domingo, 26 de mayo de 2013

PERO... ¿HUBO ALGUNA VEZ UN MILLÓN DE AMIGOS?




  
 El otro día vi en el Metro una escena que me provocó una sonrisa, incluso me enterneció y me hizo reflexionar: mientras esperaba en el andén (¡Esos periodos de tiempo cada vez más largos entre un vehículo y el siguiente, incluso en las horas de máxima afluencia de pasajeros!), vi acercarse a lo que tomé por un abuelo portando la mochila de su nieto pequeño (unos cinco años, no más), mientras a su lado caminaba el más mayor (de unos diez o así), arrastrando la suya (los niños van al colegio tan cargados como si fuesen a coger un avión). Pero, una vez montamos en el transporte y recorrimos dos estaciones, salí de mi error, puesto que el más mayor se dispuso a bajar en la siguiente, rompiendo lo que había tomado por idílico grupo familiar; el más chiquitajo, todo sonriente, con unos ojos brillantes y emocionados, quiso que el otro refrendase lo que según parece era una promesa hecha: “Entonces, ¿nos veremos mañana?” “¡Claro que sí!”, asintió con una mirada noble y cómplice el chaval, provocando que el rostro del pequeño trocase en viva emoción, y dando botecitos en el asiento, agarrándose a una de las barras, manoteando ante su abuelo para que se sintiera parte, empezó a decir muy rápido: “¡Qué bien! ¡Mañana nos vemos! ¡Qué suerte! ¡Qué bien! ¿Cómo te llamabas?”; fue cuando comprendí que, aunque debían venir del mismo centro escolar, no se conocían hasta unos minutos antes, tal vez sólo de vista, que habrían cruzado unas palabras vaya usted a saber por qué y que el crío (con esa entrega inmediata de los niños, sin hacer preguntas, expresándose por instinto, tal y como les nace, aman y odian sin tener clara ni la emoción ni la motivación –no digo, como Rousseau, que la sociedad les corrompa porque también traemos el mal desde el origen-) había decidido sellar el pacto y, por eso, mientras el otro salía del vagón y caminaba hacia las escaleras mecánicas, empezó a repetir como una letanía (aunque a pleno pulmón y rebosante de felicidad): “¡Hasta mañana, amigo! ¡Adiós, amigo!”, intercalando a veces el nombre de su nuevo camarada, pero recalcando la palabra “amigo”.    

   Si consultamos el DRAE, encontraremos que en México utilizan “amiga” para referirse a la escuela que sólo admite alumnado femenino (o sea, un arcaísmo, una antigualla) o que en minería se habla de “amigo” para referirse a un “palo que se coloca atravesado en la punta del tiro o cintero para que, montándose los operarios, bajen y suban por los pozos”; éstas son, por supuesto, las dos últimas acepciones. Si vamos subiendo hasta llegar a la primera, es decir, la de uso más corriente, el significado principal que sanciona la Academia, sabremos que se aceptan los dos géneros para referirse a una persona amancebada (al final, sólo les preocupa lo de siempre, es decir, el sexo –y para reprender, para censurar, para moralizar) o que en poesía se puede utilizar como adjetivo sinónimo de “benéfico, benigno, grato” (si se está calificando un objeto material); la tercera acepción hace referencia a su uso como adjetivo para significar “que gusta mucho de algo”, en la segunda los académicos incurren (como tantas veces) en el mayor error que les reprochó la nunca suficientemente reconocida María Moliner, es decir, definir una palabra con ella misma o una muy similar, ya que se quedan tan panchos al otorgar a “amigo” el significado de “amistoso” y, por fin (ya saben que soy de dar rodeos, que pocas veces voy directo –pero cuando lo hago, soy de temer-), la primera acepción se refiere a un adjetivo para especificar “que tiene amistad”, aclarando que puede usarse igualmente como sustantivo con el matiz de “tratamiento afectuoso, aunque no haya verdadera amistad”… ¡Para este viaje no nos hacían falta tantas alforjas! Es cierto que, como tantas palabras, “amigo” se utiliza en muchas ocasiones para significar lo contrario de su uso más común: se dice con ironía, con desprecio, incluso con un tono insultante, marcando distancias entre el que lo pronuncia y el receptor, pero que ese matiz aparezca, digámoslo así, en lo más alto del Diccionario dice muy poco sobre los redactores del mismo; por otro lado, tamaño batiburrillo deja claro que hay conceptos imposibles de definir, absolutamente inefables, palabras que sólo se llenan de contenido viviéndolas, sintiéndolas, haciéndolas nuestras, sin manual de instrucciones, sin obligaciones previas, sin que nadie tenga la verdad absoluta sobre ellas.

   Las redes sociales (que tan prácticas son, que tanto ayudan a mantener viva la comunicación, que son cauce para que todo el mundo pueda alzar su voz, que coadyuvan a que todavía exista un ámbito en el que uno pueda sentirse libre –con sus muchas carencias, con la impunidad que otorgan para la comisión de muchos delitos, con la imposibilidad de regularlas y evitar el mucho ruido que generan-) han desvirtuado un tanto el verdadero sentido de la palabra “amigo”, el hondo, el que nos acaricia el corazón; ahora regalamos amistad con un solo clic, con pulsar una tecla, minusvalorando el concepto, restándole importancia, y haciendo creer a cualquiera que, sólo por tener ese contacto, ya puede pregonar que es amigo nuestro (error en el que, indudablemente, también nosotros podemos caer). De un tiempo a esta parte, cuando hablo de determinadas personas me siento en la obligación de aclarar que son “amigos de Facebook” y eso no invalida nada de lo compartido, de lo expresado, de lo discutido (la etimología latina de la palabra remite a “disipar, resolver”), de los sentimientos sinceros y cordiales que nacen a través de esta vía, de cómo gracias a ella es muy fácil seguir en contacto a pesar de la distancia, del tiempo, de las idas y venidas, de cómo es posible establecer vínculos sólidos, globales, relaciones fluidas, cómplices, sentirse camaradas, dar y recibir afectos honestos y con cimientos (y me permitirán que sepa distinguir los afectos de verdad de los que sólo pretenden serlo, ¿verdad?). Y, así, sin haberles tenido nunca frente a frente, sé que puedo contar con el apoyo, el cariño, la lealtad de gentes como mi adorado Ovidio Parades o Patricia Latorre o Carlos Esteller o Daniel Reyes o Mercedes Hernández o Gema Falcó o tantos otros (no puedo nombraros a todos, lo siento, pero los que estáis en esa lista sabéis quiénes sois), sé que puedo llamarlos amigos con la boca muy grande, recreándome en la suerte, al igual que a otros a los que, aunque veo poco o nada, sé que van a seguir por ahí y su existencia me ensancha el corazón.

