miércoles, 22 de febrero de 2017

CUANDO LOS DUENDES SABEN ESCRIBIR





    “La muerte es una vieja historia y, sin embargo, siempre resulta nueva para alguien”, así lo sentenció en su día Iván Turguéniev y supo sintetizar a la perfección ese permanente estupor que (paradójicamente) vive cualquiera cuando se enfrenta al fallecimiento de alguien más o menos conocido, la capacidad de sorpresa que la Parca mantiene prístina, llegando en el momento más inesperado e inoportuno, pillándonos a contramano, sin entrenamiento posible, jugando con sus propias reglas, haciendo trampas, variando a su antojo lo que creíamos establecido, dejándonos sin capacidad de respuesta por mucho que su llegada se hubiese anunciado en la primera línea del relato o en el diagnóstico médico, también podemos apelar a ese intangible llamado “alma rusa”, a esas melancolía, desolación, amargura y tantas sensaciones más que, aunque expresadas de manera distinta, alientan (aunque pueda parecer un oxímoron la elección de tal verbo) la escritura de esos autores decimonónicos (y posteriores -y a buen seguro anteriores aunque quien esto firma no tenga tanto conocimiento como para asegurarlo-) que, desde aquellas latitudes, nos siguen explicando tantas cosas hoy en día, exponiendo sentimientos, certezas, dudas, dilemas, miedos, podemos colegir que, con el desencanto que llevaba arraigado en su corazón pero que supo transmutar en arte, Turguéniev señala, sencillamente, que la muerte es el final del camino y que cada quien deberá afrontar la propia, esa que siempre será nueva por única e irrepetible. Y la primera parte de la frase, esa sentencia que bien podría pronunciar Philip Marlowe o algún personaje creado por James Ellroy, Patricia Highsmith o cualquier maestro del género, ese “la muerte es una vieja historia” que bien podría llevar como colofón un “querido Watson” o un “mon ami” ha servido a Hernán Rivera Letelier para dar título a la novela que Alfaguara ha publicado en España a comienzos de este 2017, título que, responde a través del correo electrónico, “apareció por casualidad durante el proceso de escritura. Es el primer título de todas mis novelas que no me pertenece”.
   La muerte es una vieja historia es una novela policiaca que respeta un cierto esquema clásico, responde al convencionalismo de plantear interrogantes e involucrar al lector en la resolución de los mismos pero, por encima de todo, es una magnífica vuelta de tuerca al género, una brillante parodia plena de emoción y farsa, combinando y equilibrando ambos aspectos, divirtiendo en la acepción más amplia del término, una humorada que no funcionaría con la misma efectividad sin el tono policiaco, novela detectivesca (o de investigadores, para que no suene tan fuerte -es algo que se explica en el libro-) que no despertaría el mismo interés de no estar narrada con tanta ligereza y tomándoselo todo a broma, una mezcla explosiva que mueve al entusiasmo y a la admiración, aunque el autor se quite importancia: “Si no me preguntan cómo escribo mis novelas lo sé perfectamente, si me lo preguntan ya no lo sé. Soy un práctico, no un teórico. A veces he llegado a pensar que soy solo un médium, que alguien me dicta, o mueve mis dedos en el teclado. De ahí que uno de mis libros se titule Romance del duende que me escribe mis novelas”. Llamémosle duende, llamémoslas musas, hablemos de raptos de inspiración, el caso es que, ya lo dijo Picasso, te pillen trabajando o con la disposición de ponerte a ello o, que sea así si así se lo parece al autor (o al receptor del soplo, siguiendo con su razonamiento), tener la suerte de ser el elegido para recibir ese dictado que ha conseguido que la producción de Hernán Rivera Letelier pueda considerarse una de las más sorprendentes, innovadoras, ricas y plausibles no sólo de Chile, sino del mundo que habitamos, como lo demuestra La muerte es una vieja historia al concentrar tantas posibilidades de lectura en apenas 200 páginas: “Siempre lo digo. Más que un escritor, me considero un corrector. Aprendí desde el comienzo que el arte estaba en la corrección. Cualquiera puede escribir, no todos saben corregir” (por lo tanto, a pesar del duende, si usted no interviniese, cabe pensar que el resultado no sería el mismo, querido maestro).
