martes, 31 de octubre de 2017

NO ES LO MISMO HUIR QUE ESCAPAR








   Hace poco hablábamos de silogismos llenos de poros, esos a los que hacía referencia Antonio Mercero en la apasionante (por muchas razones, más allá de las meramente necesarias al tratarse de una novela policiaca) El final del hombre, y ya anticipábamos que durante un momento se pensó en robarle esa frase para dar título al escrito de hoy, puesto que vamos a hablar de un libro que saca a la luz una vez más el modo abusivo, tergiversado, perverso, dictatorial, la manera en que se impuso (aunque, por desgracia, no conviene hablar en pasado como dándolo por eso mismo -sí, las circunstancias han cambiado y mejorado mucho, pero a veces sólo en apariencia-) e incluso legalizó el sometimiento, el aplastamiento, el que una raza se considerase superior, dueña de otra, tratada ésta como mercancía, como posesión, como capricho, como mano de obra a la que esclavizar, castigar, poseer, forzar y asesinar. En realidad, no hay silogismo que valga, como mucho un cruel remedo si lo intentan hacer pasar por tal, no existe lógica posible en un supuesto razonamiento que se sustenta en el hecho de sentirse y presentarse como elegidos y, a partir de ahí, actuar con la impunidad que confiere el creerse herramienta y depositario de un designio divino, el destino manifiesto que, aunque formulado como tal en 1845 por el periodista John L. O´Sullivan, ya estaba implícito (y era puesto en práctica) en las palabras de uno de los muchos ministros puritanos que llegaron al frente o se convirtieron en guías (no sólo espirituales) de las manadas de colonos que se asentaron durante el XVII en lo que con el tiempo se llamaría Estados Unidos, en su mayoría protestantes y puritanos procedentes de Escocia e Inglaterra, fue John Cotton el que afirmó que “ninguna nación tiene derecho a expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella”. Como decíamos, dos siglos después llegaría O´Sullivan para llamar a las cosas por el nombre que ha llegado hasta nuestros días: “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino.”
   El ferrocarril subterráneo, la a ratos espeluznante, en muchos momentos hiriente (porque horada, trepana, rae y roe el ánimo -y la conciencia- del lector), en todo momento magnífica y necesaria novela con la que Colson Whitehead ha obtenido el Pulitzer y el National Book Award este 2017 (y que Literatura Random House publicó a comienzos del otoño en España con traducción de Cruz Rodríguez Juiz), habla de la esclavitud en los EEUU del XIX (la acción nunca se data, sólo en algunos de los tremendos (y reales) avisos publicados en los periódicos de la época que salpican la narración y que luego detallaremos, pero la doctrina (sólo en el sentido de la tercera acepción del DRAE: “Conjunto de creencias defendidas por un grupo”) del destino manifiesto sobrevuela la narración, aunque sólo sea en lo que Ridgeway, el obsesivo, lunático y despiadado cazador de esclavos (y de recompensas) considera “el imperativo americano”, sustentado en aquellos silogismos torticeros y tramposos (e inexistentes porque ignoran la segunda premisa, van directos a la conclusión) de los que venimos hablando: “Si los negros tuvieran que ser libres, no vivirían encadenados. Si los pieles rojas tuvieran que conservar su tierra, todavía les pertenecería. Si el hombre blanco no estuviera destinado a dominar el nuevo mundo, no sería suyo.” Partiendo de algo que existió (se denominaba ferrocarril subterráneo a una agrupación abolicionista clandestina que ayudaba a los esclavos en su huida hacia los estados libres del norte o Canadá) y hundiendo su escritura en sucesos documentados (no es ficción, como a tantos les gustaría, en un sentido estricto por más que cree personajes y situaciones), Whitehead da vida a esta vía de escape y hace aparecer ante nuestros ojos, literalmente, una red de ferrocarril con estaciones ocultas y en la que los vehículos circulan sin horarios fijos ni paradas predeterminadas hasta el momento concreto del viaje, con jefes de estación que aparecen como figuras salvadoras, cómplices imprescindibles, activistas impenitentes que arriesgan su vida para salvaguardar la de los huidos, una metáfora hecha realidad con absoluta brillantez y naturalidad puesto que, aunque parece inevitable encontrar ecos de la gran Toni Morrison (no tantos, o al menos a uno no se lo parecen, ya que, cuando lo hace, ella utiliza lo mágico, fantástico y fantasioso con otra intención, situándolo en el centro neurálgico de la narración), Whitehead no se deja llevar por lo onírico, lo imaginado, lo deseado, incluso en los momentos que más se prestan a ello por poner el foco en el mundo interior de sus personajes es, podría decirse, brutalmente realista, escrupulosamente verosímil, pudorosamente (en el sentido de hacer justicia y no resultar trivial o quedarse corto) innegable, lo que importa es lo que se cuenta y no se nos ahorra nada, las máquinas aportan, si cabe, mayor inquietud, no evitan fatigas, no allanan el camino por más que no se recorra andando, también hay que buscar las sombras, fundirse con la oscuridad, no hacerse notar, hacerse invisible, depender de la bondad de los desconocidos, borrar rastros.
