jueves, 26 de septiembre de 2013

INSTRUIR(SE) DELEITÁNDO(SE)





   Ya hemos hablado en alguna ocasión de cómo hay gente que llega a un trabajo sólo por diversión, porque le gusta hacer algo (ver películas, salir y entrar, ir de acá para allá), personas que no sienten la profesión, no la aman, no exploran todas sus posibilidades y por desgracia son los elegidos una y mil veces para ejercerla: auténticos diletantes que sólo buscan su placer, engordar su ego, codearse con los que les resultan importantes, trivializando el periodismo, utilizándolo como plataforma, como manera de convertirse ellos mismos en personajes que despierten interés (y algunos lo consiguen, precisamente los más anodinos e irritantes, los menos agraciados en el reparto de talentos). Es, como también hemos dicho no sé cuántos millones de veces, un auténtico lujo, un privilegio, poder combinar lo estrictamente laboral con el deleite, con una afición, con una pasión, pero tenemos la fortuna de que nuestra labor lo sea siempre, puesto que nos pone en contacto con la realidad, con la sociedad, con personas admirables a las que podemos observar de cerca, preguntar, aprender de y con sus experiencias, nos amplía horizontes, nos convierte en testigos, y eso es algo que se vive igual aunque nuestra labor la ejecutemos detrás de las cámaras, sin intervenir en el micrófono, realizando, escribiendo, documentando, en definitiva haciendo periodismo (ese que nos cautivaba cuando veíamos Lou Grant), no viviendo por y para la fama, sintiendo frustración si no estamos en el lado brillante (ese que muchas ocasiones es el menos grato, el más alejado de nuestra vocación, el falso y estereotipado cuarto poder). Durante un tiempo (demasiado, por fortuna ya muy lejano y sepultado por la indiferencia), formé parte de un equipo dirigido (es un decir) por un caballerete que sólo buscaba proyección (y la consiguió: reside en Los Ángeles y su forma de trabajar es acariciar el lomo de cualquier multinacional, vendiéndose al mejor postor sin importar que sus contradicciones a la hora de hacer críticas sean notorias) y que obligaba a los demás a emitir opiniones al dictado, según conviniese para quedar bien con los estudios, sin tener en cuenta, por ejemplo, que yo tenía la inmensa fortuna de participar cada semana en el programa de Beatriz Pécker, en el que era totalmente libre para exponer y justificar mi criterio a la hora de aplaudir una película o menospreciar otra (aunque, claro, con los porcentajes de audiencia que teníamos en aquel canal –los que aún son menores en la actualidad, por mucho que aguanten ahí encastillados, orgullosos de no sé qué, debiendo miles de nóminas-, en realidad la mayoría de los que decían seguirme –incluso para hacer lo contrario a lo que yo aconsejase (es la mejor manera de hacer caso a gran parte de las críticas, incluidas las propias)- lo harían en RNE) y, por lo tanto, el truco quedaba la vista a las primeras de cambio; este señor (de buena familia, pero sin haber aprendido la exquisita educación de su padre o la naturalidad y sencillez de su madre –ambos excelentes personas, puedo dar fe-) sólo sabía crear tensión, tener a todo el mundo nervioso, tenso, no entendiendo otro respeto profesional (el que jamás podrá ganarse) que el de ser temido, haciendo repetir programas si no le gustaba algo de lo que decía alguien al que manejaba cual si fuera Doña Rogelia, por lo que no era nada grato (pero hay que pagar facturas, llenar la nevera) ir cada semana a entregarle lo que nunca olerá ni de lejos (profesionalidad, oficio, disposición, conocimiento), lo que provocaba que algunos componentes del equipo no lo considerasen un verdadero trabajo y exigiesen su diversión, su entretenimiento, “porque para eso no hace uno radio y televisión” (nunca entendí muy bien este proceso mental, pero se reproducía como por esporas); sólo dos o tres aceptaban las reglas del juego (las que por desgracia tan habituales son en cualquier lugar) y se aplicaban con esfuerzo y pericia, intentando sacar lo mejor de sí mismos y de lo que debíamos hacer (a pesar de todo, no sé qué tienen las cámaras y los micrófonos, estés en el lado que estés, que logran hacerte olvidar durante un rato los malos rollos, los dolores, cualquier nubarrón que ensombrezca el ánimo).


