lunes, 30 de diciembre de 2019

LO QUE OCULTAN LAS FLORES






   Tenga más o menos relevancia en el conjunto del texto, suponga un somero resumen del contenido (de lo escrito y/o de lo leído) o sea tan sólo algo que me gustó como encabezamiento, se trate tanto de una frase robada del libro o de cualquier otro lugar (la mayoría de las veces) como de una ocurrencia o evocación sugerida por la lectura, el caso es que cada vez me resulta más imperioso (incluso diría -y creo haberlo confesado en alguna ocasión- imprescindible) tener decidido el título del escrito antes de ponerme con él, aunque llegue con carácter provisional (a veces se gana su permanencia porque, de un modo u otro, consigue afianzarse al establecer lazos con lo que le sigue, al marcar el camino de lo que escribo, en otras, las cosas como son, porque no aparece nada que me resulte más idóneo y quiero publicar el texto), el caso es tener una idea sobre la que ir dando vueltas (o no), un apoyo, una presentación, algo a lo que aferrarme para que, a los pocos segundos de crearlo, el documento deje de estar en blanco. En el caso que hoy nos ocupa, el título ha tardado en llegar, llevaba ya unos días rumiándolo, ordenando notas, repasando la transcripción de lo grabado durante el encuentro, queriendo ocuparme de este libro, pero no terminaba de concretar, todo se me iba en una frase hecha y demasiado obvia (hay quien me dijo que quedaba simpática, y es cierto, pero me parecía un recurso de lo más facilón -tampoco es que me haya roto mucho las meninges, en seguida lo comprobarán-) o, y ese ha sido el mayor escollo, las soluciones más satisfactorias (por sonoras, por llamativas, por significativas, por bien trenzadas -algunas tomadas literalmente de la novela a comentar-) anticipaban demasiado de lo que el lector va a encontrar en una narración que, algo lo que nos tiene acostumbrados su autor desde el mismo punto de partida (los cuatro títulos que ha publicado hasta el momento no pueden ser más diferentes entre sí), es una continua y fabulosa sorpresa, no sólo en su argumento, no sólo en su desarrollo, sino en cómo homenajea a una manera de hacer literatura, a un estilo, a un género (o varios, en realidad), a una época, en el modo magistral en que combina elementos muy diferentes sin perder jamás coherencia ni verosimilitud, con un rigor histórico impecable a la hora de recoger detalles, ambientes, condiciones de vida, anécdotas reales, sucesos que se estudian en las aulas, todo puesto al servicio de una ficción narrativa muy sólida, que provoca adicción desde las primeras líneas, una trama muy enrevesada y compleja que se sigue con deleite y facilidad porque el autor rehúye la erudición innecesaria y epatante en que tantos incurren, demuestra el movimiento andando, es decir, hay mucho que el lector curioso y amante de la Historia podrá reconocer o descubrir, a buen seguro más de uno irá consultando a través de Google qué hay de verdad en esto o en aquello, si este personaje existió o es inventado, pero todo está al servicio de la historia, nada es accesorio ni responde al mero lucimiento de virtuosismo y/o conocimientos, la novela puede leerse sólo como eso, siempre juega a favor del lector, Antonio Garrido, que conoce perfectamente el oficio de contador de historias, tiene muy claro que está escribiendo una novela, no otra cosa camuflada de tal (o ni eso) como tantas veces corre por ahí.

