miércoles, 31 de diciembre de 2014

SUCEDIÓ HACE TREINTA AÑOS (Y AYER MISMO)



  

 En este momento en que hay que ir cerrando un año que para siempre estará marcado a fuego por la pérdida de mi padre (y por el modo irreversible en que la cruel realidad se impuso en apenas unas horas, ganando por KO, cercenando la capacidad de reacción, con demasiados puntos suspensivos, con un boquete en las emociones), voy recuperando aquí y allá momentos, sensaciones, recuerdos, películas, obras de teatro, músicas, lecturas y me doy cuenta de que prometí celebrar un aniversario (tomé notas para ello hace unos cuantos meses ya) pero he estado a punto de no cumplir con este propósito y, aunque no hay que plegarse a las obligaciones que dictamina el calendario para hacer una recomendación o sencillamente disfrutar con el arte (cualquier momento es oportuno no hay que esperar a que tal obra cumpla equis años o su creador tropecientos más), creo que es de justicia hacer sonar una vez más este arpa en 2014 (dejando en el aire melodías que podremos seguir escuchando en 2015) honrando a un escritor con el que me he reconciliado plenamente, con el que fui injusto por lanzarme a leerle sin el bagaje vital necesario, reduciendo el considerado texto capital de su producción a un esquema y/o género que lo empequeñece, que sólo sirve para describirlo en parte, dejándome llevar por lo que decían por ahí muchos que no lo habían ni leído ni tan siquiera intentado(como no quiero repetirme, bastante redundante soy de natural, si alguien está interesado en rescatar ese texto porque no lo conoce o no recuerda su contenido, sólo debe pinchar en el siguiente enlace http://www.elarpadebecquer.blogspot.com.es/2014/07/madre-yo-al-oro-me-humillo.html). Gracias al empeño de algunos sellos como Lumen, la obra de George Orwell se está publicando íntegra y sin descuidar ninguna de sus facetas (por eso, entre otras cosas, afirmo que regresaré a él en 2015: me espera en la mesilla Escritor en guerra de la editorial Debate, recopilación de las cartas que escribió entre 1937 y 1943 y de los diarios fechados entre 1940 y 1942) y uno de los volúmenes más cuidados, mejor editados y con una nueva traducción que hace más justicia al original que aparecieron en este año que va apurando sus últimas horas fue, no podía ser de otra manera, 1984, al cumplirse treinta años del momento en que debería haberse hecho realidad la profecía del británico.
   Lo más palmario, lo más lapidario, la mayor desolación que puede experimentar el lector de este momento es que, por mucho que pueda y deba contextualizar la narración y recordar que fue terminada en 1948, por mucho que sea inevitable entroncarla con Rebelión en la granja en lo que tiene de simbólico, de alegoría, de fábula política (aunque es mucho más divertida y aparentemente más inocente, tiene un aire festivo que le aporta causticidad y sorna –sobre todo, conociendo los paralelismos con aquello que le movía a escribir), a pesar del certero prólogo de Umberto Eco que le sirve como pórtico, completando la lectura con el interesante y revelador epílogo de Thomas Pynchon que pone colofón a esta edición, se llegue más o menos impoluto o con muchas referencias, con prejuicios o con ideas preconcebidas, esperando una novela de ciencia ficción o teniendo muy claro que es un ensayo político camuflado como ficción, al final se impone la claustrofobia de la historia, la llamada de atención (diríase de socorro) que hace el autor, la advertencia de que el porvenir (lo por venir) ya está aquí y no es el paraíso prometido, lo más estremecedor es que la tesis mantenida parece escrita ayer mismo, sólo sería necesario cambiar algún nombre o variar ciertas frases (y la mayoría de las veces ni eso), el panorama descrito e inspirado a Orwell por el estalinismo encuentra reflejo en lo que leemos en los periódicos (podría pasar por nacido a raíz de la prensa de antes de ayer), que si en algo fue profético el ¿novelista? ¿cronista? con su ¿ficción? ¿apunte del natural? ¿reportaje novelado? fue al afirmar poco después de su publicación “no creo que la sociedad que he descrito en 1984 necesariamente llegue a ser una realidad, pero sí creo que puede llegar a existir algo parecido”. ¡Y tanto! La distopía orwelliana se sitúa en el Londres de 1984 (tan sólo treinta y seis años después de la escritura, no la fiaba demasiado larga) donde Winston Smith cumple con sus funciones en el Ministerio de la Verdad, destruyendo, alterando, rectificando todos aquellos documentos, fotografías, cualquier material que pueda contradecir la versión oficial, la única posible, la que impone el Partido, la visión del mundo que se sanciona como tal y que se implanta “con éxito a gente incapaz de entenderla. (…) Su falta de comprensión les permitía conservar la cordura”. Y es que “todo se difuminaba en un mundo de sombras en que el que incluso las fechas de los años se había vuelto poco fiable”, al fin y al cabo todo depende de las conveniencias de cada momento, de a qué alturas del proceso de deshumanización y de reducción del pensamiento se esté porque ese es el objetivo principal: implantar la nuevalengua (“Seguro que crees que nuestro trabajo consiste en inventar palabras nuevas. ¡Pues no! Lo que hacemos es destruirlas, decenas, cientos de palabras al día. Estamos podando el idioma”), restringir las posibilidades de expresión, de pensamiento, no se trata en realidad de controlar las mentes si no de anularlas, de hacer tabla rasa, de alienar más allá de lo imaginable, de convertir al rebaño en entes controlados, estimulados, manejados, programados por el Estado, reducidos a robots (“Lo más terrible que había hecho el Partido era convencer a la gente de que los impulsos y los meros sentimientos eran inútiles”), por eso hay que erradicar cualquier expresión de afecto, de cariño, de complicidad, de compañerismo, de interacción, cualquier rasgo diferenciador, cualquier perturbación por mínima que sea, cualquier verso suelto, cualquier nota disonante, cualquier individualidad: “Cuando haces el amor consumes energía, luego estás a gusto y todo te trae sin cuidado. No soportan que te sientas así. Quieren que estés repleto de energía a todas horas. Tanto desfile de aquí para allá, todos esos vítores y ondear de banderas no son más que sexo frustrado”.
   Si bien es cierto que la trama es una mera excusa para poder ir desarrollando lo que Umberto Eco califica como “energía visionaria”, que a Orwell le importa más el contexto, el sustrato, lo que se extrae de la lectura que los personajes en sí (aunque esa forma de desdibujarlos, de destacar su mero papel de arquetipos, de reducirlos a lo más elemental, redunda y apuntala lo que está denunciando), que todo lo anterior es un largo (e interesantísimo) exordio para llegar a lo que se conoce como El Libro, base teórica de la Resistencia, este larguísimo inserto termina por trocar en apasionante porque establece un apasionante diálogo/debate con lo que se ha leído hasta el momento y, muy especialmente, con el lector, ese que no querría verse en una situación similar, ese que a veces no puede evitar sentirse reflejado en ese círculo vicioso que es el devenir de los personajes, en esa permanente vigilia para no pensar lo que no se debe, bajo la vigilancia perpetua del Hermano Mayor (un acierto traducirlo así para evitar caer en la degeneración perpetrada por cierto formato televisivo –en inglés no se nota la diferencia, claro (Big Brother), pero la riqueza de nuestro idioma (esa que en las páginas de la novela se busca suprimir) ayuda a marcar distancias-), en ese “vivir día a día, y semana a semana, devanando un presente sin futuro”, algo que se presenta como “un instinto irresistible”. En este momento, que no deja de ser una convención como tantas, en que cerramos un año para iniciar otro, conviene seguir teniendo muy presente a Orwell, porque nos ayuda a estar alerta, porque nos enseña a no conformarnos con lo que puede resultar benéfico sólo en apariencia, porque nos hace tomar conciencia de quiénes somos, porque lo que sucedió hace treinta años sigue pasando, porque no hemos avanzado tanto e incluso seguimos retrocediendo.

