miércoles, 27 de noviembre de 2013

NO ME TOQUES EL MITO, QUE ME IRRITO


 


   Hay personajes sobre los que resulta muy difícil hablar, parece que todo está dicho, que no se puede aportar nada, y en realidad apenas conocemos la mínima punta que asoma a la superficie, perdiéndonos la gran masa que el iceberg esconde bajo el agua, manejando cuatro o cinco lugares comunes, reproduciendo dos o tres leyendas, dando carta de naturaleza a lo que son rumores, historietas inventadas con ánimo de perjudicar o engrandecer a la persona a la que se refieren; cuando, para bien o para mal, se consensua cierta imagen resulta muy complicado alterarla, aportar nuevos datos, que éstos sean creídos por muy documentados que estén, hace falta curiosidad, ganas de aprender, de no darlo todo por sabido, de no contentarse con una sola opinión, en definitiva, de no tener miedo a variar nuestra perspectiva si es necesario (en ocasiones, recabar otras informaciones hace que aún podamos cimentar con más solidez nuestros puntos de vista, que lo que igual sólo eran apreciaciones puedan convertirse en certezas). En estos días en los que se ha vuelto (como tantas veces) sobre el magnicidio de Dallas, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, los hechos ocurridos un 22 de noviembre de 1963 (al cumplirse los 50 años de la tragedia, cifra redonda, el recordatorio se ha hecho con más hincapié del habitual), han abundado los artículos en los periódicos, las conferencias, los homenajes, las tertulias, las celebraciones (suena entre lúgubre y morboso, pero es la palabra correcta) y, por supuesto, el mercado se ha visto inundado con publicaciones que, de una forma u otra, querían ser la obra definitiva sobre JFK, su presidencia, el todavía irresoluto asesinato, añadir, sumar, echar por tierra, demostrar, abundar en uno de los iconos que, querámoslo o no, sirve para definir y entender (en la medida en que esto sea posible) el siglo XX. La Esfera de los Libros ha lanzado un apasionante documento que mezcla lo mejor de la novela con una pormenorizada y cuidadosa recreación de los hechos, permitiéndose recrear diálogos y situaciones que aunque no respondan a la realidad en su totalidad sí resultan verosímiles y basadas en una exhaustiva investigación y un rigor impecable: Matar a Kennedy. El fin de la Corte de Camelot está escrita por Bill O´Reilly y Martin Dugard, los mismos que no hace mucho dejaban a propios y extraños con la boca abierta por la contundencia, autenticidad e incluso dureza con la que narraban lo acontecido a torno a otro magnicidio, el de Abrahan Lincoln, en Matar a Lincoln; pero tiempo habrá de regresar a este apasionante, revelador y enriquecedor escrito, ya que podremos complementar su lectura con la adaptación llevada a cabo por National Geographic, y así podemos detenernos entretanto en otro título que también presenta La Esfera y que puede quedar un tanto sepultado, olvidado o incluso no ser tenido en cuenta en medio de tanto tratado más o menos sesudo sobre Kennedy, cuando es un complemento perfecto para seguir profundizando en esa época, en aquel momento, en un mito que lleva otro parejo, uno que camina a su lado, en igualdad de condiciones, e incluso tiene más fuerza y vigencia, ha creado más escuela que el propio presidente: estamos hablando, por supuesto, de Jacqueline Bouvier Kennedy Onassis, el envés, la otra cara de la moneda, la mujer sin la que JFK no se hubiera convertido en la leyenda que es, la que ya era en vida, en uno de los hombres que más interés despierta en historiadores, ciudadanos, cineastas, creadoras, más allá de los interrogantes sin resolver.

   Una imagen tan bella. Jackie Kennedy (1929-1994) es un entretenidísimo ensayo narrado con un estilo sencillo, ágil, a medio camino entre el reportaje y la novela, respetando la idea de que la vida de esta mujer, vista desde lejos y con displicencia, puede parecer un cuento de hadas (los verdaderos, los primigenios, son mucho más tenebrosos que ciertas edulcoraciones que se han hecho populares), tratándola como un ser humano, profundizando en ese rostro reproducido hasta la saciedad en el papel cuché, entrando en su interior, en su intimidad, en sus recovecos con prudencia, respeto, sin ocultar nada ni glorificar más de la cuenta. Katherine Pancol, mundialmente conocida por la trilogía protagonizada por JOséphine Cortès (Los ojos amarillos de los cocodrilos, El vals lento de las tortugas y Las ardillas de Central Park están tristes los lunes), sabe encontrar el tono preciso para no despeñarse por lo ñoño, por lo trillado, por lo falso, buscando a la Jackie humana, más allá de los apellidos obtenidos por sus matrimonios, de la mala prensa inmisericorde que hablaba desde el rencor, el desconocimiento, mintiendo sin recato para socavar el prestigio del presidente Kennedy, dando pábulo a invenciones maliciosas; Pancol, como fruto de una profunda investigación, procura dar voz a los que la conocieron, la trataron, estuvieron cerca, confirmando en ocasiones episodios que pudieran pensarse inventados, incorporando otros que aún lo parecen más (pero cita la fuente para evitar equívocos o lecturas inicuas), sin dolerle prendas, queriendo aprehender ese permanente volcán en erupción que era una Primera Dama que no quería ser llamada ni considerada de ese modo, intentando sacar a la luz lo escondido bajo esa sonrisa a veces congelada, ese aspecto impasible, ese empeño por no demostrar en público sus sentimientos, sus tristezas, sus desengaños. El libro supone un interesante acercamiento a JFK, abre las ganas de conocer más, de mover el caleidoscopio y contemplar un panorama distinto al aceptado, de no temblarnos la mano a la hora de aceptar que el mito, cuanto más humano nos parezca, cuanto más conozcamos sus vulnerabilidades, sus oscuridades, sus bajadas o caídas del pedestal, más engrandecido puede quedar precisamente por todo ello.