   Cora es hija (y nieta) de esclavos, su madre es alguien popular, fatídicamente popular para ella, también para Ridgeway puesto que es la única que consiguió escapar sin que él le diese alcance, ese rencor ha dado paso al odio, a la obsesión que el cazador personifica en Cora, al desquite que anhela llevar a cabo en aquella que ha recibido la peor herencia posible: nació esclava y con el estigma de la huida que logró su objetivo. La columna vertebral de El ferrocarril subterráneo es el frenético viaje de Cora en busca de la libertad, de la tranquilidad, de la seguridad, lejos de la amenaza que supone un Ridgeway que quiere cobrarse la pieza y la deuda, recuperar el honor perdido, su imbatibilidad, su carta de presentación, aquello por lo que consigue nuevos encargos, no deja de ser un negocio por más que disfrute la tarea y la crea parte de ese imperativo al que ningún americano que se precie puede negarse; en esta narración más o menos lineal aparecen afluentes, breves paradas si queremos continuar con el símil ferroviario, en que Whitehead dibuja con pasmosa concisión y pulso firme el pasado (y el destino) de algunos personajes secundarios, abundando en horrores que entonces (¿Sólo entonces?) eran cotidianos, captando con precisión y detalle sin necesidad de larguísimas parrafadas el ambiente, el caldo de cultivo de una época en que era habitual abrir el periódico y encontrarse avisos como el firmado por Benj. P. Wells el 5 de enero de  1812: “30 DÓLARES DE RECOMPENSA a cualquiera que me entregue, o deposite en cualquier prisión del estado para que pueda recuperarla, a una JOVEN NEGRA amarillenta de 18 años fugada hace nueve meses. Es astuta, y sin duda intentará pasar por libre, tiene una cicatriz visible en el codo producto de una quemadura. Se la ha visto merodear por Edenton”.  
   Sin necesidad de recrearse (y mira que podría, pero es su prosa nada enfática, incluso somera, aséptica en su mera exposición, la que imprime una mayor brutalidad a sucesos escalofriantes), Colson Whitehead da cuenta de la crueldad más despiadada, la cotidiana, la que se considera lógica y conforme a derecho, la que se ejerce como una enseñanza y un escarmiento, la que es parte de la diversión, del espectáculo que para muchos era el dar caza y muerte a los esclavos fugados o indóciles (especialmente terribles las páginas en que Cora es testigo indeseado de lo que sucede en la plaza frente a su escondite, toda una vuelta de tuerca del mito platónico de la caverna -imagina y puede que engradezca y/o distorsione pero lo hace sobre lo conocido, sobre lo vivido-), esa que hace concluir a la protagonista que sólo hay lugares de los que huir y no adonde escapar. Aparentemente sinónimas, en esta oportunidad son palabras que divergen, puesto que se huye (o intenta) de muchas cosas y gentes pero no siempre se consigue escapar, es decir, ponerse a salvo como hizo Mabel, su madre, de la que nunca ha vuelto a saber porque conservar lazos con el pasado, con lo que quedó atrás, con lo que se abandonó en la huida supone un riesgo, si no escapas de su influencia jamás conseguirás tu objetivo, eso que alguien califica en un momento dado como “vana ilusión” porque no se puede escapar de la esclavitud, “sus cicatrices nunca se borrarán”, y, yendo un poco más allá, “¿Quién os ha dicho que los negros merecen un refugio? ¿Quién os ha dicho que tenéis derecho a un refugio? Cada minuto de vuestra sufrida vida indica lo contrario. A juzgar por la historia precedente, no puede ser”, todo ello sin olvidar que “América también es una vana ilusión, la mayor de todas. La raza blanca cree, lo cree con toda su alma, que está en su derecho de apropiarse de la tierra. De matar indio. De hacer la guerra. De esclavizar a sus hermanos. Si hay justicia en el mundo, esta nación no debería existir, porque está fundada en el asesinato, el robo y la crueldad. Y, sin embargo, aquí estamos”, ahí están, hablan en y desde las páginas de este espléndido libro, ellos que no olvidan que “lo único que tenemos en común es el color de la piel. Nuestros antepasados vinieron todos del continente africano. Es bastante grande. (…) Nuestros antepasados