domingo, 21 de diciembre de 2014

MONUMENTOS TEATRALES



  



 En casi todo el mundo se les respeta, quiere, considera patrimonio cultural, personal y vital, una posesión querida (en el sentido de pertenencia, de algo propio), incluso se les otorga tratamiento especial si así lo decide la que más manda (digan lo que digan las leyes, estén repartidas las funciones como lo estén, Isabel II sigue siendo la que maneja las riendas con mano firme, reinando como sólo una soberana británica sabe hacerlo); hablo de los actores, esos seres volubles, tornadizos, con el alma sometida a constantes vaivenes, invadida por sentimientos contradictorios, afectos radicalmente opuestos, emociones que se alteran cual veleta ante la más leve brisa o el huracán imparable de lo que deban representar, encarnar, vivir, personas de carne y hueso que regalan su cuerpo, su corazón, sus vísceras a otras imaginadas o que fueron realidad hace siglos, que se transforman continuamente, que mudan de piel a cada paso, que se difuminan y diluyen para otorgar corporeidad, presencia, permanencia, inmortalidad a sus personajes. Uno siempre se ha sentido fascinado por estos genios (porque así me lo parecen cuando con el ejercicio de su arte consiguen abstraerme, asombrarme, sentir que asisto a algo irrepetible –y da igual que sea una película de la “deuvedeteca” o “blurayteca”: si te resulta digno de admirar parece que sea la primera y única vez que estarás ante el prodigio-), estos artistas que sólo necesitan su voz, su cuerpo, su inteligencia, su intuición, su inagotable abanico de capacidades y facultades para hacer creíble lo más insólito, para mimetizarse con el traje prestado y ajustárselo a su piel hasta no poder distinguir uno de la otra; y no puedo evitar que me duela muchísimo cuando en España se mete a todo el mundo en el mismo saco o no se ejercita la memoria (la del público suele ser bastante frágil, no hay más que recordar los juguetes rotos que pueden encontrarse a un lado y otro del Atlántico, las modas son tan sólo eso y tendemos a contagiarnos de su carácter efímero, a negarles la incidencia que tuvieron en su momento,  pero en este país somos especialmente ingratos -de lo de la envidia mejor no hablemos hoy-, al margen de que nos encanta mezclar a las churras con las merinas y hablar del rebaño generalizando, sin distinguir a cada componente del mismo) y se obvia el valor de nuestros intérpretes, sobre todo acusándoles de ausencia de escuela porque, si bien es cierto que no podemos hablar de algo comparable a lo que poseen los británicos, los franceses e incluso los italianos –y también en EEUU, aunque de otra manera-, España ha sido rica en sagas, en genealogías, en apellidos que han dado lustre al oficio, en individualidades que coincidieron en tiempo y espacio para conformar una cartelera añorada y envidiable, gentes como los Gutiérrez Caba o la conjunción Rivelles-Larrañaga-Merlo y demás ancestros de cada uno de ellos, los Prendes, los Goyanes, José Bódalo, José Luis López Vázquez, María Luisa Ponte, Fernando Delgado, José María Rodero, Berta Riaza, Aurora Redondo, María Fernanda D´Ocón, Antonio Garisa, Concha Velasco, Encarna Paso, Paco Martínez Soria, Laly Soldevila, tantos nombres que evocan horas felices (da igual el tono del espectáculo cuando uno lo está sintiendo aposentarse en su interior, convertirse en recuerdo imborrable) en algún patio de butacas y muchas más frente a la televisión, cuando sus rostros eran populares y aprendíamos tanto sin darnos cuenta, sin sentir, sin obligaciones, por el gusto de hacerlo.
   Pero, como me comentó hace tiempo la fantástica Nuria Espert durante una entrevista cuando le recordé que gracias a un programa infantil (creo que aún no se llamaba Sabadabada sino De 12 a 2) había podido conocer su montaje de Doña Rosita la soltera, el teatro hay que vivirlo, sentirlo, experimentarlo, la televisión está bien como punto de partida pero hay que estimular, motivar, provocar, promover que los chavales lo sientan como propio, como necesario, como parte del aprendizaje, como vía de escape, como diversión (¡Qué envidia siento ante esos chavales que en otros países puede decirse que nacen, viven, estudian con atención y deleite –habrá de todo, claro, pero barro para casa- la letra impresa, los textos que constituyen parte de su patrimonio!). Y, así, volví a experimentar el impagable placer de ver en pie uno de los textos capitales del enorme Eugene O´Neill, uno de esos autores a los que hay que regresar, que no se pueden abandonar, que no deben darse por sabidos (especialmente porque se les ha representado muy mal en demasiadas ocasiones, porque su nombre ha sido tomado en vano cuando algún “creativo” –con