   Al modo en que Jed Mercurio trató el asunto en Un adúltero americano (una espléndida novela que no se despega de la realidad y que ofrece aspectos insólitos sobre Kennedy), Katherine Pancol sabe despertar la complicidad de sus lectores, a los que invita a, por un lado, olvidarse de lo que saben (o creen saber) y, por otro, a incorporar a la lectura sus opiniones, sus conocimientos, su manera de verlo, sus juicios: no quiere convencer, tan sólo ilustrar, reflexionar, mostrar, dar a conocer a la mujer que, a pesar de su permanente exposición, de su puesto privilegiado, de su continuada presencia en los medios de comunicación, mejor supo ocultarse, difuminarse, escaparse al control y examen de los demás (alimentando por y con ello tantas leyendas), pasar a la posteridad como la hija, la esposa, la madre, la amante, cuando en realidad habría que referirse a los otros como los padres, hijos, maridos, amantes DE Jacqueline Bouvier Kennedy Onassis (frénese en la enumeración de apellidos según en el periodo de su vida en que nos fijemos).      

domingo, 24 de noviembre de 2013

LA NOSTALGIA ES LO QUE ES





   Hasta no hace demasiado, cuando le decías a alguien más joven “yo fui a EGB”, te miraba con un gesto de estupor, casi como si hubieras confesado tu responsabilidad en el asesinato de Kennedy, y solía replicar con un “¿qué es eso?” en el que se olía el miedo; por un lado, tal respuesta ponía en bandeja el chiste fácil (al que reconozco no pude resistirme en alguna ocasión) de afirmar “ESO es lo que estudiáis ahora” (dicho con gesto despectivo, acentuando el “eso” todo lo posible) y, por otro, te convertía en el abuelo Cebolleta, ya que era inevitable contar alguna historieta de aquellos tiempos. Ahora la frase se ha convertido en un lema, en una bandera, en una carta de presentación, en la manera en que nos reconocemos e identificamos los que pertenecemos a esa cofradía, es decir, los que fuimos a EGB; si bien es cierto que no se utilizaba apenas, que se hablaba del “cole”, de cuando éramos pequeños, de los 80, hasta que una página de Facebook le dio verdadera carta de naturaleza y aglutinó a los que protagonizamos aquella época y a los curiosos, a los que recordábamos y a los que no conocían, a los queríamos hacer memoria y a los que querían saber y, en definitiva, comprobar que, como cantaba Mari Trini, todos somos muy parecidos en las diferentes edades que vamos cumpliendo, especialmente en lo que pasa dentro de los pechos (como se dice en La casa de Bernarda Alba) y que, si revisamos la infancia de cada uno, “¿para qué hacer reproches si nosotros fuimos igual?”. Y lo fantástico de esta iniciativa es que nació sin nostalgia, sin lloriqueos sobre cualquier tiempo pasado, colocando cada cosa en su sitio, sin complejos, con afán de diversión, de conocernos un poco mejor, “de abrir los cajones del recuerdo, pero no quedarnos sólo en eso: siempre tuvimos claro que queríamos darle la vuelta e ir un poco más allá, estableciendo un diálogo”, comentan Javier Ikaz y Jorge Díaz, los promotores de este fenómeno que se ha enseñoreado de cualquier red social y de Internet, los mismos que ahora recogen una parte (“pequeña, pero significativa”) de lo que ha dado de sí esta labor de prospección en el tiempo en un volumen que uno hojea, vuelve, revuelve, lee con avidez, con emoción, con alegría, conmovido, sintiéndose parte, añadiendo capítulos, ampliando otros, constatando que él también fue a EGB (un libro, por cierto, precioso, todo un alarde de composición y edición, que publica Plaza y Janés).

   La gran actriz Simone Signoret llamó a sus memorias La nostalgia ya no es lo que era, frase llena de ironía, de un cierto desapego, fiel reflejo de su manera de encarar el pasado; recuperando una de esas frases que marcó nuestras vidas (perteneciente a la película Cuenta conmigo (1986), inspirada en la novela autobiográfica de Stephen King), Javier y Jorge presentan su página, su blog, su libro, aclaran en cualquier conversación que arrinconan la nostalgia “porque ya no hay nostalgias como las de antes” (que es lo que se decía sobre los amigos en el filme que citábamos un poco más arriba) y uno que siempre ha reivindicado el hacer memoria, el no negar quién fue, lo que hizo, está de acuerdo con ellos en ese sentido: “Las cosas no eran ni mejores ni peores, eran diferentes, las de ese momento, y no podemos cambiarlas; todo en el recuerdo tiene a magnificarse y en ocasiones tendemos a menospreciarlo: nosotros, dejando muy claro que lo hacemos desde 2013, desde ahora mismo, con lo que sabemos o dejamos de saber, damos la palabra a los niños que fuimos para hablar de aquel chicle imposible de masticar, de la ropa que anhelábamos llevar o de lo burros que éramos en el recreo, pero sin añadir o quitar, simplemente explicando”.

