martes, 30 de mayo de 2017

SIN PARADAS INTERMEDIAS







  La vida del aficionado a la novela negra y/o policiaca en cualquiera de sus vertientes es cualquier cosa menos aburrida en los últimos años, lo que no siempre es sinónimo de diversión y disfrute (aunque -es una opinión muy personal: habla el niño que casi aprendió a leer con aventuras, enigmas, misterios, crímenes-, hay más motivos para la algarabía que para lo contrario -también es cierto que algo va aprendiendo uno a fuerza de equivocaciones y decepciones y desarrolla cierto olfato o apuesta sobre seguro-); en gran medida, la existencia de ese lector que pierde el oremus ante lo que huela (a veces tan sólo lo aparenta) a novela negra se ha complicado bastante, para empezar porque conviene separar el polvo de la paja, porque no todo lo que se vende como tal supone una incursión en el género, porque algunos colocan un cadáver por ahí, dispersan un par de interrogantes por allá y lo demás lo dan por adquirido, porque en su (comprensible -hasta cierto punto-) afán por vender más (a veces tan sólo por vender algo, por mera supervivencia) las editoriales no tienen reparos en catalogar de esa manera (llegando a engañar descaradamente en las solapas o contraportadas) titulillos que apelan a lo más básico y/o burdo, recurriendo a fórmulas gastadas que tuvieron éxito en algún momento, historias muy elementales en las que el componente detectivesco es secundario e incluso inexistente, porque, aunque siguen apareciendo cada poco nombres a tener en cuenta de esta o de aquella nacionalidad, el hecho de nacer en el mismo lugar que Henning Mankell, Patricia Highsmith, Agatha Christie o Manuel Vázquez Montalbán no faculta, ni tan siquiera, para ser escritor, porque hay, no cabe duda a pesar de que uno sea consumidor insaciable, saturación, exceso, elefantiasis, demasiadas publicaciones, constantes novedades, porque se sigue primando (y potenciando) la cantidad y se atiende poco al asunto de la calidad, a tratar al fiel comprador como merece, a pensarle omnívoro pero sin paladar. Por otro lado, el hecho de que ahora proliferen trilogías (en muchos casos porque sí, no todos son Toni Hill -cuando concluya las de César Pérez Gellida y Dolores Redondo espero poder incluirles en las excepciones-, como mera estrategia comercial, como intento de asegurar ventas, como mera imitación de lo que en un momento dado funcionó y rompió moldes -mucho antes de lo que se piensa, porque, por poner un ejemplo sobradamente conocido y salirnos del género que nos ocupa, Tolkien publicó los tres tomos de El Señor de los Anillos casi 50 años antes de que Peter Jackson empezase a hacer historia con el estreno de La Comunidad del Anillo (2001)- y la palabra “trilogía”, también en lo literario, tomó un nuevo significado-), como la mayoría de las series que se presentan al lector relacionan entre sí algunos o todos sus títulos, como hay una lógica interna (por no decir una columna vertebral, una historia central, a veces la auténtica historia -y los casos que se van resolviendo la alimentan, la hacen avanzar o sirven para ir definiendo a los personajes principales, llegan a ser en ocasiones narraciones casi independientes-) que se pierde si las novelas se leen en un orden diferente, como hay autores que alternan sagas con novelas sueltas, también los hay que tienen dos o tres personajes (o escenarios o cuartetos o vaya usted a saber qué, el caso es se reúnen unos cuantos tomos bajo un elemento común) que van diseminando aquí o allá (hasta se da el caso de quien mezcla sus diferentes series o al menos intercambia personajes), como decimos lo de llevar un cierto orden resulta un rompecabezas más irresoluble que muchos de los acertijos planteados.