muchas comillas, distinguiéndole de los que demuestran serlo día a día, separándole de los creadores- ha querido enmendarle la plana o aprovecharse del prestigio ajeno), la obra que ahora mismo se representa con el título Largo viaje del día hacia la noche y que por desgracia abandona hoy el Teatro Marquina de Madrid (aunque anuncian un par de fechas en Las Palmas de Gran Canaria para enero de 2015 –esperemos que no sean las últimas-). Tendría que haber hablado de este montaje mucho antes, pero las circunstancias adversas se cruzaron con crueldad en el camino y cuando tuve ánimo para regresar al teclado hubo sensaciones muy íntimas que buscaron su cauce (al margen de proyectos profesionales que requieren todo el esfuerzo y la entrega para procurar que salgan adelante) y quedó arrinconada lo que ha de ser por derecho propio crónica emocionada de mi encuentro con dos de las personalidades teatrales que más admiro, venero y aplaudo, dos personas que demuestran su conocimiento, su inteligencia, su buen gusto, su calidad cada vez que suben a escena (aunque me hayan dejado una espina clavada muy hondo, un despropósito que pude perdonarles por lo que ha venido después pero que siempre me dolerá –en lamento compartido, como todo, con Pablo, ya que se trata de una de sus obras favoritas dentro de la producción de uno de sus autores de cabecera-, aquel decepcionante Un tranvía llamado Deseo de Tennesse Williams que aún cuesta creer fue transformado en ese bochornoso espectáculo por estos dos grandes): Mario Gas y Vicky Peña, Vicky Peña y Mario Gas, gentes de teatro, del espectáculo (a ambos les viene la tradición impresa en los genes), él es un sólido actor que se ha dedicado más a dirigir, planificar, orquestar, trazar, pergeñar, alumbrar y ella es una de las actrices más inmensas que puedan verse sobre las tablas en cualquier lugar del mundo, verla en escena es ser consciente de que se es testigo de un momento deslumbrante, como ver a Vanessa Redgrave, Helen Mirren, Judi Dench, Angela Lansbury, como si se hubiese podido hacer lo propio con Katharine Hepburn, Rosalind Russell, Kay Kendall u otras tantas (y tengo el descaro de decírselo aunque sé que se sonroja, me consta su humildad desde que tuve ocasión de charlar con ella tras levitar con Sweeney Todd –a finales de los 90 del siglo pasado, pero no faltamos a la reposición en 2008- y le mencioné como de pasada que su elegante comicidad capaz de pasar del estruendo a lo pequeño en cuestión de segundos, de erigir un muro de contención antes de caer en lo ridículo, me recordaba a la Kendall y ella incluso se sobresaltó: “¿Qué me dices? ¡No puede ser! ¡Es una de mis actrices favoritas! ¡Parecerme a ella! ¡Imposible!”).
   Empezaba la aventura universitaria cuando fui con un buen puñado de los miembros del grupo que fuimos hasta el final de la carrera a ver el montaje que el nunca suficientemente llorado Miguel Narros (cuando era director del Teatro Español, cargo que ha desempeñado Mario Gas hasta 2012) presentaba al comenzar la temporada 1988-1989, precisamente Largo viaje hacia la noche en su integridad, es decir, casi cuatro horas de función (con un par de descansos por aquello de estirar las piernas y aliviar los esfínteres, claro). Fue una excelente oportunidad para fijarme en José Pedro Carrión y Carlos Hipólito, intérpretes a los que seguir desde ese momento, para volver a aplaudir la madurez y el señorío de Alberto Closas y para tener una sensación que se iría refrendando con el tiempo: Margarita Lozano, a pesar de Viridiana y La mitad del cielo, nunca me convence demasiado, se queda muy por debajo de sus personajes (y la prueba definitiva fue su Bernarda Alba sin fuelle ni personalidad, dirigida sin acierto por Amelia Ochandiano). No había vuelto a ver la obra en escena, sí la tenía bastante fresca gracias a la impecable versión que Sidney Lumet condujo con mano maestra en 1962 para el celuloide (esa que rechazó Spencer Tracy porque no estaba dispuesto a rechazar su caché, uno de los hitos de la ya antes alabada Katharine Hepburn, una adaptación que se limitó a recortar el original, a reducirlo a poco más de dos horas, y por eso el cineasta quiso que el guión apareciese firmado por el propio O´Neill aunque éste había fallecido en 1953) y con el buen ánimo de un reencuentro apetecido me senté en mi butaca (junto a Pablo, tan expectante como yo) para dejarme arrastrar por la poética doliente y en ocasiones cruel del dramaturgo neoyorquino, un casi permanente latigazo que posee una belleza implícita y explícita, que no tiene recato en escarbar en la herida, unas palabras que conmocionan y cautivan, un lujo que pocos saben y pueden decir como Mario y Vicky (ya en otros lugares