viernes, 12 de febrero de 2016

¡PUES YA SABES MÁS QUE MUCHOS!






  Hay que acudir a la fuente más fidedigna, a la que demuestra (o ya ha demostrado en ocasiones anteriores) tener la información más completa, poco o nada distorsionada, sin sesgos, aquella que, aunque no pueda poseer la verdad completa porque es inabarcable (cómo recuerdo aquel círculo que dibujó Bernardino M. Hernando -¡Maestro!- en los primeros días de clase en la Universidad y, con la sabiduría que otorga la simplicidad -o viceversa: saber condensar, exponer, razonar en términos comprensibles y concretos confiere aureola de sabiduría al que así se comporta, en parte vamos a hablar de ello a continuación-, con sencillez irrebatible, nos explicó cómo la cacareada objetividad es en realidad una utopía, nunca es posible completarla, pero todo periodista que quiera tenerse por ético debe intentar aproximarse a la misma, siendo consciente de que siempre le quedará algún ángulo ciego), hablaba de esa fuente que se ha ganado nuestra confianza (o se la gana en esa ocasión si es nuestro primer contacto con ella) por aportar datos indiscutibles, certeros, que responden a la realidad, que no llevan adjetivos incorporados, que no expresan una opinión (puede que la lleven implícita, cimentarán una o muchas -eso ya depende de la lectura que hace cada uno, del modo en que se obvia lo que no interesa porque está fuera de nuestros esquemas mentales, de cómo se reinterpretan o retuercen los sucesos hasta hacerlos irreconocibles, el viejo juego del teléfono estropeado que, en realidad, es una metáfora de cómo el mensaje se va alejando del original según pasa por diferentes receptores que se convierten en emisores, perturbaciones, interferencias, ruidos, quedémonos en el argot de la profesión, que cada vez aparecen más pronto, casi en el mismo origen de la noticia, todo depende de a qué cadena atendamos, qué periódico hojeemos o a quién sigamos en las redes sociales-), datos que se apoyan y corroboran en documentos, en investigaciones, en tratados, en textos sancionados como canónicos. Y, a pesar de todo ello, a pesar de la autoridad ganada con justicia y a través de su obra por el autor, a pesar de la pulcritud y cuidado puestos en la elaboración de la noticia o reportaje o ensayo o estudio, puede que, de repente, alguien descubra que aquello que se ha venido dando por bueno tan sólo responde a un error repetido hasta la saciedad que ha terminado por convertirse en un dicho popular (no entraremos en terrenos más pantanosos, dejemos a un lado a Goebbels y seguidores -lo quieran o no, lo son todos esos que saben que mienten pero no se apean del burro, los que intoxican como si no hubiese archivos o hemerotecas, también aquellos que practican el cinismo tal y como hoy lo entendemos no al estilo clásico-), una sentencia que no fue formulada por aquel a quien se atribuye o no esos términos, puede que alguien citase un día de memoria o sin tener muy claro qué citaba y alteró el significado primigenio, puede que fuese una voz anónima a la que se dio crédito o un estudioso de prestigio quien diese pie al equívoco (en la actualidad basta con aparecer en televisión y tener muchos “followers” para que cualquier sandez, patada al diccionario u osadía ignorante se convierta en “trending topic” y, por lo tanto, en algo viral -nunca mejor dicho-), el caso es que todos creemos citar a Maquiavelo con aquello de “el fin justifica los medios” o cambiamos una palabra en lo que Cervantes hizo decir a don Quijote, dándole un matiz que el autor ni siquiera insinuó -el hidalgo sólo dijo "Sancho, con la iglesia hemos dado" porque topaban contra el muro de la del Toboso-, por poner dos ejemplos muy elementales y aclarados en infinidad de ocasiones.