   Y esa, precisamente, ha sido una de las claves de su éxito, de su rápida implantación, de su continua progresión en lo que a número de seguidores se refiere: no se reniega de nada, todo tiene su sitio, todo sucedió, no se ocultan sucesos (en todo caso, sólo los que no se recuerdan hasta que alguien hace el aporte) y, sobre todo, que expandir estas evocaciones provoca un efecto imposible de contener, el que ellos califican “fotos que te dan la hostia”, ese a modo de revelación que experimentas cuando te crees que han robado la instantánea de uno de los álbumes que guarda tu madre (“Nos ha pasado varias veces, sobre todo con la foto de la sobrecubierta, en la que casi todo el mundo quiere reconocer su clase o, al menos, su colegio”), ese momento en que no puedes evitar gritar “¡Era así, era así!” o “¡Pero si soy yo!” (aunque no lo seas, pero lo pareces). Casi en cada página he proferido una exclamación, una sorpresa, una carcajada, alguna lagrimilla, he llamado a Pablo (que fue quien me descubrió la página de Facebook que tantas satisfacciones me proporciona casi a diario) para que incorporase sus recuerdos y confirmase lo que queda muy claro navegando por Yo fui a EGB: “No sé cuántas veces alguien nos ha dicho: “Pero si pensaba que esto sólo lo conocíamos en mi barrio”. Nos creíamos más especiales de lo que somos, pero en realidad gusta encontrarte con recuerdos comunes y poder hablar en el mismo código”. Así, por ejemplo, recuerdo que fui vestido con un traje vaquero, lo más rompedor del momento, a la Comunión de uno de mis primos y resulta que en el libro hay una foto que podría estar hecha ese día (y aún me río más cuando Jorge me confiesa que es él) o en otra página me parece estar viendo el sillón en que tantas tardes se sentaba mi abuela a escuchar la radio, tomar un vasito de leche, hacer punto o sencillamente echar el rato; del mismo modo, “hay cosas que no son mayoritarias, pero merecen su sitio” y las van incorporando al blog o a Facebook según aparecen y eso sirve para refrescar la memoria a los demás.

   Uno de los capítulos que más me ha emocionado es el que hace referencia a la grabación de cintas (a las que algunos llamaban “casé” y otros “caset”, pronunciando bien la “té”) porque me recuerda los cientos de horas compartidas con el tío Miguel haciendo copias de los discos que nos gustaban, de los que intercambiaba con amigos o familiares, de las sumas y cábalas para que cupiese todo, de lo que nos hemos enfadado con los locutores por interrumpir o hablar sobre la canción que deseábamos, de cómo mirábamos con fruición que la cinta estaba por terminarse y al tema aún le quedaban unos compases, “era un trabajazo y luego te hacías las carátulas artesanalmente para que se pareciesen al original, no se pone en valor el esfuerzo llevado a cabo”, ¡ni el operativo!, afirmo, añorando esas tardes en que el tío decidía renovar la discoteca. Con este aire lúdico que no excluye una añoranza positiva, esa que no ancla, esa que impele a mantenerla fresca y viva (y, por lo tanto, no es nostalgia en el sentido en que suele emplearse la palabra, invitando a la melancolía y la tristeza), a buen seguro aún tendremos mucho que compartir y (re)descubrir con Javier y Jorge (y si fuiste a EGB aún lo gozarás más): “Nosotros, por el momento, queremos seguir jugando porque, además, elegimos lo de EGB como etiqueta, como carta de presentación, pero no nos quedamos en eso, no es sólo lo escolar: hablamos de lo que una generación vivió y, por lo que seguimos comprobando, esa generación quiere compartirlo con los componentes de la misma y con todos los demás”.

lunes, 18 de noviembre de 2013

BUSCAR (Y ENCONTRAR) LO MÁS VITAL





   Dentro de poco hablaremos de la nostalgia y la pondremos en su sitio (al menos, en el que uno gusta de tenerla, sin complejos por mirarla cara a cara y llamarla por su nombre), pero, quieras que no, hoy también la hemos convocado ya que vamos a centrarnos de nuevo en un espectáculo para niños, en realidad para toda la familia, pero concebido, pensado, medido, creado para ellos, aunque sin perder de vista (como nos decía hace poco Lara Aragón, componente de Los Gabytos) que si este tipo de funciones no saben ganarse a los adultos mal vamos y poco recorrido les queda; lo cierto es que mirar la cartelera teatral madrileña en estos momentos es morirse de envidia si se compara con la que uno recuerda cuando era pequeño: es cierto que la oferta televisiva superaba con creces a la actual y aportaba continua y variada diversión, que parecía que lo teníamos todo al alcance de la mano, pero había que esperar a fechas muy concretas para poder disfrutar en directo de tus artistas favoritos, de ferias de ocio y oportunidades similares para vivir la sensación de ser espectador activo, sin pantallas ni filtros de por medio. Aunque pueda parecer que hablo de oídas (me remonto a 1975), tengo muy vívida la emoción trocada en susto, en pasmo, en miedo, cuando mis padres, durante unas vacaciones de verano en Alicante, nos llevaron a mis hermanos y a mí a un concierto de Los Chiripitifláuticos y, de repente, tuve delante a Valentina, Poquito, Barullo, los hermanos Malasombra, esos personajes que vivían dentro de la televisión y que al ser tan reales como cualquiera en el escenario me produjeron un a modo de cortocircuito (por fortuna, a los pocos minutos ya estaba riéndome con sus ocurrencias y coreando sus canciones); y por eso, superado ese primer momento de estupor, con el bendito veneno del teatro en las venas (inoculado con suma facilidad por TVE), anhelaba ver en directo a Torrebruno, a Teresa Rabal (quien, por cierto, incombustible como pocas, también está en un teatro de la ciudad con su Veo, veo en plena forma –ese tema que llegó a ser número uno en Los 40 Principales y que sigue encandilando a todos-), a Parchís (¡Qué momentazos! Los conocí, me dedicaron un disco, hablé con ellos, fui a un concierto: cumplí a rajatabla con el prototipo de fan entregado), a todos los compañeros que llenaban mis horas de ocio (bueno, algunas, las otras –muchas- eran para la lectura); pero, como digo, no era lo usual que, más allá del cine, los chavales tuviésemos donde elegir en lo que a cartelera de espectáculos se refiere.