hablé sobre lo inapropiado de la escenografía y sobre algunos altibajos en la dirección, por lo tanto nos quedaremos ahora con lo mejor, con lo que importa, con ellos –y del público, el de aquel día, con bastantes representantes de la prensa, con señoras que no entendían qué le pasaba a esa madre hasta que en el segundo acto se pronunciaba la palabra “drogadicta”, con señores que bostezaban ostentosamente, con espectadores incómodos y removiéndose porque “oye, no pasa nada”, con supuestos expertos que ríen ante su propia ignorancia y pisotean la tumba de gente como O´Neill cada vez que redactan o explican cualquier asunto relacionado con la cultura, sobre todos esos corremos un velo muy tupido). “Tenía muchas ganas de volver a compartir escenario con Vicky y tenía este O´Neill en la cabeza antes de que nos lo ofreciesen; además, hubo otras ofertas mientras dirigía el Español y en ese momento no podía compatibilizar ambas cuestiones, más allá de mi aparición en Follies en la que, al fin y al cabo, todo quedaba en casa, jajajaja… Pero ya tenía ganas de meterme dentro de un personaje, de dejarme llevar, y si encima me dirige otro aún mejor porque sólo tengo que preocuparme por ser actor”, cuenta un Mario Gas pletórico cuando se le dice que se le echaba de menos sobre las tablas y más con un texto de este calibre, con un autor que no le es ajeno, con una actriz a la que comprende y engrandece del modo en que lo hace con Vicky, quien asiente agradecida hasta que se lanza a hablar sobre su personaje, sobre el autor, sobre las implicaciones y explicaciones personales del mismo con esos seres inspirados/robados de los que conformaban su familia: “O´Neill tardó mucho en escribir esta obra porque tenía que comprender primero lo que había sucedido, tenía que destilar su dolor, adquirir sabiduría, no podía ponerse a la tarea en caliente, era mucho más de lo que podía soportar: en ese momento, la tuberculosis era una espada de Damocles, era una sentencia, y la convivencia con los que le amaban, porque le amaban a pesar de todo, era muy difícil, ya que formaba parte de una familia de seres muy destructivos, crueles, despóticos, cargados de reproches. Él no quería caer en lo mismo, no quiso que su texto fuese un mero y burdo ajuste de cuentas, lo que le obligó a asomarse a simas de dolor, a despeñarse por ellas. Por eso siempre nos referimos a este drama denominándolo “tragedia”, porque eso es lo que es”.
   Y por todo esto que transmite como nadie Vicky (qué fácil amar el teatro si te lo cuentan con esa pasión, con esa competencia, con esa erudición que sabe explicarse, que comunica, que aporta, que educa, que compromete), por el necesario tono elegíaco que debe tener la función, es de aplaudir a rabiar el hecho de que un teatro comercial privado se haya lanzado a la aventura de enfrentar este montaje a comedias de carcajada fácil y poco fuste que llevan años en la cartelera, comprendiendo que ha de haber público para todo, que lo ideal es tener donde elegir, que cada quien demanda una cosa: “Se trata de creer en el teatro, nada más. Sí, es un negocio, claro, es nuestra forma de vida, pero el público sabe más de lo que algunos quieren creer y busca lo que le interesa, no podemos ofrecer lo mismo en todos los teatros. ¿Qué hay que echarle un par de… corajes? ¡Pues en eso estamos! Por fortuna, hemos encontrado unos compañeros de viaje fantásticos, trabajamos con un espíritu muy de equipo del primero al último implicado, y así al menos se ofrece un producto digno”, cuenta Mario Gas, mencionando al resto de actores (Juan Díaz, Alberto Iglesias y Mamen Camacho), al director (Juan José Afonso), al adaptador (Borja Ortiz de Gondra) –“ha hecho una pequeña poda, necesaria para adecuar la función a los estándares actuales, pero no ha obviado ningún aspecto, no ha reducido profundidad”-, a los de diferentes departamentos, cerrando el círculo con Alberto Closas, gerente del teatro Marquina (el que fuese propiedad de su padre, quien, como ya dijimos, interpretó esta función a finales de los 80). Vicky tiene muy claro que, aunque podamos ser (a veces nos esforcemos en ello viendo las consecuencias) muy diferentes a los personajes, todos nos sentimos reflejados en algún momento: “La obra absorbe: no es posible interpretarla sin implicarte y, del mismo modo, creo que es difícil que puedas estar mirando sin que algo se te remueva. ¡Cuántas cosas ásperas suceden en las casas, cuántas palabras duras se cruzan con los demás! No hay más que pensar en esos días de Navidad previstos para brindar, para ser felices, pero de repente algo se tuerce, el alcohol desinhibe, las lenguas se sueltan, la educación se deja a un lado y te asaltan todos los demonios”.