tenían medios de subsistencia distintos, costumbres diversas, hablaban cien lenguas diferentes. (…) Nosotros no somos un pueblo, sino muchos pueblos”, por supuesto, como el resto, por eso es necesario, imprescindible, convivir, compartir, dialogar, enriquecerse unos a otros y viceversa, porque eso es lo lógico, porque así es como se ha sobrevivido, porque el enfrentamiento aniquila, porque sólo hay vencidos cuando segregamos, quebramos, hablamos en términos absolutos de “buenos” y “malos”, “puros” e “impuros”, “superiores” e “inferiores”, porque “tal vez no conozcamos el camino que atraviesa el bosque, pero podemos levantarnos unos a otros cuando caigamos y llegaremos juntos”.  

miércoles, 25 de octubre de 2017

SI EL DOLOR CESARA...







   De pequeño, el asunto de la muerte de los demás me aterrorizaba, me provocaba pesadillas o no me dejaba dormir, me sumía en un llanto inconsolable que nadie comprendía (no reconocía la causa, sencillamente me iban invadiendo el miedo y la pena hasta que estallaba), tengo muy vívida la ocasión en que, tras ver una película de Jane Wyman en televisión (aunque este dato lo tuve claro cuando utilizaron una secuencia de la misma en Falcon Crest, pero soy incapaz de localizar/identificar el título) que terminaba con el actor que interpretaba a su marido abandonando desolado el hospital en que ella y su bebé recién nacido fallecían, tuvieron que levantarme de la cama para conseguir que me tranquilizara y todo lo atribuyeron a un mal sueño (¡Tanto que le preocupaba a la madre de Joaquín que viese ciertos seriales o programas y era un inocente melodrama el que me provocaba un trauma!); tardé bastante tiempo (y a veces aún me asaltan esporádicamente el temor y la angustia, un latigazo en forma de mal presentimiento que, por fortuna, no se cumple) en dejar de obsesionarme con la posibilidad de que la muerte se cebase en mi familia, no sé si todo venía de que el tío Miguel siempre estuvo lidiando con su mala salud de hierro (le vi entrar en casa al límite de la extenuación, había empezado a sentir los síntomas de un infarto en el metro y fue capaz de llegar por su pie para desplomarse en un sofá -y mientras la tía avisaba a los abuelos y llamaban a una ambulancia aún fue capaz de lanzarme un muñeco que me traía como sorpresa-), de que la amenaza era real (como lo es día a día, no nos engañemos) y no podía imaginar un mundo con ausencias (ponía plazos, una edad -que fue aumentando progresivamente para procurar burlar a la tal que siempre llega- a partir de la cual creía que lo sobrellevaría, no quedaría otra que aceptar lo inevitable, pero no cuando era niño). Influyó mucho en este absoluto pavor que me llevaba a, por ejemplo, vigilar la respiración de mi madre cuando estaba enferma, sobresaltarme ante el mínimo gesto de dolor del tío (y mira que aguantaba lo que no estaba escrito), inquietarme por cualquier malestar de la abuela y así sin solución de continuidad por los componentes de eso que hemos dado en llamar núcleo familiar (o sea, los de casa), el hecho de descubrir con unos seis años o así que mi primo mayor había muerto antes de nacer yo, días antes, precisamente, de que lo hiciese mi hermana, es decir, acaban de cumplirse cincuenta y cinco años del fatídico accidente del que escuchaba hablar entre líneas, con puntos suspensivos, pero que había que ir explicando cuando uno tenía la suficiente conciencia para preguntar quién era aquel niño del que había fotografías en casa, por qué a veces la abuela le nombraba suspirando e incluso llorosa, por qué la tía Nieves (en cuya casa pasaba siempre algunos días de vacaciones) reservaba un lugar especial en el aparador para un retrato al que la mayoría de las veces miraba con pesar y se refería a él como “el pobrecito niño”, su hijo Santiago, la herencia de dolor de la que, aunque haya quien no lo crea en mi familia, recibí una parte sustanciosa al compartir muchas horas con ella en una casa que tanto tenía de mausoleo, no podía ser de otro modo puesto que el accidente ocurrió allí, un lugar que conservaba múltiples ecos y rastros de la tragedia que el tiempo no era capaz de borrar (porque son indelebles).