   Tuve que trabajar bastante tiempo (más del deseado, pero no quedaba otra: hay que pagar las facturas) con un tipejo desalmado, medrador, ególatra, elitista, que siempre me llamaba “hermano” para dejar claros unos vínculos inexistentes y un aprecio falso, sólo porque le convenía de cara a otros y para asegurarse mi aquiescencia, aunque nunca fue capaz de percibir mi desprecio (alguien a quien Pablo ha retratado con su brillantez habitual, con su perfección a la hora de dibujar personajes y expresar emociones –buenas y malas- en 24 horas de un periodista desesperado, novela que, por cierto, también ha servido que algunos hayan sido desenmascarados, dejando al descubierto su miseria moral y lo frágil de sus afectos); por eso rehúyo de aquel que pregona amistad a las primeras de cambio, el que no la da, el que sólo lo aparenta para sacar partido, el que no deja de recordar todas las cosas que ha hecho por ti (“por eso somos tan amigos”), ignorando las que haces tú y cobrándose permanentemente lo que vende como favores pero, obviamente, no lo son, el que fiscaliza tu vida e intoxica tu alrededor, tu círculo de confianza, el que quiere fagocitarte, el que necesita apoderarse de las vidas ajenas para sentirse alguien. Amigo es que el que te quiere por tus defectos (para lo bueno, para lo divertido, para unas copas, siempre aparece alguien, impostando sentimientos, hablando de unos lazos que los vapores etílicos hacen creer fuertes), el que respeta tu silencio, el que sabe quitarse de en medio, el que reconoce sus errores, el que te tiende la mano antes de que se la reclames, el que perdona tus fallos sin que hagan falta disculpas, el que no te impone nada, el que nunca pide, el que no te abandona (y tal vez, después de esto, vea que el número de contactados en Facebook disminuye, pero es algo que no me importa, al contrario –y alguien dirá que yo debería haber pulsado el botón primero; mira, como sé que hay muchos escudriñando, husmeando, al acecho, que me lean y ojalá se den por aludidos, porque ya se sabe lo que pasa con el que escucha lo que no va dirigido a él, incluso aunque haga referencia a su persona-).      

viernes, 24 de mayo de 2013

TRAZAR LA LÍNEA


 


   Las fronteras separan, segregan, enfrentan; aunque uno comprenda que deben existir por aquello de la organización, de la estabilidad, de la paz, incluso de eso tan etéreo llamado “las nacionalidades”, “las idiosincrasias”, “los pueblos”, en realidad suponen un concepto difuso porque, por mucha Historia que estudies, por mucha herencia familiar que recibas, nunca tienes claro por qué fueron trazadas en ese lugar concreto y no más allá o más acá (no hay más que ver los múltiples problemas –que tantas veces han terminado en tragedia- que han provocado las lindes de las tierras en el mundo rural, nunca totalmente claras y definidas o reflejadas con exactitud en algún documento), y te imaginas a cualquiera corriendo a por su parte como si estuviese colonizando Oklahoma y aceptando la parcela que le corresponde tal y como la encuentra, la que alguien ha diseñado primero, al modo en que las grandes potencias se dividieron con escuadra y cartabón el continente africano en el siglo XIX. Ariel Dorfman intentó reflejar lo absurdo de tantas líneas inexistentes en defensa de las cuales se siguen declarando guerras en su obra El otro lado, aunque más allá del planteamiento no supo sino aburrir a la platea (una lástima que la estupenda Charo López, quien no se prodiga en las tablas lo que debiera, eligiese este texto para producirlo, según ella porque no pudo irse a la cama hasta que lo terminó –tendría insomnio esa noche, porque provoca bostezos desde el tercer minuto-); sin embargo, sí dejaba en el ánimo del espectador la sensación incómoda de que el drama estallaba por una razón fútil y, si me apuran, estúpida (tal y como la realidad ha demostrado tantas veces, pero ni se toma nota ni se escarmienta ni se aprende). Eligiendo otro ejemplo menos trascendente pero más divertido, y del que también puede extraerse alguna enseñanza, no convendría olvidar la forma en que los protagonistas de La extraña pareja se dividen el apartamento cuando sus caracteres antagónicos colisionan sin posibilidad de arreglo; y tal vez no haría falta llegar tan lejos, tener que dibujar ese eje que otorga a cada uno el cincuenta por ciento de lo que antes era un espacio común, si fuéramos capaces de respetar la parcela de cada uno, la intimidad, la individualidad, si tuviéramos claro qué límite no debemos exceder a no ser que nos inviten a ello (sí, ya sé que sueno demasiado utópico y que esto poco vale para los que se consideran invadidos o con derecho a invadir, pero si hiciésemos ese ejercicio de comprensión nos evitaríamos –y también a los demás- muchos roces, tensiones, problemas, malentendidos).