   Ahora las cosas han cambiado y se atiende con igual interés tanto al público infantil como al adulto, se programa pensando en ambos, se busca una oferta variada y atractiva (y, sin embargo, en lugar de informar, de potenciarlo, de utilizarlo como estímulo, hay por ahí algún programa de radio que pretende convertirse en referente, que se da ínfulas de que el hecho teatral madrileño sólo sucede si pasa por sus micrófonos y, al mismo tiempo que amplía su horario, anula la sección dedicada a estos espectáculos, decisión que puede tener efectos catastróficos porque es dejarlos en manos del azar, de que alguien se los tropiece, de que los críos se enteren de su existencia de rebote, de que los padres tengan curiosidad), se crea afición, se renuevan auditorios, se sigue un proceso lógico (no como parecen pensar estos afectados, que cualquiera diría nacieron viendo a Molière o Calderón –el histórico error de qué lecturas decretamos como obligatorias, sangría permanente de lectores y, del mismo modo, espectadores-). Y es todo un acierto aprender de los clásicos, de los que supieron acercarnos textos imprescindibles (aquellos dibujos tantas veces glorificados –porque lo merecen-, basados en obras de Dumas, Verne, Twain o el mismísimo Cervantes), de los maestros a los que no podemos analizar desde el engolamiento, desde la edad adulta, desde el criterio interesado (cuando lo primero existe, que a veces ni eso), desde la ideología: un cuento de hadas es eso y punto, una aventura es lo que es, vale que aceptan interpretaciones, que reproducen esquemas, que pueden tener varias lecturas, pero un chaval no atiende a eso porque tiene la mirada limpia y sólo se preocupa de pasarlo bien (ya los años, los contratiempos, los demás, la pérdida de la inocencia, los reveses se encargarán de cambiar su perspectiva). Eso precisamente es lo que destaca una y cien veces María Pareja, directora del montaje de El libro de la selva que puede disfrutarse en el teatro Maravillas, “los niños son el público más honesto, el que más satisfacciones da, pasa de las tendencias, del momento; claro que quieren ver a sus héroes, el éxito del momento, pero si algo les gusta no les importa de cuándo es o qué opinan otros”. Bien puede afirmarlo ella cuando, allá por 2007, osó (nunca mejor dicho: piensen en Baloo) regresar al texto original de Rudyard Kipling, todo un Premio Nobel, para crear su propia versión, con canciones escritas para el espectáculo –“¡Son los padres los que salen preguntando por los temas de la película de Disney! Puede que algún niño se extrañe al principio, pero al momento ya está siguiendo la historia, sintiéndose Mogwli, y acepta los cambios, las sorpresas, los aportes, el ritmo frenético que nos le deja ni respirar”-, una función para compartir, para sentir, para protagonizar.

   La voz de María Pareja llega a través del teléfono como un torrente de agua fresca, riendo cada dos frases, transmitiendo un amor por el teatro que se contagia, el mismo que alienta El libro de la selva, el entusiasmo y disfrute propio que puede decirse es arrojado literalmente al patio de butacas: “Si un niño no lo ve claro, no entra, lo rechaza, se revuelve, ¡puede llegar a patalear para que le saquen del teatro! Por lo tanto, hay que ser muy respetuoso y cuidadoso porque estamos ante el público más exigente pero, al mismo tiempo, el que más lo agradece, el que más aporta, el más incondicional si consigues ganártelo”. Y María tuvo muy claro que no hay que tener reparos en reivindicar los mensajes que vertebran el texto de Kipling, base fundamental de su vigencia, y por eso, tal y como se afirma en las páginas del que también es conocido como El libro de las tierras vírgenes -“tú y yo somos la misma sangre”-, fraguó un espectáculo sin barreras ni fronteras, integrando el lenguaje de signos en las coreografías para que cualquiera pudiera seguirlo “pero no como un añadido, no con una persona en un lado del escenario, perdiéndote la acción si le miras, sino pidiendo a los actores que lo incluyan en su expresión corporal, que su trabajo pueda al mismo tiempo ser comprendido por un espectador sordo y por uno que no lo es”; sin duda, ese logro es una de las mayores recompensas que la directora recibe en cada función: “Me sigue emocionando cuando les veo hacer el gesto con el que ellos aplauden ¡y aún más cuando el resto de los niños los secundan! Por eso, para que sean naturales, para que no hablen ni noten las diferencias, para que sepan ver el interior, eso que nos iguala, enseñamos a todo el público a decir en lengua de signos lo de “tú y yo somos la misma sangre”, para que de verdad lo comprendan y asuman”.