   Y es el caso que, justo al comienzo de Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano, el texto de Mario Gas y Alberto Iglesias que se estrenó en el último Festival de Mérida bajo la dirección del primero y que lleva desde entonces girando por España (hasta el próximo 28 de febrero en Las Naves del Español en Madrid), es el propio filósofo el que advierte al público del siglo XXI que él nunca dijo aquello por lo que es tan recordado (incluso o, sobre todo, por aquellos que no han leído nada sobre él pero quieren dárselas de entendidos -y de ahí tantas incorrecciones-), la sentencia con la que tantas veces hemos (yo el primero) resumido su pensamiento y enseñanzas, aquellas que transmitió su discípulo Platón (y posteriormente el de éste, o sea, Aristóteles) puesto que Sócrates no dejó ningún testimonio escrito, es una forma magnífica de entrar en su figura y en el asunto que se quiere glosar al rememorar el proceso al que se le sometió y que terminó con la condena de la ingestión de cicuta: hay que relativizarlo todo, es la base de su filosofía tal y como nos ha llegado, queriendo decir con ello que no da nada por sentado, utilizaba la dialéctica como herramienta de reflexión y estudio, dialogaba continuamente, discutía (en el sentido más docto del término) interminablemente a partir de las preguntas y respuestas que suscitase cualquier proposición, por eso podemos entender e interpretar que “sólo sé que no sé nada” fuese su réplica más notoria, la dijese o así nos la transmitiesen, ya que en su fuero interno (y en el ejercicio de su magisterio) pensaba que nunca se dejaba de aprender, de descubrir, que los asuntos eran infinitos (un poco lo que antes recordaba que Bernardino dibujó en la pizarra) y, por lo tanto, no podían dejar de estudiarse, es decir, nunca se sabía del todo. Me estoy explicando fatal, pero por fortuna la obra de Gas e Iglesias se sigue con suma facilidad y deleite, puede que en algunos momentos resulte un tanto discursiva o un pelín didáctica (algo inevitable si se quiere mostrar lo fundamental, lo que condujo a Sócrates hasta esa situación, lo que utilizaron para condenarle a muerte), pero sabe imprimir vigor e interés a lo que los personajes exponen, nos lanza mil estímulos, continuas provocaciones, nos habla directamente, pone a funcionar los cerebros y sin necesidad de, digámoslo así, notas a pie de página, hablando con claridad, la que nunca perderán los clásicos, vivos y permanentemente actuales (de hecho, algunos parlamentos podían ser tomados por editoriales de periódico, por columnas publicadas ese mismo día -el del estreno, el pasado viernes 5 de febrero-, es asombroso cómo aquellos señores del siglo V a. C. hablaban sobre nosotros -por mucho que las palabras que se dicen estén escritas hace poco, su base, su inspiración, su literalidad está tomada directamente de las fuentes prístinas-).
   Y, argumentando, razonando, haciéndose preguntas, buscando y proporcionando respuestas, abriendo nuevas vías de pensamiento, Sócrates deja al descubierto a sus interesados jueces, esos que son también parte (incluso más lo segundo, de ahí su interés en acallar la voz díscola contra la que sólo pueden oponer la fuerza, imponer la muerte), socava los cimientos de una democracia muy limitada (pero no para destruirla, sino para reforzarla, para extenderla, para dar verdadero sentido al término), pronuncia palabras que dan miedo a los que las desconocen, a los que las desprecian, a los que creen que ya saben suficiente, a los que no quieren pensar y mucho menos que lo hagan aquellos a los que sojuzgan, controlan, fingen representar. Y nadie mejor que José María Pou para encarnar al filósofo, desplegando su ironía, su inteligencia, su magnética presencia que ya comunica con sólo verle caminar, su modo de matizar determinadas palabras, su asombrosa facilidad para jugar con el personaje y salirse de él sin abandonarlo del todo (cuando pide que se apaguen los móviles, que no se tosa, que se mantengan la compostura y el respeto debidos en lo que es una ceremonia -la teatral-, no deja de ser Sócrates reclamando silencio ante la tragedia que