   Me llevó a esta reflexión el final del primer acto de The Audience, la estupenda obra de Peter Morgan que ha provocado que Helen Mirren reproduzca en las tablas su multipremiada interpretación de Isabel II; dirigido por Stephen Daldry con el mimo y elegancia que últimamente ha perdido en cine, el espectáculo es un goce en todos los sentidos, muy especialmente por la excelencia alcanzada por la actriz, capaz en segundos de variar sus gestos y manera de hablar para ir encarnando las diferentes edades de la soberana (y no cronológicamente, lo que aún es más relevante y plausible). El dramaturgo imagina (al igual que hiciese en su guión para La Reina, apoyándose en hechos reales y demostrando un profundo conocimiento de los personajes) cómo han podido ser algunas de las audiencias semanales que, de modo privado y sin que su contenido trascienda, mantiene la Reina con el Primer Ministro de turno todos los jueves a eso de las 18.30 en una habitación del primer piso del Palacio de Buckingham; el primer acto termina, al igual que comenzó, con John Mayor frente a la monarca, en diciembre de 1992 –ese que ella calificó como “Annus Horribilis”-, muy poco después de que se haya publicado el libro de Andrew Morton sobre Diana, justo cuando Isabel padece un fuerte catarro. El Primer Ministro piensa que, ante todo lo que se está haciendo público, ante los variados escándalos en que últimamente está inmersa, la Corona debe tener algún gesto de acercamiento al pueblo y éste puede pasar por prescindir del Britannia, el yate real, debido a los gastos que genera (¿Les suena?); la Reina estalla y empieza a rememorar lo que ese barco representa para su persona, cómo su familia entrega todo su tiempo a los británicos (“servir a este país es mi deber y mi privilegio”) y jamás ha expresado ninguna queja por ello, “pero en algún momento se me debe permitir trazar la línea”. Uno de los mayores hallazgos de la función es cómo Isabel habla con la niña que fue, aquella que no comprendía por qué no podía llamar “papá” a su padre, la que odiaba Buckingham, la que irrumpe en ese momento manchada de tinta como protesta al trato que sufre por parte de su institutriz francesa, diciendo que va a deshacerse de ella tras haberla espantado con su grito penetrante y eterno, recibiendo la aprobación de la adulta que será porque “en ocasiones, alguien debe trazar la línea”.

   Peter Morgan vuelve a demostrar cómo en el Reino Unido sus instituciones y las personas que las representan deben y saben convivir con la crítica (incluso con la más descarnada, con la de trazo grueso, con la sátira más desaforada, con la caricatura más cruel –recuérdese Spitting Image-) y, aunque algunos intenten acallarla, censurarla, evitarla, forma parte del juego político, de la necesaria oxigenación del panorama (siempre que no, nunca mejor dicho, cruce ciertos límites y constituya una práctica delictiva), de la verdadera libertad de expresión, de una democracia que no se tambalea a las primeras de cambio (hay tanto susceptible, tanto derrotista, tanto interesado en que creamos que lo mejor es el silencio de los corderos). Uno, que es muy poco o nada monárquico, no puede menos que envidiar la forma en que Isabel II baja a la arena y da la cara, pide perdón si lo cree adecuado, reconoce sus errores, rinde cuentas ante el Parlamento y se gana el puesto (y el prestigio y el apoyo de los que, aunque no la han elegido, la consideran algo propio y necesario) día a día, ejerciendo como soberana y no como adorno superfluo. En estos momentos en que (imagino que hasta que vuelvan a frenarle) un juez insiste en que la Infanta Cristina debe demostrar que no ha tenido nada que ver (ni que disfrutar) en los (presuntamente) turbios negocios de su marido, son muchos los que callan por temor a no se sabe bien qué (o sí, pero provoca escalofríos sólo pensarlo, como para escribirlo), mientras que los cortesanos balbucean argumentos torticeros a los que dan la vuelta en cuanto la ocasión lo requiere y se antoja imposible que un dramaturgo, escritor o periodista trence un argumento similar a los que sabe manejar Morgan (porque, llegado el caso, secuestramos El Jueves y a otra cosa). Por fortuna, para muchas cosas, siempre nos quedará el teatro inglés.

miércoles, 22 de mayo de 2013

VAYA USTED, VERÁ USTED LO QUE VE


 

   Como a tantas cosas placenteras, llegué al cuplé por influencia directa de la tía Carmen; recuerdo como si fuera hoy el día en que parecía estar haciendo una prospección en uno de los exhibidores de discos del Simago de Cuatro Caminos hasta que, toda feliz y orgullosa, extrajo de entre todos los vinilos el que buscaba con tanto afán: El primer cuplé de Lina Morgan; creo que ha sido uno de los que más veces hemos escuchado desde entonces (con el tiempo pude hacer una copia en CD gracias al impagable y no suficientemente bien explotado archivo sonoro de RNE) y todavía puedo recitar sin cambiar ni una coma los breves monólogos con los que la artista da paso a títulos como La Lola, La regadera o ¡Ay, Cipriano!. Es, no hay duda, una manera nada ortodoxa de introducirse en el género, pero uno tenía pocos años y es lo que tenía más a mano (y el tono picarón, cómico y chulesco lo da la Morgan como nadie, al margen de que ya era una querida conocida gracias a un casete –aunque entonces decíamos “cinta”- en el que cantaba, hacía de niña, de secretaria torpe, de camarera, de lo que tocase, junto a Juanito Navarro); casi al mismo tiempo, porque es otro de esos LP que recuerdo en casa desde siempre, empecé a paladear un tipo de interpretación y recreación del cuplé muy diferente, más lírico y elegante, en este caso a cargo de Lilian de Celis acompañada por la magnífica orquesta del maestro Cisneros (¿Para cuándo un homenaje a la altura de lo que este señor merece?). En aquellas placenteras mañanas de sábado en las que tanto tiempo libre había por delante (precedidas por el rebullirse en las sábanas que olían a limpio porque mi madre las cambiaba todos los viernes, feliz porque al día siguiente no había colegio, aún con los ecos del Un, dos, tres en los oídos), antes o después de la cita televisiva con Torrebruno o con quien correspondiese según de qué año hablemos, la tía oreaba el comedor, ponía unos visillos para limpiar los que descolgaba, hacía alguna tarea al ritmo de coplas, zarzuelas, boleros, cuplés y, así, con esa facilidad, todas esas músicas se metieron en mi alma, fluyeron por mis venas y se hicieron parte de mí, la mejor banda sonora que hubiera podido soñar.

