domingo, 30 de junio de 2013

¿LAS VENTAJAS DE SER UN DESEMPLEADO?





   Enrique Ordiales es uno de esos adolescentes (aunque acaba de aprobar Selectividad, por lo tanto ha alcanzado la mayoría de edad y, según se decía antes, tiene derecho a llevar el “don” delante del nombre) que te devuelve la esperanza en las generaciones futuras y, de paso, en la profesión; le conocí gracias a la radio, ya que ha sido siempre una de sus pasiones: la escucha, la siente, la vive, anhela ser parte de ella (al otro lado del receptor, porque como oyente ya lo es: activo, curioso, participativo, aportador) y lleva algo más de tres años alimentando un blog llamado Radioanálisis, en el que da rienda suelta a su vocación, demostrando un instinto periodístico muy agudo y muy buenas dotes como comunicador. Aunque me consta que no quiere estudiar Periodismo como tal, no puedo menos que sentirle colega, compañero, camarada, ya que demuestra un respeto y un gusto por el oficio que no tienen muchos de los que lo ejercen por más que un título universitario los acredite como tales, y porque desempeña nuestra tarea tal y como se ha hecho casi desde las cavernas, es decir, ejerciéndola, aprendiéndola en la práctica, en el día a día, fajándose con la coyuntura que toca en cada momento (por si acaso alguien no me ha oído decirlo antes, repetiré que esto no significa que invalide la carrera, los estudios, sólo afirmo –a los millones de ejemplos me remito- que la verdadera esencia no se encuentra en libros de texto escritos hace quinquenios o en las formulaciones teóricas de aquellos que jamás han pisado una redacción ni han escrito una crónica ni se han puesto delante del micrófono o la cámara para informar; de eso a otorgar estatus de periodista a tanto vocinglero doctorado en algún reality va un abismo). El caso es que, durante la presentación de 24 horas de un periodista desesperado, Enrique preguntó a Pablo si pensaba que el sombrío y asqueroso (¿por qué andarnos con metáforas?) panorama dibujaba en la novela podía mejorar, a sabiendas de que había muy pocos elementos ficticios en la narración; Pablo fue muy categórico (conoce demasiado bien las cloacas, lo infecto que infesta todo) y respondió con un “no” rotundo, que fue secundado por la entrañable Isabel Pisano (esa maestra, amiga acogedora, ejemplo de libertad e independencia, precisamente por ello vilipendiada, censurada, perseguida y castigada en tantas ocasiones), aunque ella se atrevió a añadir que, en todo caso, son ellos, los que están llegando, los jóvenes, los que no deben dar nada por hecho ni consentido y ponerse a cambiar lo que no les guste (“No les dejarán –añadió-, pero si lo intentan al menos no serán cómplices”).

   No quisiera ser tan negativo, pero no puedo dejar de ser realista y, en realidad, el comportamiento de tantas personas (algunas consideradas amigas), su forma de reaccionar ante la novela de Pablo me hace responder a la pregunta de Enrique igual de categóricamente, puesto que en lugar de hacer autocrítica, de entonar el mea culpa en lo que sea conveniente, de arrancar de cuajo la mala hierba, de señalar la manzana podrida para al menos intentar quitarla del cesto, preferimos guardar silencio en connivencia con los hacedores, con los responsables de que, paradójicamente, el periodismo sea uno de los oficios con peor prensa (y, en realidad, todos llevamos nuestra cruz porque, en algún momento, nos hemos autocensurado para conservar nuestro puesto de trabajo –siempre ha sido una de las formas más perversas de chantaje, exacerbada ahora con la situación de agonía que vive el sector-). Y así se da el caso de que una persona que, se sabe y puede demostrar, perdió un Premio Ondas por la intervención de un directivo sin capacidad ni criterio –un gallina, tal y como puede leerse en la novela, un inane con poder, un mediocre soberbio- cree que puede ser temerario incluso mencionar el título por si alguien ata cabos (si reaccionasen así, al modo de lo sucedido con El Código Da Vinci, deberíamos colegir que se reconocen en el retrato –muy certero, se lo digo yo- y que, de una forma u otra, son conscientes de lo que hicieron o hacen –alguno hay, no es la primera vez que lo digo, con el trasero untadito de Sindeticón –y ésta va para Enrique Ordiales padre, al que me imagino tarareando las letras del álbum Forgesound-); o el de otra persona que, a pesar de que una y mil veces la hicieron de menos e incluso humillaron aunque dirigía un programa, besaba el suelo bajo los pies de cualquiera con despacho y secretaria pensando que así se mantendría, sin ser consciente de que los cargos más altos son los más inestables en los medios de comunicación, llegando a negar las evidencias para montarse su propio país de las maravillas, siendo complaciente y cómoda, evitando los enfrentamientos, totalmente dócil y vendida, quien incluso se asombraba de cómo Pablo reflejaba a ciertos personajillos a los que ella menospreciaba o de cómo sacaba la luz los navajazos y la campaña de descrédito sembrada por gente del lugar, diciendo que comprendía “la expiación” pero no podía darle altavoz, demostrando por un lado su nula capacidad para hacer una entrevista sin hablar de lo que no se quiere (hay otros muchos asuntos sobre los que preguntar al escritor), volviendo por otro, como tantas veces, a dar una patada al diccionario, ya que la expiación puede que algún día sea ella quien tenga que hacerla (o al menos le gustaría, tal y como dice la primera acepción del DRAE, “borrar las culpas”); en todo caso, llame a las cosas por su nombre, Pablo se ha tomado justa venganza. Y eso por no hablar de la de "profesionales de la información" (lo entrecomillo con toda la mala baba del mundo) que, sin conocer ni a su autor ni al resto de personajes de nada, rechazaban hacer cualquier comentario "porque esas cosas no deben contarse" (y aún peor si entramos en el capítulo "sindicatos"): esa es la democracia, pluralidad, libertad que exigimos pero no ejercemos si afecta a "los nuestros".

   Y resulta que no hace mucho, con la clarividencia que le caracteriza, Enrique me dijo que se notaba en mis textos (bien fueran comentarios para el Facebook como escritos para los blogs) que había recuperado mi libertad, mi posibilidad de hablar sin tapujos, que hacía muy bien en no coartarme “por si lo lee alguien que puede darme trabajo”; sí, mi dolor y depresión me ha costado, pero ahora ya no me callo ni debajo del agua (y eso que, por el momento, oculto nombres para, en el fondo, negarles trascendencia, pero puede que eso cambie dentro de poco porque “si un traidor puede más que unos cuantos, que esos cuantos no lo olviden fácilmente” y que lo hagan público y que se le señale con la letra escarlata por ser ignominioso), porque es mucho más digno que no te contraten por intentar mantener tu ética a buen recaudo que vender lo único que uno puede alcanzar en su oficio (la confianza que le otorgan los demás), que travestirse, que amordazarse, que tolerar desmanes (para tener jefes incompetentes no hace falta irse muy lejos y son más tolerables cuando hablamos de una tarea que sólo precisa de tu pericia, tu disposición, que te permite ejecutarla casi mecánicamente, sin implicar el alma). Busquémosle alguna ventaja a no tener empleo (¡Qué poco me gusta lo de “parado”!); ya que, de todos modos, en el inconsciente colectivo flota la idea de que somos unos aprovechados (¿Es que no hemos cotizado todo el tiempo que hemos podido?), unos viva la virgen, los máximos artífices de la economía sumergida (hay de todo, como en botica, pero conozco demasiados casos de empleados en algún sitio que cobran parte del sueldo en negro o que alternan varios trabajos, no todos declarados; aunque cuando alguien acusa en general y tú le replicas, en seguida aclara “no, si yo haría lo mismo”… ¡Pero yo no lo hago! –se cree el ladrón que todos son de su condición-), intentaremos rentabilizar esta situación (confiemos en que lo más pasajera posible) sacando adelante nuevos proyectos literarios, aprovechando los buenos momentos (¿Le hemos pedido dinero a alguien para irnos a Londres? Bueno, el caso es que no avisamos al INEM de que nos marchábamos fuera tres fines de semana -uno, dos y tres, independientes, no semanas completas hasta sumar tanto-, igual me leen ahora y nos reclaman algo, vaya usted a saber, si las oficinas cierran sábados y domingos, por qué tengo que andar cacareando por ahí que me voy al pueblo a ver a la familia o cualquier otro desplazamiento). Y, ya puestos, ojalá algún día supiese que, al igual que sucedió con algunos comentarios de Facebook, cierto poetilla güero tuviese noticia de este texto; en realidad, me estaría dando más importancia de la debida –eso significaría que sigue mis pasos- y dejando más en evidencia su miseria moral –esa que le preocupa quede al descubierto… ¡Todo se andará! (aunque podéis encontrar un retrato al natural en 24 horas de un periodista desesperado –igual consigo que la lea él y compruebe lo que es escribir bien-).