   Y el caso es que, como se dijo, uno creció con las series de Enid Blyton (que, más allá de respetar una cronología -verano, Navidad, ese concepto tan envidiable en aquel momento llamado “vacaciones de invierno” (hablo sobre todo de Los Cinco, mi favorita)- y hacer en ocasiones una mínima referencia a hechos pasados, podían leerse en el orden que se desease), las aventuras de Los Tres Investigadores (perfectamente comprensibles cada una de ellas como pieza aislada aunque se empezase, como en mi caso, por El misterio del león nervioso, creo recordar que era el tomo número 16), las de Los Hollister (con el tiempo caeríamos en la cuenta de que, en todas las historias -y eran 33-, Pete, Pam, Ricky, Holly y Sue tenían la misma edad, existiendo varios veranos, cursos escolares y demás fiestas de guardar en las que los hermanos se nos presentaban con 12, 10, 8, 6 y 4 años respectivamente), las novelas de la imprescindible tía Agatha (sin ninguna cronología posible, a no ser que Poirot viviese más de cien años, no digamos nada de la señorita Marple), diferentes series en las que lo de menos era el orden de publicación, no importaba, por ejemplo, leer El asesinato de Roger Ackroyd o Maldad bajo el sol antes que El misterioso caso de Styles (aunque sí conviene hacer lo propio con ésta antes de adentrarse en Telón para captar determinados guiños y situaciones, al margen de la melancolía y la nostalgia que se desprende de sus páginas), circunstancia que no ha evitado que, con el paso del tiempo, me haya aficionado a seguir la producción de los autores de novela negra (como tantas veces, dicho así en general) respetando la cronología que ellos han creado, al menos en lo que a series se refiere, de hecho voy poco a poco poniéndome al día con Simenon y su comisario Maigret atendiendo a la fecha de publicación y no a la ordenación dada en la edición en castellano que tengo, es una deuda pendiente con la Christie la de, si no con los 81 tomos que forman su canon, leer consecutivamente las aventuras de Poirot, las de Marple, las de Tommy y Tuppence, ordenar lo más posible a los diferentes personajes a los que recurrió en más de un título (algunos protagonizan aventuras en solitario, coinciden con Poirot, reaparecen aquí y allá). Sin embargo, he tirado por tierra estos propósitos ordenancistas porque la causa lo merecía, porque el corazón me lo exigía, y, sin solución de continuidad, he pasado del primero al vigésimo quinto volumen de una serie (ahora existe ya un título posterior editado en castellano, pero cuando llegó a mis manos era, puede decirse así, el último) y debo reconocer que no me ha pasado nada raro ni he experimentado síntomas preocupantes (más allá del aumento de las ganas de seguir leyendo a la autora que ahora citaré).
   Ser testigo impotente del deterioro mental de la tía Carmen, asistir a su declive, a cómo se está transformando en una persona distinta (a la que, dentro de lo malo, todavía se puede considerar y tratar así), sentir que no se puede hacer nada más pero no poder conformarse, no poder evitar los reproches hacia uno mismo, la rabia, el dolor, la angustia, el miedo, todo mezclado, querer huir hacia ninguna parte, insultándome por mi cobardía, quebrándome ante la evidencia, queriendo ocultar mis debilidades (manifiestas y palpables), constatar que no hay vuelta atrás y que en gran parte ella percibe que está perdiendo facultades a gran velocidad (con la voracidad insaciable de la maldita enfermedad que borra cerebros como si fuesen pizarras llenas de garabatos hechos con tiza), mirarla a los ojos y no encontrar su brillo característico, reconocerla cada vez menos, el pánico me hizo salir corriendo de la mesa familiar cuando celebrábamos el Día de la Madre, no por su enfado sin sentido, no por lo que ni ella misma puede controlar, sino por no verme capaz de afrontar su transformación, de encontrar valor, fuerza, energía, porque me sentí (y me sigo sintiendo) inútil, incapaz de ayudarla. Me lancé a la calle, no tenía claro ni hacia dónde iba, sólo quería alejarme, desaparecer, ahogarme en llanto, buscar alivio aun siendo consciente de que era tarea imposible, tanto me dolía lo que sucedía como me fustigaba e insultaba por no estar a la altura de lo que hubiese esperado el tío Miguel, a esa presencia benéfica y amorosa que nunca nos ha abandonado le pedía fortaleza, auxilio, apoyo, serenidad, que siguiera protegiendo a la tía, que le quitase obstáculos para que, al menos, no se percatase tanto de lo que está ocurriendo, temblaba y no era capaz de articular palabra cuando Pablo me llamó para saber dónde estaba, yo sólo sabía llorar, ahogar los gritos que me nacían en las entrañas, que me desgarraban, él me decía “ven, anda, estamos con el postre, la tía te espera”, “no lo puedo soportar” fue lo único