   Si en el primer acto es Mario Gas quien deja clara su categoría actoral, Vicky Peña inicia el segundo acto con una escena sobrecogedora, de un lirismo que hipnotiza, conmueve y azota, uno de esos momentos que justifican un montaje y que resumen una carrera –“hay que hacerlo, ¿eh”, apostilla todo orgulloso Mario-, un regalo para el espectador: “Se trata de darle al personaje lo que requiere, O´Neill es muy preciso en el trazo, reclama que seas sutil: yo la veo como es, con todas sus miserias, la culpable de muchas de las lacras que la familia arrastra, una niña malcriada, una inadaptada que sólo busca satisfacer sus caprichos, y al mismo tiempo se ennoblece porque ama sin medida, sin atenerse a las consecuencias; al igual que el resto, es alguien desamparado que busca la medida del amor pero no sabe dosificar”. En ese estudio pormenorizado que Vicky hace de cada rol que asume (así lo demuestran sus palabras y sus hechos), en cómo estudia el personaje desde todas sus facetas para hacer una total inmersión, me atrevo a sugerirle algo que Pablo tiene en la cabeza desde hace años: que encarne a Mama Rose en Gypsy –“sería Sondheim de todos modos” dice Mario, responsable de los mejores montajes de este grande del musical- y resulta que ella asiente, se ríe por lo bajo, mira a su compañero con complicidad y él dice: “Además, sabemos quién sería la chica, ¿verdad?”. ¡Lo habían pensado! Vicky me da permiso para dé testimonio de este interés, de esta posibilidad, de lo que debería ser una realidad por si algún productor toma nota de ello (ahora que Imelda Staunton regresa a Londres con este mismo título y la economía no hace factible que podamos gozarla -¡También nos perdimos su Sweeney Todd! Ya va siendo hora de que el trabajo dé frutos, ¿no?, si sólo queremos lo suficiente para alguna escapada y caprichitos culturales…). ¡Pensar en Vicky Peña dirigida por Mario Gas mientras suenan las inmortales notas de Arthur Laurents y cobran vida las no menos esplendorosas palabras de Stephen Sondheim es como para desear que la gira que Largo viaje del día hacia la noche merecería termine pronto y alguien les dé impulso para que el proyecto cristalice! (¿Quién piensa en Patti Lupone cuando la Staunton podría ceder el testigo a Vicky Peña?).

domingo, 23 de noviembre de 2014

LUGARES QUE NO DEBERÍAN SER COMUNES



  



 La primera vez que me topé con el refrán “entre marido y mujer el dedo no hay que meter” (fue en un tebeo, en una historieta de un vaquero del que no recuerdo el nombre –o sea, que no era Lucky Luke-) me lo apropié en seguida pero cambiando los personajes y sin preocuparme por la rima, puesto que yo lo decía cuando no quería que nadie metiera baza en las discusiones que mantenía con el tío Miguel (eran cosas nuestras y nosotros nos entendíamos); con el tiempo, la frase fue adquiriendo unos tintes muy sombríos, puesto que era la excusa perfecta, el eufemismo bajo el que camuflar la indiferencia, la ceguera, el “yo no me quiero enterar” que musitaba doliente doña Concha Piquer, la mordaza aceptada por unos e impuesta por otros para no asomarse a lo que sucedía en el interior de los hogares, a una violencia soterrada no por ello desconocida, considerada como algo lógico incluso por las víctimas que la sufrían (aquel testimonio lapidario, y por desgracia real, por desgracia compartido, por desgracia refrendado y rubricado por tantas, incluso por las que suspiran aliviadas ante lo que consideran “un mal menor”, un tributo comprensible, un portazgo cuantioso pero tolerado porque se piensa que su pago evitará que aumente su virulencia, esa frase terrorífica con la que una mujer reconocía “mi marido me pega lo normal”), un maltrato continuado, heredado, ancestral, una anulación física, moral, humana, una condena que encontraba las cómplices más activas, más sañudas, más insidiosas en otras iguales que se consideraban superiores por ser “decentes”, “abnegadas”, “buenas madres y esposas de educación religiosa”, verdugos de otras víctimas y de sí mismas. Claro que había y hay muchas parejas en las que, más allá de los lógicos roces, reproches, malentendidos, palabras a destiempo que provoca la convivencia, la armonía, el cariño, la complicidad, las risas son el lenguaje cotidiano y común, pero durante demasiado tiempo se ha sepultado esta cruel realidad bajo la bota del patriarcado e incluso actualmente hay quien dice que se da demasiada importancia a este terrorífico asunto, que se magnifica, que se explota en aras de una mayor audiencia (no puede