viernes, 28 de junio de 2013

TIEMPOS CRÍTICOS PARA LA CRÍTICA






   Recuerdo con sumo cariño (nunca voy a olvidarlos) aquellos irrepetibles días en que formaba parte del equipo de la añorada Beatriz Pécker; tuve la inmensa fortuna de que una de las periodistas y comunicadoras más grandes de este país (y de cualquiera) me eligiese como sustituto del histórico José Ramón Rey (uno de los baluartes de aquel espléndido programa llamado Fiebre del sábado) y, aunque en su momento no pudo incorporarme (esas decisiones de los despachos: primero le dijeron que buscase a alguien, después le impusieron una persona), no pasó demasiado tiempo hasta que me llamó a casa porque ahora lo veía factible (uno de esos múltiples cambios en la cúpula –los mismos que de un tiempo a esta parte no se suceden con la velocidad deseable-), pero no quería decir mi nombre si yo no estaba de acuerdo; creo que eso lo dice todo sobre su humildad y bondad, y pueden ustedes imaginar el brinco que di: ¡Trabajar con Beatriz, la de Don Domingo, la de Rockopop, un permanente cascabeleo cuando aparecía en la redacción, divertida, ocurrente, una sorpresa continua, la hija de José Luis! Por fortuna, los renglones no se torcieron en esta ocasión, y me vi junto a ella (y a la entrañable Basi Vecino –la vida nunca era aburrida ni triste con ella cerca y, de paso, asumía las tareas de producción logrando que cada pieza encajase en el lugar idóneo-, el maestro Dani –Daniel Gómez-España, uno de los realizadores más completos que puedan encontrarse, la mano derecha de Bea, su marido, alguien que confío en mí más allá de mis límites, alguien a quien siempre agradeceré todo lo que me apoyó, ayudó y creyó en mis facultades, incluso en las que yo desconocía- y el querido Arturo Martín –podríamos estar trabajando juntos, codo con codo, sin roces, sin problemas, como nos enseñó Bea, pero hay güeros, auténticos agujeros negros, que consumen, anulan, fagocitan el talento de los demás para que no haga aún más patente su notoria mediocridad y consiguen hundirse en el sillón de sus entretelas, mientras los gobiernos se suceden-), disfrutando de la tarde del sábado como no lo hacía desde que era chaval, sin considerarlo un trabajo (pero sin perder de vista mi responsabilidad) porque las horas fluían con la facilidad que aporta una persona que lo es por encima de todo, amiga antes que directora, compañera antes que jefa, humana como pocas, buena gente como ninguna.

   Y, aunque siempre tengo estas vivencias muy presentes (y lo pronto y abruptamente que terminaron por una “genial idea” de Carmen Caffarel, esa buena profesora –me dio clases en la Facultad- que conocía todos los aspectos teóricos de su asignatura -Comunicación Social- pero a la que el cargo de Directora General de RTVE vino un tanto grande y, tal vez por eso, decidió terminar con él –su sustituto sería investido Presidente de la Corporación RTVE-, llevándose de paso a grandes profesionales, a maestros que aún tenían mucho que ofrecer y enseñar), me dio por reavivar su llama el otro día al asistir al encuentro que Havana 7 (con la complicidad y apoyo de El Duende) celebró para homenajear al periodismo cinematográfico. Vaya por delante mi aplauso y agradecimiento tanto al ron como a la revista por seguir creyendo en un oficio que, a pesar de lo emponzoñado y viciado que está, aunque parece herido de muerte (en realidad, listo para el tiro de gracia), aún tiene asideros y redaños para salir de la sima en que muchos (los propios periodistas y tanto advenedizo que, la mayoría de las veces, ocupa un cargo en la cúspide de los medios) parecen empeñados en enterrarlo, y por tender la mano precisamente a aquellos que pueden salvarlo, a los verdaderos currantes, a los que han dado lustre y brillo, categoría y trascendencia, prestigio y cimientos a una de las profesiones más maravillosas; por eso, estos encuentros que tienen lugar periódicamente en el Teatro Calderón (ya sé que tiene otro nombre, pero para mí –y para tantos espectadores- será por y para siempre tan sólo “el Calderón”) comenzaron glosando la labor de los llamados con toda justicia fotoperiodistas, porque su labor va más allá del simple clic, para fijarse después en esos nombres que nos ayudaron a amar la música, a no ponerle barreras, a curiosear, a poner banda sonora a cada momento, a ampliar horizontes, a descubrir lo que hay detrás de una canción que nos emociona (y, por supuesto, no podía ser de otra forma, Beatriz fue una de las ponentes –La tierra de las mil músicas, Clásicos populares, Música golfa, Clave de sol y los que ya hemos nombrado son sus poderes-). Y, de ese modo, llegó la ocasión para hablar de los periodistas que dedican su tiempo al cine, y mientras entrevistaban a Pablo para El Duende –en una conversación que espero poder leer pronto en la versión digital de la revista-, hablando tanto de 24 horas de un periodista desesperado como de Madres de película, surgió la invitación para que acudiésemos al acto e incluso la posibilidad de que un servidor participase en el vídeo introductorio al acto en que gran parte de los considerados especialistas recordaban alguno de los avatares vividos en el desempeño de nuestra labor informativa. ¡Fue todo un puntazo verme en pantalla grande, precisamente en uno de mis teatros de cabecera –donde vi con la tía Carmen un espectáculo de Manolo Escobar, junto a la llorada Toñi y la abuela, donde pude ver a mi admirada Concha Velasco en todo su esplendor diciendo aquello de ¡Mamá, quiero ser artista!- y saberme parte de la profesión que sigo sintiendo como la mía!

   Y por ahí fue por dónde até cabos para volver a pensar en Bea, ya que recuerdo que en alguna ocasión tanto ella como Arturo me presentaban como “nuestro crítico de cine” y yo renegaba de esa etiqueta ya que quería reivindicar el aspecto periodístico de esa función tan vilipendiada, incomprendida, menospreciada y encomendada en demasiadas ocasiones a personas que confunden gustar del cine con saber de él o que incluso llegan a la misma por descarte, como castigo, porque no hay otro a mano (lo que abunda en el hecho de que muchas personas menosprecien a los críticos, metiendo a todo el mundo en el mismo saco); en realidad, considero que la verdadera crítica es algo más profundo, más meditado, con más horas de estudio y análisis, que aquello que nos exige el día a día de la prensa: gracias al impulso de Pablo, ahora (al mismo tiempo que escritor) puedo sentirme crítico de verdad cuando revisamos las películas reunidas para alguno de nuestros libros, cuando busco entrevistas, cuadernos de rodaje, veo documentales, escucho los comentarios del DVD o Blu-Ray, cuando comento con Pablo algunos aspectos, en definitiva, cuando desarrollamos un trabajo de muchas horas antes de dar un texto por concluido. Y esto no significa que tire piedras a mi propio tejado, no es que considere menor la labor crítica que aparece en los medios de comunicación, pero me gusta ponerla en su sitio y entenderla como una impresión, un primer acercamiento, una intuición, pero que debe responder a ciertos cánones de profesionalidad, ética, conocimiento y gusto por lo que se hace.

   Ya ven, uno se ha reconvertido en bloguero (y no me arrepiento de la decisión, aunque me gustaría que fuese un complemento y no un sustitutivo), pero eso no impide que mire con prevención muchos foros que parecen haberse convertido en la voz oficial, en los que participa mucha gente que piensa que el cine lo inventó el último director descubierto por el Festival de Sitges o Christopher Nolan o alguno así (lo peor de todo es que desconocen la obra completa de directores fundamentales y fundacionales), la misma que por un lado desprecia a “la crítica” (dicho con el mayor desprecio, casi escupiendo) y por otro (al dar cierta pátina profesional a su página) consigue que el común de los mortales, el público, también mire mal a cualquiera que se presente como crítico y desconfíe de ellos, considerándolos parte de esta cofradía que sólo atiende y defiende a los que considera dignos. Todo ello, por supuesto, sumado a los cada vez más numerosos errores que se encuentran en las páginas (físicas o virtuales), en los micrófonos, en las opiniones delante de una cámara, a la hora de hablar de cine, debido al poco dominio, a la nula especialización que posee gran parte de los que tienen plataforma para expresarse. Y luego están los intereses creados, los publicitarios (una forma muy perversa de ejercer censura), los amiguismos (especialmente cuando se ocultan: al menos, seamos honestos), las venganzas (ídem de ídem), y lo mucho que menosprecian e insultan ciertos personajes públicos, quienes dicen que pasan de la crítica pero en realidad demuestran lo mucho que les preocupa en cuanto no les es favorable (y en esta labor de zapa y desprestigio hay que incluir a mucho jefe de prensa de productoras y distribuidoras, que impiden el acceso a pases o deniegan entrevistas a las primeras de cambio). Por eso fue un placer escuchar a colegas que aportan dignidad, que son indoblegables, que escriben muy bien (algo que tampoco abunda, por desgracia: es como si cualquier cosa valiese), que fundamentan sus juicios, que saben exponerlos y, por encima de todo, que aman el cine. ¡Gracias, Carlos Boyero, Oti Rodríguez Marchante, Enric González y Toni García! (y perdón a Bea y Arturo por haberles corregido en alguna ocasión: ¡Sí, soy crítico de cine!).