que logré balbucir, “venga, vuelve”, sin decir nada más colgué y desanduve el camino que no era realmente consciente de haber recorrido, no pude probar bocado pero estuvimos juntos, les dimos los regalos (a mi madre y a la tía, madre igualmente aunque no haya parido), pero no conseguí volver a sonreír, temía hacer daño, observaba a la tía y percibía que había momentos en que se movía mecánicamente, por fortuna parecía haber olvidado mi extemporánea reacción y lo que la había provocado. Al llegar a casa, como tantas veces, me deshice en los brazos de Pablo, las piernas me fallaban, no reprimí las ganas de gritar ante la crueldad, el ensañamiento, la hijaputez de la muerte que somete a una lenta tortura a los que se va a llevar de todos modos, aunque uno no termina de prepararse (ni mucho menos de acostumbrarse, estúpida palabra de consuelo) en ese momento tomé conciencia verdadera de que empezaba la despedida, que a la tía aún podían quedarle varios años de vida (mujeres muy longevas las de esta familia) pero que, de algún modo, ella, esa esencia inasible que nos define a cada uno, ya no estaba aquí totalmente. Pablo me reconfortó, me obligó a tumbarme en la cama, me dejó dormir cuando el agotamiento mental y anímico hizo mella, esa noche me regaló un libro para poner la mente en otras cosas al menos durante el tiempo de la lectura, y por eso eligió una novela policiaca, esa con la que Donna Leon ha celebrado los primeros veinticinco años de vida de su personaje Guido Brunetti: Las aguas de la eterna juventud.
   No mucho antes de viajar a Venecia, donde pasamos unos días maravillosos en el otoño de 2011, empecé la serie de novelas que la autora estadounidense que reside en la ciudad de las góndolas desde 1981 ha ido desarrollando a razón de título por año (salvo 1997 cuando presentó dos y no retomó su personaje hasta 1999), los casos que el comisario Brunetti resuelve en las calles, palazzos, canales y demás lugares de Venecia (no sé si alguna aventura transcurre en otros escenarios, como ya dije antes sólo he leído dos de entre veintiséis). Muerte en la Fenice supuso un gratísimo reencuentro con literatura policiaca de la de toda la vida, aunque la autora se permite apuntes sociales, crítica más o menos soterrada a cómo los gobernantes desprecian el tesoro que supone la ciudad y, nunca mejor dicho, consienten que se hunda por dejadez, corrupción, incultura y otras lacras, lo realmente importante es la investigación, el enigma planteado, el clásico “quién lo hizo”, el acertijo a resolver. Donna Leon escribe con eficacia, sin vericuetos extravagantes o complicaciones extremadas, entreteniendo, absorbiendo, con diálogos que suministran información y ayudan al dibujo certero de los personajes (es algo que, por ejemplo, también puede encontrarse en González Ledesma, en Sierra i Fabra, en Giménez Bartlett, en Vázquez Montalbán y, por supuesto, en la maestra a la hora de escribir interrogatorios y desarrollar la trama en los diálogos, es decir, la tía Agatha), jugando con el lector (como debe ser) pero respetando las reglas, queriendo ser ingeniosa y sorprendente pero sin que eso se imponga a la narración, no saliéndose de cierto canon pero aportando su atmósfera y su creación, ese Guido Brunetti que puede resultar brusco, un tanto cínico (y con los años más: se nota la evolución/involución del primer título al que terminé recientemente), pero al que se puede leer en la primera, en la quinta, en la octava, hay las mínimas y lógicas referencias a hechos pasados para que el lector novato se sitúe (sobre todo en lo que a las relaciones entre los personajes recurrentes se refiere), pero cada caso puede leerse como antaño, como con Los Tres Investigadores, porque te llama más Testamento mortal (de “sorprendente” se calificaba uno en aquella serie avalada por Hitchcock) o Acqua alta que Un mar de problemas o, simple y llanamente, porque te lo obsequia la persona amada para que respires, para que sonrías, para que recuerdes cómo la tía Carmen te traía tebeos, novelas de Marvel, libros al regreso de sus vacaciones, lo mucho que le debes y lo mucho que puedes devolverle aunque te parezca insuficiente o a destiempo, cómo le divertía que le contases cosas sobre los libros de Agatha Christie que devorabas. Ahora, aunque no siempre comprende todo, sigue soltando alguna carcajada cuando le cuento que hicimos tal o cual entrevista, lo genial que me ha parecido tal libro o cuando le recuerdo películas que le/nos emocionaron, aunque se le hace pesado seguir incluso las que conocía bien y ya no se pone DVDs, al menos durante unos minutos se acuerda de Escarlata quitándose enfurruñada su anillo de bodas o del azote que Tracy le arrea a la Hepburn en La costilla de Adán y vuelve a ser ella, la tía Carmen, con artículo determinado.