   No estoy muy seguro de cuándo fue la primera vez que supe de la existencia de Olga Ramos, pero no olvidaré cómo disfrutábamos la tía y yo con sus apariciones en Visto y no visto, aquel original programa (como tantos que le debemos) con el que Alfredo Amestoy amenizó los domingos en algún momento de 1983; esa señora jocosa, rotunda, cascabeleante, poseedora de una voz fresca, alegre, plena de matices, se me hizo simpática desde el primer momento, y más cuando la tía y mi abuela me hablaron de ella, de los muchos años que llevaba dedicándose a la música, de sus muchos y variados méritos. Gracias al tío Miguel (una vez más), conocí lo que eran Las Noches del Cuplé en la calle de la Palma, ese lugar entrañable, mágico, sorprendente, necesario aunque los que no quieren ser acusados de casposos y los que, aunque se declaran conservadores, no atienden a nada relacionado con la cultura, los unos y los otros, estos y aquellos, galgos y podencos, lo dejasen morir sin que les temblase el pulso ni su sueño se viese perturbado por el sátiro del ABC o la chula tanguista; cuando hace muy poco Olga María Ramos me hizo recordar que el local fue clausurado en 1999, el mismo año del fallecimiento del tío, me estremecí porque, realmente, sentí que un lúgubre e injusto telón ponía fin a una época, pero la ponía a buen recaudo en nuestros corazones. A esas alturas, ya sabía de la gran formación musical de Olga, de su exquisitez como intérprete, de la existencia del Cipri (su marido, Enrique Ramírez de Gamboa, gran compositor que no dudó en permanecer en la sombra para que la estrella, su adorada cupletista, llegase a lo más alto), de muchas de las circunstancias que la hacían tan grande, esa arrebatadora personalidad a la que era imposible resistirse con esos ojos alegres, la faz risueña, lo que se dice un tipo de madrileña (¿Qué importa que naciese en Badajoz?), neta y castiza, quien al entornar los ojos te cauterizaba, te conquistaba, te absorbía, te empapaba de cuplé.

   Y, claro, supe de Olga María, su hija, la que se empeñó en ser artista, la que no pudo resistirse a los embrujos del arte, la que tuvo los mejores maestros en las partituras y a la hora de interpretarlas, la que fue encontrando su propio estilo, su manera de ser, jamás imitando a su madre (sí recreándola cuando la ocasión lo permite, dando testimonio en su sonrisa, en muchos gestos, en los mantones, en algunas notas –puedo jurar que cuando veo a Olga María en escena, noto la presencia de la matriarca, arropándola, aconsejándola, orgullosa porque su obra tiene continuadora y ampliadora), vivificando el género, estudiándolo, manteniéndolo en perfecto estado de revista. Debo a mi profesión (esa que sigo ejerciendo porque no puedo ser otra cosa, esa que necesito como el respirar) haber establecido contacto con muchas personas a las que admiro, pero sin duda uno de los máximos regalos que he recibido es poder llamarme amigo de Olga María Ramos, aprender junto a ella algunos de los secretos del cuplé (todos no es posible, salvo si eres una de las Ramos), admirar su humanidad, su gracejo, su entrega, su vitalidad, sus enormes e inagotables recursos, su prodigiosa voz, su inmensa versatilidad (no sólo porque pasa de lo frívolo al doble sentido o de lo dramático a lo divertido, sino por cómo canta en francés –Oh, là, lá! (si lo escribo mal que me corrija ella, por favor, que ser corregido por cupletóloga será la felicidad soñada)- o boleros o lo que se le ponga por delante). Y antes de decir adiós a la radio (si bien es cierto que en ese momento creí las falsas palabras de algún directivo güero y no pensé que fuese definitivo), le pedí que volviese, que nos regalase como tantas veces su presencia, y dijo que sí (nunca falla) y se vino con una grabación del gran Agustín Lara porque andaba pensando en hacer un dueto gracias a la técnica y me ofreció cantar en directo sobre el piano del maestro y junto a su voz: preparamos el escenario, fuimos creando misterio, esperábamos a un invitado de lujo, una personalidad musical, un mexicano universal, quien de repente estaba ahí, en el estudio, y Olga empezó a recitar los primeros versos de Farolito… y lo demás lo recuerdo entre brumas, como si flotase, como algo irreal, tenerla tan cerca mientras por los cascos nos llegaba la grabación, verla transformarse, mimetizarse con la música, sus ojos entornados, sus manos juntas, esa voz cálida, dulce, suave, en perfecta comunión con Agustín Lara, ¡aún me dura el escalofrío, bendito escalofrío!