se avecina), un actor con una voz privilegiada que sabe utilizar con acierto y mesura, con habilidad y sapiencia, sin excederse nunca, modulando, suspirando, llegando hasta la última butaca. Es un verdadero lujo encontrarse con un elenco que sabe hablar en escena sin gritar, haciendo inteligible hasta el susurro, permitiendo que el espectador comprenda hasta la última sílaba (por desgracia, hay que seguir lamentando la de gente que sale a un escenario sin las capacidades ni la preparación para ello): supone un placer impagable disfrutar del magisterio de Carles Canut (quien, si me apuran, podríamos decir que habla bajo, pero es que no necesita alzar la voz para que le comprendamos: es un regalo cómo modera su caudal, cómo desgrana el texto sin aspavientos, cómo deja fluir las palabras), reencontrarse con la siempre espléndida Amparo Pamplona, constatar el empaque de Alberto Iglesias (sí, el coautor del texto), confirmar que Ramón Pujol es un autor al que no se puede perder la pista, aplaudir la solvencia de Pep Molina y Guillem Motos. Si bien es cierto que lo que debería ser vibrante monólogo final pierde fuerza al ser escuchado en off, es decir, grabado (el recurso a la voz interior impide que, como el cuerpo reclama -yo estaba incluso echado hacia delante para no perder ripio-, tengamos una gran escena, el momento de lucimiento definitivo para Pou, el preludio a una ovación interminable), que para colmo hay una especie de epílogo que diluye un poco más la energía concentrada, uno no puede dejar de emocionarse con un espectáculo como Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano por las ventanas que nos abre, el bullebulle que deja en las entrañas, la manera en que nos reactiva, la cuenta que nos damos de lo mucho que nos queda por saber (esa es la actitud: sigamos aprendiendo, leyendo, viendo teatro).     

jueves, 4 de febrero de 2016

LA EXPERIENCIA DE UN NOVATO





   Resulta imposible resistirse a comenzar este texto escribiendo “yo conocí a un embajador”, remedando el archipopular inicio de aquella película que nos invitó a soñar (Memorias de África) y nos descubrió a una autora portentosa (Isak Dinesen), ese estremecimiento sentido en los primeros segundos de proyección (como tantas veces), ese refrendo de que habíamos escogido bien porque lo íbamos a pasar en grande (y, como remate, después llegaron los libros), esa fascinación que todavía perdura y difícilmente podrá apagarse. Pero no me apetece demasiado hablar sobre esa persona (todo un caballero, un auténtico señor, gran conversador, erudito sin presumir de ello, poseedor de una cultura amplia y sin prejuicios) porque hacerlo me obligaría a recordar cómo y mediante quién le conocí y, honestamente, hay episodios que conviene sepultar bajo una alfombra tupida y pisar bien fuerte para reducirlos a su mínima expresión (sí, ahí se quedan rumiando, enquistándose, no desaparecen, pero una gruesa capa de olvido propicia que el lastre no parezca tan pesado y que a ratos aquello se perciba más como una pesadilla recurrente que como una vivencia desagradable -más negativa que positiva, cuando menos, un suplicio que duró demasiado porque suponía una fuente de ingresos y, como bien sabía y había sufrido Jardiel Poncela, la vida es tan ingrata que abre todos los días las ganas de comer-). Y, por otro lado, más allá de recurrir a una de esas “batallitas del abuelo” con las que tantas veces castigo a los lectores fieles (me escudo en que algunos las reclaman de vez en cuanto para abusar de su paciencia y complicidad más allá de lo tolerable, lo admito), fue una ocurrencia simplona que me vino a la cabeza al encarar la lectura de Cosas que no caben en una maleta, el debut literario de Enrique Criado publicado recientemente por Aguilar, y preparar la entrevista que mantuve con él en días posteriores (no fue muy difícil la asociación de ideas, puesto que el libro se subtitula Vivencias de un diplomático novato en el Congo, tampoco me las voy a dar ahora de brillante o de poseedor de un ingenio vivaz porque no es para tanto -algún que otro truquito aprendido a lo largo de tantos años de oficio, nada más-).