   Aunque no exista la intención de escribir una serie, ni tan siquiera de recuperar el personaje en alguna narración posterior, toda novela policiaca que se precie necesita un personaje central, un investigador al que seguir en el proceso de desentrañar el o los misterios que vayan apareciendo a lo largo del relato; aquí nos encontramos con el Tira Gutiérrez, el único investigador privado de Antofagasta, alguien que, tras perder su trabajo como minero, siguió un curso por correspondencia para poder ser llamado detective (aunque, como ya se señaló, esa palabra incomode y asuste a los lugareños), un tipo al que su mujer abandonó porque “era inteligente que no servía para nada”, un cuarentón (aunque de aspecto juvenil a pesar del mechón blanco que luce sobre su frente) que sufre de insomnio, no tolera el alcohol y lleva meses sin fumar, sin duda, como puede comprobarse por este acelerado retrato robot, toda una creación que estuvo ahí desde el origen: “El Tira Gutiérrez nació junto con la idea de escribir una policial. Lo mismo que la hermana Tegualda. Ambos están creados con retazos de personas que he conocido alguna vez en alguna parte. Aunque, por supuesto, ambos tienen también mucho de mí”. ¡Ah, la hermana Tegualda! ¡Qué personaje! Contrapunto del Tira (porque posee más capacidades deductivas que él), una monja evangélica que llega como cliente pero se transforma en asistente del investigador, fundamentalmente porque necesita un trabajo, también porque “pese a su carita de santa al primer intercambio de palabras [el Tira] vio que era lista e inteligente, y tenía la sagacidad de un animal de fábula” (sin desdeñar el hecho de que “aunque ella misma lo ignoraba, la hermana era dueña de una sensualidad que le transmigraba los poros”): “La hermana Tegualda nació en el momento en que me dije que el Tira necesitaba un asistente. Por intuición pensé que debía de ser una mujer joven, bella y sensual, como para que mantuviera nervioso al Tira. Después le busqué algún rasgo que la destacara y ahí se me ocurrió lo de evangélica y, al instante, me vino a la memoria el nombre Tegualda, que es el de una hermana evangélica que conocí de niño y de la que estaba enamorado hasta los huesitos. Mis padres eran evangélicos pentecostales”. Además, hay una plétora de secundarios (Don Memo, el Muertito, Madame Encarnación) que contribuyen a que la acción se enriquezca a cada paso, personajes vívidos y vibrantes que aportan sin ocupar más espacio del debido, con su función perfectamente definida y controlada para no merendarse a la pareja protagonista, comentario que el escritor agradece para luego remitirse a lo que ya respondió antes, es decir, que es un médium y el inquieto duendecillo maneja los hilos y mueve sus dedos (los de Hernán Rivera Letelier) sobre el teclado.
   Además de bajo los auspicios de Turguéniev, la novela se presenta con una cita de Raymond Chandler: “Hace tiempo que me he persuadido de que lo que hace aburridas a las novelas policiales, al menos en un plano literario, es que los personajes se extravían cuando ha transcurrido un tercio. A menudo la apertura, la puesta en escena, el establecimiento del trasfondo, es muy bueno. Pero después la trama se espera, y los personajes se vuelven meros nombres. ¿Qué puede hacerse para evitarlo? Se puede escribir acción constante, y eso está muy bien si uno lo disfruta. Pero lamentablemente uno madura, uno se vuelve complicado e inseguro, uno se interesa en los dilemas morales más que en quién le rompió a quién la cabeza… (…) Sea como sea escribí esto como quería escribirlo, porque ahora puedo hacerlo”. Y uno, dándoselas de ingenioso, pregunta si La muerte es una vieja historia la escribió así, tal y como quiso, porque ahora puede