   Y tenemos la fortuna de que, gracias a la iniciativa del Teatro Prosperidad, un lugar heroico en el que dos amantes del arte se la juegan cada día, un espacio coqueto en el que se respeta y venera el espectáculo, con patio de butacas y escenario (no como tanto advenedizo que se anuncia como tal), Las Noches del Cuplé han vuelto todos los viernes por la tarde y Olga María Ramos ejerce como maestra de ceremonias, cuenta, explica, ríe, coquetea, morcillea, dialoga con el pianista (¡Atentos a cómo pasea las manos por el teclado!) y por encima de todo canta maravillosamente (y el magnífico sonido de la sala –ya quisieran muchos coliseos- permite que pueda recrearse en los matices, interpretar con mesura, con ese buen gusto marca de la casa). El repertorio (el inacabable repertorio del cuplé) varía cada día, por lo tanto no sé si les tocará El polichinela, La chica del 17, Nena (el favorito de la ídem, si me permite la confidencia –seguro que no se enfada-), Bajo los puentes del Sena o El beso, pero seguro que la visita no les decepciona, todo lo contrario, se quedarán con ganas y repetirán; y tal vez, como me sucede en cada nueva visita, se preguntarán por qué esta mujer no goza del prestigio que, con todo merecimiento, tiene al otro lado del Atlántico, cómo es que nadie piensa en ella para alguna película, cuál es la causa de que no tenga un espectáculo al estilo de los que hemos gozado de Chita Rivera, Debbie Reynolds o Liza Minnelli, y a buen seguro no encontrarán respuesta porque esta señora debería estar en las marquesinas anunciada con luces de neón, pero parece que el verdadero talento no interesa. Por fortuna, aún quedan locos maravillosos que apoyan y fomentan que el cuplé siga vivo y que Olga María Ramos pueda hacer gala de su saber jacarandoso y de su devoción por sus padres (¡Hay tanto amor en cada palabra, en cada nota, en cada momento de su recital cuando los nombra!).  

jueves, 16 de mayo de 2013

NO TE PERDONO, PERO OLVÍDAME






   Aún con los ojos, los oídos, las emociones y el alma llenos de todo lo disfrutado en Londres, de tanta calidad sobre las tablas, de experiencias que superan cualquier expectativa (por fortuna, saben estimular constantemente la capacidad de asombro del público), de reconciliarme con el hecho teatral (en ese sentido, el West End es una apuesta segura en al menos un noventa por ciento), es de justicia detenerse por un momento en un montaje que, con la velocidad y fuerza de un misil, me llegó hasta lo más profundo desde el primer minuto y (junto a un par de excepciones que ahora no vienen al caso) constituye una de las pocas alegrías (en realidad, alborozo y regocijo) que me ha deparado la cartelera madrileña en lo que llevamos de temporada: Juicio a una zorra, escrita y dirigida por Miguel del Arco a la mayor gloria de Carmen Machi, única intérprete de la función, puesto que hablamos de un monólogo. Los buenos amigos saben de mi aversión (no se me ocurre otra palabra para definir lo que provoca en mi cuerpo cualquier aparición suya, tanto en cine como en teatro o televisión) por esta actriz: es una cuestión de piel y, literalmente, una suerte de electricidad me sacude violentamente y me invaden las ganas de salir huyendo hacia donde sea, de poner muchos kilómetros de por medio; esa era la razón por la que, a pesar de haber escuchado y leído críticas excelentes, a pesar de que la toleré en Agosto (ese texto maravilloso que se transformó en manos de Gerardo Vera en una joya que, además, nos devolvió a una Amparo Baró en plenas facultades –y el Max fue a sus manos, como debiese haber ocurrido con el Valle Inclán si el jurado tuviese verdadero criterio, pero poco puede esperarse de las veleidades de Ansón (me da igual lo que diga, yo le pongo la tilde porque en caso contrario hay que leer “Anson”, acentuando la primera sílaba), el señor Nieva y alguna llamada periodista cultural que demuestra cada día no conocer ni lo básico-), aunque el contenido de la obra me resultaba atractivo, no me animaba a pasar una hora en una sala con ella como única intérprete (y a Pablo le pasaba lo mismo, exceptuando la violencia que recorría mi cuerpo cuando la veía), se me antojaba un suplicio, un castigo a mis sentidos. Pero resulta que el pasado verano, cuando aún trabajaba en la radio y aunque el ambiente no era nada propicio todavía me permitía (con el concurso de uno de los mejores compañeros que jamás encontraré, Daniel Ampuero) regalos en forma de temas que tratar y entrevistas que hacer, gracias a la intervención de una de las profesionales que más sabe y ama el teatro, María Díaz, tuve ocasión de compartir conversación con Carmen Machi: fueron cerca de cuarenta minutos divertidísimos, interesantes, que ella dotó de energía, de buenas vibraciones, de contenido apasionante incluso para el neófito, en los que se despojó de ese tono “aidaizante” que impregna todo lo que toca, el mismo que contenía en algunos momentos de Agosto, el mismo que transformó en caricaturesco su rol en Roberto Zucco, el que tanto me irrita y taladra mis tímpanos, un tiempo en que se mostró humilde, simpática sin pretender serlo –porque le nacía así-, cercana, apasionada con su trabajo; cuando anunció que retomaba por un tiempo las representaciones de Juicio a una zorra y que recalaría unos días en Madrid, pensé que era de justicia que olvidase mis prejuicios y me lanzase a la aventura (y Pablo, siempre cómplice, siempre espectador ilusionado, cogió mi mano, como tantas veces, para vivirla juntos).