negarse que hay quien lo ha convertido en su negocio, en su manera de hacerse popular, trivializando la tragedia, inventándola con tal de asegurarse un plató, pero son esas rémoras las que deberían eliminarse no el resto de plataformas desde las que denunciar, advertir, eliminar estigmas, convencer a tantas víctimas que callan, soportan, mueren antes que reconocer lo que para ellas es un fracaso, una culpa, una vergüenza, algo que aguantar porque “es para toda la vida”); y el caso es que el niño va creciendo y se topa con Entre visillos de Carmen Martín Gaite, Cinco horas con Mario de Miguel Delibes, ve en televisión una adaptación de Fragmentos de interior (también de la gloriosa salmantina), se asoma a Los gozos y las sombras primero en la pequeña pantalla y pocos años después a través de las palabras de Gonzalo Torrente Ballester, conoce a las mujeres que aparecen en La colmena de Camilo José Cela, va, en definitiva, aprehendiendo aquí y allá sensaciones, realidades, testimonios, reflejos de lo que sucedía de muros para adentro, de lo que aún sucede en tantas casas, escucha hablar a la abuela con alguna de las vecinas mientras tienden en el patio, rebusca entre las viejas fotos, pregunta quién fue ésta, por qué tiene ese gesto en la foto de bodas “la tía fea” (así se referían a una que no estoy seguro si era hermana o prima o qué del abuelo Tomás), en definitiva, va descubriendo que la mujer ha sido y sigue siendo considerada una inferior, una costilla hurtada al hombre, una deuda que debe pagar con el sudor de su frente, una maldición que se transmiten las unas a las otras.
   Me crie rodeado de mujeres (la abuela, mi madre, la tía Carmen, mi hermana, Gema –una vecina de mi edad-), pero eso no tiene nada que ver porque conozco muchos casos similares que han dado como fruto misóginos que las consideraban a su servicio, que se referían a ellas con superioridad y absoluto desprecio; sin embargo, yo aprendí a quererlas, a respetarlas, según fui madurando comprendí que somos diferentes –eso enriquece la vida- pero no superiores o inferiores por lo que traemos entre las piernas al nacer, que lo nos distingue, lo que nos identifica, lo que importa es lo que nace en el corazón, cómo actuamos, cómo nos comportamos, cómo sentimos, que no hay nada (en lo relativo a lo íntimo, a los afectos, a lo hondamente humano) que sea tributario de un sexo u otro. Aunque pueda sonar extraño, Rosa León fue un elemento importante en esta evolución; en primer lugar, porque era una señora que igual cantaba aquello del ratón que encontró el señor Martín debajo de un botón como inyectaba dolor y rabia a esos versos impagables de Luis Eduardo Aute que se titulan Al alba y que con los años comprenderíamos en toda su inmensidad, desentrañando su simbología (“El día que se avecina viene con hambre atrasada”), una mujer que trataba a los niños sin ñoñerías ni vocecita cursi –por mucho que se la haya tildado de eso, al igual que a la magnífica Gloria Fuertes, sólo por haber conversado con los chavales en condición de igualdad- en aquel divertido programa titulado Sopa de gansos –ahora que reviso tantos episodios compartidos, me acuerdo de cómo mi padre le alababa su saber hacer con los chavales delante de las cámaras-, una compositora que ponía música a una letra de Joaquín Parejo para cantar Los años de casada, canción en que una mujer hace su maleta procurando dejar fuera “el mundo conocido, los años de casada, las horas que ha vivido para llegar a nada”, letra que en aquellos primeros años de la década de los 80 (e incluso después) sonaba insólita, extraña, casi incomprensible, narrando una situación que, estereotipada y manejada para los intereses del serial, sólo nos parecía natural en Dallas o Dinastía. Y como es habitual en un servidor, he dado muchas vueltas para llegar al verdadero objetivo de este texto, pero estoy convencido de que su protagonista me lo perdonará/consentirá, primero porque es muy generoso y siempre procura el acomodo de los demás, no le duelen prendas en hablar bien sobre el trabajo ajeno, en promocionarlo, en destacarlo, porque sé que muchos de los referentes citados también lo son suyos, porque le gustará que la lectura me haya despertado/propiciado/avivado tantas sensaciones, fundamentalmente (por eso me perdí entre mis propios recuerdos) porque él evoca esos años en su nueva novela, La mujer de al lado, publicada como toda su obra anterior por Trabe, novela con la que Ovidio Parades da un salto de gigante en su trayectoria como escritor.