   Si hay una frase que me resulta especialmente perversa, por más que haya quien la diga con la mejor intención del mundo, es la de “ya te acostumbrarás” cuando acaba de producirse una pérdida, algo que me resultaba intolerable en aquellos primeros años porque no era capaz de comprender cómo el mundo podía seguir girando, cómo se podía volver a sonreír si faltaba esa persona con la que querrías compartir las alegrías, esa era mi mayor angustia a la hora de temer que alguno de mis mayores muriese y lo hiciese cuando yo era tan pequeño: ¿Cómo seguir viviendo? ¿Cómo recuperar una vida normal? ¿De dónde sacar fuerzas para no ahogarse en la pena? Con los años, la frase pierde cierta virulencia (por más que se evite y mire con reprobación a quien la utiliza, especialmente cuando el tono es entre displicente y blandengue, mera fórmula en la que el que la profiere no se implica ni un ápice), está claro que lo que se quiere decir es que uno aprenderá a convivir con ese vacío imposible de llenar, no queda otra, con ese agujero negro que se expande por corazón y alma, que la intensidad del dolor decrecerá, pero conviene tener en cuenta (nada de placebos ni generalizaciones huecas) que reaparecerá cuando menos se lo espera y con mayor virulencia, crecido, imparable, como si la herida acabase de producirse, cobrándose intereses por el tiempo que ha estado adormecido. Y aún es más complejo (y me atrevería a decir inútil) intentar acallar y atenuar la pena cuando hay que afrontar la pérdida de un hijo, aquello para lo que no se está preparado y por lo que nadie debería pasar, tendría que ser la única certeza que la vida -o la muerte (o ambas y así nos asegurábamos)- debería proporcionar en el contrato que no firmamos pero establecemos (y aceptamos) al llegar aquí, los padres no pueden sobrevivir a los hijos, es un castigo desproporcionado, no hay crimen que lo justifique ni maldad que lo merezca, es una tortura desmedida y encarnizada que no deja de roer y carcomer. Y ese es el asunto principal de Los universos paralelos, título que David Serrano ha dado a su versión de Rabbit Hole, función con la que David Lindsay-Abaire obtuvo el Pulitzer en 2007, función que lleva unos meses girando por España y que es un estupendo regalo para esos espectadores que, como el que suscribe, siguen gustando y disfrutando con el hecho teatral en estado puro, sin excesos ni estrambotes, sin añadidos ni manierismos, confiando en el texto, los actores y una dirección elegante y precisa que no busca destacar ni fagocitar al resto de elementos.
   Malena Alterio encarna a la protagonista, un rol que hizo ganar un Tony a Cynthia Nixon y llevó a la final de los Oscar a Nicole Kidman en la versión cinematográfica -comercializada en formato doméstico en España, que no estrenada en salas, como Los secretos del corazón-, y su interpretación está a la altura de sus predecesoras, sobre todo en cómo esconde el dolor en apariencia, en cómo no lo deja traslucir, en cómo le coloca una sordina mientras la onda expansiva la abate, en cómo lo hace sobrevolar (y a ratos asfixiar a sus habitantes, permanentes o circunstanciales) por cada rincón de la casa, en cómo se lo lanza a su marido (un efectivo y sobrio Daniel Grao que cuando se quiebra rompe algo en el interior del espectador -actor que, debido a otros compromisos, se ha visto obligado a abandonar la función tras su paso por Madrid, pero la gira continúa-) en forma de reproche si no lo expresa en la misma intensidad que ella, en cómo lo enfrenta al de su madre (una magnífica Carmen Balagué) que pasó por una experiencia similar, pero totalmente diferente (como lo son todas, por eso no hay que dar nada por sentado ni esgrimir un inexistente manual de instrucciones). No hay fórmulas, no hay conductas más idóneas que otras, cada cual tiene que ir perfilando y definiendo la suya, su manera de afrontar el drama, la que le resulte más lenitiva, el duelo es particular y no se puede reducir a un esquema, cada uno lo administra como le sale, como puede o como deja de poder; claro que no se trata de permanecer imperturbables si la persona, de una forma u otra, no regresa de la negritud, pero sin imposiciones ni intromisiones, sin mirar el reloj o consultar el calendario (“Esto se pasa en equis meses” -eso, eso, en equis, no hay cifras concretas, cada cual despeja su propia ecuación-).