   “¿Quién escribe la Historia?”, la eterna pregunta que conviene tener respondida antes de aventurarse en muchos textos (para que no nos laven el cerebro) es uno de los mantras de la Helena de Troya recreada por Miguel del Arco: ella, la más bella, considerada la causa de una guerra, vilipendiada, difamada, insultada, incomprendida, hija de Zeus, mujer usada como moneda de cambio (al igual que tantas, ficticias y reales), quiere terminar con tantos siglos de silencio y alza la voz para que el público de la sala se convierta en el único jurado y, a pesar de estar expuesto a la furia divina (Zeus manifiesta su descontento mediante el bramido de un trueno interminable), dicte sentencia tras escuchar a todas las partes, es decir, tras conocer la otra cara de La Ilíada, el testimonio directo de la verdadera protagonista, del vórtice en torno al cual se mueven Aquiles, Ulises, Menelao, Héctor y otros tantos, antes, durante y después del asedio de Troya. Carmen Machi se ríe en las primeras frases por su aspecto, tan alejado del mito, de la leyenda, del poema épico (“Todo el mundo envejece, ¿no?”), y dota a su Helena de una carnalidad, de una verdad, de un rencor, de una voluntad de catarsis que la hacen más creíble, contundente y humana que tanto rostro anodino sin vigor al que nos tenía acostumbrados el cine; sólo desde la melopea, bebiendo compulsivamente (y convirtiendo su diatriba en una melodía que nos lleva desde lo infantil a lo doloroso, desde el dolor enquistado y solidificado hasta la úlcera que no cesa de excretar la inmundicia que los demás le han echado encima como único escenario vital posible), puede Helena atreverse a no perder la cara al más fiero, al más injusto, al omnipotente pero fieramente humano Zeus para exigirle que le regale el olvido, que deje de fustigarla con una inmortalidad que es un suplicio mil veces más terrorífico que el de Tántalo, que le permita sumergirse en las brumas del tiempo para desaparecer y no seguir siendo la buscona, la traidora, la sierpe, la meretriz, la furcia, la zorra, ¿por qué no decirlo?, la puta que abandona a su marido y siembra la destrucción por donde pasa.

   Los varios “¡Quiero el olvido!” que Carmen Machi va disparando como saetas envenenadas hacia ese Olimpo en el que Zeus se divierte manejando las voluntades humanas y del resto de dioses sustentan uno de los argumentos centrales de su declaración: una vez quede claro quién hizo qué y qué debe reprobársele a cada uno, Helena sólo anhela desaparecer, que la olviden, que deje de cantarse su legendaria belleza, que deje de glorificarse la guerra y a los hombres que la hicieron (la mayoría con menos atributos –físicos y morales- de lo que se piensa), que los insultos vayan en la dirección correcta. Porque ella, con toda lógica, jamás podrá perdonar todo lo sufrido, pero sabrá manejarse y convivir con la inquina, el encono, el odio que ha ido atesorando y silenciando, que se ha hecho tumor en su corazón, en su mente, en su respiración, si la sentencia es absolutoria y ella puede hacer el mutis largamente anhelado; ¡qué gran manera de dar la vuelta a la tortilla de ese argumento abstruso y viciado de origen que dice “te perdono, pero no olvido” o “te perdono hasta nuevo aviso”, dejando la amenaza en el aire! (si perdonas, perdonas; sabemos que olvidar es más complicado, pero si existe la verdadera intención de hacer tabla rasa, puede que se llegue a, cuando menos, encerrar el mal recuerdo en una nebulosa que lo difumine o haga más tolerable). A Helena le importa muy poco en qué estado queda Zeus, no es insólito pensar que incluso desea que se pase el resto de la eternidad revolcándose en su impotencia, en su contrariedad, en su vergüenza, mientras que ella no vuelva a tropezárselo ni a sufrir las consecuencias de unos actos en los que ha sido una mera marioneta y en los que su única culpa fue amar por sí misma, sin plegarse a lo dictado por otros.      

miércoles, 8 de mayo de 2013

LA PARTE POR EL TODO


 


   El otro día tuve ocasión de hablar con el señor (o señora) Salvemos RTVE; en realidad, fue una charla virtual, apenas dos o tres mensajes, pero hay muchos que a eso ya lo llaman conversación y, en realidad, son incapaces de mantener una cara a cara porque sólo viven a través del teclado y la pantalla (es una lástima que todo lo positivo que tienen las redes sociales quede empañado e incluso sepultado por su uso indiscriminado y erróneo, por transformarlas en sustitutivo en lugar de emplearlas como complemento, como acercamiento, como manera de conocer, de estar en contacto cuando el tiempo y la distancia impiden una continuidad en los encuentros). Lo cierto es que cruzamos esas palabras por ese carácter invasivo de este tipo de herramientas, foros y demás perfiles que, en contra de lo que suele afirmarse, otorgan muy poca intimidad (sobre todo cuando te presentas con tu verdadero nombre y una foto que así lo acredita), puesto que yo dejé unas letras en un enlace que daba a conocer una persona con la que trabajé unos años y, claro, como todos sus contactos pueden tener acceso a ello, al final terminas recibiendo directamente la diatriba de alguien que no sabes quién es, porque, para colmo, se presenta con el nombre de una plataforma –sí, ya sé que puede decir que se llama Javier Encinas (aunque en realidad sea Vicentito España o cualquier otro elemento) y colocar una foto de algún modelo para sentirse mejor aunque nada oculte su mediocridad ni miseria de alma, pero al menos en esos casos tienes la sensación de estar dirigiéndote a alguien de carne y hueso-. Lo peor de esta intromisión es que se supone que es alguien que me conoce o sabe de mi existencia (es decir, de mi vinculación durante muchos años a RNE) porque me lo echaba en cara para quejarse de que me veía “desvinculado de esta casa, incluso emocionalmente”, cuando personajillos como el que se oculta detrás de un perfil anónimo son los que, de una forma u otra, han propiciado mi salida de aquel lugar y, sobre todo, que el malestar, lo ominoso, lo doloroso, la desgana, lo amargo, fuese durante bastante tiempo lo que me nacía y rodeaba cada vez (cada día) que regresaba allí y que, a pesar del lenitivo que siempre me ha supuesto el micrófono, el directo, los oyentes, las entrevistas, lo divertido, interesante e imprevisible de un oficio que, a pesar de todo, sigue pareciéndome insustituible, mágico y mi única y verdadera vocación (porque la de escritor se entrelaza con ella formando un conjunto indisoluble), los muchos buenos recuerdos asociados a ese largo periodo radiofónico me parezcan muy lejanos e irrepetibles.