   El jardín de los enigmas (que Espasa lanzó al mercado el pasado noviembre) es, como ya se ha dicho, la cuarta novela del escritor de Linares, una nueva ficción histórica (es en lo único que se parecen entre sí sus obras -bueno, y en el placer y la diversión que producen-) que nos traslada al Londres de 1850, inmerso en la preparación de lo que será la primera Exposición Universal, motivo por el que se está construyendo en Hyde Park el Crystal Palace. Con semejante telón de fondo, Antonio va reuniendo otros acontecimientos y hechos de la época que por un lado nos la acercan y hacen vívida como pocas veces se ha logrado (sin ser británico, quiero decir: ellos juegan en ese aspecto -y en otros, no hay más que admirar su industria audiovisual- con lógica ventaja) y por otro producen un efecto dominó medido con pulso templado de narrador que no deja nada al azar, las piezas van cayendo en diferentes direcciones y todas se interrelacionan y afectan sin que el más mínimo detalle resulte ajeno o caprichoso, todo se sucede con lógica y sin que sea posible vaticinar qué va a ocurrir en el siguiente capítulo. Es, como señalábamos, una de las máximas virtudes del autor, empezando por el hecho de que, hasta el momento, no ha repetido época histórica, no se puede prever nada en lo que se refiere a la trama o la acción en sí antes de abrir una novela de Antonio Garrido, de lo que no existen dudas (si has leído alguna de las demás) es de la pulcritud y meticulosidad de su trabajo, de su muy bien entrenado músculo narrador que le permite ir sumando elementos, dando giros y alcanzando picos de muy diversa índole e intensidad sin que el indudable y meritorio esfuerzo se perciban ni un segundo, puesto que (ahora hablamos de El jardín de los enigmas en concreto) la lectura, no puede ser de otro modo con una prosa cuidada (no tendría por qué aclararlo, pero todavía hay muchos que piensan que la calidad es incompatible con el entretenimiento y viceversa) que invita a ello, se hace con fluidez, con sumo interés, con emoción y tensión adecuadas a cada momento, sin precipitaciones pero sin consentir pausas, con una progresión dramática (en cualquiera de los sentidos posibles, en todos) de infinita precisión. Por todo ello, repito, querría que ustedes llegasen a la lectura como lo hice yo, es decir, leyendo lo que cuenta la contraportada o casi ni eso, encontrándose con una nota introductoria que pone en (pocos, no hacen falta más) antecedentes, por eso me decidí a hablar de las flores en el título (evitando el manido “dígaselo con flores”, al menos no ser tan predecible), porque lo explica Antonio en el prefacio, porque ese fue el pistoletazo de salida para empezar a tejer la novela.

   Es algo en lo que abunda en la nota final (que no deben perderse, pero sólo en ese momento) y sobre lo que da algunas pinceladas (es también maestro en contar lo imprescindible y, además, dejar al interlocutor con ganas de más, es decir, de leer) durante el encuentro que mantuvimos en Cervantes y Compañía a finales de noviembre y en el que mi Pepa Muñoz volvió a colocarme frente a la cámara para conversar unos minutos a solas con el autor: https://www.youtube.com/watch?v=qPqXYmEy_jU&t=59s. Cuando nos reunimos con el resto de asistentes (no el grupo habitual completo, pero una nutrida representación) y con Miryam Galaz, la editora, puesto que, como es norma y cortesía en este tipo de actos, como es (o debería ser) lógico (y lo mismo sirve para las entrevistas, queridos colegas -o lo que seáis-), todos llevábamos la novela leída y bien leída, no hubo freno ni tapujos, empezamos a desgranar aquellos aspectos que más nos habían llamado la atención, mil detalles que la destripan e incluso diría deshuesan, es por eso que no reproduciré gran parte de lo que dijimos/reímos/analizamos, entretelas de El jardín de los enigmas que Antonio tuvo la amabilidad de compartir con nosotros, regaló su complicidad a lectores parlanchines con la única intención (confío en que así lo percibiese) de agasajarle del mejor modo que sabemos, demostrando a las claras el entusiasmo incontenible que nos despierta su obra (aunque nos centrásemos en la última, porque es lo que correspondía). Pero, para que abran boca, aunque se lo pueden escuchar en el vídeo (después de terminar el texto, confío/ruego), como si fuese el preámbulo antes indicado, dejemos que el propio escritor nos cuente algo de la génesis de su novela: “Ha tenido un proceso de gestación similar al de las anteriores: estoy mucho tiempo buscando una historia que me atraiga y sólo cuando lo hago, cuando encuentro aquella que siento tiene fuerza, potencial, que me pide que escriba, cuando me apasiono es cuando me embarco en la tarea. Ésta apareció durante unas vacaciones, visitando el palacio de Topkapi, fue allí donde conocí el sistema de comunicación clandestino que diseñaron las concubinas a través de las flores para dialogar con sus amantes, con el consiguiente riesgo para su vida. Además, un agregado comercial francés, que era espía al servicio de lo que aún no se llamaba Foreign Office, lo adoptó y se empleó en las comunicaciones de las Indias Orientales”. Fueron apareciendo otras piezas que se irán descubriendo según se avance en la lectura, asuntos, personajes y hechos muy diferentes que posibilitan que El jardín de los enigmas se mueva entre varios géneros y a todos haga justicia y engrandezca: novela de aventuras, de misterio, de espionaje, crónica social, un mosaico cuyas teselas parecen sólo una por lo magníficamente unidas que se presentan, un auténtico y soberbio folletín, palabra que Antonio no tiene ningún reparo ni complejo en utilizar (no hay por qué, bien saben lo mucho que la defendemos en este rincón) y que reivindica/homenajea, puesto que en la época que recrea fue donde floreció la industria editorial gracias a historias por entregas, novelas completas  o narraciones cortas firmadas por Dumas, Dickens, Galdós, Verne, Stevenson, Conan Doyle y tantos otros, ese es el espíritu que se recupera, imprimiéndole un sello propio y actual (aunque muy respetuoso con formas, decires, maneras y estructura: huele a literatura victoriana -periodo, por cierto, que abarca casi 64 años, que hay quien sólo piensa en Jack el Destripador y por ahí-).