   Y con el ánimo aún muy zarandeado por Los universos paralelos, con los ojos inundados por esa habitación vacía en la que el tiempo se ha detenido (un aplauso a la escenografía de Elisa Sanz), recuperé mi ejemplar de Mortal y rosa de Francisco Umbral, ese libro a caballo entre tantos géneros, esa confesión irrefrenable, ese vómito verborreico, ese prodigio de lirismo preñado de dolor, la necesidad por hablar del hijo perdido, por llorarle, por gritarlo, por devolverle la vida, por condenar su ausencia, por convocar su presencia: “Estoy aquí, transitando la ausencia de un niño, pulsando la soledad, y me siento gigantesco y melancólico en el mundo pequeño que él ha dejado. La melancolía de los gigantes, sí, me invade a los pies de lo pequeño, y quiero que el niño vuelva para que le vaya dando cuerda, desordenadamente, al reloj-búho y a todas las cosas que, a su paso, se llenan de ojos y reojos, le miran y hacen tic-tac. El mundo hace tic-tac cuando juega un niño. El universo es un tic-tac de luz y sombra. Tengo miedo, ahora, de tocar el desorden frágil y abandonado de tus juegos, hijo, porque no se me desmorone el alma y por no rectificar el azar sagrado de tu vida.”. Y bien lo dice la madre a la que da vida Malena Alterio, cualquier objeto golpea porque hace más patente su ausencia, lo que tocó quedó impregnado y modificado, el rincón más impersonal adquiere significados impensables porque él lo habitó: “Qué callada la casa, sin ti, qué madre la casa, qué útero sombrío recordándote. Tu ausencia queda dibujada en un orden que es un desorden, y el flash de otros veranos fija en las paredes tu brevísima biografía de osos, playas, disfraces, mares y desayunos.”. Es ese mundo que, paradójicamente, sigue andando cuando uno lo percibe detenido, “todo él cuarto de juegos abandonado, planeta infantil vacío, el universo reducido a la ausencia de un niño. Voy y vengo, ahora, con mis tropelías de adulto, entre la quietud de toda tu actividad. Tropiezo cosas que dejaste caídas, deshago con los pies, involuntariamente, un resto de tu juego interrumpido, y la pizarra me mira con su negror, pero tomar una tiza y escribir en ella una letra o dibujar tu nombre, sería convocarte, estremecer el mundo de ondulaciones, y no me atrevo a hacerlo.”. Y, entonces, no queda otra que asumir la única certeza posible, esa sí nos la garantiza la vida (o la muerte o ambas): lo único que permanece es el dolor, anegándolo todo, marcando el ritmo del implacable diapasón que acelera o paraliza el corazón mientras resuenan con más furia que nunca las palabras de quien probó la hiel y la sigue rumiando en a veces masoquista círculo vicioso, no consintiéndose otra opción que no sea la de concluir que “tu muerte, hijo, no ha ensombrecido el mundo. Ha sido un apagarse de luz en la luz. Y nosotros aquí, ensordecidos de tragedia, heridos de blancura, mortalmente vivos, diciéndote.”.