   Cuando le digo que mi personaje favorito de la función (y, por extensión, de los que aparecen en cualquier película de Disney) es el oso Baloo, y le hablo de que me encanta su filosofía de vida, su forma de ser, María vuelve a la carcajada “es así en el original, pero lo cierto es que Disney le hizo un gran favor: pasota, tranquilón, pero con un corazón de oro. Yo también comparto su máxima de buscar sólo lo necesario, lo más vital, no acumular cosas superfluas: es un personaje muy carismático y el nuestro es un actor que, encima, es un gran comunicador y, como tiene tres hijos, sabe hablar el mismo idioma de los chavales, sin forzar” (claro, esa es otra manía, la de hablar a los pequeñajos como si fuesen tontos y no personas: aquí se dirigen a ellos de tú a tú, por eso les gusta tanto). María vive cada función como si fuese la primera, no viviendo de las rentas pasadas, de cómo el boca-oreja se extiende como la pólvora, “no se puede bajar la guardia, precisamente porque si te relajas es cuando se te nota el truco y los críos, que son muy avispados, te sacan los colores”; es por eso que ella siempre se camufla con el público a la salida, para corregir lo que no haya funcionado, para potenciar lo que más ha gustado, para no perder el contacto con la realidad, “y confieso que también porque es un regalo impagable: sólo por oír lo que dicen, merece la pena hacer teatro”. Repito aún más alto que al principio: ¡Qué suerte tienen los niños de ahora! (bueno, y los mayores que volvemos a Kipling con las mismas ganas y también recibimos un fantástico premio: las reacciones de nuestros pequeños, su emoción, su implicación, su interés, su alegría).   

jueves, 14 de noviembre de 2013

CUANDO A LOS NIÑOS SE LOS TRATABA DE USTED





   Fue el primer LP que tengo conciencia de sentir como mío, un aporte a la incipiente discoteca que durante tantos años fue aumentando el tío Miguel (y de la que fui continuador y que todavía conservo en un pequeño cuartito, porque desprenderme de esos vinilos es arrancar de cuajo una parte de mi vida, cercenar mi memoria emocional), un regalo que, si no recuerdo mal, me hizo Cristina (aquella que fue amiga hasta nuestra mayoría de edad –cumplíamos años con tan sólo veinte días de diferencia-, aquella que fue una más en casa, aquella que también llamaba “tíos” a los míos, aquella que, al igual que sus padres –Pepita y Avelino, no es un chiste ni un guiño: la puritita realidad superando la ficción cutre y casposa pergeñada por José Luis Moreno-, íntimos, cercanos, con trato y consideración de familia, un buen día dejó de llamar, quedar, venir, estar, al igual que sus sobrinos y primos, los Cela, pero éstos tal vez merezcan algún día capítulo propio para dejar clara su catadura moral): hablo del que con el tiempo se convirtió en el histórico disco de Gaby, Fofó y Miliki con Fofito (así se anunciaban), el que reunía sus mejores canciones, las imperecederas, aunque luego vendrían más, aunque el repertorio fue ampliándose con éxito continuado y perenne, aunque los protagonistas fueron cambiando, ése quedará para siempre  como EL disco, el que todos anhelábamos, el favorito, en el que sonaban Había una vez un circo, Don Pepito, Feliz, feliz en tu día, La gallina Turuleca, Los días de la semana, Mi barba tiene tres pelos, El barquito de cáscara de nuez, Susanita, Borra eso, La polkita del plin-plin y Chévere chévere chon; aún soy capaz de recitar algunos de los diálogos que daban paso a los temas, especialmente el comienzo cuando, tras una música que venía anunciada como La tuna pasa y con las palmas de los niños como fondo, Gaby anunciaba: “!Amiguitos, amiguitas, soy Gaby! ¿Cómo están ustedes?” y, tras el larguísimo “bieeeeeeeen” habitual, decía: “Muy bien, amiguitos; ahora, con ustedes, ¡Fofó, Miliki, Fofito y familia!”. Ése era el momento para que sonara la clásica fanfarria que preludiaba la aparición en la pista de los otros tres y entonces seguía este diálogo:

-FOFÓ: ¡Buenas tardes! ¿Cómo están ustedes?

-NIÑOS (con desgana y bajito): Bien

-FOFÓ: ¿Eh, qué pasa? ¿Me van a recibir a mí así? ¿Cómo están ustedes?

-NIÑOS (a voz en cuello): ¡BIEEEEEEEEEEEEN!

-FOFÓ: ¡Ahora sí! ¡Miliki, saluda a los chicos!

-MILIKI: ¡Con mucho gusto! ¿Cómo están ustedes?

-NIÑOS: ¡BIEEEEEEEEEN!

-GABY: ¡Fofito, saluda a tus amiguitos!

-FOFITO: ¿Cómo están ustedes?

-NIÑOS: ¡BIEEEEEEEN!

-FOFÓ: Bueno, ¿y qué cantamos?