   Es un deleite y también una sorpresa (depende de a qué nos refiramos) comprobar gracias a la nota final del autor lo mucho de verdad que hay en las páginas precedentes a la misma, cómo se han cuidado los detalles, cómo el novelista ha inventado empapándose de realidad: “El epílogo sirve para legitimar la novela, aunque no haga falta, porque si el lector se lo ha creído y ha vivido esa Inglaterra victoriana que ahí se cuenta, es que todo funciona como debe. Pero así se confirma que casi todo es verdad, que hay un trabajo detrás, que no es una mera invención, cuando leo agradezco ese tipo de explicaciones. Del mismo modo, me gusta que todo se comprenda, que la lectura sea natural y fluida, algo que no hay que confundir con simplicidad: la sencillez requiere una gran complejidad a la hora de elaborarse, se trata de que el lector no tenga que esforzarse más que en disfrutar”. Y lo consigue con creces, no sólo evitando explicaciones prolijas e innecesarias, sino permitiendo al lector entrar en el juego e intentar resolver los enigmas antes que los personajes algo que, todo hay que decirlo, no siempre le importaba a Conan Doyle, ya que le hemos citado antes y viene a cuento; la profundidad psicológica de sus personajes coadyuva a que esto sea así, puesto que son arquetipos (algunos) con fundamento y contenido, las compartamos o no, las comprendamos o nos provoquen rechazo, conocemos (en el momento adecuado) sus pulsiones, sus razones, sus recovecos, sus emociones: “Las novelas tienen que ser en parte un reflejo de la sociedad y por eso hay personajes de todo tipo, no se trata de un cuento de hadas; creo que eso hace más humano el libro, se trata de comprender a los personajes, no hay que estar de acuerdo con ellos. En ese sentido, la que más trabajo me ha dado es Daphne porque es muy compleja, no por ella misma, sino por la situación en que se encuentra: situación complicada en la que entran en juego sus sentimientos, en contradicción con sus obligaciones. Manejar su comportamiento y mantener la intriga no ha sido fácil, todo un reto. Por el contrario, Memento ha sido el más sencillo, ya que no tiene dobleces”. Sin ahondar demasiado, no podemos dejar de mencionar al fantástico protagonista, Rick Hunter, una creación que impregna cada escena, cada frase, una personalidad ambigua tan espléndidamente dibujada que en diferentes ocasiones a uno le dio por pensar que la novela estaba escrita en primera persona, tal prospección se hace en sus dolores, las sombras que arrastra, tanto miramos a través de sus ojos y latimos al ritmo de su corazón que se produce una simbiosis entre los tres (personaje, narrador y lector) que resulta enormemente atractiva, irresistible como lo es El jardín de los enigmas.