hacerlo y si Chandler es un referente o un mero punto de partida para tomar un camino diametralmente opuesto: “A mí las novelas policiales no me gustan. No las leo. Lo único que leí fue Un largo adiós, de Chandler. Escribí esta novela policial como a mí me habría gustado leer una novela policial, con poca violencia y mucho humor. Y pensando más en el lenguaje y en el estilo que en la solución del caso. Más que atrapar al criminal, yo busco atrapar al lector. El epígrafe de Chandler lo encontré en un libro de cartas del autor [tal vez se refiere al recopilatorio del que hablamos en su día, A mis mejores amigos no los he visto nunca, lectura que se aprovecha para volver a recomendar]”. Consigue atrapar al lector, vaya que sí, le envuelve con su escritura minimalista, libre de lo accesorio, sumando continuamente pequeños detalles que la enriquecen, con diálogos vivaces que conforman en sí mismos la acción, sorprendiendo con su frescura y ausencia de ínfulas, una escritura precisa y preciosa que rompe fronteras casi en cada frase, pasando de lo aparentemente estrambótico y esperpéntico (dicho ambos adjetivos -y otros similares- como el mayor de los elogios por las alturas alcanzadas) a lo más mundano y cotidiano, tratado todo con enorme naturalidad, con implacable realismo, haciendo farsa muy en serio: “Como autodidacta, tengo cuatro herramientas para escribir de las cuales la principal es la experiencia. Las otras son: memoria, imaginación e intuición (esta última también es fundamental). La diferencia entre los escritores académicos o intelectuales y yo, radica en que ellos creen en lo que escriben (creen en sus títulos, en su erudición); en cambio yo no creo en lo que escribo: yo tengo fe en lo que escribo”. Y consigue, predicando con el ejemplo, permitiendo que le conozcamos por sus obras, que esa fe se propague entre la cantidad ingente de lectores (de fieles, de creyentes) que ha cosechado en los quince idiomas a los que, por el momento, ha sido traducido. Como ejemplo final de por qué Hernán Rivera Letelier es una permanente revelación y revolución para el lector que se zambulle en una de sus novelas (imposible no hacerlo a las pocas líneas, a lo sumo cuando han pasado tres o cuatro páginas), como constatación de que La muerte es una vieja historia (como los clásicos del género que se mantienen vivos y en perfecto estado de revista) es un policial que acepta múltiples lecturas, reproduzco un párrafo que compartí hace pocos días con mis contactos de Facebook, una espléndida andada dedicada a aquellos que se empeñan en empobrecer, camuflar, pervertir, utilizar sin sentido palabras, pretender cambiar el significado de otras, todo viene, en parte, a raíz de que la hermana Tegualda no quiera hablar de “violador” sino de “perjudicador”, aunque lo que motiva al Tira Gutiérrez es el hecho de que las autoridades se refieran a la gente pobre como “gente vulnerable” como le recuerda su asistente: “Tiene razón, hermana. Cómo le temen a las palabras esa tracalada de buenos para nada. No creo que usted se acuerde, es muy joven, pero en tiempos de la dictadura -perdón, gobierno militar-, para ellos no hubo golpe sino pronunciamiento, no hubo torturas sino apremios ilegítimos, no hubo desaparecidos sino gente no habida. Y ahora en el país ya no hay crisis sino crecimiento negativo, no hay cesantes sino desvinculados, no hay vagabundos sino personas en situación de calle. Y si nos vamos al mundo en general veremos que ya no hay guerras sino intervenciones militares, no hay ataques sin provocación sino ataques preventivos, no hay muertos inocentes sino daños colaterales, no hay cárceles ilegales sino zonas de confinamientos”. ¡Menos mal que hay duendes que dicen las cosas bien claritas!