-GABY: Hombre, Fofó, como en la tele, Había una vez un circo

   Y ya saben lo que venía detrás y estoy convencido de que más de uno ha empezado a canturrear lo que conforma una de nuestras sintonías favoritas, uno de esos temas que se transforman en himnos, en todo un manifiesto generacional, aunque jamás hubiéramos podido pensar que iba a ser tan imperecedero, que lo heredarían nuestros hijos, sobrinos, nietos con enorme naturalidad, como si fuese de ahora (de su ahora), como si no llevase al menos cuarenta años proporcionando diversión e ilusión, devolviéndonos a la infancia, alegrándonos el corazón (nunca más propicia la frase). Los payasos de la tele (así los llamaremos siempre aparezcan o no en la pequeña pantalla) han alcanzado la inmortalidad, aquella que sin ser conscientes de lo que suponía nos prometía Gaby a todos los niños que, desolados (yo tenía 6 años), teníamos que asimilar la noticia de que Fofó no volvería a formular su sempiterna pregunta (aún no existía el vídeo y, por lo tanto, sólo veías un programa por segunda vez si TVE lo reponía): “Fofó no ha muerto, el que ha muerto es Alfonso Aragón”, así lo afirmaba el payaso serio más triste que nunca, con lágrimas y tragando saliva, pero queriendo hacer comprender a los chavales que nunca nos iban a dejar solos; precisamente le recordé esta frase a una de sus hijas, Lara, otra más de los continuadores de una saga que no tiene fin (“Es el ambiente en el que nos hemos criado, es también nuestra herencia, pero no sólo como niños sino como parte de la misma y nuestro apellido nos obliga, y lo aceptamos encantados, a seguir cantando estas canciones”), integrante de Los Gabytos junto a sus hermanos, los que presentan en el teatro Nuevo Apolo de Madrid el espectáculo ¿Cómo están ustedes? 2.0, la enésima constatación de que aquellas canciones siguen vivas, frescas, impregnan optimismo, dinamismo, emoción desde la primera nota.

   Es imposible resistirse –afirma Lara, ya preparada para la función, un estallido de color ante mis ojos, los cuales no puedo evitar tener mojados, respirando el ambiente Aragón, la alegría que recorre esos camerinos mientras un montón de chavales, nerviosos, excitados, pletóricos, están tomando posiciones en el patio de butacas-: esa es la única fórmula para el éxito, ofrecer lo que el público espera, lo que conoce, lo que ha prometido a los críos que van a escuchar”. Y es que no se trata de nostalgia, de hacer memoria, de viajar en el tiempo (que también se hace, claro): se trata de que la barba sigue teniendo sólo tres pelos (pero si nos los tuviese, ¡ay, amigo!, no sería tal barba), de que viajar es un placer si lo hacemos en el auto de papá, de que Susanita ha superado a Peter Pan en lo de no crecer para que su ratón siga comiendo chocolate, turrón y bolitas de anís (una dieta envidiable que le mantiene en plena forma), de que no hay cumpleaños en que no se entone aquello de “que reine la paz en tu día y que cumplas muchos más”, de que el fruto del esfuerzo y el trabajo de unos maravillosos (y muy completos) artistas, el magisterio recibido de los míticos Pompoff, Thedy y Emig, cristalizó en una fórmula que no conoce edades, en una manera de entender el circo, el humor, la jacaranda, que jamás pasará de moda. Es fundamental el respeto con que los Aragón han tratado y siguen tratando al público (sólo ellos se han dirigido a los más pequeños tratándolos de usted), el mismo que Los Gabytos demuestran al actualizar las canciones sin pervertirlas ni distorsionarlas: “Claro que hacemos un "Dale, Ramón" como si fuese una samba, no podemos obviar los ritmos actuales, la música que gusta, pero lo primordial tiene que seguir estando, sobre todo porque los padres, los abuelos, los mayores, quieren cantar con sus hijos y no podemos negarles esa satisfacción o nos estaríamos traicionando a nosotros mismos”.

   Lara tiene en el espejo de su camerino una foto en que la que Gaby aparece en su máximo esplendor, tal y como le recordaré siempre, y otra en la que le acompañan Fofó, Miliki y Fofito, precisamente una de las que aparecían en ese LP que le cuento aún conservo, y ríe toda gozosa, consciente de ser parte de un patrimonio que tiene muchos dueños, todos los que, tengamos la edad que tengamos, somos esos “niños de treinta años” que olvidan prejuicios, preocupaciones, dimes y diretes y se ponen a dar palmas y a desgañitarse con cualquiera de estos estribillos: “Fíjate lo que pasa en las fiestas, en las ferias, donde sea, suena una de los payasos y los más modernos, los de chupa de cuero, los rockeros, ¡todos!, abandonan su pose para dar saltos y responder a lo de “¡Hola, don Pepito!” diciendo “¡Hola, don José!””. Su móvil se agita una y otra vez y me cuenta que son sus primos (o sea, Fofito y Rody), quienes esa mañana presentan su nuevo espectáculo en otro teatro de Madrid, “y aquí andamos, venga que te dale con el whatsapp, deseándoles lo mejor, o sea mierda que es lo que toca, jajaja… Somos una gran familia orgullosa de serlo y trabajamos codo con codo para que papá y los tíos sepan que su obra no va a morir nunca, que somos unos privilegiados por la educación que recibimos y que eso es lo que queremos transmitir”, y cuando le digo que con ellos aprendimos a pelearnos lo justo y casi en broma, a atacar con merengue, o sea a no hacer daño, aunque nuestras madres temían que pasásemos a la acción, Lara confiesa “en una ocasión, le tiré a mi hermano un flan, se lo puse por sombrero, pero, ¿qué quieres?, una ensaya con lo que tiene más a mano” y no puedo evitar rubricar su testimonio con un “oye, es el ejemplo que te daban y, encima, lo veías por la tele”.

