leer desde esa frase (utilizando terminología teatral, tomen esas palabras como si fuesen su pie y, entonces sí, irrumpan en escena). A aquellos que soporten el chaparrón y el abuso de confianza, gracias por la oportunidad del desahogo, pero, lo digo muy en serio, voy a agradecer igual de profundamente la atención si ahora dan un par de saltos (los dos puntos y aparte siguientes) e ignoran mi verborrea.

   Las lecturas vuelven a mezclarse, también estas notas que van brotando del instrumento polvoriento que se siente olvidado y al mismo tiempo cobijado por las sombras de este ángulo desde el que observar sin ser visto, con El último fado de Concepción Valverde aún en los dedos ya que sobre ella versó el último desvarío que publiqué (de lo que me ha dejado en el corazón di buena cuenta allí) retomo el asunto de las infancias envueltas en algodón donde los niños son tratados como material sensible, como piezas de colección, como joyas preciosas (son todo eso y más, sin duda, pero aquí -y allí- hablamos de extremos, esos que tantas veces provocan lo contrario a lo que pretendíamos). No se está abogando por la anarquía ni por obligar a nadie a que crezca de golpe, a que se salte etapas, tampoco se defiende aquel adagio que afirma (e incluso diría condena) que para aprender (intelectual, social e íntimamente, en todos los aspectos) hay que sufrir, pero, hablando desde la experiencia propia, suele resultar muy contraproducente ignorar o tener una imagen distorsionada cuando no directamente falsa de lo que es el pan nuestro de cada día, las caídas de este tipo son las más duras, los chascos, las decepciones, las aberturas de ojos, los dolores que empiezan con un “yo creía que” dejan unas secuelas para las que no siempre se encuentra la cura completa, descubrir que el país multicolor en que nuestros mayores nos regalaban ambrosía es más ficticio que aquel en que nació la abeja Maya provoca conmociones más terribles que el final de la infancia provocado por esas revelaciones que todos sabemos relacionadas con regalos y dientes, como el colchón es arrebatado a las bravas, sin explicaciones ni anestesias, como a uno lo lanzan a la vida sin paracaídas, el topetazo es de aúpa (y no es tan fácil resurgir en contra de lo que vemos en dibujos animados o cómics -vamos entrando un poco en materia, vuelvo a abusar de su paciencia-).

   Y en ocasiones no hace falta esperar mucho para que, por así decirlo, el mundo se haga real, todo empieza en el colegio (e incluso en el jardín de infancia si me apuran) y el primer contacto con eso a lo que llamamos socialización, o sea, cuando lo de “en mi casa jugamos así” deja de tener validez o cuando menos se enfrenta a la misma frase pronunciada por otro y, por lo tanto, con otro contenido, cuando topamos con los demás, con desconocidos con los que hemos de convivir muchas horas, con gentes que dicen, hacen y piensan cosas muy diferentes a las nuestras, cosas que no nos enseñaron (u ocultaron). Así, hablando en términos muy generales, dejamos de un minuto para el otro de ser un niño consentido, mimado, protegido, acunado para darnos de bruces con la crueldad, incluso para descubrir la nuestra, a veces es un mecanismo de defensa, si no surge al principio el entendimiento, la amistad, la curiosidad sana, los sentimientos sin malicia ni prejuicios, al no tener referencias ni conocimiento, al no estar prevenidos, se actúa por impulso y sin filtros ni frenos, por eso los niños pueden ser tan despiadados (lo mismo que todo lo contrario, depende del carácter, claro, pero como está por formar va de acá para allá porque aún no sabe controlarse ni disimular). Sí, hay que ir endureciendo la piel, es un proceso natural, no hay fórmulas mágicas, en gran parte esto es un hablar por hablar (aunque son reflexiones meditadas y matizadas con el paso del tiempo), pero, pasamos ahora lo más terrible del asunto, quedar expuesto al ojo público sin las herramientas precisas para ello nos deja indefensos ante los que se adaptan muy pronto al medio, vienen resabiados de casa, han asumido pronto el rol estereotipado y dominador y sólo saben demostrar su supuesta superioridad a base de humillar, acosar, golpear, insultar, señalar, marcar territorio, abusar, anular a quien en realidad saben puede hacerles sombra/desmontarles el invento. Habrá quien alegue, y le doy toda la razón, que, por desgracia, ir, por así decirlo y ya que estamos en el terreno escolar, con la lección aprendida (y más ahora en que, al igual que aumentan exponencialmente los efectos del bullying, las redes sociales dan altavoz a las víctimas y narran la tragedia cotidiana, el infierno que lleva a tantos a decisiones drásticas, a la más drástica posible puesto que la vida -o lo así llamado- no les merece la pena -la condena- que sufren a diario) no evita que hechos terribles se repitan y se, por así decirlo, sofistiquen (es buen momento para recordar una excelente novela de la que ya hablamos en su día, Tigres de cristal de Toni Hill que, además, al transcurrir entre dos épocas, da testimonio de esta evolución/involución, de cómo hasta se veía como algo “normal” lo que antes no se llamaba bullying ni tan siquiera acoso).