   Y sé que, como es habitual, me he explayado con algo que está lejos de mi objetivo de hoy o, en realidad, no tanto; resulta que he podido leer el libro Yo he visto cosas que vosotros no creeríais del querido y admirado Federico Volpini y, al margen de pasármelo de miedo con su manera de reinterpretar algunas películas, con su ojo avizor para el detalle en apariencia más insignificante que termina por imponerse al espectador avezado, he podido reafirmar unas cuantas impresiones sobre este a pesar de todo noble oficio de cronista de cine. Hace unos meses, cuando se celebró aquel encuentro en el Teatro Calderón de Madrid (me niego a cambiarle el nombre) sobre la prensa cinematográfica, pude constatar, al ver los grandes nombres que me acompañaban en el vídeo en que relatábamos alguna experiencia vivida durante el ejercicio de la profesión (es inevitable que se cuele algún intruso al modo de aquel que antes decía, pero hay que felicitar a El Duende por la selección que llevó a cabo -y no por mí, desde luego, y no es falsa modestia, sino por los muchos buenos que allí se daban cita-), y comprobar que, con la excepción de Isabel Ruiz Lara (otra que sabe “un puñao” y que realmente goza y ama el cine), los que, de alguna manera, representábamos a RNE, éramos personas que estábamos fuera, que por unas razones u otras ya no formábamos parte de sus filas y que, en realidad, el cine siempre ha estado muy maltratado en la emisora pública, bien relegando los programas a horas infames (aunque gentes como Javier Tolentino siguen destilando su buen hacer contra viento y marea), bien considerándolo un asunto menor (aunque la entrañable Teresa Montoro o la propia Isabel le den la importancia debida y el buen trato necesario desde sus parcelas), bien dando cancha a voces que no transmiten entusiasmo o pasión, que se enredan en su verborrea sin decir nada concreto (mejor me callo y que cada cual ponga los nombres que considere oportunos), bien dejando que el programa insignia que, se supone, demuestra el compromiso del antes ente ahora corporación con el séptimo arte esté en manos de una persona sólo preocupada de estar cerca del foco, pagada de sí misma, que silencia a cualquiera que no le baile el agua, que da escasa importancia al contenido que espera el cinéfilo, el amante del arte, el verdadero aficionado, sólo en aras de lo que permite mantener su tono de charla intrascendente y etérea (triste espejismo el del pasado año en que, aunque no fuese un experto en la materia, la dirección del espacio recayó en un buen periodista quien, en la medida que pudo, intentó conformar un equipo con voces llenas de conocimiento –es decir, Teresa Montoro e Isabel Ruiz Lara, de nuevo-).


   Por fortuna, Modernito Books, uno de esos pequeños sellos que sigue buscando, explorando, publicando firmas que no tienen cabida en las falsa y malamente consideradas editoriales importantes porque no escriben clones de éxitos pasados, libros repetitivos que inundan las librerías y que mantienen cautivo al público (no se le da opción de elegir, no se estimula el perderse entre estantes y anaqueles a la caza de ese volumen que se aferre a nuestra mano, todo es Dan Brown, Julia Navarro, Nieves Herrero, sombras de Grey invadiendo la vista y el espacio, no se promociona la variedad), nos regala un puñado de reflexiones del gran Federico, un viaje del que uno no sale indemne porque o quiere revisar aquella cinta que vio hace tiempo o conocer esa otra cuya existencia acaba de descubrir/recordar o pensar sobre alguno de los múltiples pensamientos certeros, personales, volpinianos, fruto de años de amor por el cine, de afán por seguir conociendo y aprehendiendo sensibilidades, opciones, avatares, de seguir jugando, emocionándose, enfadándose, de no perder el alma de espectador y saber entrelazarla con la del crítico, el estudioso, el cultivado. Federico sabe elegir la palabra precisa, economiza al máximo pero sugiere múltiples significados, es erudito sin excluir, sin ponerse por encima, es un amigo que discute con entrega sobre lo que adora, que argumenta con contundencia, que nos devuelve las ganas por ver y hablar sobre cine, que sabe latín y lo que no sabe no le importa reconocerlo y preguntarlo, que es el primero que quiere ser sorprendido, cautivado, abducido por lo que ve en pantalla, que es muy generoso porque comparte esas cosas increíbles con los demás y, al ser contadas por él, todas son verosímiles, vívidas, inolvidables.