miércoles, 26 de junio de 2013

UVAS VERDES





   Lo de las expectativas que uno lleva antes de ver un espectáculo, comenzar un libro, conocer a alguien de quien te han hablado largo y tendido no es algo que se pueda controlar fácilmente (por muchos esfuerzos que hagas, en más de una ocasión brotan sin que te des cuenta hasta el momento en que no puedes sacártelas de encima) y da igual de qué signo sean: tanto da que esperes lo peor como que anheles lo mejor, en ambos casos la sorpresa puede ser mayúscula (excepción hecha de esas personas que llevan el guión escrito y, a pesar de los pesares, jamás dan su brazo a torcer y cacarean hasta la extenuación lo que llevaban días diciendo –“ya sabía yo que no me caería bien tu primo”, “te dije que este escritor jamás hace algo que me apasione”, “esta fiesta de cumpleaños estaba condenada de antemano”-, especialmente en lo que a lo negativo se refiere), por muchas ganas que le pongas o mucha desidia que sientas nunca puedes prever al cien por cien tus reacciones ante lo desconocido (es parte de la chispa de la vida, una de las mayores satisfacciones: dejarnos sorprender) y no hay fórmulas que sirvan para intentar contener la decepción o el asombro (eso de “no espero nada y así todo saldrá mejor” funciona sólo a veces… como todo). El caso es que hace unos meses Pablo descubrió que la mítica Patti LuPone (se ha ganado el título, eso me parece indudable) anunciaba una serie de conciertos íntimos, sólo acompañada por un pianista, en los que repasaría algunos de los hitos de su carrera, lo que significaba pensar en Evita, Los Miserables, Sunset Boulevard, Anytihng Goes, Gypsy o Sweeney Todd; teniendo en cuenta que iba a estar unos días en Londres, no hay ni qué decir que, pensando en celebrar el cumpleaños de Pablo de esa manera, nos apresuramos a buscar entradas (después se produciría el anuncio de que Barbra visitaba Europa fugazmente, recalaba también en la capital británica, y hubo que hacer virguerías con el presupuesto –de haber sabido antes esta circunstancia, lo de Patti ni nos lo hubiésemos planteado-).

   Tal vez sea ahora el momento adecuado para explicar que nunca he sido un gran admirador de esta mujer: no puedo poner en duda sus capacidades vocales, su derroche de fuerza, sus notas alargadas más allá de lo que puede considerarse humano, pero siempre me ha resultado demasiado fría, sin verdadera capacidad interpretativa (es una apreciación muy personal, por supuesto, pero no me conmueve, no me emociona, aprecio su técnica pero eso es quedarse en la superficie cuando se encarnan roles como Eva Perón, Mama Rose o Mrs. Lovett). Gracias a los consejos de Pablo, un buen amigo (quien, por cierto, nos acompañó en este para nosotros tercer viaje londinense en poco más de un mes) pudo ser testigo de su último gran éxito en Broadway, la reposición de Gypsy, y regresó enamorado de la obra (no podía ser de otra manera: es uno de los musicales más perfectos, más rotundos, más vitales e intensos) y de la voz de la LuPone (a la que no conocía hasta ese momento); cuando escuchamos la grabación en CD, convinimos en que era tal vez su mejor trabajo, el más depurado, el que permite y consiente que su voz se eleve hasta la estratosfera puesto que semejantes alardes están incluidos en la partitura, aunque no llegaba a la excelencia de Ethel Merman (fue para su torrencial voz, para su prodigiosa garganta para la que nació este espectáculo), la categoría de Angela Lansbury, la ambigüedad de Tyne Daly, la versatilidad de Bette Midler o el sello propio que imprimió a Mama Rose Bernadette Peters, algunas de sus ilustres antecesoras a la hora de dar vida al carismático personaje (del mismo modo, estaba muy lejos de la profundidad interpretativa que aportó la enorme Rosalind Russell, aunque estuviese doblada en las canciones, en la versión cinematográfica de 1962). Pero, al margen de esta no aversión pero sí poca simpatía, poder contemplar a la diva de cerca, sin artificios ni envoltorios, se me antojó la mejor prueba de fuego para saber si me convertía a su culto o me mantenía en mi indiferencia ante sus virtudes (y, además, recordar la grata experiencia de ver a la esplendorosa Chita Rivera o la inolvidable oportunidad de gozar con la genial Debbie Reynolds en espectáculos similares, me llevó a experimentar un emocionado temblor ante lo que se avecinaba).

   Lo primero que nos chocó fue el lugar de la actuación: si bien es cierto que en Londres das una patada y brota un teatro, un local, un escenario, resultaba que jamás habíamos oído hablar ni visto ningún cartel que anunciase el Leicester Square Theatre, lógicamente situado en una plaza con personalidad propia, epicentro de la actividad que provoca cada día el mundo del espectáculo en aquella ciudad; por fin descubrimos la causa, ya que está ubicado en una pequeña callecita que sale de uno de los laterales de la misma, casi sepultada por los carteles que anuncian las películas en proyección en uno de los cines que la circundan y su entrada es muy pequeña, sin marquesina, sólo identificable cuando sacan algún expositor que avisa de lo que allí puede verse. Honestamente, nos dio bastante risa cuando fuimos a recoger las entradas, ya que parecía que estábamos queriendo acceder a uno de esos clubes clandestinos o sólo para socios o conocedores de la contraseña que facilita el acceso, eso por no hablar de los locales para homosexuales en los que buscar refugio cuando unas leyes restrictivas e inicuas castigaban el mero hecho de amar en contra de lo que dictaba la moral imperante; pero el caso es que volvimos a pensar en esto último cuando, tras bajar por una escalera estrechísima, llegamos a la sala propiamente dicha: fue entrar en el túnel del tiempo, pensar lo que pudo ser el Stonewall (acondicionado o no para una actuación: hablo del ambiente, de las luces, de la camaradería de los asistentes, de los estereotipos hechos realidad), evocar el momento en que Lauren Bacall, encarnado a Margo Channing en Aplauso, canta y baila But Alive en un garito (dicho con todo el cariño del mundo) similar. Y, al mismo tiempo, empezamos a temernos lo peor: ese no parecía el marco adecuado para una actuación como la que queríamos ver; para una muestra de stand-up comedy sí, para un pequeño conjunto de jazz también, para un cantautor o cantante de folk sin duda, pero, por muy pequeño formato que se pretenda, para una estrella de Broadway se veía que era absolutamente inadecuado (una sala como la añorada Pasapoga estaba mucho mejor acondicionada y, como se demostró en seguida, con mayor capacidad lumínica –el sonido, como viene siendo habitual, muy bueno, aunque se echó de menos alguna fuente más que hubiese engrandecido un poco lo que sucedía en escena-).

   Pero por fin comienza el show y uno vuelve a sentir ese agradable cosquilleo por todo el cuerpo, anticipo del placer ante un espectáculo regocijante; sin embargo, todo se interrumpe bruscamente porque irrumpe en escena Seth Rudetsky, anunciado como presentador y pianista de la estrella, alguien con un nombre propio en todo lo referente a teatro musical (especialmente en EEUU), quien viene dispuesto a cubrir sus ansias de protagonismo e ínfulas de divismo a costa de ocupar tres cuartos de hora en escena (con algunos vídeos divertidos y sorprendentes, con comentarios ácidos muy bien traídos –hablando, eso es cierto, un código muy para iniciados, aunque el local predispone a eso, gran parte del público parece formar parte de la misma cofradía, apostillando los chistes e incluso jaleando alguno de sus dardos-). Cuando se retira, hay un breve descanso en el que muchos espectadores repiten las gracietas de Rudetsky, rebullen en las butacas, se respira que Patti LuPone juega en casa, algo notorio en cuanto irrumpe en escena porque la ovación, los gritos, los jaleos, los piropos son dignos de una apoteosis final; pero puesto que la diva ataca una de las canciones de Gypsy, y lo hace con garra y entrega, podemos decir que se lo ha ganado y que nuestras expectativas se agigantan; pero hay algo que chirría y es que Patti está vestida como si la llamada para salir a escena la hubiese pillado por sorpresa, como si llevase lo mismo con lo que ha llegado al local (éste no es para lentejuelas ni brillos, pero una cosa es ser austera y otra parecer que te has vestido para ir al supermercado con urgencia porque te quedaste sin leche en el figrorífico). Da igual que explique que no puede llevar tacones, eso no justifica que lleve unas manoletinas mondas y lirondas y unos pantalones pirata para tener el tobillo cómodo; en fin, tomémoslo como extravagancias de diva, ¿por qué no?, puede que ese sea su sello.