martes, 9 de mayo de 2017

NO LEER A SOLAS




   


  Más de uno pensará (y no le faltará razón) que mi aviso es un tanto extraño, incluso estúpido, cuando menos contradictorio, pero es lo que tienen los títulos, si me pongo a explicar lo que voy a decir a continuación entramos directamente en el texto, creo que juega a la perfección el papel que le adjudico como llamada de atención, como reclamo, como manera de atraer miradas hacia este escrito que pretende despertar las ganas (incluso la necesidad) de sumergirse en las páginas de Mentiras, la por el momento última novela de Yrsa Sigurdardóttir publicada en España (traducida por Fabio Teixidó) y que se sumó a principios de este año al catálogo de Roja y Negra, ese continuo regalo para el aficionado al género. No pretendo ni de lejos compararme con él (sólo en lo voluminoso, tal vez), pero he seguido los pasos del maestro Hitchcock, quien tituló algunas de sus estupendas recopilaciones de relatos advirtiendo que éstos estaban prohibidos a los nerviosos o que debían leerse a plena luz, en este caso hablo de mi propia experiencia puesto que inicié la lectura durante uno de los viajes de Pablo a Coruña y, honestamente, tuve que cerrar el libro porque me estaba agobiando más de lo debido, porque la atmósfera ominosa de una parte de la novela se estaba apoderando de la casa (al modo en que sucede en el insuperable cuento de Julio Cortázar), porque el mal rollo se me iba contagiando precisamente porque no pasaba nada, porque todo estaba en silencio (algún que otro resoplido de Dobby mientras dormía, sonido que se me antojaba alarmante y premonitorio por aquello de que los animales presienten las tragedias), paradójicamente, no podía dejar de leer, en realidad paré el tiempo suficiente para tomar aire, algo me impelía a continuar, necesitaba saber más, despejar incógnitas, el modo en que la autora islandesa gradúa la tensión, casi imperceptiblemente, dosificando con precisión de suplicio malayo, la manera en que construye Mentiras, presentando tres escenarios distintos, tres narraciones independientes (aunque sabemos que tendrán alguna relación puesto que se especifica el momento en que cada una sucede, con apenas unos días de diferencia -entre el 20 y el 28 de enero de 2014-) en las que maneja diferentes tonos de esa paleta tan rica en matices que posee el género negro, mezclado, diluido, invadido por el del terror, consiguiendo una mezcla potente y electrizante (literalmente: a ratos se siente como una descarga), la novela consigue desde el prólogo que el lector empiece a desasosegarse, a temblar, a sudar, a encogerse, a mirar subrepticiamente alrededor, a que la casa se transforme en un territorio cuando menos inquietante, a que echemos de menos la presencia de alguien a quien recurrir cuando, sin ningún género de duda, la presión sea excesiva y aquello estalle, es decir, no haya vuelta atrás y la amenaza deje de ser fantasma.