jueves, 19 de octubre de 2017

SILOGISMOS LLENOS DE POROS







      En esos vasos comunicantes que llevan de una lectura a otra u otras (por eso, aunque no recuerdo quién lo dijo, siempre estaré de acuerdo con quien respondió a la clásica pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta señalando que ninguno porque su lectura le llevaría a añorar adivina cuántos y, para eso, prefería no tener nada que leer, sería peor el remedio que la inevitable enfermedad), embebido en la impresionante El ferrocarril subterráneo con la que Colson Wihtehead está conquistando honores y lectores (y de la que nos ocuparemos a no tardar mucho en este blog) recordaba un momento concreto de El final del hombre, novela publicada recientemente por Alfaguara con la que Antonio Mercero debuta en el género policiaco con absoluta maestría, y pensaba que podría servirme como título perfecto para el texto y, así, aunar un poco más en mi ánimo y recuerdo estas dos historias que he leído con pocos días de diferencia. Pero el caso es que, en las páginas finales del libro del neoyorquino encontré otra frase que me impactó e hizo reflexionar y, más allá de señalar esta circunstancia de cómo dos novelas muy diferentes aunque puede que no tan divergentes en intenciones encajaron a la perfección en mis sensaciones lectoras, opté por dejar a cada autor con su creación y, así, también tomada de las páginas finales, la sentencia sobre silogismos viene como anillo al dedo para sintetizar lo que ha dado de sí una auténtica inmersión en las páginas escritas por Antonio Mercero, quien se consagra a los ojos (y el corazón) de un servidor con una novela redonda, de la que resulta imposible desengancharse o deshacerse, se busca cualquier excusa/oportunidad para seguir adelante, no sólo por lo interesante en sí de la trama puramente policial, sino por el diseño de personajes, por el brío de la narración, por el ritmo metódica y soberbiamente medido, por la (a veces espeluznante) verosimilitud de lo que se cuenta, por el poderío que destila cada página, porque si en lugar de poco más de 400 el volumen tuviese el doble se leerían con la misma avidez, porque no le sobra ni una coma, porque, por volver al inicio y jugar un poco con él, si el autor ama el género (y lo respeta y lo cuida -perdón, ya sé que las premisas tienen que ser breves y concretas-) y el género es mi favorito, el autor es (se convierte de inmediato en uno) de mis favoritos, sólo hace falta una novela (bueno, más de una -en concreto, La vida desatenta de la que dimos cuenta aquí en su día: https://elarpadebecquer.blogspot.com.es/2014/07/mediocridad-cotidiana.html-, pero como El final del hombre es su debut en lo negro, partamos de cero).

   Puede que haya quien considere mi silogismo traído por los pelos o lleno de poros (estoy convencido de que a Aristóteles no se lo parecería -un poco tonto o inane tal vez, pero al fin y al cabo es algo propio, no impongo nada-), pero, como también escribe Antonio, la vida está llena de otros “todavía más aventurados” (e incluso perversos, pero para eso ya llegaremos cuando corresponda a Colson Whitehead), asideros que, aunque puede que reconozcamos en la intimidad (o a solas con nuestra conciencia si es que le prestamos un mínimo de atención) que no son demasiado firmes, nos sirven para creer que conocemos el terreno que pisamos, para tranquilizar (quien lo precise) a esa que nombrábamos y que a veces no deja conciliar el sueño (pero esto se da más bien poco, las cosas como son, lo comprobamos día a día), son generalizaciones que damos por buenas (y por auténticas), tópicos enquistados en lo ancestral, en lo que no se discute, en lo que no se razona, en lo que no se consiente que evolucione, en lo que se presenta (y acepta) como intocable, y, aunque partiendo de un personaje y una circunstancia muy concretos, el eje vertebrador de la novela de Antonio Mercero es, precisamente, ese: “la intolerancia, lo mucho que nos cuesta comprender aquello que se sale de nuestro circuito cultural, cómo nos cuesta integrar aquello que no entendemos o no nos molestamos en entender”, podríamos añadir la falta de diálogo, la asunción de la palabra “normal” a categoría moral, el odio hacia lo “distinto” (utilizando el adjetivo con condescendencia cuando no como si fuese un insulto) y, sí, cualquiera diría que estamos hablando de otra cosa que últimamente lo inunda y hasta anega todo, pero en El final del hombre se trata, literalmente, de eso: en las primeras páginas, el policía Carlos Luna recoge su nuevo DNI en que aparece como Sofía y planifica su vestuario y maquillaje (incluyendo una peluca rubia) para acudir al día siguiente a su puesto de trabajo; no hay ninguna duda sobre lo que sucede, puesto que esa parte de la novela se titula, precisamente, El policía transexual. Fue un hecho real que podría resumirse en esa frase (con artículo femenino, en realidad, puesto que la persona tomada como modelo por el escritor ya había llevado a cabo la reasignación de sexo cuando él la conoció) la que provocó que Antonio se interesase por la historia y empezase a vislumbrar una novela: “En el origen de todo está el personaje: me habla una amiga de una policía transexual inglesa, sin más, y ya eso me resulta atractivo. Pero cuando conozco la pesadilla que vivió, porque mi amiga me la presenta y empezamos a cruzarnos e-mails, su historia me va dejando mucha huella. Es algo muy potente, ya sólo visto como escritor: es un personaje con conflicto interior y exterior y, puesto que es una policía, surgió como algo natural escribir una novela policiaca, así podía reflejar cómo se vive un tratamiento hormonal que, según me cuenta ella, es muy paralizante y, por supuesto, puede llegar a afectar a las rutinas, cómo no a una investigación: somnolencia, depresión, apatía, agresividad, hipersensibilidad, era un motor muy poderoso”.