   Cuando se estrenó la espléndida Te doy mis ojos de Icíar Bollaín, hubo quien (un tipo soberbio, pagado de sí mismo, uno de esos que siempre cae de pie –por fortuna, recaló en Los Ángeles, con todo un océano de por medio-, un señorito fatuo, misógino, incomprensible académico y votante de los Goya aunque menospreciaba el cine español –“flaco favor le hacemos poniéndolo siempre bien” ¿y siempre mal no importa?-, al servicio de los que pagasen, de los poderosos, de los relacionados, dictando críticas según conviniera a lo que pergeñaba en despachos), sin haberla visto, se atrevió a tildarla de “feminista”, “exagerada”, “maniquea”, desconociendo –como tantas cosas- que uno de los personajes más negativos de la cinta, el que más pavor produce, el que más remueve, es el que interpreta con su maestría habitual Rosa María Sardá, la madre que llega al tono admonitorio con su hija para que siga al lado de su marido a pesar de los golpes, las amenazas, el martirio diario, para que no pregone a los cuatro vientos lo que le pasa, para aguante lo que tenga que aguantar mientras que, como sentenciaba Bernarda Alba, se mantenga la “buena fachada y armonía familiar”. Por eso es un gran acierto de Ovidio situar su historia en aquellos todavía cercanos años (aunque para algunas cosas diríase que han pasado siglos –bueno, en realidad finiquitamos uno y dimos paso al siguiente-), para poder vivir con Emilio el descubrimiento, los interrogantes, la falta de referentes, para comprender el tormento que Maruchi revive cuando los acontecimientos se precipitan y por qué se siente tan culpable, tan miserable, ella que callaba, por no haber sabido descifrar las señales, por haber guardado silencio, por haber sufrido, por considerarse responsable de que la historia se haya repetido; con su atención a los pequeños detalles, a las rutinas, a esos aspectos mínimos e incluso triviales que conforman lo cotidiano, esos apuntes en los que nos reconocemos o identificamos a personas conocidas, Ovidio va conformando un microcosmos que nos habla directamente, que nos atañe, que nos obliga a actuar, que derriba muros de indefensión, de oídos sordos, de “allá cada uno con lo suyo”; no, señores, eso no es respetar la intimidad de los demás: eso es, simple y llanamente, ser cómplice de un sinsentido, de un delito, de un crimen, de una tortura. Con el estilo que le ha hecho popular gracias a su blog El extraño viaje (título asimismo del primer volumen en que recogió textos del mismo), trascendiendo con soltura, buen oficio y olfato narrativo lo que algunos condenarán como “el tópico de siempre” (cómo os escuece el tema, ¿verdad, hipócritas?), Ovidio Parades se da rienda suelta en La mujer de al lado, entregando la palabra a sus personajes, hablando de asuntos que le interesan, con guiños a sus lectores habituales (trata asuntos que nunca ha descuidado ni le han sido ajenos) pero mucho más firme como novelista, más seguro de sí mismo, confianza que le permite desaparecer en algunas páginas, ceder el primer plano a sus criaturas, a seres de carne y hueso que rompen lo arquetípico por la veracidad de sus sentimientos, que ponen el discurso al servicio de la historia, que claman por lacras a las que ojalá algún día podamos referirnos en pasado, sucesos que sean excepciones y no un triste, sucesivo e interminable rosario de angustia, traumas, heridas, sangre, muerte. Ovidio no pontifica, no adoctrina, no se pone tremendista: en su línea habitual, destila una prosa medida, tranquila, pausada, que se va imponiendo en el ánimo del lector por acumulación, sedimentándose mientras se van pasando páginas, alternando sonrisas, complicidades para los que pertenecemos a la misma generación, con sombras, encogimientos de estómago, vacíos que se van imponiendo hasta que el cuadro queda completo. Del mismo modo, no ofrece soluciones porque por desgracia no las hay, más allá de lo necesario de novelas como ésta, de que el asunto no se dé por zanjado, de que la nueva “normalidad” sea la de aceptar que esto pasa y punto, de seguir siendo altavoz de las injusticias, de avivar la llama de la lucha que consiga erradicar el sentimiento de que una persona puede ser una pertenencia y “como es mía hago con ella lo que quiero”; hay quien la considera perdida, por desgracia parece un imposible, pero mientras escritores como Ovidio Paredes pongan su intención, su atención, su preocupación, su talento al servicio de los sufrientes la literatura saldrá ganando y la partida no podrá darse por perdida.