   Y, como digo, continué leyendo, igual que hace tantos años me sucedió con It de Stephen King en las vacaciones de Navidad del primer año de Universidad (esas largas noches en que me arrebujaba en la cama, no levantaba los ojos de lo escrito por temor a ver algo que prefería sólo imaginar, estaba tentado a cada minuto en sepultarme bajo las sábanas, la manta y el edredón -y porque no había más-, pero la luz encendida parecía la mejor opción y, por lo tanto, para no hacer un gasto innecesario, para no sentirme culpable -aunque no precisaba de excusas para ello- seguía avanzando en aquel libraco de más de mil páginas que devoré sobrecogido, con ese deleite morboso del que, no se puede negar, adora sentir miedo); Yrsa Sigurdardóttir sólo necesita sugerir, introducir un elemento perturbador en lo cotidiano, revolver la atmósfera para que resulte insana, para que todo, incluso un espacio abierto si bien es cierto que inhóspito y claustrofóbico (no es un oxímoron, en absoluto -tampoco algo plenamente original, aunque aquí se alcancen cotas inéditas y muy brillantes-), para que el escenario más cotidiano y calmado devenga en uno que provoque escalofríos y destile zozobra, desazón, congoja, pánico y todos los sinónimos que se ocurran. La autora practica una vivisección salvaje de las aprensiones, vulnerabilidades, temores y aflicciones de sus personajes (sin pisar el acelerador, trabajando por acumulación, incluso, ya que empleamos cierta jerga, podríamos decir que con asepsia, lo que le permite pillarnos desprevenidos y apretar el puño lo estrictamente necesario, sólo en unas cuantas ocasiones y muy brevemente, para que lo demás lo incorporemos nosotros), nos conecta directamente con lo más recóndito, con lo más particular, con lo que nos diferencia o nos iguala pero nos hace desarrollar empatía porque supone ahondar en el hipocentro emocional. La narración más cercana en el tiempo, la ubicada en ese islote del Atlántico al que resulta muy complicado llegar (sólo es posible hacerlo en helicóptero pero no hay espacio para aterrizar y el descenso supone todo un riesgo, por no decir un suicidio) y del que es imposible escapar (y salir con vida) si no es con ayuda externa y de la misma forma que se accedió, esa parte de la novela se cuenta en tiempo presente (aunque el prólogo ha anticipado parte del final, suministrando algunos datos que contribuyen a que durante la lectura nazca sospechas, hipótesis, estremecimientos), lo que multiplica la tensión al acentuarse la virulencia con que los personajes viven (en ese mismo momento) la asfixiante y terrorífica situación en que su creadora los coloca, pareja a la de los protagonistas de las otras dos líneas narrativas que se van alternando sin tregua en una estructura que convierte a Yrsa Sigurdardóttir en una trilera habilidosa que siempre levanta el vaso correcto.
   Aunque lo más opresivo a nivel puramente doméstico va perdiendo (porque así lo requiere el conjunto) intensidad según la acción (o acciones) se va desarrollando, Mentiras no da tregua ni decepciona, posee mucho más que un portentoso arranque, no es sólo una buena idea (como, por desgracia, es tan abundante en el género -en ambos: el negro y el terror-), no es un buen punto de partida mal desarrollado o, peor aún, que no aguanta más allá de unas cuantas páginas, sino una novela soberbiamente armada que consigue sorprender incluso aunque pueda preverse parte de la resolución, la autora sabe guardarse algunas bazas que juega con honestidad y respeto por el lector, envolviéndole, mareándole, despistándole, todo en beneficio de la construcción del puzle, sin incoherencias ni justificaciones estrambóticas, tomándose muy en serio la (a pesar de todo) diversión de aquel que se aventure por sus páginas buscando eso (y no es poco y no es nada fácil conseguirlo), haciendo lo propio con aquellos que se enfrentan a la novela como reto, queriendo ser más sagaces que los investigadores (Nína Magnason, en este caso, aunque es al mismo tiempo una de las afectadas, un personaje apasionante, con muchas aristas y recovecos como suele ser habitual en los países nórdicos). Es de esas ocasiones en las que conviene dejar de hablar porque el entusiasmo, el horror -que diría aquel-, la abducción sufrida puede llevarnos a desvelar más de lo debido y creo que conviene abrir Mentiras sin saber mucho más (nótese que apenas he esbozado una de las tramas), a las bravas, con la valentía de los cobardes (así me considero) que necesitan consumir estos géneros (eso sí, escarmienten en cabeza ajena, si siempre me otorgan su confianza y por eso continúan visitando este blog, también a los que hayan llegado por primera vez, si en algo puede servirles mi experiencia, no se pongan a leer si están solos en casa, puede que abandonen la lectura demasiado pronto, sin duda lo pasarán muy mal y no es que Yrsa Sigurdardóttir precise de aditamentos ni refuerzos para que el viaje sea inquietante -y alucinante, como corresponde-).