   Lo peor viene cuando lo que en recitales similares añade sal y gracejo se metamorfosea aquí en una charla sin verdadera sustancia (y eso que la LuPone sorprende por su sentido del humor y su cercanía), ya que el presentador-entrevistador interrumpe demasiado anécdotas divertidas o desconocidas, las palabras se suceden y las canciones van llegando con cuentagotas; además, mientras ella se encoge de hombros o calla muerta de risa o responde vaguedades, el amigo Seth ataca a Madonna, Glenn Close o la versión cinematográfica de Los Miserables, ante el aplauso enfervorecido de muchos que (estoy convencido de ello) también se lo darán a ellas cuando corresponda (es ese tipo de público que no aplica criterio alguno y pasan de una cosa a otra según modas). Y aunque hace una buena versión de I Dreamed a Dream, la pregunta es si pretendía que le diesen el papel de Fantine… ¡más de veinte años después!; como el día que fuimos no canta nada de Sunset Boulevard sólo podemos remitirnos a las grabaciones para reconfirmar que Glenn Close interpreta, vive, se transmuta en Norma Desmond, mientras la LuPone está pendiente de redoblar y soltar el chorro de voz incluso en las escenas íntimas; nadie espera que Madonna cante bien (o demasiado bien), pero supo adaptar la partitura a sus particularidades vocales e ir matizando la voz según avanza la acción, mientras que Patti interpreta algunos pasajes de Evita siempre en el tono más alto posible, sin tener en cuenta si está camelando a Magaldi, haciéndose notar en su llegada a Buenos Aires o preparándose para conquistar Europa. Pero, como digo, ella parece dejar este trabajo sucio en manos de su acompañante, porque sólo ríe, incluso parece comprender decisiones de directores y productores, afirma que los amigos le han dicho que no vea Los Miserables, actuando como la zorra de la fábula de Esopo que, muriéndose por hincar el diente a las uvas, como es incapaz de alcanzarlas, afirma que están verdes y se marcha con su rencor y frustración a otro lugar; por desgracia, son muchos los que actúan así día a día, quitando importancia a cosas que uno hace hasta que pueden imitarlas (y de repente son los más entregados, los más fanáticos) o encastillándose en un desprecio que, en realidad, intenta camuflar su desengaño, su chasco, su impericia.

   Me parece fantástico que alguien quiera demostrar su capacitación para algo, es más, es lo que esperas de una diva: sus poses, su manierismo, su regodeo en sus facultades; sin embargo, Patti LuPone intenta ir de natural, de agradable, de sencilla (y en parte lo logra), pero al establecer comparaciones abre la veda y, claro, no siempre el saldo le es favorable. Conocedora del rumor que señala a Barbra Streisand como protagonista de una nueva versión de Gypsy para la gran parte y de que ésta incorpora alguna de las canciones del musical en su actual gira, como si el personaje fuera suyo y de nadie más, Patti decide cantar Don´t Rain on My Parade de Funny Lady, la función que convirtió en estrella a Barbra, como diciendo “a ver quién puede más”, y no hay duda de que sus pulmones aguantan la eterna subida final (esa que Anne Bancroft calificó de “imposible”), pero olvida que el tema tiene un crescendo dramático, no sólo vocal, y que la Streisand siempre ha hecho gala de un gusto exquisito, cantando bajo más veces que soltando todo el aire (suele ser en esas notas cuando más se demuestra y mejor se canta y la propia LuPone lo deja claro en algunos momentos). Para colmo, demuestra una total improvisación porque debe recurrir casi de continuo a las partituras y, al haber poca luz, lee casi de espaldas al público, equivocándose en más de una ocasión (lo que deja en evidencia que no ha habido demasiados ensayos), atropellando la letra, pidiendo al pianista que la espere porque se ha perdido. Toda una experiencia, sin duda, ver a esta señora en escena (y encima sentados en la fila 3, casi tocándola), pero una lástima que las peores expectativas se hayan cumplido; falta verla integrada en un musical, claro, pero ahora mismo creo que no me vería capaz (tiempo al tiempo…).

viernes, 21 de junio de 2013

LO SUYO SÍ ERA PURO TEATRO





   Cuando tuve ocasión de trabajar con el gran Lorenzo Valverde (y con su hija Marta, desde ese momento buena amiga y cómplice), una vez cogí confianza, le asalté con las emociones que había despertado en mí asistir a una de las representaciones de El diluvio que llueve, el musical que protagonizó con absoluto éxito a finales de la década de los 70 y principios de los 80, y que yo vi con unos 10 años (no recuerdo el año exacto); el espléndido cantante (que es el cuádruple de enorme como persona) se asombraba de que recordase determinados momentos del montaje (que, por desgracia, se ha repuesto en alguna ocasión trivializándolo y empequeñeciéndolo) con más precisión que él, principal artífice del mismo. Al final llegamos a la conclusión de que el público es el que mejor memoria guarda de lo que sucede sobre un escenario, que las sensaciones que se apoderan de uno cuando contempla un espectáculo que le arrebata, conmueve, remueve, impacta (e incluso cuando le aburre o resulta ridículo) se quedan en ese inmenso rincón del alma en que protegemos lo que nos importa, lo que nos hace sentir vivos, lo que nos vincula con los demás, lo que verdaderamente nos define; por eso me revuelvo cuando percibo la indiferencia, la ingratitud, el olvido de tantos espectadores, quienes van y vienen como veletas, menospreciando (o ignorando) la trayectoria de grandes artistas, aplaudiendo hoy lo que defenestran mañana, desviando su atención hacia nombres menores, llegando a preguntar “¿quién es ese?” cuando evocas a alguien que lo merece (y que puede seguir en activo, pero ellos hace tiempo que lo condenaron al ostracismo o que heredaron esa actitud sin preguntar ni demostrar un mínimo interés por el porqué de esa actitud).

   Uno, que siempre ha tenido querencia por el teatro bien hecho, aquel que prima el texto y la interpretación por encima de cualquier otra cosa, el que no pierde de vista su capacidad revolucionaria, transgresora, incendiaria, sin necesidad de artificios vacuos o grandilocuencias que estallan como las pompas de jabón y no dejan nada en el ánimo del público, ese que no reniega de las fuentes, de los clásicos, de los maestros, que nos los acerca con su fuerza prístina, que los actualiza desde el respeto y sin pensar que “todo vale”, el que trata a los que ocupan una butaca en la platea (o en el gallinero, me da igual) como seres pensantes, inteligentes, preparados para seguir cualquier historia que se cuente con propiedad, el que no excluye, el que no busca epatar, el que no se da importancia, el que anhela comunicar y establecer diálogo, uno que se recuerda espectador desde que tiene uso de razón no puede menos que sentirse muy dolido ante la muerte de uno de los señores que siempre ofrecieron calidad, dignidad, humildad, cuya firma era buscada, deseada, esperada, aunque el resultado final no estuviese en ocasiones a la altura de lo esperado (sólo el buen escribano, el que sigue con su oficio impenitentemente, echa borrones: son gajes del mismo), porque jamás abandonabas el teatro con la sensación de que te hubiesen estafado y, la mayoría de las veces, te llevabas un equipaje repleto de emociones que engrandecían tu espíritu. Recuerdo hablar sobre Miguel Narros, mi admirado Miguel Narros, con una amiga actriz que, a la hora de ejecutar el hecho teatral, acomete su profesión como si la estuviese inventando, como si todo lo anterior no existiese o no fuese válido, frunciendo el ceño y arrugando la nariz ante todo lo que le resulta “antiguo”, “clásico”, “pasado de moda”, mezclando epítetos sin demasiado tino y poca (o nula) base argumental, llegando a decir que lo del director madrileño llevaba mucho tiempo siendo “arqueología teatral” y que hubiera sido mejor que se retirase cuando era digno de recuerdo (al menos, eso le concedía); en el fondo, me da pena que haya personas a las que considero sensibles y con gusto que no sean capaces de gozar con lo que se me antojan experiencias maravillosas, totales, bellas, placenteras.

   Y siguiendo un tanto las enseñanzas del maestro Valverde, yendo directamente a la parte del tesoro emocional que pertenece a Narros, a lo que me aportó, sin consultar biografías, en el mismo momento en que me ha sacudido la brutal noticia de su muerte, he notado en mi corazón, en la sangre que lo bombea, en la epidermis, han ido saliendo a escena las huellas (vívidas y todavía frescas) de su paso por el mundo que tuve el privilegio de contemplar: El caballero de Olmedo en que pude fijarme en Carmelo Gómez antes de que los vicios interpretativos y las malas direcciones le engolaran, una obra despojada de cualquier vestigio de acartonamiento y dotada de un brío que aún me arrebata; Largo viaje hacia la noche sin recortes, cuatro horas de pura tensión, un Alberto Closas monumental, una Margarita Lozano que nunca ha vuelto a brillar de esa manera, unos José Pedro Carrión y Carlos Hipólito a los que no perder la pista desde ese momento; Doña Rosita la soltera manteniendo intacta su poesía, un Lorca bello como pocas veces se ha visto, haciéndole justicia, dejándolo fluir, una Verónica Forqué como sólo ella puede interpretar, un duelo cómico de gran altura entre una ajustada Julieta Serrano y una magnífica Alicia Hermida; La abeja reina, con una excelente versión de la propia Verónica, otro triunfo de la Forqué, con un reparto adecuado en el que aprovechaba sus escenas como la fabulosa secundaria y necesaria característica que es la no menos admirable Marta Fernández Muro; La estrella de Sevilla convertida en un espectáculo abracadabrante y mágico; A puerta cerrada o cómo lograr que el público no respire durante toda la representación, y aquellos inmensos Mercedes Sampietro, Carmelo Gómez y Aitana Sánchez-Gijón; la reposición de ¡Ay, Carmela! para que los de cierta generación viéramos sobre las tablas a Verónica Forqué en una de sus creaciones imperecederas; Así es (si así os parece) con un perfecto movimiento de actores, manejando al grupo como si fuese una sola persona; El sí de las niñas dejando patente que la obra conserva frescura y vigencia si se sabe sortear el escollo de lo adocenado y cursi que algunos confunden con clasicismo, regalándonos unos Emilio Gutiérrez Caba y Lola Cardona (¡Qué pronto te fuiste, qué poca justicia se te hizo!) magistrales y superlativos; el descubrimiento de la calidad interpretativa de María Adánez, aunque el acabado de los montajes no fuera redondo (Salomé, La señorita Julia); la decepción sufrida ante Yerma hace apenas unos meses, la espinita que uno espera sacarse con La dama duende (ahora más que nunca, hay que verla). Y los muchos actores que han alcanzado la excelencia gracias a su mano maestra, a su intuición, a su sabiduría, y su necesaria asociación con el también espléndido Andrea D´Odorico y tantos y tantos poderes por los que recordar su nombre con veneración.