viernes, 13 de septiembre de 2013

TRANSFORMAR LO COTIDIANO EN ETERNO





   Sin duda, una de las máximas conexiones que pueden darse con un escritor (yo diría que es la que verdaderamente propicia que nos dejemos abducir por sus palabras) se produce cuando, sumergidos en la lectura, sentimos un maravilloso y revelador escalofrío y, por un lado, nos parece que se está dirigiendo sólo a nosotros, nos toca fibras, invade rincones, pulsa teclas que creíamos dormidas o que no conocíamos, nos sacude, nos hace sentir en comunión, reconocemos aquello que narra y, por otro, pensamos que, de alguna manera, aunque hable de otra realidad, de otra época, de su intimidad más recóndita, de sus sensaciones más profundas y personales, ese texto podríamos haberlo escrito nosotros porque nos retrata, nos incumbe, nos apela, nos contiene. Aunque conocía a Ovidio Parades porque era oyente del último programa de radio en que he participado, aunque me dijeron (pero como de pasada, sin darle importancia) que nos había citado en su blog (uno de los más visitados y recomendados: El extraño viaje –y ese título ya me sirvió como anticipo, como seña de identidad: no todo el mundo conoce y venera una de las obras maestras debidas a Fernando Fernán Gómez-) y que el texto aparecía en un libro “del que tal vez deberíamos hablar”, no fue hasta que contactamos directamente por Facebook cuando me interesé por sus escritos y cuando, al tener entre mis manos el volumen homónimo de su blog, me parecía que eran mis recuerdos, mis vivencias, mi familia, mi gente, aquello de lo que se hablaba en la primera parte; luego vendrían las divas, la música, el teatro, y, claro, la literatura, para completar el cuadro, para experimentar la epifanía de encontrarme ante un alma gemela, una de esas personas con las que, en el tercer minuto, compartes un código restringido, parece que te conoces desde siempre, con la que puedes saltarte fases previas para ir al meollo.

   Ovidio sabe captar el detalle, el olor, la temperatura, lo evanescente, lo inaprensible, lo imperceptible, lo que queda aposentado en un rincón del alma (esa canción que, como dijo la gran señora María Dolores Pradera –uno de los muchos cultos de los que somos cofrades- nació siendo “de toda la vida”), esas pequeñas cosas (ahora toca a Serrat, otro que tal –si me pongo a enumerar nuestros dioses tardaré muchas horas en escribir-) que nos conformaron, que nos definen, que nos han imprimido carácter, esas que, transformadas, reubicadas, asumidas, siguen presentes, esos pellizcos de nostalgia, esas lágrimas que aúnan alegría por lo vivido y tristeza por lo irrepetible, esos vuelcos de corazón, esos estremecimientos que a veces no logramos expresar pero que saben interpretar los que no los reprimen, los que no pueden (no podemos) reprimir el vicio de vivir, los que se dejan atrapar por la emoción y le dan rienda suelta. Leer a Ovidio es dejar que una voz amiga te hable al oído, te masajee el espíritu, apele a tu inteligencia para seguir haciéndote preguntas, te abra los ojos para no ignorar nada, para no arrinconar lo que, visto ahora como intrascendente, puede ser necesario dentro de poco y, entre medias (como auténtica columna vertebral de su sentir), los libros, las películas, el teatro, los actores (sobre todo, al igual que nos sucede a Pablo y a mí, las actrices), los viajes, el afán por conocer, una permanente curiosidad jamás saciada y, como pieza clave, como epicentro, como punto de partida y retorno, el amor por su madre (también por el resto de la familia, pero ella, esa mujer a la que todos sus lectores no podemos sino querer, admirar y adorar, es su motor, su savia, la energía que bombea su sangre) y por Íñigo, su marido, su compañero, su cómplice, su refugio, su piedra angular (los que me conocen estarán comprobando que, con mínimas variaciones, me parece estar hablando de mí mismo).