   Tiene su aquel que los mismos que han inspirado, aplaudido, jaleado, distribuido, redactado y leído en alto hojas sindicales en las que se exponía sin recato el sueldo de trabajadores, en las que se hacían insinuaciones nada veladas sobre aspectos de la vida privada de los mismos, en las que se ha incurrido en faltas cuando no directamente en delitos, en las que las patadas al diccionario y los errores ortográficos eran moneda común, sean los que ahora se lamentan de haber perdido a grandes profesionales, esos a los que actuando inquisitorialmente señalaban con la letra escarlata que los delataba como impuros, como indeseables, como prescindibles “porque son externos, no pertenecen a la casa” (ellos lo pronuncian con mayúscula, como la Rusia de John le Carré, para otorgarle empaque y distinción), obviando que son esos los que aumentan la audiencia superando con creces los sueños más dulces de algunos directivos y logrando Premios Ondas que dan prestigio a la Corporación (antes fue ente, todo muy en la línea de Isaac Asimov y por ahí). Y aquí es donde encontramos, tal vez, el auténtico meollo porque el que uno se desvincula emocionalmente: olvidamos que, como nos enseñó el gran Joan Manuel Serrat, “cada uno es como es, cada quien es cada cual y baja las escaleras como quiere” y tendemos a inventar realidades que no son tales o que son, tan sólo, la suma de muchas individualidades. Claro que existe una línea editorial (mucho más marcada en estos momentos, pero también existente en la época zapateril por mucho que se afirme lo contrario –y fue en ese momento cuando se fueron dinamitando ciertos cimientos y propiciando que la caída de la Casa Usher parezca un juego de niños al lado de lo vivido en Prado del Rey-), pero no conviene olvidar (para bien y para mal) a las personas concretas involucradas en la misma, a las que actúan, a las que dictaminan, a las que censuran, a las que deciden, porque son ellas y no “la casa” (qué bueno poder ocultarnos detrás de ese parapeto) los que provocan ciertas situaciones.

   Son muchos los que, sin saberlo (¿Para qué molestarse en consultar un diccionario?), practican casi sin descanso la metonimia, es decir, toman la parte por el todo para generalizar, englobar y, lo que es peor, acusar, reprochar, afear comportamientos personales, sólo porque no se sigue la norma, la que ellos pretenden marcar, el rodillo que a cualquier disensión considera antirrevolucionaria, el activismo tonto y a deshora que se salta toda la enorme gama de grises (de colores) que hay entre lo blanco y lo negro o que, directamente, cae en lo que se supone pretende denunciar y derrocar (sí, nos alegramos mucho de que un Tribunal apoye el derecho a la huelga pero si lo que se reclama es el mismo a no secundarla… ¡ríete tú de las hordas de Furia, esa joya imperecedera de Fritz Lang que nunca me cansaré de recomendar por tantas razones que estos a los que me dirijo quieren ignorar! –hordas, por cierto, a las que se consienten asaltos, zarandeos, amenazas, insultos y/o agresiones como parte del derecho a manifestarse-). No, señor (o señora) Salvemos RTVE, no es que me haya vendido o esté traicionando a nada ni a nadie: sólo soy (fui, ya que le encanta generalizar, parte de la responsabilidad de que ponga ese verbo en pasado –al igual que tantos compañeros (esos sí lo son, como ya le dije: revise la definición de la palabra en el DRAE)- es suya, estimado o estimada) un trabajador, uno más, con nombre y apellido, que entiendo mis responsabilidades y (digámoslo así) servidumbres cuando me pongo delante de un micrófono o una cámara, sé que para el público represento a esa empresa (en muchas ocasiones, craso error, mala apreciación que a veces impide se valore de verdad lo que uno hace y que provoca –en el periodismo y en otros terrenos- que se difame a alguien cuando, sencillamente, decide aceptar una propuesta con mejores condiciones laborales y salariales –otra cosa es que esa persona olvide que hay hemerotecas y archivos y cambie de chaqueta con soltura y rapidez-), pero soy el que soy, gusto por lo que gusto o provoco rechazo por lo mismo, no por trabajar aquí o allá. Y, mire, si quiere saber más, si de verdad le preocupan los hijos desafectos, busque las razones al lado, ahí mismo las tiene, o léase 24 horas de un periodista desesperado y comprenderá por qué uno, aunque siga buscando un trabajo, prefiere no estar en ciertos lugares (sobre todo cuando te meten en el mismo saco que esos que, por carambola, contactos o argucias, se consideran con derecho a extender certificados de idoneidad, ellos que no tienen preparación ni cualificación para estar donde están, ellos que –ya que nos ponemos así, utilicemos el mismo vocabulario- pertenecen a la casa desde hace menos que un servidor). Y, por cierto, nunca me ha importado ser crítico con la empresa a la que prestase mis servicios en ese momento: puede recurrir una vez más a las redes sociales para ello, las mismas que algunos consultaban para irles con el cuento a los directivos; puede que uno gestione cierta prudencia, claro, aunque eso suponga permitir una cierta alienación, pero llega un punto en que si consientes que algunos abonen su impunidad con tu dignidad estás siguiéndoles el juego, por mucho que después presumas de lo contrario por ahí fuera. Pero esto, por supuesto, es algo personal: entre usted, señor (o señora) Salvemos RTVE y yo, no mezclemos a nadie más ni confundamos el culo con las témporas (por cierto, muy curiosa la etimología de esta palabra, pero, al igual que con “compañero”, dejo que sea usted mismo quien busque la solución).    

jueves, 2 de mayo de 2013

LOS METALES DE TU VOZ


 