   Cuando llegué a Telemadrid, allá por el verano de 1992, sustituí como becario en la sección de Cultura a Pedro Manuel Víllora; en los pocos días que coincidimos, muerto de rencor porque su periodo terminaba, al margen de intentar hacerme la vida imposible, quiso interferir en los primeros reportajes que me encomendaron y revestía de consejos lo que eran trampas o acciones que me hubieran llevado a cometer errores, porque a pesar de todo no quiero pensar que alguien como él dijera en serio lo de “no entrevistes nunca al director, no te va a aportar nada, céntrate en los actores”. Por fortuna, jamás le hice caso (además, sólo convivimos unos diez días), y así, cuando al llegar al Bellas Artes para grabar algo del ensayo general de Casi una diosa, ante la desesperación de la encargada de prensa por las veleidades de Eusebio Poncela, me preguntaron “¿no te importa entrevistar a Miguel Narros?” podéis imaginar mi entusiasta respuesta; y pude saludarle en los camerinos del mismo teatro unos quince años después gracias al concurso de mi querida Marta Fernández Muro. Y recordaré para siempre las palabras que cruzamos, su bonhomía, su sonrojo ante mis encendidos elogios (ante personas como él, olvido al periodista y sale el espectador agradecido), ese gesto de, aunque él pareciese no creerlo, gran director de escena.     

miércoles, 12 de junio de 2013

VIVIR BAJO SOSPECHA





   En poco más de veinticuatro horas, como tantas veces, como viene siendo costumbre, volveremos a coger un avión para partir rumbo a Londres a deleitarnos con las exquisiteces teatrales que allí cocinan con tanto mimo; en esta ocasión, hemos encadenado casi tres viajes sin pretenderlo (aunque nunca nos parezca demasiado), pero después de la sorpresa navideña con la que Pablo me sorprendió (volver a ver en escena a Helen Mirren y Judi Dench) y de festejar su cumpleaños de la manera más especial que se me ocurrió (sentarnos por fin en una butaca del Royal Albert Hall), Barbra Streisand decidió hacer una breve gira europea y, claro, la tentación fue irresistible. Si no fuese por lo que allí nos espera, por el mero placer de anticiparlo, por el inmenso de vivirlo, confieso que sería muy remiso a coger un avión, no por miedo a volar, sino por las múltiples molestias que hay que superar hasta poder subir al mismo, por los controles exagerados, absurdos, humillantes, uno diría que delictivos que sufrimos los viajeros estoicamente y como parte del proceso. Por supuesto, quiero viajar seguro, saber que llegaré a destino -no hablo de accidentes o catástrofes (ya digo que no me impone lo de elevarme a kilómetros y kilómetros de altura), sino de esos sucesos que uno confía en no protagonizar y, sobre todo, en que sean furto de la imaginación de un guionista-, pero sufrir el escrutinio de los que se supone velan por nuestra integridad obliga como poco (al menos en mi caso) a un ejercicio de paciencia como casi nunca practico y a recordar continuamente la buena educación que recibí de mi familia antes de responder; porque ellos jamás se quedan sin réplica (y muy pocas veces pronunciada con buenos modos o sonriendo) y, a las malas, representan, son, tienen a la autoridad (autoritaria, no en el sentido de alguien a quien respetar) de su parte.

   Ingenuo de mí, pensaba que había encontrado el kit perfecto para volar, el que no da problemas, el que, una vez te despojas de llaves, monedas, cinturón, móvil, chaqueta o similar si el tiempo así lo aconseja, reloj y todo lo que debe estar a buen recaudo en la mochilita que siempre me acompaña (todo, se entiende, lo que es aceptable: lo demás, va en el neceser dentro de la maleta, a mí nadie me impone cuánto champú he de llevar o con qué gel debo ducharme si mi marca favorita no fabrica botes de las medidas autorizadas), te permite pasar tranquilamente bajo el arco detector y recoger lo que previamente has depositado en una bandeja para que sea convenientemente escaneado; pero resulta que lo que me sirvió para superar el control a la primera en mayo no me facilitó el paso hace unos días porque, después de pedir que me remangase los pantalones como si fuese a pescar, la mujer que iba dando paso a los viajeros decidió que mis zapatillas debían pasar por la cinta y que mejor me descalzaba. No pude evitar resoplar que era el mismo calzado con el que tanto aquí, Barajas, como en Heathrow había tenido acceso y ella, con esa suficiencia que suele caracterizar a los que llevan uniforme y a veces placa y/o pistola o arma reglamentaria, me dijo “eso es porque no se dieron cuenta” y al retrucar yo que ya no sabe uno qué calzado ponerse, ella contraatacó que unas deportivas y me mordí la lengua para no decirle (y sé que no hubiera sido a volumen bajo) qué podía explicarme cómo debía llamar a las mías, porque eso es lo que eran: ¡Unas deportivas rojas!; en fin, tomé aire, me descalcé (¡Canastos, qué frío estaba el suelo!) y crucé dignamente bajo el arco… ¡que empezó a pitar desesperadamente! Un señor apareció de repente (casi brotando del suelo como Amanece, que no es poco) y me pidió que me detuviese sobre el dibujo de unas huellas –de pies descalzos, todo un detalle para que no parezca nada personal- y procedió al pertinente cacheo para terminar por franquearme el paso; si, repito, llevaba lo mismo que en el anterior viaje, ¿eso quiere decir que la sensibilidad del aparato era mayor? ¿Que la habían aumentado? ¿Que mi pendiente, la montura de las gafas o mi anillo son intolerables para sus parámetros? (a no ser que los pocos tornillos que me quedan sueltos en la cabeza se hagan notar más de la cuenta). El caso fue que, al hacer lo propio en Londres para regresar, aunque me permitieron pasar bajo el arco calzado, como imitó al de Madrid y alertó de una presencia peligrosa, hube de proceder a descalzarme y, como a pesar de ello seguí siendo increpado por la máquina, de nuevo fui cacheado y, de nuevo, volvieron a nacer las mismas preguntas en mi interior, a las que en estas horas previas se une la fundamental: ¿Qué me pongo el viernes para que me detengan lo menos posible?

   Vivimos en un mundo en que somos sospechosos por el mero hecho de respirar, de estar, de pasear y, por si esto fuera poco, se consiente y permite un exceso brutal de lo que deberían ser normas elementales de seguridad, las cuales devienen con suma facilidad en auténticas invasiones de nuestra intimidad, obligándonos a explicaciones innecesarias, a desnudos literales y emocionales, al impedimento de un desarrollo natural de nuestra existencia; siempre hay alguna voz que, ante tu queja, afirma que “si no lo aceptamos, ¡lo que podría pasar!”, hasta que le toca a él experimentar esa ambigua sensación, esa inevitable vergüenza de sentirte observado por todo el mundo mientras vacías tus bolsillos, levantas los brazos, te descalzas y calzas como puedes (esa es otra: lo mal que acondicionan el lugar previsto), abres el equipaje de mano si así lo reclaman, es un momento tremendamente violento, agudizado por la actitud prepotente (y tantas veces chulesca) de los que, crucemos los dedos, tienen que protegernos y cuidarnos si las cosas se tuercen (visto lo visto, prefiero defenderme solo). Pero es lo que casi cotidianamente vive la prensa especializada cuando acude a un pase de prensa: no se les considera trabajadores y sí cómplices del delito, siendo algunas distribuidoras expertas en estar ojo avizor, diciendo “que te conozco, que no me la das, que no me fío”, en lugar de averiguar de dónde sale tanta copia impecable colgada en la red (cuando algunas investigaciones han llegado a buen puerto, siempre hay alguien de la compañía o de la profesión –esa que pide que no se le robe- involucrado en el tráfico ilegal de películas).