   Es un placer compartir de nuevo conversación con Antonio, se le nota satisfecho con el trabajo desarrollado, las primeras impresiones están siendo muy buenas, los lectores se dejan envolver por una trama que respeta la mejor tradición del género, pero además se sienten conmocionados con un personaje con el que se crean lazos muy íntimos puesto que, como se dijo, más allá de los hechos concretos que vive, se enfrenta, como cualquiera, a un mundo que, en términos generales, sólo quiere precisamente eso y arrincona, ataca, expulsa y castiga a quien se sale de la norma (de lo “normal”), de lo que se ha sancionado como costumbre (e incluso como “lógico”). Y estas implicaciones también las experimentó el propio escritor según fue profundizando en la psicología de su personaje y empezó a desarrollar la historia, el primer impulso sentido (que, podríamos decir, era meramente creativo) fue dejando paso a la necesidad de que alguien como su fuente de inspiración, alguien como Sofía Luna pudiese explicar su verdad y ser saludada como mujer, para que ambas columnas fuesen sólidas y conviviesen en igualdad de condiciones: “La trama tiene que ser necesariamente absorbente, pero la propia peripecia vital del personaje ya lo era: tuve que ir haciendo malabarismos para que esto no eclipsase aquello y arruinase el conjunto, por eso tomé la decisión de introducir a este personaje sin precedentes en el género en una estructura clásica: un crimen, un número equis de sospechosos en el entorno directo del asesinado y una investigación criminal en la que el lector va pasando páginas hasta que se llega a la resolución. Como lector, me encanta esta estructura y en este caso me servía para acolchar la, si quieres llamarla así, decisión audaz de que el protagonista sea una policía transexual”. Y lo consigue plenamente, tan plenamente que, entiéndase en qué sentido lo digo, hay momentos en que deja de interesarte el crimen que abre la novela y que la recién aparecida Sofía debe resolver mientras se enfrenta a las reacciones de sus compañeros de trabajo, dejas de hacer cábalas sobre quién será el asesino porque lo que te importa es que esa mujer sea reconocida, tratada y respetada como tal, aunque Antonio no descuida la evolución de la novela, no pierde de vista en qué género se inscribe, consigue que ambas tramas queden perfectamente aunadas y progresen al compás, como una sola, atendiendo a otros frentes que amplían el abanico, historias secundarias que apuntalan y enriquecen la principal: “Voy sumando otras historias a la central, pero para que no se dispersara la novela quise que tuvieran un patrón similar: el de la mujer como víctima de una sociedad que en general es machista, pero concretando en un hombre en cada caso. Considero que ese es el asunto primordial de toda la novela y, de hecho, con Sofía Luna queda reflejado el cambio que, demasiado lentamente, va haciendo la sociedad, dejando atrás esa herencia ancestral de lo masculino y transformándose en no sé si más femenina pero sí me gustaría pensar que más igualitaria, aunque aún quede tanto camino por recorrer”.