   Ahora llega a las librerías el tercer volumen compuesto por escritos que aparecieron primero en su blog, Vivir en los cafés (editado por Trabe, igual que los anteriores y que su novela El tiempo que vendrá), y de nuevo estamos en su universo, ese que no deja de expandirse, ese que es el nuestro, da igual que hable de lugares en los que no hemos estado (La Santa), de otros en los que sí (una exposición en la National Portrait Gallery de Londres) o del imprescindible ritual de ver Sábado cine (prepararse para la película era tan o más emocionante que el filme en sí), es lo mismo que no coincidamos con su apreciación sobre una película o un libro, el caso es que con Ovidio se puede dialogar, discutir (en el buen y verdadero sentido del término), conversar apasionadamente, porque es alguien que argumenta, que conoce lo que ama, que expresa su propia opinión, que no da nada por sabido ni por hecho hasta que lo experimenta. Si me permiten la mención personal, resaltaré su agudeza como crítico, su olfato como lector, su sensibilidad como persona recordando las palabras que dedicó a 24 horas de un periodista desesperado, la novela de Pablo: él, que debió reconocer a muchos de los personajes, que sabía algo sobre su gestación y realidad, se centró en lo que precisamente es el verdadero logro de Pablo como escritor, la parte familiar, la íntima, la que construye y explica al personaje, fue tan generoso como de costumbre con el trabajo de los demás (y sincero y apasionado: regala elogios sólo a quien considera merecedor de ellos y, por lo bien que los explica, demuestra que se los ha ganado) e hizo gala de su discreción porque, ni en privado, ni por broma, ni por frivolizar o chismorrear, por echar unas risas, jamás ha preguntado en privado por esto o por aquello, quién es éste o cómo pudo suceder lo de más allá, quedándose con su inteligente y cuidada lectura. No puedo detenerme en un apartado u otro, en este escrito o en aquel, porque su unión en Vivir en los cafés demuestra precisamente eso, que no son hojas volanderas, recortes, una ocupación para un rato de ocio, que los escritos de Ovidio para El extraño viaje forman parte de un conjunto, de una voz narrativa, de una manera de entender y enfrentar el mundo y que en un momento concreto nos interesará la nueva aventura protagonizada por Francesca o rememorar un día de Reyes y en otro aquella chica que se sienta a fumar en un banco al salir del supermercado o esa tarde en que el mundo se detuvo en torno a una taza de café. Para los que aún no sepan bien quién es Ovidio Parades, nada mejor que concluir con una de las frases que él selecciona como preámbulo, ya que en esas preferencias queda uno muy bien definido, y porque, para remate, supone citar a la gran Clarice Lispector: “Soy una persona que tiene un corazón que a veces comprende, soy una persona que ha pretendido poner en palabras un mundo ininteligible y un mundo impalpable. Una persona cuyo corazón late de alegría ligerísima sobre todo cuando consigue decir en una frase algo sobre la vida humana o animal”. Ésa es la tarea de cualquiera que intenta juntar unas palabras y comunicarse, ése es sin duda uno de los logros de Ovidio Parades, una de esas personas que necesitas en tu vida y puedes considerar amigo a pesar de la distancia y sólo haber visto en una ocasión (eso sí, nos sentamos en el Mama Inés, el café de tantas tardes y noches en Madrid, para echar un rato de charla agradable, repleta de guiños y complacencias).

lunes, 9 de septiembre de 2013

UN FRÍO ACOGEDOR


 


   Sigue siendo un momento mágico ese en que una lectura te lleva a otro momento, a otro lugar, a otro clima, te hace olvidar quién eres e incluso te cambia el ritmo de los latidos; no hace mucho, Ovidio Parades (del que dentro de muy poco hablaremos en este blog largo y tendido, como él merece y su obra propicia) recomendaba la película El último concierto y hablaba también de esta sensación: en las calles va languideciendo el verano, en la pantalla es pleno invierno, y durante la proyección sientes algún escalofrío porque es como si estuviera nevando en la sala, como si la temperatura, incluso la anímica, descendiese al ritmo que marcan las imágenes. Es una de las muchas enseñanzas que uno se lleva del gran maestro Javier Lostalé, ese magnífico profesional, necesario poeta, excelente persona, añorado compañero, una de las pocas personas realmente buenas, benignas y benéficas con las que he tenido el honor (porque lo es, porque es humilde más allá de cualquier definición, porque siempre ayuda y te hace mejorar, porque derrocha sensibilidad, buen gusto y amor por las palabras) de compartir micrófono, esa persona a la que algún mediocre ha utilizado, vejado, insultado, de la que ha fagocitado contactos, prestigio, buen hacer (sin merecer ni alcanzar ninguno, pero sí consiguiendo unas ventosas que le hacen imperecedero), de la que ha heredado un programa que no merece y que ha transformado en una melosidad insustancial sin encanto ni contenido, ese poetastro huero que habla de libros que no ha leído (y alardea de ello), que confiesa públicamente que no lee novelas y no se recata en ejercer como crítico literario: Javier Lostalé gusta de habitar los libros, introducirse en ellos, establecer un diálogo, ser parte de lo que narran, de lo que sugieren, de lo que transmiten, transformarse después de la lectura (siempre y cuando lo escrito merezca la pena: tiene unos de los olfatos más finos, agudos y certeros que conozco a la hora de detectar menús exquisitos para los lectores ávidos). Desde siempre, si una lectura me absorbe pasa a mi mundo onírico, rara es la vez que no aparece en mis sueños, de una forma u otra, el avatar literario que en ese momento me esté invadiendo; del mismo modo, como decía al principio, experimento las temperaturas a que se enfrenten los personajes, por mucho que en casa, en la calle, haya otra bien diferente.