martes, 14 de febrero de 2017

DEMASIADAS FIGURAS OCULTAS







  Siempre ando dando vueltas a cuatro o cinco ideas (a veces incluso más, en otras sólo una, de vez en cuando hay momentos de absoluta dejadez) con la intención de escribir algún texto que refugiar en este ángulo oscuro del salón que ocupa el arpa, pero como, a pesar de lo mucho que disfruto cuando desempeño esa tarea (tal y como sucede ahora mismo), me siento fundamentalmente espectador, lector, periodista, persona (en el sentido de hacer cosas o de abandonarme a las pasiones que me permiten contactar con el trabajo de otros y admirarlo), voy postergando escritos que, de alguna manera, quedan archivados en mi cerebro y en mi corazón, que se van ampliando y retocando según pasa el tiempo, que varían su sentido, que se mezclan entre sí, pero que al final, de una forma u otra, terminan por florecer y aparecer ante los ojos de los amables lectores. Y se da el caso de que la semana pasada me reencontré con el querido Miguel Ángel Barroso para charlar sobre mil cosas, fundamentalmente sobre su documental PierPaolo, pero algunas novedades laborales (por fin, de repente, alguien ofrece un trabajo remunerado, aunque sólo sea para unos días) y compromisos previos me están impidiendo visionar su trabajo y, por mucho que tenga la fortuna de conocer al autor, no me gusta hablar sobre lo que no he tenido oportunidad de conocer de primera mano y, por lo tanto, ese asunto deberá esperar (pero hago la firme promesa de no demorarlo demasiado -aunque ahí están los Oscar llamando a la puerta y aún quedan cosas por contar en Celuloide en vena-). Pero se da el caso de que algo sobre lo que hablamos la otra tarde viene que ni pintado para comenzar el presente escrito puesto que, curtidos ambos en las lides periodísticas, en concreto en las que se refieren a la crítica cinematográfica, repasando sin acritud pero sin medias tintas aventuras propias o ajenas (pero conociendo a los protagonistas y a veces habiendo sido testigos de las mismas), abordamos el espinoso asunto de las camarillas, de los compartimentos estancos, de los paniaguados, de aquellos que perpetúan el clientelismo, que aceptan sin recato el esclavismo y/o el soborno (no hace falta percibir un pago en metálico para ello, hay otras muchas prebendas y canonjías que obtener como resultado de poner en almoneda la ética profesional), esas voces que se pregonan como libres pero en realidad hablan al dictado de quien paga (y que no dan su brazo a torcer aunque sea público y notorio, prefieren mantener una actitud cínica -y puede que mentir descaradamente- a reconocer por qué dicen lo que dicen). Llegar a un punto en que no te ves capaz de pisotear más veces tu dignidad (eso es lo peor: hacerlo tú mismo) o haber sido capaz de sobrevivir un tiempo sin tener que hacerlo (lo que aún te convierte en más peligroso para el resto -es morder la mano que te da de comer, eso dicen, intentando confundir la lealtad, el compromiso honesto y bien ganado, aquello que no se ha de traicionar, con la sumisión, el sometimiento, el abuso, la venta de cuerpo y alma-) sigue siendo la causa directa de que muchos colegas a los que congratula poder llamar y considerar así no ejerzan la profesión o no estén asumiendo las tareas que deberían o recibiendo los parabienes que merecen (lo digo en modo indicativo porque son muchos los que día a día tendrían que recibir el aplauso del público aunque sólo sea en su retirada más o menos a tiempo o voluntaria), justa recompensa a su calidad, a su nobleza, a su capacidad, a sus méritos, revalorizando un prestigio ganado en buena lid (y que, las cosas como son, los receptores olvidan en cuanto abandonan -u obligados a abandonar- la primera línea). 
   El caso es que nos fuimos un tanto por los cerros de Úbeda, tal y como acabo de volver a hacer (digresiones e introitos inacabables a los que ya están acostumbrados los pacientes y leales que continúan asomándose a este blog), todo vino rodado cuando mencionamos que, hablando en términos periodísticos, uno debe ser honesto y reconocer ante los demás (son, de una forma u otra, su público, aquellos que compran un periódico, sintonizan una emisora, buscan un contenido, demandan lo que alguien en concreto produce por el mero hecho de llevar su firma) sus lazos de amistad con aquel sobre el que habla, eso no invalida el juicio, todo lo contrario, lo peor es ponerse a lanzar loas desmesuradas sin sentido (aún más cuando responden a intereses de empresa o imposiciones -se puede ser cauto para, al menos, no quedar señalado, no hace falta hablar de “obra maestra” si no se piensa que haya tal, se pueden salvar los muebles de aquel a quien hay que dejar en buen lugar sin necesidad de caer en lo ridículo y/o patético, haciendo notorio