sábado, 28 de diciembre de 2019

YO PISARÉ LAS TABLAS NUEVAMENTE




   El amor por el teatro, al modo en que se hace en otros países, debería inocularse desde muy pequeños, no sólo como fuente de cultura, no sólo por el conocimiento que aporta (y sin esfuerzo, sin que se considere un deber, una asignatura), además de permitir que de un modo natural y divertido se aprenda a hablar para que los demás nos entiendan (algo básico en un escenario, por más que tantos llamados actores de las últimas generaciones demuestren lo contrario, incluso aunque lleven micrófonos, carencia que el público soporta con pasmo y dolor -o creyendo, como ya dijo hace tiempo la gran Amparo Rivelles, maestra del saber decir y estar, que se tienen problemas de oído-), supone todo un bagaje en lo que a sentimientos, pasiones, personalidades, arquetipos y estereotipos que tantas veces somos por más que pretendamos/creamos lo contrario, ayuda a vencer miedos, inseguridades, ridículos propios, risitas ajenas, clausuras emocionales, lo dice alguien que, más allá de las inclemencias externas, siempre ha tendido a la soledad, a la reclusión, a la inmersión en uno mismo o en las historias creadas por otros, alguien que encontró en el teatro durante la época de instituto una vía de escape, un chute constante de oxígeno, un modo de comunicación (tanto con el resto del equipo -decir “compañía” se me antoja una blasfemia- como con los espectadores), un juego que me ayudaba a romper corazas (en plural), que me enriquecía en muchos sentidos. Sé que puede sonar raro para muchos, resulto muy extrovertido (incluso demasiado a veces, lo de medir la intensidad sigo sin controlarlo -también para todo lo contrario-), escogí una profesión nada digamos recóndita (si bien es cierto que, lo digo rápido para no repetirme demasiado, lo que más me llamaba al principio era escribir), puedo parecer el más sociable, dicharachero, encantador, pero en mi fuero interno estoy casi siempre (incluso cuando lo estoy disfrutando, cuando me alimento de la amistad, del cariño, de la compañía de ciertas personas) deseando regresar a mi guarida (al “nidito” como dice Pablo), a mis libros, al ordenador, a nuestras series y películas, precisamente el teatro es una de las pocas citas que acepto con agrado, porque hay que ir a verlo, hay que participar del ritual, porque sentado en la butaca frente al escenario y con mi mano cobijada en la suya todo resulta fácil y posible, porque (si no fuera por móviles, toses intempestivas que no se contienen, otras muestras de mala educación teatral -y de cualquier tipo-) el resto del público desaparece y la magia vuelve a hacer efecto (dicho en general y describiendo el ánimo con que uno acude al espectáculo, después puede llegar el aburrimiento, la decepción, la desolación, pero ese es otro cuento que ahora no importa).