miércoles, 3 de mayo de 2017

CONVERTIR EN PASADO LO QUE UNA VEZ NOS DEVASTÓ






  La primera vez en que (¡Por fin!) pude conversar con Natalia Figueroa (deseo largamente acariciado, aunque nunca se han dado las circunstancias para mantener la entrevista reposada y extensa que me hubiese gustado hacerle), la por tantas razones admirada acababa de publicar un artículo en ABC defendiendo a su sobrina Marta Chávarri de no recuerdo exactamente qué (para los que tengan ganas, curiosidad o memoria, diré que el encuentro tuvo lugar durante la presentación del libro de memorias de Miliki que se publicó a principios de diciembre de 1996); en una de las gradas del Circo del Arte que en ese momento levantaba su carpa en Madrid (no podía soñarse mejor lugar para vestir de largo un volumen que se titulaba, con toda sencillez, Recuerdos), con la inmediata cercanía que consiguen y regalan las personas verdaderamente grandes, sin subterfugios ni salidas por la tangente, reafirmando las palabras escritas, Natalia compartió con un servidor sensaciones íntimas y reconoció lo mucho que le había costado ponerse a la tarea en lo meramente profesional puesto que, aunque era un texto personal, su opinión, su manera de ver las cosas, no quería dejarse llevar por la pasión y mantener la mesura, el equilibrio, la ecuanimidad, razón principal por la que había rechazado en más de una ocasión escribir las memorias de Raphael (que, por cierto, aparecieron casi dos años después -¿Y mañana qué?, en teoría un primer tomo que no tuvo continuación, y mira que hay material para un segundo-, en esa ocasión también mantuve una breve y distendida pero jugosa charla con Natalia en los jardines del Ritz), no es que no se viese capaz, en parte era un reto apetecible y que sin duda le reportaría muchas alegrías, pero sentía que no haría toda la justicia debida al personaje, que por más que aplicase la ética periodística en algún momento dejaría ganar el pulso a la esposa, a la compañera, a la implicada, a la madre, a la mujer que, aunque escribiese en tercera persona (o en primera, transcribiendo la voz del cantante), estaría concernida, cuando no presente, en cada palabra. Y así me siento hoy en parte, puesto que, tras dilatarlo mucho tiempo (por más que le hice una entrevista en nuestro Destino: Wonderland con motivo del estreno), creo que ha llegado el momento de escribir extensamente sobre La voz hermana, más allá de algunos comentarios en Facebook en los que, vaya usted a saber por qué (por pudor, por no caer en errores, vicios o pleitesías -cada cual que se quede con lo que mejor le cuadre- que tantos llamados críticos van diseminando aquí y allá, corrompiendo el género), me reprimo más de la cuenta impidiendo que la pasión me ciegue el entendimiento, aunque pongo tanto celo en la tarea que, al final, me parece que las palabras apenas reflejan lo brillante que me parece el trabajo de Pablo, Pablo Vilaboy (con nombre y apellidos porque me refiero al autor, al escritor, al creador, no a quien tengo a pocos metros de mí en estos momentos, no a aquel con quien comparto cotidianidad, intimidad, hogar, amor), y creo que es de justicia que, al igual que hago con otras funciones (que sólo conozco un día concreto como espectador), exprese en voz alta lo que La voz hermana me sacude por dentro.