   Es bastante habitual que, a la hora de explicar el porqué de un Premio Nobel de Literatura, la Academia Sueca recurra a dictámenes como “haber construido un universo de palabras”, “ser la voz de los que no la tienen”, “crear un lenguaje propio” y otros circunloquios que ponen el acento precisamente en eso: en el manejo del idioma en que escriba el galardonado, en cómo lo usa para llevarnos a otros mundos (más o menos cercanos, más o menos imaginados), en su forma de expresarse; por eso sorprende que haya muchas personas que, defensoras furibundas de la versión original en el cine –y vaya por delante que la prefiero siempre, se hable lo que se hable (sí, Mel Gibson, sigue rescatando lenguas muertas si te empeñas –aunque tampoco es que me vuelvan loco sus películas-)-, no pongan el mismo mimo a la hora de acercarse a un escritor e incluso afirmen que no tiene nada que ver si les replicas que del mismo modo que querrían prohibir el doblaje deberían imitar a Borges, quien aprendió alemán para poder leer a Schopenhauer sin filtros, sin variaciones, sin interferencias (y no se tome esto último como una crítica, porque nunca agradeceré bastante la existencia de los grandes traductores que en el mundo han sido y son, puesto que gracias a su ingrato, poco considerado e incluso menospreciado trabajo tenemos acceso a Balzac, a Chaucer, a Pirandello, a Wilde, a Tolstói, a Mann, a Woolf, a Wharton, a Mahfuz, a Müller, a Mishima –la lista podría seguir, pero conviene avanzar-). Y es que las palabras tienen una sonoridad, una intención, una segunda lectura, un matiz que en muchas ocasiones es muy difícil (por no decir imposible) verter a otra lengua sin que en el camino se vea mermada, alterada, perturbada la intención primigenia por el que el autor las eligió y colocó en ese orden.

   Mario Vargas Llosa fue (¡Por fin!) galardonado con el premio literario de más prestigio (aunque no siempre merece tales laureles, otorgándose por méritos –o así los consideran algunos- que tienen poco que ver con lo que se escribe) “por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”; aunque en este veredicto no aparezca tan explícito lo que decíamos antes, las segundas (es decir, “sus mordaces imágenes”) son creadas, por supuesto, a través de las palabras, de un conocimiento del idioma muy completo y variado, rico, exuberante, diversificado en jergas, en localismos, en modismos, amplificado por su plurilingüismo (él también aprendió alemán, en su caso debido a su querencia por Thomas Mann), poseedor de una musicalidad propia que, por encima de otras características y virtudes, de hallazgos estilísticos y de construcción de tramas y personajes, se impone como una de las columnas vertebrales de su obra, puesto que puede afirmarse que sus ficciones suenan, inundan nuestros oídos durante la lectura, marcan el ritmo, es como si, con enorme naturalidad, fuese señalando mediante acotaciones la entonación, la velocidad, las intenciones que debemos ir interiorizando –podríamos citar múltiples ejemplos, quedémonos con El hablador, Pantaleón y las visitadoras y La Casa Verde, sobre todo con esta última porque en sus páginas nacieron los personajes de La Chunga-.

   Esos colores, esos tonos, esa autenticidad (cada personaje habla como le corresponde), esa sinfonía que trenza Vargas Llosa en cada texto (gusta de la multiplicidad de voces, de su mezcla, de explorar nuevas maneras de narrar, de quebrar y enriquecer la construcción convencional que aprendimos en el colegio), pensaba uno que debería alcanzar las cotas más altas en escena, sobre las tablas, puesto que ahí es donde la palabra encuentra su verdadero reino: la escenografía la encuadra, la contextualiza, pero se queda en simple armazón, en mero decorado (nunca mejor dicho), si nadie habla, si no hay unas personas que nos comunican lo que el autor desea hacer llegar al público. Y echar en falta lo que puede considerarse el universo llosiano provocó que fuese tan decepcionante ver el otro día La Chunga en el Teatro Español (y eso que se iba con mucha predisposición, sobre todo porque no se niega ni oculta ni rebaja –como hace mucho progresista de salón que, al no compartir las opiniones políticas de Vargas Llosa, le ningunea y menosprecia, la mayoría de las veces sin haberle leído o conformándose con un mero vistazo a dos o tres fragmentos, negando incluso la evidencia de que ya es objeto de estudio en universidades- la admiración por el creador de La fiesta del Chivo): Aitana Sánchez Gijón (una actriz a la que se aprecia y valora mucho, sobre todo cuando hace teatro) no es capaz de aportar el desencanto, el dolor, la soledad, el desgarro que inunda cada poro del personaje que da título a la pieza, resulta muy falsa, demasiado fría, sin escupir las réplicas, sin lanzarlas como dardos, apenas rozan la epidermis cuando deberían clavarse en lo más profundo; Asier Etxeandia tiene físico y voz para hacer creíble a cualquiera de los inconquistables, viejos conocidos del lector fiel del de Arequipa, pero se queda en la superficie, exagerando y forzando lo que él tiene de fábrica; Irene Escolar no llega a la virginal carnalidad de Meche (sí, sé que parece un oxímoron, pero no lo es porque esa es la ambivalencia del personaje), hace una meritoria composición pero no pasa de ahí; Jorge Calvo, ese espléndido actor, está absolutamente desaprovechado; Rulo Pardo parece estar de guasa, más cerca del Eduardo Gómez de Aquí no hay quien viva que de la realidad piurana; Tomás Pozzi es el único que aporta naturalidad y veracidad, pero (y volvemos a la carencia principal del montaje) marcando demasiado su acento argentino, extraño e inadecuado en un microcosmos tan concreto, muy bien delimitado por su creador. Y sé que alguien me dirá que yo no sabría distinguir la tonalidad peruana o que veo obras de Molière o Shakespeare representadas en español y no me chirría; en cuanto a lo segundo, se da la circunstancia de que Vargas Llosa escribe en español, pero (y esto enlaza con lo primero) en una variante, con una cadencia, con un colorido, con unas particularidades que no lo vuelven incomprensible ni ilegible, con un compás que crea su propia partitura, la que por desgracia no suena (sólo hay dos o tres atisbos) en el escenario del Teatro Español.