    Del mismo modo, te conviertes en sospechoso en cuanto no bailas el agua, tienes opinión propia, discrepas de los afines: ahora sólo funciona la fórmula "o conmigo o contra mí”, metiendo a todo el mundo en el mismo saco, reclamando pensamiento único (y se hace tanto desde la derecha como desde la izquierda, por mucho llamamiento a la democracia que se haga), glorificando a quien conviene y zahiriendo al que se atreve a alzar su voz para señalar lo que no le gusta (por ejemplo, la actitud, los modos, el tufillo de Ada Colau, quien está consiguiendo que una buena y necesaria labor sea considerada peligrosa y cuya lucha parece más por sí misma y lo que saque que por los damnificados). Pero, a pesar de la eterna espada de Damocles, uno seguirá su camino, faltaría más, y el viernes se vuelve a Londres para volver a confirmar que el teatro, el de verdad, sigue vivo.

lunes, 10 de junio de 2013

LA VIDA DESDE UNA CASETA


 


   Suele sorprender que alguien que tiene una profesión que le obliga a exhibirse, a estar continuamente frente a los demás, sometido al escrutinio de los que miran, escuchan o leen, es decir, que detenta una cierta posición pública, bien sea sobre el escenario o en la pantalla, delante de un micrófono o la cámara -podemos hablar de un cantante, un actor, un artista, un periodista, un escritor-, casi siempre que alguno de ellos afirma que en realidad es una persona muy tímida, que enrojece cuando la atención del resto recae sobre él, que incluso pierde un poco (o un mucho) los papeles, que no sabe qué decir, por dónde salir, cómo comportarse, suele recibir como poco una mirada extrañada e incluso malintencionada del que escucha, un gesto de estupor, una respuesta de incredulidad aderezada en ocasiones por una displicencia que intenta desarmar lo que se recibe como falsa modestia, como un ejercicio de egolatría que busca la reafirmación, el aplauso, el regodeo en una supuesta genialidad; no niego que habrá quien lo haga con ese motivo (de hecho lo hay: mucha sonrisita boba, encogimiento de hombros, mirada baja, como deseando no estar ahí y a la hora de la verdad sacando la soberbia –la mayoría de las veces intentando camuflar pero haciendo aún más patente la mediocridad que rodea cada actuación de quien así se comporta y hay muchos políticos que sirven como ejemplo, es decir, están en pleno uso de sus miserias, no son sólo remembranzas del pasado-), pero puedo dar fe de que la mayoría de la gente que siente ese pánico escénico, esa vergüenza, ese malestar, lo hace de verdad, experimenta esa reacción incontrolable de su cuerpo y tiene que vencerla cada vez que ha de aparecer en público. No es sólo el lógico respeto que debe tenerse siempre antes (y durante) de aparecer ante los demás, ese cosquilleo nervioso que nos mantiene alerta para no ofender, no molestar, no disgustar (al menos intentarlo, claro, ya se sabe que es imposible gustar a todo el mundo), sino un miedo cerval a sentirse observado, analizado, juzgado, a resultar ridículo, innecesario, prescindible; hablando por mí mismo, en contra de lo que mucha gente pueda pensar (incluso aquella que me conoce bastante íntimamente), soy muy tímido, muy poco expansivo, incluso me pone nervioso preguntar en un comercio por algo que creo no van a tener o que les va a hacer pensar “¿qué dice el tipo éste?”, me sonrojo a la mínima, tartamudeo o me atasco en la primera palabra, sólo cuando tomo aire profundamente y ejerzo mi profesión o considero prolongación de la misma lo que voy a hacer consigo domar mis temblores (aunque en ocasiones las manos me suden o el estómago se me encoja) y hablar y comportarme con más o menos acierto, pero mirando a los ojos de los interlocutores y estableciendo una verdadera comunicación (tal vez por eso adoro la radio por encima de la televisión –se quiera o no, siempre hay más gente mirando, aunque sean del equipo, en un plató-).

   Es paradójico que esto suceda en profesiones que, además, se basan mucho en las relaciones públicas, en darse continuamente a conocer, en estar permanentemente en el candelero, en aquellas en las que no vas a dos sitios y ya se olvidan de ti, pero no es incompatible que uno disfrute interpretando, escribiendo, entrevistando, cantando, pintando, con el hecho de que te sientes satisfecho durante el proceso (y también, no nos engañemos, con el resultado cuando más o menos parece responder a nuestras expectativas) con intentar después, por así decirlo, mimetizarte con el ambiente y no ser tú, no estar, no tener que responder ninguna pregunta ni responder a ningún comentario por muy halagador que pueda ser; volviendo a uno mismo (es de lo que mejor puedo hablar), en radio o en televisión, a pesar de ser muy franco y sincero, de intentar mantener una ética y no engañar a nadie, digamos que soy un personaje, un trasunto de mí mismo, alguien que habita mi cuerpo por tiempo limitado pero que no es el Óscar López que camina por la calle, coge el Metro, va a la compra, pasea a Dobby o pasa una estupenda velada sentadito en el sofá junto a Pablo: ése sigue siendo un niño bastante vergonzoso, que sabe que habla de más y demasiado alto, que es torpón y regordete, muy amanerado, y que prefiere refugiarse en la lectura, en el cine, en el teatro, en el talento de otros, disfrutando con ello y no resultando notorio. Y, sin embargo, elegí un oficio que me obliga a estar casi permanentemente en el escaparate, y no reniego de él, pero vuelvo al punto de partida casi cada día; bueno, antes lo hacía más, pero desde que pretenciosos poetas –que no saben nada de la verdadera poesía, que no tienen corazón para poder escribirla- o iletrados colocados a dedo, verdaderos comisarios políticos, rigen los destinos de los medios de comunicación lo hago cada vez que concedo una entrevista o cuando publico alguna entrada en alguno de mis blogs (hechos que disfruto, gracias a Pablo me he convertido en escritor, empiezo a sentirme cómodo cuando me consideran así –aún me parece demasiado, pero si como tal presentan a Carmen Bazán, aunque sólo sea por años de práctica me lo merezco mucho más-). Y también tuve que tomar aire y relajarme el pasado sábado cuando, de nuevo, para que Madres de película siga teniendo proyección, al igual que ya hicimos con Finales de cine, Pablo y yo nos sentamos en una caseta de la Feria del Libro para esperar a posibles lectores.

   Es inevitable la sensación de estar como un maniquí para que la gente te mire, además da un cierto vértigo pensar que hasta hace nada era un paseante más, que iba a la búsqueda de títulos que me resultasen atractivos, que anhelaba poder saludar y compartir unos minutillos con alguno de mis autores favoritos, y ahora estoy al otro lado, teniendo otra perspectiva de la Feria, aunque por fortuna no he perdido ni un ápice de la emoción que me da pensar lo cerca que está firmando Antonio Muñoz Molina (y si pudiese, haría cola como tantos otros) y, como digo, aunque como lector e incluso como profesional me horrorice que las casetas más abarrotadas sean las que les dan cobijo, sintiéndome más seguro con nuestra labor, con nuestro trabajo, con nuestros “niños” (como llamamos cariñosamente a Finales y Madres), al escuchar continuamente cómo los altavoces anuncian que “firman sus obras” (y las comillas no las pongo porque cite textualmente, sino por lo que se ofrece como tal –sí, por formato es un libro, ya lo sé-) plumas (ejem, ejem) como las de Paz Padilla, Carmen Bazán, Mario Vaquerizo, Mercedes Milá (por mucho título de periodistas que ambos ostenten), Jorge Javier Vázquez o Sandra Barneda (que tienen todo el derecho del mundo a escribir novela, faltaría más, pero sigue siendo muy injusto que sólo por salir en televisión se tenga segura la publicación y mientras tanto se esté negando el acceso a grandes escritores que ven sus textos dormir el sueño de los justos).