   No voy a negar lo evidente, creo que los fieles, los asiduos, los viejos conocidos saben que nunca he escrito o emitido una crítica al dictado (excepto en aquella época en que sufrí el yugo de cierto caballerete que, por fortuna, puso el Atlántico de por medio -algo que, en cuanto pude, expliqué largo y tendido, al margen de que mis intervenciones junto a Miguel Ángel Yáñez y Beatriz Pécker dejaban al descubierto el pastel: en Vivir de cine sólo se decía lo que el director considerase conveniente para medrar (él)-), sostengo mis pareceres a lo largo del tiempo, justifico de la mejor forma que sé aquello que pienso, es inevitable que el corazón se imponga en determinados momentos (y a veces esa cercanía, ese latir al mismo ritmo, provoca que la verdad que contiene y desprende el texto me arrase sin remisión, saber el origen de esas palabras aún me hace valorarlas más y comprenderlas -y compartirlas- con temblores, lágrimas y sobrecogimiento extra), pero quien me conoce, quien me importa, el propio Pablo sabe que jamás haría público algo que no siento, que si alguna cosa no me satisficiera me limitaría a guardar silencio y lo hablaría con él, que no le regalaría los oídos porque sí, esa es la sinceridad que rige nuestra relación, tal vez es uno de los pilares en que se sustentan catorce años de vida en común. En diferentes ocasiones sí me he referido a 24 horas de un periodista desesperado, su primera novela publicada (aún no puedo decir más, pero habrá novedades en este sentido dentro de poco -es decir, se puede hablar de una primera porque existirá una segunda-), esa de la que tan orgulloso me siento porque fue capaz de extraer literatura de sucesos cuando menos tristes (por no utilizar adjetivos a los que ya he recurrido más de una vez), aplicó la ironía, la sátira, el esperpento, mezcló todo con grandes dosis de humor sano cuando hubiese podido ser descarnado, mucho más mordaz e incisivo, no permitió que el inevitable y comprensible rencor matase la historia, transformó una venganza en un relato veraz (mucho más de lo que a muchos les gustaría, unos por verse retratados, otros porque ojalá el panorama periodístico fuese diferente), con momentos para la reflexión, propiciador de carcajadas y de compunción nostálgica, también de ese dolor que nos atenaza y asalta a la menor oportunidad, ese que nace por la pérdida y ausencia de los seres queridos, algo siempre presente en la literatura de Pablo. Hay quien piensa, hay quien mantiene, hay quien advirtió (no diré amenazó para suavizar su actitud), hay quien utilizó esta novela como arma para considerarme desleal, perverso, traidor, incluso idiota, muchos piensan que la firmó Pablo porque yo no me atreví a hacerlo, que participé en su redacción, qué poco nos conocen a ambos; como mucho, le presté algunos hechos de mi vida, otros los protagonizó él, el resto los tomó de la realidad, algunos los recreó, otros los moldeó dejando trabajar a la literatura, incluso algunas páginas son pura ficción, todo armonizado con mimo para que la estructura fuese sólida y sostuviese el conjunto. Sólo por cómo 24 horas de un periodista desesperado abatió ciertas máscaras, sólo por cómo se revolvieron aquellos que reconocieron sus desmanes y se encontraron con ellos negro sobre blanco, sólo por cómo molestó, inquietó, sorprendió (esto, paradójicamente, fue lo más sorprendente, esos que alegaban no entender nada y llegaron a hablar de suicidio profesional), sólo por cómo alzó la voz ante lo que es tónica habitual en los medios de comunicación (la prueba es que así lo reconocieron gentes que no han trabajado en los mismos sitios), sólo, repito, por ser capaz de ofrecer una obra sólidamente armada trabajando con la ponzoña más hedionda, salir airoso del envite y dignificar lo indigno, hay muchas razones por las que agradeceré a Pablo que escribiese esa novela (que, por cierto, gustó mucho a gente que no conocía las interioridades ni las identidades de los personajes reales y que, sencillamente, se dejaron llevar por la prosa cuidada y cálida, marca de la casa Vilaboy -por ahí quedan algunas críticas de los pocos que no tuvieron reparos ni sufrieron o ejercieron censura para evitar publicitar un libro que se quiso vender como enemigo del periodismo cuando es todo lo contrario-).