  El libro resume sus tres años como parte de la legación española en Kishasa, la capital de la República Democrática del Congo, un relato sobre el que fue su primer destino importante en la carrera diplomática -es insultantemente joven: en este 2016 cumplirá 35 años, llegó a África con 28-, escrito con distancia -lo redactó cuando trabajaba en Canberra-, con prudencia, con humildad, con sentido del humor, con honestidad, porque en el prólogo deja bien claro que son simplemente los recuerdos y sensaciones que experimentó, intentando reproducirlos en lo más primigenio, sin análisis posteriores, dejando a un lado el aprendizaje posterior, reivindicando su condición de principiante: “Nunca he querido hacerme pasar por uno que no se sorprende por nada, como si todo lo tuviera previsto. He optado por contar con candidez, tal y como me pasaron las cosas, esa es la imagen que he querido transmitir, la de uno que va aprendiendo sobre la marcha. Encontré el tono gracias a "El antropólogo inocente" de Nigel Barley porque es un fantástico libro de antropología en el que el autor no deja de airear sus dudas, sus errores, su falta de conocimiento. Por eso insistí mucho en que el subtítulo hablase de un “diplomático novato”: son impresiones muy personales y reconozco mi falta de capacidad de análisis en ese momento, no quiero ni puedo sentar cátedra”. Por otro lado, Enrique se centra en lo particular, en su condición de testigo de excepción (y de participante, de alguna manera) de uno de los países de África sobre el que menos se ha escrito, más allá del estremecedor e imprescindible El corazón de las tinieblas de Conrad, brillante y vigoroso, una creación literaria en la que jamás aparece la palabra “Congo”: “Estar en el salón de tu casa leyendo a Paul Theroux, el mejor escritor de viajes que existe en mi opinión, que en un párrafo diga que hay un país que siempre ha sido imposible de conocer, Congo, caer en la cuenta de que he tenido acceso a esa información, que me he reunido con el ministro, con el cantante, charlas de media hora con el señor que me echaba la gasolina y me proporcionaba un montón de detalles, pensé que tenía un privilegio y una responsabilidad, tenía que contarlo, intentando que tuviese gracia”, lo que no significa que lo haga trivial o sin contenido. Por un lado, ha evitado el texto arduo y plagado de datos que sólo puede ser comprendido por estudiosos, entreverando la información histórica y política con anécdotas vividas en primera persona: “Intenté que cualquier anécdota particular me sirviese como excusa para hablar de algún asunto: yo no soy el interesante, el lector no me conoce, me limité a utilizar como percha lo más personal para poder hablar de la música, de las relaciones sociales, de la época colonial, del conflicto de los Grandes Lagos,… Puse mi experiencia en el orden más cronológico posible y así fui ligando los temas importantes a anécdotas, reflexiones, sucesos en los que vi involucrado”; por otro, ha conseguido un relato muy vivaz, muy directo, casi como si tratase de un diario, como si lo estuviera narrando en presente, conservando nítidas las sensaciones originales, estableciendo una empatía instantánea con el lector: “Iba tomando notas en el momento y por eso aporto tantos detalles, puedo resultar muy preciso, pero el libro lo escribí en Australia y lo empecé a armar definitivamente cuando, leyendo un libro de Jorge Carrión sobre Australia [Australia, un viaje], encontré una frase de Walter Benjamin en la que decía que ponía su diario en forma de memorias porque no todos los días tenía tiempo de escribir y porque, además, el paso del tiempo clarifica y da contexto. Reuní cinco cuadernitos de notas, así en bruto, tal cual salieron, y ya en Australia comprobé que algunos apuntes eran irrelevantes, mientras que otros merecían un mejor desarrollo, y, siendo honesto, considero que el libro es una buena combinación entre la espontaneidad de algunos sucesos y la reflexión pausada desde la distancia”.