   Pero, aunque se firmen sólo unos cuantos ejemplares (todo suma y la cifra va creciendo, mejor paso a paso que desaparecer de un día para el siguiente –como sucede con tanto “fenómeno mediático” que ahora ocupa estanterías y quita espacio a clásicos o a buena literatura del presente-; sí, claro que se trata de vender, pero estimula que dos años y pico después de su salida al mercado Finales de cine aún esté en las tiendas y compita en ejemplares vendidos y firmados con Madres de película –¿Dónde estará Lo que me sale del bolo cuando Gran Hermano desaparezca de la parrilla (porque lo hará aunque ahora parezca imposible)?-) la fortuna de que los buenos amigos abundan y acuden hace más llevadera la mañana, aunque cada vez que algún desconocido se acercaba a la caseta y cogía uno de los libros, lo abría, leía la contraportada, se me aceleraba el pulso pero me veía incapaz de entablar conversación intentando captar un lector, esperaba que ellos tomasen la iniciativa, la voz se me quebraba y las manos me temblaban. Y, a pesar de mi miedo, fue grato firmar un ejemplar para una joven que quiere regalarle el libro a su madre, “aunque yo también me lo voy a leer”, para que intente saber si se parece a alguna de las que glosamos u otro para una chica que cumpliría años en breve y que, “aunque me ha pedido un iPad”, su madre quiere que sea lectora, “pero no me llevo el de las madres porque quedaría un poco repetitivo”, y se aferra a Finales con emoción, mientras le decimos que debe ser su hija la que le regale Madres a ella; pero, por supuesto, lo mejor fueron las visitas, las esperadas y las sorpresiva: mi hermana arrastrando siempre a groupies, creando nuevos admiradores, mi hermano con su inseparable Fede (si se trata de cine, no se pierde una convocatoria), Alfredo y Álvar aportando savia nueva en forma de hermano pequeño que también quiere su libro, Fani rememorando aquellos días de la Facultad y haciendo creer que el tiempo se había detenido y que no habían pasado 20 años desde los exámenes finales (y volviendo a reírnos de y por tantas cosas junto a mi querido Mairena, compadre fiel), Mónica con su mágica sonrisa, Cristóbal demostrando que la amistad sincera y auténtica se vive, se demuestra, no precisa de alardes, mi eternamente adorado Miguel Ángel Yáñez (yo no sería el que soy ni hubiese llegado tan lejos sin su guía, su magisterio y su amistad), mi madre organizando todo y dando el parte meteorológico (y haciendo salir a mi padre por la boca de Metro que no es) y, en medio de tantas emociones (perdón por las que no he reflejado), Mari Paz, con los mismos rasgos que en el colegio, representando a varios de los que estudiamos EGB en el Ignacio Zuloaga, la que más fácil lo tenía para pasarse por la Feria (hay quien vive a muchos kilómetros de Madrid), trayéndome cariño y recuerdos de gente con la que pasé muchos años (con ella, por ejemplo, seis cursos completos), dejando constancia de que lo bueno siempre vuelve (o nunca te abandona totalmente), desterrando fantasmas y reavivando afectos. Así, como comprenderán, y con el permanente apoyo y cariño de Pablo al lado, es mucho más fácil sentarse (bueno, en realidad yo estuve de pie, inclinado sobre los libros) en una caseta a ver pasar a la gente y a ser lo que ésta contempla, escudriña y sopesa (y estaré encantado de repetir experiencia las veces que sea necesario, ¡ya templaré los nervios!).

viernes, 7 de junio de 2013

TALENTO PROPIO





   Pablo y yo jugamos muchas veces a hacer castings, a buscar el reparto idóneo para una película u obra de teatro; en ocasiones, se trata de un verdadero deseo por ver adaptada a la pantalla una obra que nos gusta o porque determinado texto llegue a las tablas españolas (bien como novedad, bien como reposición), en otras suele ser una broma que Pablo me hace proponiéndome el elenco más estrambótico posible y fingiendo que se enfada porque nunca me parecen bien sus propuestas. Sea como sea, el caso es que muchos de los espectáculos que disfrutamos en el West End o que se ofrecen en otros escenarios resultan difícilmente trasladables a España, fundamentalmente (y las cosas hay que decirlas como son) porque no hay intérpretes idóneos para dar vida a montajes como Billy Elliot, Wicked, Starlight Express o Sombrero de copa; por mucho que uno aplaudiese en su día la My Fair Lady de Azpilicueta con Paloma San Basilio, aunque jamás olvidaré el brindis que nos sirvió de preámbulo para gozar con Cabaret -¡Menuda pasada!- o mi boca adolescente completamente abierta ante El diluvio que viene –con ese gran Lorenzo Valverde, del que hablaré dentro de poco como merece-, a pesar de que la primera La bella y la bestia superó con creces cualquier expectativa (olvidemos esa reposición en la que se quiso convertir en valor lo que era carencia), soy consciente de que eso han sido hechos concretos, conjunciones ocasionales de talentos individuales, no marcan tendencia ni parecen tener visos de continuidad (y la pena es que hay mucho público que sólo va a conocer ciertos musicales por lo que ve aquí y se hace por tanto una idea falsa de lo que es el género –aunque Disney lo tenga fácil siempre y sobreviva sin miedo a la comparación e incluso a pesar de ella-). Y, al margen de estas consideraciones en lo que a musicales en concreto se refiere, entrando en el teatro de texto, nuestros repartos siempre quedan cojos porque o los actores necesarios ya han fallecido (María Luisa Ponte, José Bódalo, Irene Gutiérrez Caba, Agustín González, José Luis López Vázquez, Alberto Closas, Laly Soldevila, María Asquerino) o exceden en mucho la edad idónea para el personaje o su forma física no se lo permite (Amparo Rivelles, Mercedes Sampietro, Adriana Ozores, María Fernanda D´Ocón, Charo López, Nuria Espert –no podemos quejarnos en lo que a señoras de la escena se refiere-); y es que se nota una falla muy profunda e insalvable entre las nuevas generaciones de intérpretes y los que aún regalan su magisterio cuando pueden o la ocasión lo hace imprescindible. En cuántas ocasiones, practicando esta diversión que cuento, he recordado el inicio del último espectáculo de la gran Concha Velasco (ese Yo lo que quiero es bailar que, aunque entrañable, divertido y con momentos para el lucimiento, hubiese merecido un mejor acabado) cuando, al presentarse ante el público, resume su vida (la de cualquier actor) en cinco momentos y uno de ellos (creo que el cuarto) reza: “Necesitamos a alguien como Concha Velasco… pero en joven”.

   Es verdaderamente injusto (y se abusa demasiado de ello, incluso para alabar cuando en realidad supone una enorme losa –y para colmo irreal en la mayoría de las ocasiones-) que pretendamos que alguien de ahora actúe como José María Rodero o Spencer Tracy o que nos empeñemos en buscar a la nueva Bette Davis o la sustituta de Gracita Morales; hay que modificar y ampliar nuestro gusto, no podemos vivir de rentas pasadas o de ver siempre lo mismo, especialmente cuando el remedo, el vulgar imitador, el que intenta reverdecer los laureles ajenos y vivir de ellos suele quedarse muy por debajo de los méritos que adornaban al imitado o directamente caer en el ridículo más espantoso al colocarse bajo sus auspicios haciendo aún más evidente su mediocridad. Y, en general, todos rechazamos la reproducción, el sucedáneo, la simulación, es decir, lo falso, lo rebajado, aunque también llegados a este punto podemos ser injustos porque, ¿no sería genial alguien que pudiese reproducir Las Meninas con tal exactitud que hiciese difícil sin ser un verdadero experto y sin los instrumentos de análisis necesarios distinguir el original de la copia? ¿No sería talentoso el que fuera capaz de escribir un soneto al modo de Quevedo y, al aparecer por sorpresa, hacer titubear a los estudiosos, hacerles dudar sobre su autoría? Ayer me dio por pensar en esta cuestión mientras regresábamos a casa tras asistir al estreno del espectáculo Abbamania, importado desde el West End londinense para llenar el escenario del Teatro Nuevo Apolo de Madrid de ritmo, energía, grandes voces, estupendos músicos, un puñado de canciones que forman parte de la memoria de muchas personas en todo el mundo y que siguen ganando adeptos día a día (en parte, gracias al musical Mamma mia!, uno de los pocos que salió reforzado y mejorado al llegar a España, a pesar de Nina).

   Los que crecimos con las canciones del grupo sueco siempre hemos echado de menos la posibilidad de asistir a uno de sus conciertos, poder bailar mientras ellos van desgranando su rosario de éxitos en escena y hace unas horas pude quitarme la espina al dejarme transportar por el enorme talento de los artistas que están paseando Abbamania por todo el mundo: no son imitadores, sencillamente han cogido el testigo de los originales para recrearlos, evocarlos, pero aportando su adrenalina, su gusto a la hora de sonar e interpretar (¡Qué diferente suena una banda cuando llega desde Londres! ¡Cómo saben modular el sonido para que no sea estridente y cada instrumento y las voces luzcan como merecen!), incorporando matices, maneras de decir, facultades propias (de hecho, Carley Anne Broom canta infinitamente mejor que Agnetha), pero sabiendo conjugarlo con el sonido Abba, sin distorsionar, sin extrañas versiones que al margen de no aportar nada desvirtúen el original y nos hagan añorarlo aún más. Nadie se engañó, por supuesto, pero estoy convencido que el público (que no paró –no paramos- de dar palmas, corear, bailar cuando la ocasión lo requería) que anoche se congregó en el teatro (y confío en que así suceda en cada función) salió del mismo con la misma electricidad que si hubiera visto a sus ídolos porque como tales se comportaron los artistas que salieron en escena y, además, nos dieron razones para admirarlos por sí mismos. Y, claro, para que esa magia tenga lugar ha habido que ir hasta Londres a buscar a los artífices, a los que la han hecho posible.   