   ¿Cómo están ustedes? 2.0 es de esos pocos espectáculos realmente para toda la familia: “Yo soy madre y más de una vez tengo que llevar a mis hijos a películas u obras de teatro que sólo son para ellos, en las que me aburro, en las que me canso; aquí eso no es posible, aquí nadie pierde el tiempo, nadie se pone a pensar en la compra del día siguiente o en que no ha llamado al casero o en el pago de la hipoteca”. Y doy fe de ello porque ver al público burbujeante que va llenando el teatro es encontrar la misma cara de felicidad en los pequeños y en los mayores, en los que vieron (vimos) su infancia inundarse de canciones, en los que ya llegaron a ellas con más edad, en todos los que en algún momento han estado en contacto, han hecho suyas, cualquiera de las composiciones de los Aragón; en la despedida, el telón va a alzarse en pocos minutos, Lara me dice que han convertido en su lema lo que un niño les contó al final de una representación: “El crío, mientras se hacía una foto con nosotros, cuando le preguntamos qué tal lo había pasado, nos soltó: “Yo me he portado muy bien… ¡pero mi padre se ha vuelto loco!” ¡Es genial! Seguro que no dejó de cantar y dar palmas”. ¡No me extraña! Pero si estoy escribiendo dando botes, canturreando por lo bajinis una de mis canciones favoritas porque lleva el nombre de mi abuela: “Si eres buena cocinera, porompompón, Manuela, nos casamos sin demora”. ¡Qué fácil es sonreír y sentirse bien, estarlo de verdad, cuando la familia Aragón hace de las suyas!     

jueves, 7 de noviembre de 2013

POR SUS CARTAS LE CONOCERÉIS





   Cuando un lector de largo recorrido, de paladar exquisito pero dúctil, con ganas de seguir probando, descubriendo, ampliando horizontes, que gusta de etiquetar o calificar a posteriori, que espera a la lectura para forjarse su propio parecer, pasea por una librería (o espacio destinado a la venta de libros –algunos no merecen un nombre que posee tintes tan evocadores, auspiciadores, que nos llevan a hablar de rito, de mito, de culto-) no puede menos que sentirse desolado ya que el actual panorama editorial (en lo que a publicación, difusión, promoción, espacio ocupado se refiere) se basa en los títulos clónicos, en el agotamiento de fórmulas (algunas periclitadas hace ya demasiado), en la enésima repetición de esquemas, en volúmenes que vas olvidando según lees, que no dejan ni un mínimo recuerdo sino es el de lo mucho que te aburriste, en autores llegados de otros ámbitos (retocados mucho o poco, total, se vende un nombre no un contenido: el público cautivo de estos productos no plantea la más mínima crítica mientras se le satisfaga la necesidad creada –incluso diríase impuesta-), en la ausencia total de riesgo y audacia que el arte necesita para evolucionar, para crecer, para seguir coronando cimas. Por fortuna, quedan reductos en los que se valora la palabra, se ama la literatura, se cuida el material sensible (tanto el que conforman los textos como el que constituyen los lectores), se ofrece un catálogo más que digno (por momentos excelso) en el que cada uno encontrará el estímulo que se le antoje más imperioso para lanzarse a la aventura de seguir leyendo y, al margen del ímprobo trabajo que están haciendo sellos pequeños que luchan contra viento y marea, que se empeñan (en todos los sentidos) por y para que tenga difusión aquello en lo que creen (clásicos perdidos, clásicos por descubrir, clásicos de ahora), que se han ganado (por fortuna) la confianza de críticos, público e incluso de alguno de esos románticos que aún quedan a la hora de diseñar escaparates o colocar volúmenes a la vista, tenemos la inmensa ventura de que haya sellos que, a pesar de su carácter generalista, de su amplia y bien ganada distribución, de su implantación y solidez, se siguen comportando como recién nacidos, inquietos, vivaces, olfateando, no dando nada por sabido, saltándose el canon, actualizándolo, variándolo, inventándose uno propio; sin ánimo de minusvalorar a otros, creo que en ese sentido Lumen se lleva la palma (compartida con Mondadori, no en vano en España caminan de la mano, pero la que fuese creación de la inolvidable Esther Tusquets sigue en las mejores manos gracias a la labor de Silvia Querini) y aunque en realidad no voy a hablar de un libro suyo no he podido evitar sentirme bajo sus auspicios durante una de las lecturas más gratificantes, enriquecedoras y placenteras que he experimentado en los últimos tiempos y puesto que el volumen en cuestión ha visto la luz en DeBols!llo, que es donde se publica todo lo que primero ha sido lanzado por Lumen, tal vez haya alguien que entienda esta asociación de ideas (ya saben que uno es muy suyo para sus cosas y a veces no sabe explicarlas con claridad).

   Los que me conocen, los que tienen contacto conmigo a través de Facebook, ya han podido comprobar mi entusiasmo ante la publicación de A mis mejores amigos no los he visto nunca, una recopilación de la correspondencia y ensayos salidos de la pluma de uno de los autores más grandes, de un coloso que dignificó, expandió, rompió las costuras, sentó nuevas bases, otorgó plena carta de naturaleza al género policiaco, a la novela negra, a lo que para mucha “mente sesuda” es un mero pasatiempo, de rápido consumo, una bagatela literaria que durante años y años no mereció la atención de las páginas de los periódicos en las que se glosaban las novedades porque se consideraba un subproducto al que se negaba calidad, mérito o enjundia, una aberración a la que no podía llamarse literatura (por desgracia, mentes cerradas de este tipo siguen encontrando hueco en los medios de comunicación, menospreciando todo lo que no responde a su particular concepción de lo que es “artístico”). Por fortuna, el tiempo (aunque se tome demasiado ídem) suele colocar a cada uno en el lugar que merece y, hoy por hoy, Raymond Chandler es tenido por lo que siempre fue: un espléndido escritor de gran aliento, de hondo calado, con una prosa limpia, rápida, asequible, creadora de atmósferas con frases certeras y precisas, dibujando tipos con un trazo firme y pocas palabras, al que nunca le sobra nada (en todo caso, él mismo lo reconoce, a veces le faltan datos, remates, conclusiones, esbozos que no concluyen, que no llegan a concretarse pero quedan en el texto, aunque eso no afecta al conjunto). Esta joya que ahora nos presenta DeBols!llo supone la reunión más completa hecha en nuestra lengua del Chandler ensayista (hay hasta cuatro inéditos) y esa faceta es un fantástico colofón a lo que conforma el grueso del volumen (de las casi 450 páginas ocupa 350), el verdadero deleite, es decir, las cartas que el creador de Philip Marlowe cruzó con infinidad de remitentes, trazando una insólita biografía, permitiendo descubrir sus tormentos personales, sus preocupaciones teóricas (se tomaba muy en serio su oficio, en contra de la indiferencia de la crítica hacia el tipo de novela que escribía), sus preferencias como lector, su deterioro físico y mental tras la muerte de su mujer (que, sin embargo, no afectaba a la calidad de lo escrito); es, sin duda, la mejor manera de regresar al universo chandleriano o de abrir boca si se ha cometido el error de no leerle antes, despierta las ganas de volver a sus páginas con el conocimiento adquirido aquí, se acentúa el interés por leer aquellos títulos suyos no leídos antes (y la editorial anuncia una recopilación de sus relatos, El simple arte de matar, para 2014 y otra, La violencia es lo mío, para 2015).