   Me he puesto demasiado solemne, pido más disculpas que de costumbre, pero es que el asunto me toca bastante de cerca y eso que, como he contado en otras ocasiones, tuve la fortuna de no ser especialmente zaherido por los machitos de mi colegio (en parte porque algunos de los que por tales eran tenidos -en ocasiones injustamente- fueron compañeros de clase que me ayudaron y defendieron en los momentos en que las burlas arreciaban -iba por rachas cuya frecuencia, por fortuna, fue menguando según pasaron los cursos-). Por otro lado, yo mismo hice burla en ocasiones de los defectos físicos o las torpezas de otros, las cosas funcionaban (mal) así, por más que en general hubiese un ambiente cordial en clase (prácticamente fuimos los mismos en el aula durante cuatro años) en seguida surgían las facciones, los grupitos, las pandillas, las aguas volvían pronto a su cauce, durante unos días éramos enemigos irreconciliables (dicho con la boca pequeña) y los de enfrente eran esto, eso o aquello. Y, así, desde el momento en que fue necesario que llevase gafas (primeros meses de 1981) lo más bonito que me llamaron fue “rompetechos”, aunque debo decir que jamás lo viví como insulto (otros epítetos de lo más variado sí y alguno hasta me hizo llorar al principio), en parte porque también tuve que aguantarlo en casa (ese era todo el sentido del humor -o sea, ninguno: lo decía con ánimo de molestar y hacer burla cruel- que demostraba un familiar al que prefiero condenar y por la misma razón que Cervantes al anonimato de cierto lugar de La Mancha), en gran medida porque era el nombre de quien, ya antes de que nos pareciéramos tanto, era uno de mis personajes favoritos de los salidos del inagotable magín del grandísimo Ibáñez (y de los muchos que habitaban los tebeos en general).

   El lanzamiento por parte de Ediciones B de la primera parte (se anuncia la segunda para el próximo mes que ya aparecerá como Bruguera Clásica, fabulosa recuperación del mítico nombre que tantos asociamos a horas y horas de diversión) de la edición integral de Rompetechos en un enorme y fabuloso volumen fue en su momento una de esas noticias que provoca un irrefrenable entusiasmo, incluso ganas de chillar y dar palmas (y hasta bailotear) y no les digo nada ahora que he podido regodearme con su lectura, con el recuerdo de tantas carcajadas compartidas con la tía Carmen, muchas de las cuales se han reproducido aunque en solitario -la parte agridulce de lo que, por lo demás, ha sido una experiencia de lo más gozosa-, porque, a causa de la cruel enfermedad que padece, se pone toda contenta cuando le enseño el libro, mira algunas viñetas, comenta algo con mayor o menor coherencia -depende del día-, pero ya no es capaz de asumir y comprender aunque sea a medias más allá de dos gags consecutivos -ni retiene información ni es capaz de recuperar más que algunos ecos del pasado-. Rompetechos nació por encargo y de carambola, puesto que, según recoge Antoni Guiral en el prólogo del impresionante (por contenido y por mera fisicidad, por lo atractivo del diseño y por su tamaño) volumen y el propio Ibáñez confesó en una entrevista de 2003 a Víctor Colomer: “Cuando trabajaba en Bruguera, el dueño vio una película americana [en realidad, es una película alemana de 1941, Quax, el piloto rompetechos] con un piloto alto y delgado a quien llamaban Rompetechos y me obligó a bautizar así al personaje. Obedecí, pero lo cambié totalmente”. Y así apareció este caballerete que recuerda al propio autor (él mismo ha dicho que sin gafas son iguales) y, no me importa reconocerlo, cada vez más a mí (o al revés, mejor dicho: sólo me falta el bigote, pero mi cabeza cada vez clarea más y lo de la miopía para qué decir -no sé el maestro Ibáñez, pero sin gafas yo tengo más peligro que Rompetechos aunque, como parte del gag casi continuo que es la serie, no conviene olvidar que siempre las lleva puestas-), personaje al que Guiral retrata admirablemente: “Un hombre de principios morales y éticos rígidos que, condicionado por sus problemas de visión, acaba por poner en solfa las reglas más convencionales de la convivencia, entrando de lleno en el caos. Gracias a su habilidad para el gag inmediato y directo, Ibáñez desarrolla en Rompetechos la que se podría calificar como una de sus series más gamberras, burlonas y, en su momento, políticamente incorrecta de su carrera. La evidente paradoja entre el estatus social del protagonista y el abundante catálogo de groserías que genera a su alrededor es utilizada por su creador para provocar gags hilarantes.”