domingo, 2 de junio de 2013

LA GENTE MÁS AFORTUNADA DEL MUNDO





   Siempre escuchamos decir, como advertencia, como petición de prudencia, como censura, como tijeretazo para nuestras alas, que conviene tener mucho cuidado con lo que se desea, ya que puede hacerse realidad y su consecución provocar una sensación de fracaso, decepción, pérdida de tiempo o hastío; pero que algún plan se nos tuerza, que nos hayamos dejado llevar en un momento concreto por la inercia de la lechera del cuento construyendo castillos en el aire imposibles de edificar, que la conquista de algo anhelado durante lo que pareció una espera interminable no colme nuestras expectativas no significa que debamos renunciar de raíz a la búsqueda de nuevas metas, a la gestación de otros deseos, a nuestra capacidad para encontrar cosas por las que emocionarnos, por las que pelear, por las que vivir. Pablo dijo en la presentación de 24 horas de un periodista desesperado que no cree en “el hombre de sus sueños”, pero que nunca renunciará a tenerlos y compartirlos conmigo, a seguir labrando esta senda común por la que –desde hace ya diez años- caminamos en armonía y concordia (lo que no implica un irreal mundo color de rosa, sino que aunamos nuestras individualidades, escuchando y respetando las discrepancias, la voz de cada uno); son palabras que rubrico sin dudarlo: hacer el retrato robot de la persona que quieres a tu lado es determinista, constriñe el libre albedrío, esquematiza, segrega; lo enriquecedor, lo auténtico, lo importante, lo que acaba por convertirse en necesario llega sin que puedas preverlo ni definirlo ni como pieza de ningún puzle: sencillamente, descolocas todo lo demás con tal de que encaje con esa persona que percibes es la que tenía que llegar. Y, con esa fortuna de cara, con ese tesoro inagotable, con ese aporte, es mucho más fácil seguir soñando y despejar los nubarrones.

   Hace tres años, el 8 de mayo de 2010, cumplimos con una aspiración que, hasta ese preciso momento, pensábamos quimérica, utópica, irrealizable: asistimos a un concierto de Julie Andrews, una de nuestras artistas favoritas, la cual había perdido la voz (¡Ese prodigio!) debido a una nefasta operación; pero la estrella organizó un recital en el O2 Arena de Londres en el que fue apoyada por una gran orquesta y algunos de los intérpretes más brillantes de Broadway y el West End y en el que, a pesar de las carencias debidas al destrozo infligido por un cirujano (aunque habría que llamarlo de otra manera) a sus cuerdas vocales, canturreó con gracia y estilo unos pocos temas. Cuando avanzábamos hacia el metro en medio de una impresionante marea humana (las entradas se agotaron, no podía ser de otra manera), mientras aún teníamos los oídos llenos con sus palabras y sus notas (las que dio fueron antológicas), con los ojos repletos de su presencia, de su magnetismo, de su elegancia, con el corazón saliéndose del pecho después de que pidiese al público que cantara con ella el inmortal Do, re, mi de Sonrisas y lágrimas (y de corearlo, ¡faltaría más!), sin dar todavía crédito a lo que habíamos presenciado, rozándonos la mano y acariciándonos mutuamente el alma, nos dijimos que, tras haber visto a la mítica Liza Minnelli y a la gran Chita Rivera en vivo, puesto que al día siguiente teníamos una cita con la espléndida Debbie Reynolds (en el mejor espectáculo unipersonal que jamás hayamos disfrutado), sin ponernos demasiado exigentes, sólo nos quedaba ser público de un concierto de Barbra Streisand para, de alguna manera, cerrar el círculo de nuestras divas (aunque alguna más hay por ahí –léase Bette Midler-, de hecho, también citamos a nuestra adorada Dolly Parton y, lo que son las cosas, en septiembre de 2011 no paramos de bailar y reír con ella en el mismo pabellón londinense). Pero ambos convinimos en que sería muy difícil cumplir con esa ambición, porque la de Brooklyn ya no se prodigaba y, además, cuando lo hacía era con entradas a precios imposibles; por lo tanto, de vez en cuando nos decíamos “sólo nos falta la Streisand”, suspirábamos y gozábamos con alguna película, con una obra de teatro, con un libro y, por supuesto, escuchándola.

   De nuevo, y es un ejercicio del que no me canso, debo hablar del tío Miguel para explicar un poco mi temprana fascinación por Barbra: recuerdo que había discos de ella en casa (especialmente el maxi single de No More Tears (Enough is Enough), impactante hit que la reunió con Donna Summer), pero lo cierto es que yo prestaba escasa atención a la música en otros idiomas, aunque la voz de esa mujer me atrapaba. Sin embargo, viví mi total epifanía cuando, en la Semana Santa de 1984, fui con los tíos al cine Novedades a ver Yentl: fue una de esas películas que sabes van a gustarte desde los créditos, algo empieza a removerse en tu interior, cuando llegó el momento de Papa, can you hear me? me sentí flotar, después reí, me sorprendí, disfruté, y cuando llegó ese esplendoroso final que supone A Piece of Sky me hubiese puesto en pie para ovacionar a ese inconmensurable talento llamado Barbra Streisand; desde entonces, cualquier nota o imagen que me hacen evocar este filme, siempre que la reviso, recuerdo al tío Miguel abriéndome como tantas veces una puerta, descubriéndome algo, cimentando mis pasiones (y no puedo evitar las lágrimas, sobre todo porque Yentl reconoce que la noche es mucho más oscura, el viento mucho más frío y el mundo le parece más grande porque está sola y termina su plegaria diciendo: “Papá, cómo te amo. / Papá, cómo te necesito. / Papá, cómo echo de menos tu beso de buenas noches”). Y el destino, el azar, como cada uno quiera llamarlo, me trajo junto a alguien para quien la voz de Barbra es el mejor bálsamo, la nana perfecta, el conjuro que nos mantiene a salvo de la inmundicia que se enseñorea de nuestro alrededor, alguien que, al saber que la Streisand hacía una pequeña gira europea y recalaba en Londres, no lo dudó y, de repente, me enseñó la pantalla de su ordenador con el resultado de una compra que venía a decir que el 1 de junio de 2013 volveríamos al 02 Arena para encontrarnos con ella: “Por nuestro aniversario. No mereces menos”, y aún me tiembla cada partícula de mi cuerpo.

   Y la cita ha sido ayer… y sigo sin palabras: Barbra conserva intacta su electrizante y conmovedora voz, ese torrente inagotable, ese prodigio capaz de notas que nadie más puede intentar sin destrozarse la garganta, esa aparente facilidad para cantar con garra, apabullando, silenciando todo lo que suena cerca, y de pronto pasar a la nota más baja, para hacerla penetrante, para estirarla hasta el infinito y más allá; decir que canta con exquisitez es decir muy poco, controla cada cadencia, jamás cae en lo convencional ni en lo fácil, no hace el ridículo, mide sus fuerzas, no se esconde (aunque desaparece de escena un par de veces para ceder el espacio a sus artistas invitados –es la única pega: comprendemos que quiera cambiarse o descansar unos minutos, pero sobre todo en la segunda parte se la añora demasiado, aunque cuando regresa lo hace para merendarse a los demás, la orquesta y un coro de unas 50 personas-, una hermana que no canta mal pero tiende un poco al grito y un hijo que parece haber heredado el gusto por interpretar y paladear la letra, sin imitar a su madre pero recordándola en lo positivo), no rehúye el encuentro con sus temas imprescindibles, dando rienda suelta a esas cuerdas vocales indomables, que se han hecho a sí mismas, sin adocenamientos, sin cortapisas, por intuición, por necesidad de expresarse, para deleite de los que escuchamos. Habló mucho, nos hizo sonreír, se permitió coqueteos con las primeras filas, improvisaciones ante ciertos elogios con los que la bombardeaban desde cualquier lugar de ese impresionante pabellón en el que no cabía un alfiler, bromas muy celebradas, sus habituales guiños de payaso simpático e ingenuo, sus chanzas y morisquetas clásicas, con un dominio y un sentido de la puesta en escena casi inimitables, anunciando que tal vez (¡Uf, ya estoy sudando sólo de imaginarlo!) sea Mamá Rose en una nueva versión cinematográfica de Gipsy, añorando a su amigo Marvin Hamlisch (quien, por cierto, hubiera cumplido 69 años este 2 de junio) y dedicándole un The Way We Were como él merece (olvidemos ese pequeño borrón que tuvo lugar en la entrega de los Oscar hace unos meses), convirtió en aún más exquisita Bewitched (Bothered and Bewildered), recordó Yentl, atacó el final (¡Ese crescendo imposible!) de Don´t Rain on My Parade, nos acarició aún más con Evergreen, nos impactó con My Man y, por supuesto, llegó People, ese tributo a los demás, a los que nos hacen lo que somos, “la gente que necesita a otra gente es la gente más afortunada del mundo”, y así lo sentía al tener tan cerca (¡Estábamos en la fila 11 de la pista!) a alguien que me ha ayudado a forjar sueños, a parte de mi banda sonora imprescindible, y estando al lado, aferrándome a su mano para no perderme, de la persona que me hace sentir bien, esa que hace brotar un sentimiento profundo en mi alma y me asegura que ya soy un todo porque estoy con él, es mi persona especial, la que necesita lo mismo que yo y me hace sentir la persona más afortunada del mundo.