   Y, aunque retratando una realidad que le es ajena (la reasignación de género, el drama de aquellas personas que se sienten atrapadas en un cuerpo que no reconocen como propio, prisioneras de unos genitales que su cerebro rechaza), en La voz hermana hay mucho de Pablo, así lo decía con lágrimas en los ojos Mónica, una querida amiga, al terminar una de las representaciones: “¡Hay partes de Aquello era la felicidad!”; hacía referencia a un libro que Pablo autoeditó hace poco más de un año, un conjunto de reflexiones, vivencias, homenajes que le sirven para ir trazando un itinerario vital y emocional, un diálogo íntimo y casi susurrado en que compartir con el lector sensaciones, recuerdos, añoranzas, películas, poemas, retratos de personas o momentos que le dejaron una huella muy profunda, ahí está, por ejemplo, Nidos de gaviotas, el estremecedor relato de los últimos meses de vida de su madre, un texto que me permitió estrenar en el micrófono años antes de que apareciese publicado (y que tuve que ensayar muchas veces para controlar las lágrimas y el temblor de la voz, que a pesar de todo aparecieron), un latigazo incontenible que siempre encuentra un jirón de carne que arrancar, una lectura que, sin embargo, uno termina reconfortado por el amor compartido, por el ejemplo recibido, por las enseñanzas ejemplificadas en alguien que, así puede afirmarse, falleció con la palabra “feliz” en los labios (y en el corazón y en el alma). Y no es que Pablo se plagie a sí mismo en La voz hermana, lo que Mónica estaba identificando es parte de aquello que Pablo despliega como escritor, da igual el género, su atención a lo más profundo, a lo más desgarrador, a lo más fieramente humano (una vez más se lo robo a Blas de Otero), a los valores más sólidamente anclados, a aquello que, aunque vivido por cada cual a su modo, nos iguala; eso es lo que espectadores muy diferentes están apreciando y aplaudiendo, es lo que alaban al terminar (al margen, por supuesto, de la impresionante interpretación de Alejandro Dorado que hace suyos esos sentimientos e incorpora su sensibilidad para que el viaje emocional sea completo), Natalia habla de miedos que todos podemos sentir, de carencias que a cualquiera pueden sacudir y hasta hundir, cuenta la relación con su familia, su lucha para poder expresarse como quiere sin que nadie la insulte, la golpee, la zahiera, sea por los motivos que sea, no importa el contexto concreto, el desamor golpea de un modo similar, lo de menos en ocasiones es quién lanza el zarpazo, hay peajes que la vida (esa ingrata, como la llamaba Jardiel Poncela) obliga a pagar, portazgos onerosos que satisfacer (y no una única vez). Pero, por encima de todo ello, como herencia de su madre, tomando como ejemplo unas palabras de Katharine Hepburn, evocando a la gran Joan Didion, Pablo siempre deja abierta una ventana (como decían en Sonrisas y lágrimas, uno de sus -nuestros- musicales favoritos), porque “eso es continuidad… Avance… Vida, en definitiva… Y la vida es el motor de todo pensamiento mágico. Únicamente con esa magia podemos convertir en pasado lo que una vez nos devastó”. En La voz hermana hay tiempo para lo divertido, para lo absurdo que se hace presente en lo cotidiano, para reírnos de lo estúpidos que somos cuando nos toca vivir el primer amor, hay un equilibrio perfecto entre los diferentes tonos para conformar una realidad, para resumir una vida, para que no nos aflijamos aunque nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, al fin y al cabo la belleza perdura en el recuerdo (así lo aprendimos cuando Natalie Wood recitaba a Wordsworth en la película de Elia Kazan, también marcó a la protagonista del monólogo -cáigase en la cuenta de que se llama Natalia-), y aunque la fatalidad nos atrape siempre podemos darle la espalda e ignorarla, nuestra verdad merece ser amada y yo tengo la fortuna de vivirlo cada día en lo privado, de reafirmarlo tras cada representación cuando reconozco en los espectadores que se acercan a hablar con Pablo y Alejandro temblores, suspiros, emociones, cuando es indudable que La voz hermana les ha conmocionado, les ha llegado, los ha convertido en cómplices. Por supuesto, como ya dije, conozco el sedimento de las palabras, estoy muy involucrado con muchas de ellas, percibo guiños que otros no pueden captar, pero sé que, si no conociese de nada a Pablo Vilaboy, esta función me impactaría y removería del mismo modo, al menos de uno muy similar (y, eso sí, mi vida sería muy diferente, menos fructífera y menos digna de ser llamada tal).