el gato encerrado-), tampoco hay que coartarse excesivamente si el entusiasmo se nos antoja inevitable, precisamente el equilibro entre pasión y entendimiento es el más complicado de mantener y ahí es donde mejor puede medirse quién se toma el oficio en serio y quién atiende a su juego para obtener un beneficio y no tener que pagar ninguna prenda a cambio (también hay mucho proselitismo, mucho fanatismo, mucho intento -y logro- de alienación, pero mejor dejémoslo para otro día). Y (a ver si enderezo el discurso antes de seguir bifurcándome sin solución) nos pusimos a filosofar un poco sobre semejante cuestión porque Miguel Ángel tuvo la gentileza de decirme que estaba deseando que viese su documental puesto que sabía que le daría una opinión sincera, que no le regalaría los oídos, que analizaría lo que no me gustase para encontrar el motivo por el que eso sucedía, en definitiva, confiaba en mi criterio (como otros muchos amigos y gentes de la profesión artística tienen a bien hacer y llevan años concediéndome su confianza sin tacha ni condiciones); al margen de agradecérselo (él mismo es un espléndido crítico, una persona de juicio que no se ha dejado intoxicar por corrientes, dictámenes, pensamientos únicos ni demás, con la que puedes discrepar y establecer un diálogo enriquecedor), le dije que nunca he negado que en ocasiones he rebajado mi tono abrupto y molesto de espectador que se siente agredido ante lo que vive como una tomadura de pelo (o un aburrimiento mortal o cualquier incomodidad provocada por la obra a considerar que impida el disfrute de la experiencia) para no herir susceptibilidades de gente a la que quiero y respeto, aún más si existen lazos de amistad o cuando menos una simpatía nacida del conocimiento personal, que a veces he optado por guardar silencio para no hacer daño pero también para salvaguardar el valor que otros pueden dar a mis valoraciones, porque me parece innoble poner algo por las nubes (o atacarlo inmisericordemente) sólo por quedar bien o para que alguien no te retire el saludo (si sólo me quiere para que le baile el agua estamos mejor alejados), aunque emplear esta táctica (sobre todo abusar de ella) deja al descubierto a quien la practica, bien sea porque rehúye mojarse y expresar pareceres encontrados (hay mucho buenismo en este asunto –“sólo escribo sobre lo que me gusta”-, pero a veces no queda claro si no se tiene una opinión por desconocimiento o porque no se quiere dar) o porque para todos aquellos que, por así decirlo, pueden comprender ese código restringido al estar en la misma onda queda claro que la falta de noticias a veces no es una buena noticia, sino todo lo contrario.
   Y toda esta parrafada (que, al menos, se ahorrarán los lectores -si quedan- el día que escriba sobre el documental de Miguel Ángel Barroso) viene a cuento (así quiero pensarlo) porque no hace mucho que terminé la segunda novela de alguien con quien he compartido programas de radio y televisión, tertulias públicas y privadas, alguien a quien conozco hace muchos años, alguien a quien puedo llamar amigo con todas las letras porque siempre lo ha demostrado y sin pedir nada a cambio ni cobrarse favores (trabajó mucho tiempo en un gabinete de prensa y, aunque hacía los ofrecimientos pertinentes de diferentes actividades, nunca agobió, obligó, trapicheó o impuso nada, siempre dejaba que cada uno decidiese qué contenidos podían serle útiles para el programa), alguien que durante un tiempo también se vio obligado a no poder expresarse con libertad porque ese que se pensaba director pero en realidad era dictador decretaba cómo debíamos juzgar las películas de que nos ocupábamos cada semana según sus propios intereses (“los del programa”, se le llenaba la boca cuando sólo buscaba medrar, colmar su ambición, hacer propaganda pura y dura). Y, reconociendo que cogí el libro con cariño, lo cierto es que Las calculadoras de estrellas de Miguel Ángel Delgado (sí, tocayo de Barroso) me ha hecho pasar algunos buenos ratos (lo leí con avidez, es imposible desengancharse, tiene la cadencia precisa para que quieras leer un capítulo -y luego otro y después otro-) y muy pronto olvidé que el autor es alguien querido para dejarme arrastrar por su luminosa prosa, heredera directa de aquella literatura que adoramos cuando éramos chavales, no en vano ha salido del magín y el corazón de aquel que, junto a María Santoyo, fue el comisario de la exposición Julio Verne. Los límites de la imaginación, sólo por citar uno de sus créditos, aunque tampoco puede ni debe olvidarse que es una de las personas que ha conseguido que el mito de Nikola Tesla se extendiese en nuestro país, contagiando la fiebre por un personaje al que la Historia ha negado durante demasiado tiempo el lugar que le correspondía.