   Hace unos días, en estos coletazos que aún da el tórrido y se me antoja que muy largo verano, pasé mucho frío, incluso demasiado, tan extremo como el calor alcanzado tantos días de julio y agosto, ya que me enfrenté a una de las tormentas de nieve más peligrosas, intensas y terroríficas que se recuerdan en Noruega, la culpable de que los pasajeros de un tren se encuentren aislados en el hotel de montaña llamado 1222 porque esos son los metros de altitud que le separan del mar y ese es, precisamente (1222), el título de una estupenda novela de Anne Holt, nuevo acierto de esa colección que no me canso de recomendar al aficionado al género y al que no lo es (porque estoy convencido de que si se asoma a alguno de sus volúmenes va a convertirse al culto), la apasionante Roja y Negra de la editorial Mondadori. En un escenario propio de Agatha Christie, y sin ocultar la referencia a Diez negritos (aunque el tren, la nieve, la imposibilidad de huir, el conocimiento de que el asesino debe seguir muy cerca, el investigador que no querría ni debería estar ahí, todo nos lleva a pensar en otra de sus producciones más recordadas y perfectas: Asesinato en el Orient Express), la reputada autora noruega recurre una vez más a su personaje Hanne Wilhelmsen, para construir una trama claustrofóbica, a contrarreloj, con muchos meandros, con muchos interrogantes, muy bien resuelta y que le sirve para hablar (como siempre sucede en los grandes títulos del género) de la situación política de su país, de la realidad del momento, pero sabiendo colocarla en un segundo plano para primar el misterio, la angustia, el perfecto dibujo de personalidades que se ven obligadas a compartir espacio mientras algunas personas van apareciendo muertas. Aunque es el octavo libro de la serie (por desgracia, sólo otros dos están traducidos), es la primera vez que me encuentro con su personaje más popular (aunque tiene una segunda serie, la conocida como “de Vik y Stubo”) y ha supuesto todo un hallazgo, ya que la he conocido en el momento en que está retirada del servicio activo (era policía), tras haber quedado parapléjica después de un arresto que devino en tiroteo, cuando lleva años intentando huir del mundo, amargada, cáustica, anacoreta, asocial, pero es la primera en reconocer sus defectos y en comprender que nadie la soporte; al narrar en primera persona, Holt no refrena su ironía, su rebaba, su menosprecio, lo que dota a la narración de un brío desacostumbrado, que concede momentos para la sonrisa cómplice, que sirven para dejar aún más clara la agudeza de Hanne, su capacidad para radiografiar almas, su manera de reunir piezas y comprender sentimientos, su pericia para encontrar respuestas, todo ello sin hacerse la simpática o mostrar un comportamiento que se atenga a las normas más básicas de educación, permitiéndose cruzar los límites más íntimos puesto que finge desconocerlos para, de este modo, aprovecharse de la vulnerabilidad de los demás, pillarles siempre en desventaja.

   Y al margen de pasar unos ratos inolvidables sumergido en la lectura, intentando desenredar la madeja que Holt sabe trenzar sin que el pulso le tiemble, quedando boquiabierto ante los porqués (sin ser capaz de hallar la solución, en el fondo más a la vista de lo que parece, pero muy bien escamoteada por la autora –sólo puedo ponerme una medalla: una pregunta martilleaba mi cabeza desde que se descubre el primer cadáver y los personajes que deben asumir la tarea de descubrir quién ha cometido el crimen no se la hacen hasta la mitad del libro-), sentir lo gélido del ambiente que describe, ese buscar abrigo, algo en lo que cobijarse, el alivio del calor, notar cómo la sangre vuelve a circular, cómo el cuerpo pierde su agarrotamiento, me hizo evocar aquellas noches de mi infancia en una casa humilde que, con grietas, humedades, piso bajo que da a un patio de paso (o sea, como si fuese la calle), hacía casi imposible el mantenerla caliente, pero disfrutando de la calidez de las personas, en torno al radiador, con pijama y bata, pasando la velada gracias a una película, una serie, aquellos programas divertidos, interesantes, curiosos, o las tardes de lectura después de hacer los deberes, feliz por disfrutar con mi afición, espoleando la imaginación, acariciando el lomo, mirando hacia la librería buscando nuevas propuestas, aventuras que iniciar, me sentía la persona más plena del mundo (la misma que soy ahora cuando Pablo y yo nos sentamos en el sofá, nos cogemos de la mano, nos arrebujamos en la manta que compartimos si es invierno, disfrutamos del alivio del aire acondicionado si es verano, y viajamos juntos a ese país que siempre está dispuesto: el de la ficción).