   Supongo que en mis cartas revelé más o menos aquellas facetas mías que quedaban oscurecidas o distorsionadas cuando escribía para publicar”, reconoce Chandler en una misiva de mayo de 1957. Es algo que siempre se ha dicho de los cantantes (y que uno ha podido confirmar al compartir intimidad con Olga María Ramos, Nati Mistral o Manuel Lombo): nunca cantan mejor que para los amigos, para sí mismos, cuando están a gusto, sin micrófonos, a su aire; del mismo modo, la persona que sabe escribir, que lo transforma en arte, que es un artesano de las palabras, que las utiliza como herramienta de trabajo, que se preocupa por su materia prima, siempre saldrá airoso: tendrá momentos más afortunados que otros, claro, instantes de inspiración divina si se quiere, epifanías y éxtasis, pero, por decirlo en roman paladino, nunca podrá escribir mal, ni a propósito, incluso en su peor día cierto espíritu sobrevolará por sus palabras aunque justo sean las más burdas, indignas de él. Aunque en comunicaciones privadas, Chandler no dejaba de escribir para los otros, para que le leyesen, y por lo tanto sus cartas están muy elaboradas, muy pensadas, incluso por pundonor hacia sí mismo, respondiendo a sus criterios sobre la escritura, dejándose llevar en ocasiones por un asunto secundario del mismo modo que en su narrativa de ficción, creando meandros, ramificaciones, digresiones que, al final, cobran sentido, tienen un porqué, apuntalan el capitel principal y lo enriquecen. A mis mejores amigos no los he visto nunca es de esos (escasos) volúmenes que uno subrayaría casi completos, de esos que puedes abrir al azar y siempre encuentras algo interesante, de esos que dan respuestas, y no tiene nada que ver con esas pamplinas de la autoayuda, con esa prosa placebo tan abundante y repetitiva: con su brío legendario, con su carácter bronco y hosco, sin disfraces, sin paños calientes, sin cohibirse, Chandler apela al lector, le obliga a posicionarse, le cuestiona, le zarandea, le hace reflexionar; hay miles de frases que uno rubricaría (los editores, los agentes, los grandes estudios de Hollywood, los críticos, la izquierda) y otras por las que le asesinaría (Agatha Christie, Un lugar en el sol, Hitchcock, la literatura escrita por mujeres), pero es una experiencia sumamente grata encontrarse con un autor que no se esconde, que da la cara, que se arriesga, que conquista y seduce, que te convierte en adepto.

   Odio la publicidad, sinceramente. He pasado por la piedra de molino de las entrevistas y las considero una pérdida de tiempo. El tipo que encuentro en esas entrevistas haciéndose pasar por mí suele ser un engreído al que no me gustaría conocer. Soy un esnob intelectual que tiene cariño por el lenguaje coloquial estadounidense, en gran medida porque me educaron en el latín y el griego. Tuve que aprender el estadounidense como una lengua extranjera… El uso literario del argot es un estudio en sí mismo. He descubierto que hay sólo dos clases de argot que sirven: el que se ha afirmado en el idioma y el que se inventa uno. Todo lo demás tiende a pasar de moda antes de llegar a la imprenta. Pero será mejor que no empiece con ese tema o me pasaré una semana escribiendo sobre él”. Éste, como tantos, es sólo un ejemplo de cómo Chandler se abre en canal, no como ejercicio de exhibicionismo, todo lo contrario, sino como introspección, como conversación consigo mismo, pero lo que en otros (¡En tantos!) es onanismo y engolamiento en él deviene en auténtica literatura, sabiendo tocar muchas fibras desde los recovecos más personales, desde los sentimientos más específicos, desde las reflexiones más particulares. En un momento dado, se recogen algunos de los pasajes que suprimió en la última reescritura de El largo adiós y hasta en esos descartes encontramos sentencias que merecen la inmortalidad, como es el caso de la siguiente: “Son los tipos caídos los que hacen la historia. La historia es su réquiem”. ¡Qué mejor réquiem que la permanente vigencia de su obra! Y aunque él mismo afirmaba “a mis mejores amigos no los he visto nunca. Conocerme en persona es la muerte de la ilusión” (es cierto que en muchas ocasiones uno hubiese preferido no tratar con personas a las que admiraba por su trabajo), sus lectores podemos darnos por satisfechos porque conocemos lo que necesitamos: su talento.