   Los golpes, el ensañamiento, el salvajismo, las mofas del físico de los demás (empezando por el propio protagonista, caracterizado por, como decíamos entonces -y ahora aunque la frase sea reprobada por muchos-, no ver tres en un burro), esa incorrección de la que habla Antoni Guiral con toda pertinencia escribiendo en el presente (en aquellos años aceptábamos sin más -y sin traumas- la violencia física tan presente en los tebeos y en los dibujos animados, celebrándola estrepitosamente cuando la víctima era el personaje antagonista o el creado para ser ridiculizado -el coyote, Mr. Jinks, Lucas, mi excepción personal fue Silvestre, quien siempre contó con mis simpatías frente al enervante y malévolo Piolín-), reírnos de los demás y de nosotros mismos (con el paso de los años -y el aumento de dioptrías- me siento más cercano de lo que ya estaba del personaje) tal y como lo hacemos sumergidos en este volumen, las que pueden ser consideradas señas de identidad de Rompetechos -y otros muchos de aquel universo Bruguera- suponen en la actualidad un soplo de aire fresco, es un placer reencontrarse con la desinhibición de Ibáñez, con su facilidad para crear (o recrear) la situación cómica y exprimirla hasta sus últimas consecuencias, con la velocidad con que encadena ocurrencias brillantes, siempre sorprendente, siempre hilarante, tomándose muy en serio su obra. Y esta creación que, muy posiblemente, en el mundo de hoy en día hubiese recibido miles de reprobaciones y voces discordantes (que a buen seguro hubiese conseguido su cancelación) se convirtió muy pronto en toda una estrella: tuvo una página semanal en la segunda época de Tío Vivo (segunda época) entre el 6 de abril de 1964 (su primera aparición) hasta el 12 de febrero de 1968 (es decir, 201 números) cuando siguió apareciendo, pero esporádicamente porque se convirtió, con contadas excepciones, en portada fija de Din Dan desde el 19 de febrero de 1968 (número 1 del año IV época II de la publicación) hasta, al menos, el 2 de noviembre de 1970 (es la página que cierra este primer volumen).

   Leída con los ojos (miopes) de este adulto y coincidiendo con lo que señala Antoni Guiral –“El juego de equívocos que su miopía suscita, provoca que Rompetechos tenga la sensación de que le están tomando el pelo, y su nulo sentido del humor favorece un enfrentamiento físico que acaba siempre con represalias corporales que rozan el sadismo”-, la serie nos muestra a un personaje que tiene poco de entrañable -sí, la mayoría de las veces quiere ayudar al prójimo pero lo que hace es imponerse, obligar, no dar opción-, que se enfada a la mínima, que se obceca en su error, en su (nunca mejor dicho) visión distorsionada de los sucesos que protagoniza (y de las reacciones que no comprende porque no reconoce su culpa, porque no pregunta, porque no acepta más verdad que la suya), y ese es uno de los máximos aciertos de Ibáñez porque consigue crear empatía, incluso algo de piedad, comprensión, no hay maldad en Rompetechos, sólo burricie e inconsciencia y, en todo caso (esta es una interpretación muy particular de un miope a carta cabal), la coquetería de no asumir que con las gafas que lleva no ve nada (hay, por cierto, en este volumen una desopilante aventura en la que se anima a ir al oculista), pero, ¿quién quiere que le gradúen a la perfección si eso supondría el final del personaje? Rompetechos es ideal para el tramo corto, para las historietas de una página (hay pocas excepciones, un par de aventuras de dos o cuatro para almanaques especiales de verano o Navidad), para el gag, por eso se convirtió en un invitado recurrente de 13, Rue del Percebe al igual y ha participado en historias de Pepe Gotera y Otilio y, sobre todo, Mortadelo y Filemón. “(…) “Rompetechos” es una serie especial para su creador. Y eso se nota. En el esmero que siempre ha puesto a la hora de dibujarla, en la especial notoriedad que evidencia para, dentro de unos parámetros muy prefijados, buscar el detalle que diferencie cada historieta, con una inagotable facilidad para encontrar el gag en los carteles que malinterpreta y para incluir a su personaje en unas situaciones casi kafkianas, absolutamente irreverentes, que suelen finalizar con un Rompetechos agredido, cubierto de chichones y con las gafas destrozadas”. Vuelve a tener razón Antoni Guiral, pero así nos gusta verle, puede que por algo de sadismo (no nos engañemos) o porque si comparamos salimos ganando (que alguien te diga “rompetechos” en el recreo no es nada -para empezar, es poco original: llegas tarde, chaval-), sea como sea ya nos estamos frotando las manos ante lo que se avecina, es decir, la segunda parte de esta imprescindible edición integral de un personaje con el que yo mismo me confundo a veces (si es que veo fatal) por nuestro enorme parecido físico. ¡Qué orgullo sentirme tan cercano a Rompetechos!