   Es inevitable evocar el conocimiento con el que empecé, puesto que él también ha desarrollado una carrera literaria (Enrique sonríe porque dice que, por el momento, no puede considerarse escritor, habrá que esperar), pero es algo que tampoco le resulta tan insólito: “En nuestro trabajo tenemos que escribir mucho, hay que enviar informes continuamente, pero lo de publicar libros suele venir cuando no se está en ejercicio, cuando se atreven a decir más cosas”; aunque nadie podrá acusarle de contar más de lo debido o de sacar a la luz aquello que no debe ser publicado para salvaguardar negociaciones, negocios, seguridad, intimidad: “Comparto la filosofía de mantener la discreción y no contar detalles que puedan arruinar los intereses nacionales, pero a veces lo que existe es autocensura o miedo a que se hable sobre nosotros, una cierta incomodidad al vernos expuestos. Aunque tampoco es para tirar cohetes, ¿eh?, no olvidemos que tan sólo somos funcionarios y que, por mucho que el trabajo desempeñado te apasione, la aventura está en la imaginación, no en la realidad”. Le digo que esa percepción puede deberse, en gran parte, a la influencia de muchas películas y novelas y Enrique acepta el argumento aunque piensa que la tendencia va cambiando (o debería hacerlo, puesto que los creadores se centran en otras épocas -o escribían bajo los dictados o perspectivas del momento-): “El diplomático aparece mucho en literatura, sobre todo en lo relacionado con la Guerra Fría, si bien es cierto que la mayoría de las veces es un personaje secundario y perdedor, en esos momentos había otros héroes y a él le tocaba ser el frívolo”. En ese momento recalamos en la alegría que desprende Cosas que no caben en una maleta, algo inevitable si se quiere reproducir la atmósfera que rodea a los habitantes de la RDC: “El congoleño siempre encuentra un tono como de diversión, incluso en lo peor siempre hay una luz y eso es lo que he intentado recrear en el libro. La pura verdad es que la gente se lo pasa bien en medio de la tragedia, es su modo de supervivencia: el congoleño medio sabe que gran parte de sus problemas son estructurales, llevan sufriéndolos décadas y seguro que tardarán aún varias más en resolverse, por lo que no puedes exigirle que espere a que en su país no haya grupos armados o se erradique la pobreza para celebrar fiestas. Es cierto que al principio te da rubor pasarlo bien, nos dejamos llevar por la corrección política, llegas con cara de entierro, no te consientes ni una sonrisa, lo que sucede es muy grave, imposible relajarse, pero al final te das cuenta que hay que intentar estar lo mejor posible porque, además, así estás en mejor disposición para intentar solventar los problemas. Se puede ser feliz en lugares muy diferentes, pero creo que la clave es no intentar reproducir en un sitio la vida que llevabas en otro: hay que ubicarse y adaptarse”.

  ¿África transforma tanto como siempre se dice? ¿Se nota su influencia a pesar de llevar unos años lejos de ella? “Es inevitable, es lo que los francófonos llaman "Le Mal D´Afrique", esa especie de nostalgia, de añoranza,… Es algo compatible con vivir maldiciendo cada minuto porque esto no funciona o no comprendes aquello, eres tú el señalado con el dedo por ser “el raro” y eso genera una cierta tensión, igual te tratan a lo estrella al rock como sufres el racismo en propias carnes, pero de una forma u otra te acostumbras a convivir con todo ello: África se te mete muy dentro y es algo que asocio con la intensidad porque todo llega en grandes dosis, no hay términos medios”. Y él lo demuestra en su libro al no dar tregua al lector, al que hace aterrizar como diplomático novato, como persona que debe desterrar prejuicios, aprender realidades, olvidar ideas preconcebidas, manejarse en un hábitat muy diferente al que le es propio, acotar un escenario en permanente transformación: “Por mucho que lleves prejuicios, mitos, una idea previa en la cabeza, la realidad se encarga desde el primer día de echártelos abajo, los convierte en inservibles. Sí, según llegas confirmas muchos de los prejuicios, que por otro lado es lo único que puedes tener cuando aún no has podido formarte un juicio: un aeropuerto desastroso, autoridades que no facilitan los trámites, hoteles con precios desorbitados, un caos. Pero poco a poco vas trascendiendo eso y empiezas a encontrar matices, a disfrutar los contrastes, cambias las piezas prefabricadas del puzle por las que tomas de la realidad”. Y no hay duda de que Enrique Criado se revela como escritor observador que narra con sencillez, transmitiendo la cotidianeidad de un lugar en el que no existen rutinas (“En África es imposible tener rutinas, y eso no significa que todo lo inesperado sea malo, pero cuando sucede hay que improvisar, no queda otra”), manejando con soltura la anécdota para no resultar ni grotesco ni grosero, tan sólo un novato con ganas de aprender.