   Su curiosidad periodística siempre ha gozado de buena salud, nunca ha dejado de hacer preguntas, por eso ha desarrollado un instinto muy sensible para encontrar personalidades a las que no se ha concedido ese trato, arrinconándolas, borrando sus nombres, sus huellas, sus obras, siendo despojadas de una bien ganada inmortalidad a base de injusticias, de abusos, de latrocinios, expulsadas de la historia oficial porque son muy pocos los que la dictan (aún menos los que la escriben); Miguel Ángel siente predilección por aquellos hombres y mujeres que han sido ninguneados y ocultados, cuando no tachados porque a unos cuantos no les convenía que sus nombres (y sexo o color de la piel) trascendiesen, así lo demuestra en sus artículos, así, como decimos, lo hizo (y sigue haciendo) con Tesla, a quien convirtió en personaje decisivo de su primera novela (Tesla y la conspiración de la luz), así ha vuelto a hacerlo en Las calculadoras de estrellas que publicó Destino en el último trimestre de 2016. Las mujeres homenajeadas ya desde el título son las que, contratadas por la Universidad de Harvard porque eran mano de obra barata y se las consideraba idóneas para llevar a cabo un trabajo rutinario (lo que los hombres doctos tenían por tal), elaboraron un auténtico mapa celestial entre finales del XIX y principios del XX que hizo posible la imparable revolución astronómica que sentó sus bases en el resultado de miles de horas de observación, cuantificación, clasificación, entrega y pasión. Como se ha dicho, la novela evoca el aire, el ritmo, el tono, el ambiente de aventura que caracterizaba a Julio Verne (sabiamente mezclado con pinceladas que transpiran a Charlotte Brönte o a Dickens, por mucho que el escenario de la acción sea Estados Unidos), haciendo comprensible el imprescindible lenguaje científico, asentándose en una exhaustiva documentación y en un lenguaje contrastado con minuciosidad con expertos en la materia, precisión que contribuye a la verosimilitud pero no empaña ni oculta la historia personal, la peripecia particular, la posibilidad de empatizar con sus protagonistas, la real Maria Mitchell y la inventada Gabriella Howard, sabiendo hablar para entendidos pero, sobre todo, para neófitos, para ignorantes, para los que, como un servidor, siempre hemos sido muy de Letras y, a pesar de lo apasionante que en sí pueden resultar la Física, la Química u otras ciencias, solemos mirar hacia otro lado cuando son el asunto principal (defecto que sí podríamos achacar a Verne aunque, las cosas como son, nos percatamos de sus parrafadas científicas cuando somos adultos, ya que de niños devoramos páginas en las que sólo se habla de -caso de Cinco semanas en globo- temperatura a la que debe arder el gas para conseguir más o menos elevación, peso de los ocupantes, dimensiones y materiales con que construir la barquilla y cuestiones similares).
   Puede que haya quien piense que Las calculadoras de estrellas se suma al carro de un estupendo filme recientemente estrenado en nuestro país y que opta a tres Oscar el próximo 26 de febrero, incluso habrá quien incluya a ambas (novela y película) en una tendencia (puede que hasta digan “moda” para así depreciarla aún más) a glorificar a aquellos a los que considerar (ellos intentarán minimizar el golpe de ese modo, pero son documentos inapelables los que vienen a desmentir a la Historia o, al menos, a añadirle capítulos), a todos los que fueron desheredados, desposeídos, segregados, oprimidos, esclavizados, discriminados, asesinados, podríamos seguir enumerando adjetivos casi hasta la extenuación; en realidad, hay que hablar de justicia, de necesidad, de no aceptar todo lo que está escrito, de mirar más allá de nuestras narices, de detectar los agujeros (o los zurcidos toscos) que hay en muchas historias que se transmiten sin alterar ni una coma, sin aceptar preguntas, sin atender a contradicciones, sin curiosidad por los puntos suspensivos o las notas a pie de página. Por fortuna, hay escritores como Miguel A. Delgado (por respetar la grafía con que aparece su nombre en la portada) que se ponen a imaginar pero con conocimiento de causa, investigando y completando la Historia, regalando vibrantes páginas de pura literatura cuando los documentos se acaban, rellenando huecos con honestidad, procurando no faltar a la verdad (y, sí, es mi amigo y eso hace que me sienta orgulloso, pero bien saben los fieles al blog que si no hubiese disfrutado tanto con Las contadoras de estrellas también lo diría).