   Por más que haya quien lo esté temiendo (puede que por esos silogismos tramposos o poco científicos que no buscan una deducción porque quien los enuncia la lleva pensada de antemano y sólo trata de justificarla), El final del hombre jamás cae en la soflama, en el proselitismo, en el activismo como transmisión/imposición de dogmas, el lector extrae la conclusión de los sucesos, de lo que viven los personajes, claro que puede decirse que la posición del autor queda clara, pero no porque la suelte sin más, sino porque está implícita, porque está más explícita de lo que sería deseable en la cotidianidad de (casi -no me acusen de generalizar-) cada uno: “Hay mucha reivindicación, mucha denuncia, pero hay que huir del estilo discursivo, el narrador debe estar a la distancia justa y, en todo caso, dejar hablar a los personajes, no hay que sostener una tesis con el narrador imponiéndose, ahí están los hechos”. Y los personajes hablan con gran verosimilitud, quedan perfectamente definidos por sus giros y palabras, se les identifica sin problemas, se nota la experiencia de Antonio como guionista, los muchos diálogos escritos, eso contribuye a que el universo de Sofía Luna se expanda y aún apasione más, hay mucho(s) por conocer: “Una de las tareas que más me gustan es la de crear personajes, pensar cómo es cada uno, cómo habla, qué piensa, singularizarlos,… Hay que tener personajes secundarios sólidos, con vida propia, más aún cuando planteas una continuación, porque eso deja un poso, unos mimbres; aunque la decisión de continuar con Sofía se debe a que el viaje del héroe del que siempre se habla, aquí habría que decir de la heroína, no está completo, queda por conocer la llegada a su destino: Sofía tiene que ser plenamente mujer al reasignar quirúrgicamente su sexo y superar sus miedos enfrentándose a la sociedad como la mujer que es, los obstáculos personales, familiares y laborales que aún debe afrontar, aún hay mucho recorrido”. Ahí queda dicho lo que anticipa la propia solapa del libro: Sofía Luna regresará como protagonista de Los crímenes de Madrid (“al menos, otra novela, puede que no haya más, según lo que sienta que quiero contar”) porque aún le quedan muchos fuegos por apagar, los que realmente le importan, los relacionados con su hijo y su gente más cercana: “Sofía sabe que se van a abrir abismos cuando cuenta su verdad, es un gran tema cómo reaccionan los amigos cuando haces o dices algo que no esperan o ni se han planteado o rompe sus esquemas, sentir el rechazo de los más cercanos es la peor losa, también hay que fijarse en quién da pasos heroicos porque es capaz de ponerse en el otro lado” (de nuevo, podría estar hablando de otro asunto, todo es extrapolable cuando se trata de emociones más o menos inflamadas e impuestas, ese es uno de los mayores méritos de la novela como ya se indicó).

  Sí, sí, sí, bien sé que, como tantas veces, se me acusará de que no he contado apenas nada de la trama, pero es una novela policiaca, cuanto menos sepan, mejor para el disfrute y la sorpresa, para vivirla intensamente, sin prejuicios ni esquemas ni ideas preconcebidas (pongamos de nuevo el dedo en la llaga), sólo quédense con lo feliz que este lector se ha sentido (lo que no ha sido óbice para asustarse, sufrir, condolerse, espantarse, indignarse: hablo del resultado feliz) entrando en el diálogo secreto que el autor plantea puesto que, eso sí se puede anticipar, el paso a cada parte de la historia se hace con una frase que conoce el lector, es una confidencia que hace Antonio, un detalle que hubiese podido acelerar la investigación o llevarla por otros derroteros, palabras que pocos o nadie más conocen que aquel o aquella que las escribe o pronuncia, pistas que la policía jamás encuentra, un juego privado que suma interés y regocijo: “Es un recurso estructural o de estilo, pero por un lado ayuda a desmitificar un poco el trabajo policial, hay detalles que nunca llegan a saberse (por ejemplo, el diario de Mara) y que hubieran ayudado a agilizar la investigación; es algo que hago con la intención de humanizar a los policías, no podemos exigir que sean superhéroes, trabajan con herramientas a veces precarias, se depende de algún golpe de suerte, quería contar un trabajo muy terrenal, con lógica y verosimilitud. Eso apareció muy tarde, pero me vi obligado a hacerlo para mantener cierta sorpresa hasta el final (pero no se puede decir por qué en concreto, jejejeje)”. Y si los que fueron tan amables de leer lo publicado hace algo más de tres años en este blog sobre La vida desatenta se lo preguntan, sí, hablamos sobre Patricia Highsmith, Antonio encontró por fin El cuchillo y le entusiasmó, dice que algún día le hará un homenaje partiendo, como ella, de “la violencia del hombre considerado normal que, de repente, tiene una explosión violenta y que, por real y cotidiana, es mucho más aterradora”, por el momento continúa fiel a su estilo soterradamente irónico y sin juzgar a sus personajes: “Cada escritor tiene su ADN: los hay muy secos, poco compasivos, pero yo compadezco a mis personajes, incluso a los más negativos, porque integro la exposición de sus miserias, si las tienen, en la trama, en la reconstrucción de su vida, en su personalidad, no soy McCarthy, al que admiro como lector, pero mi escritura no va por ahí; por el momento, lo que me sale es narrar con cierta ironía, con distancia y compasión”. ¡Y lo hace genial!