Es bastante habitual que, a la hora de explicar el porqué de un Premio
Nobel de Literatura, la Academia Sueca recurra a dictámenes como “haber
construido un universo de palabras”, “ser la voz de los que no la tienen”, “crear
un lenguaje propio” y otros circunloquios que ponen el acento precisamente en
eso: en el manejo del idioma en que escriba el galardonado, en cómo lo usa para
llevarnos a otros mundos (más o menos cercanos, más o menos imaginados), en su
forma de expresarse; por eso sorprende que haya muchas personas que, defensoras
furibundas de la versión original en el cine –y vaya por delante que la
prefiero siempre, se hable lo que se hable (sí, Mel Gibson, sigue rescatando
lenguas muertas si te empeñas –aunque tampoco es que me vuelvan loco sus
películas-)-, no pongan el mismo mimo a la hora de acercarse a un escritor e
incluso afirmen que no tiene nada que ver si les replicas que del mismo modo
que querrían prohibir el doblaje deberían imitar a Borges, quien aprendió
alemán para poder leer a Schopenhauer sin filtros, sin variaciones, sin interferencias
(y no se tome esto último como una crítica, porque nunca agradeceré bastante la
existencia de los grandes traductores que en el mundo han sido y son, puesto
que gracias a su ingrato, poco considerado e incluso menospreciado trabajo
tenemos acceso a Balzac, a Chaucer, a Pirandello, a Wilde, a Tolstói, a Mann, a
Woolf, a Wharton, a Mahfuz, a Müller, a Mishima –la lista podría seguir, pero
conviene avanzar-). Y es que las palabras tienen una sonoridad, una intención,
una segunda lectura, un matiz que en muchas ocasiones es muy difícil (por no
decir imposible) verter a otra lengua sin que en el camino se vea mermada,
alterada, perturbada la intención primigenia por el que el autor las eligió y
colocó en ese orden.
Mario Vargas Llosa fue (¡Por fin!) galardonado con el premio literario
de más prestigio (aunque no siempre merece tales laureles, otorgándose por méritos
–o así los consideran algunos- que tienen poco que ver con lo que se escribe) “por
su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la
resistencia individual, la revuelta y la derrota”; aunque en este veredicto no
aparezca tan explícito lo que decíamos antes, las segundas (es decir, “sus
mordaces imágenes”) son creadas, por supuesto, a través de las palabras, de un
conocimiento del idioma muy completo y variado, rico, exuberante, diversificado
en jergas, en localismos, en modismos, amplificado por su plurilingüismo (él
también aprendió alemán, en su caso debido a su querencia por Thomas Mann),
poseedor de una musicalidad propia que, por encima de otras características y
virtudes, de hallazgos estilísticos y de construcción de tramas y personajes,
se impone como una de las columnas vertebrales de su obra, puesto que puede
afirmarse que sus ficciones suenan, inundan nuestros oídos durante la lectura,
marcan el ritmo, es como si, con enorme naturalidad, fuese señalando mediante
acotaciones la entonación, la velocidad, las intenciones que debemos ir
interiorizando –podríamos citar múltiples ejemplos, quedémonos con El hablador, Pantaleón y las visitadoras y
La Casa Verde, sobre todo con esta
última porque en sus páginas nacieron los personajes de La Chunga-.
Esos colores, esos tonos, esa autenticidad (cada personaje habla como le
corresponde), esa sinfonía que trenza Vargas Llosa en cada texto (gusta de la
multiplicidad de voces, de su mezcla, de explorar nuevas maneras de narrar, de
quebrar y enriquecer la construcción convencional que aprendimos en el colegio),
pensaba uno que debería alcanzar las cotas más altas en escena, sobre las
tablas, puesto que ahí es donde la palabra encuentra su verdadero reino: la
escenografía la encuadra, la contextualiza, pero se queda en simple armazón, en
mero decorado (nunca mejor dicho), si nadie habla, si no hay unas personas que
nos comunican lo que el autor desea hacer llegar al público. Y echar en falta
lo que puede considerarse el universo llosiano provocó que fuese tan
decepcionante ver el otro día La Chunga en
el Teatro Español (y eso que se iba con mucha predisposición, sobre todo porque
no se niega ni oculta ni rebaja –como hace mucho progresista de salón que, al
no compartir las opiniones políticas de Vargas Llosa, le ningunea y menosprecia,
la mayoría de las veces sin haberle leído o conformándose con un mero vistazo a
dos o tres fragmentos, negando incluso la evidencia de que ya es objeto de
estudio en universidades- la admiración por el creador de La fiesta del Chivo): Aitana Sánchez Gijón (una actriz a la que se
aprecia y valora mucho, sobre todo cuando hace teatro) no es capaz de aportar
el desencanto, el dolor, la soledad, el desgarro que inunda cada poro del
personaje que da título a la pieza, resulta muy falsa, demasiado fría, sin
escupir las réplicas, sin lanzarlas como dardos, apenas rozan la epidermis
cuando deberían clavarse en lo más profundo; Asier Etxeandia tiene físico y voz
para hacer creíble a cualquiera de los inconquistables, viejos conocidos del
lector fiel del de Arequipa, pero se queda en la superficie, exagerando y
forzando lo que él tiene de fábrica; Irene Escolar no llega a la virginal
carnalidad de Meche (sí, sé que parece un oxímoron, pero no lo es porque esa es
la ambivalencia del personaje), hace una meritoria composición pero no pasa de
ahí; Jorge Calvo, ese espléndido actor, está absolutamente desaprovechado; Rulo
Pardo parece estar de guasa, más cerca del Eduardo Gómez de Aquí no hay quien viva que de la realidad
piurana; Tomás Pozzi es el único que aporta naturalidad y veracidad, pero (y
volvemos a la carencia principal del montaje) marcando demasiado su acento
argentino, extraño e inadecuado en un microcosmos tan concreto, muy bien
delimitado por su creador. Y sé que alguien me dirá que yo no sabría distinguir
la tonalidad peruana o que veo obras de Molière o Shakespeare representadas en
español y no me chirría; en cuanto a lo segundo, se da la circunstancia de que
Vargas Llosa escribe en español, pero (y esto enlaza con lo primero) en una variante,
con una cadencia, con un colorido, con unas particularidades que no lo vuelven
incomprensible ni ilegible, con un compás que crea su propia partitura, la que
por desgracia no suena (sólo hay dos o tres atisbos) en el escenario del Teatro
Español.