   Al margen de proporcionarme, en tantos aspectos, ese refugio, ese asidero, ese refuerzo, ese alimento, el teatro fue desde siempre, ya se ha insinuado/dicho, sinónimo de entretenimiento, de diversión, de juego, por más que les pique a algunos (porque se les desmonta el negocio, porque a poco que uno recuerde/se informe les desmonta la soflama), gracias a una TVE que se parecía todo lo que podía (o le dejaban, aunque, parece que algunos lo han olvidado, Franco murió en 1975, es decir, poca dictadura conocimos los que nacimos en 1970) a la BBC (imprescindible para que los británicos prácticamente nazcan amando el teatro), las artes escénicas y literarias estaban presentes en nuestra cotidianidad, no sólo con el tantas veces añorado Estudio 1 (que lo restauren y repongan en condiciones, por favor) u otros programas dramáticos, sino en las horas dedicadas a los más pequeños, bien con adaptaciones de clásicos, con fragmentos de obras, jugando a cantar zarzuela como en La mansión de los Plaff, tomando contenidos y/o personajes, transformándolos en dibujos animados, Gloria Fuertes leyendo/haciéndonos vivir uno de sus poemas era todo un espectáculo teatral, a todo se le daba ese carácter lúdico, de representación, no me cansaré de repetir lo mucho que aprendimos sin sentirlo como una carga, como una obligación, como deberes para clase, pasándolo de miedo, ese es el espíritu (la realidad) que convendría recuperar. Del mismo modo, de una manera totalmente artesanal (de ahí la insistencia en que se integre totalmente en el sistema educativo, que el tal merezca ese apellido), era habitual (creo que en algunos sitios mantienen la tradición) organizar en el colegio obritas de teatro, algún número de cara a la fiesta de Navidad y/o de fin de curso, tuve la fortuna de que algunos profesores creían en las bondades de este tipo de actividades/ejercicios/materias (dependía de cada uno cómo se consideraban) y las incorporaban a sus clases, leíamos en voz alta, aprendíamos textos para escenificar/declamar, siempre lo pasé bien fingiendo ser otro, jugando a encarnar a mis personajes favoritos de televisión, transformándome en personas diferentes (o muy parecidas) a mí, por eso me volqué en el instituto en ello, por eso me fue tan fácil aceptar la invitación de Ángeles Martín para darle réplica en diferentes escenas (muchas escogidas por Pablo) durante unos meses en la radio, no niego que las tablas me tiran como aficionado, como amante y admirador de lo que allí se hace, con todo el respeto y consciente de mis limitaciones, es decir, sin usurpar nada ni convertirme en un intruso (y eso, puedo decirlo con orgullo, que algunos profesionales me han invitado a explorar esa vía -que, repito, me divierte y ha proporcionado ciertas satisfacciones, recuerdos inolvidables y placenteros, pero no es mi vocación, prefiero seguir siendo espectador-).

   Pero con La Cubana nunca se es sólo eso o, mejor dicho, se es un espectador completo porque se participa de la experiencia, porque toda la platea cobra importancia, porque el público entra en el juego, porque la cuarta pared está rota antes de empezar, porque se hace teatro desde la entrada (y hasta con las puertas cerradas) hasta la salida (e incluso un poco más allá). Y la compañía (aquí sí, dicho, además, con la boca bien abierta) cumple las expectativas (y las amplía) con Adiós, Arturo, la función que está representando en el Teatro Calderón de Madrid desde el pasado octubre (y que ya ha girado por diferentes plazas -están cerca de las 400 representaciones, si no las han superado ya-), todo un compendio de las virtudes y excelencias que han convertido a sus diferentes componentes a lo largo de sus casi 40 años (se cumplen en 2010) en referentes, en iconos, en hitos y mitos, en estrellas, aunque tal vez habría que decirlo en singular en el sentido de que es siempre La Cubana, como conjunto, como comunidad, como pandilla, como globalidad, lo que el público aplaude, vitorea, reclama y sigue. Como es marca de la casa, conviene contar poco (o nada) de lo que sucede para que, así, la inevitable sorpresa sea aún mayor, para que se espere cualquier cosa y se encuentre todavía más, baste con decir que lo que se ha instalado en el Calderón es la capilla ardiente del polifacético y conocido internacionalmente artista Arturo Cirera Mompou, fallecido a los 101 años, y que toda la profesión y demás gente afectada quiere rendirle honores. Un servidor acudió a ello en la función especial para prensa celebrada el día antes del estreno oficial (el 9 de octubre) y cuando apenas llevaba unos minutos en la butaca, mirando aquí y allá, comentando con mi amiga Lola (Pablo no estaba en Madrid) esto y aquello (siempre hay mucho a lo que atender en un espectáculo de La Cubana), con el público aún llegando, se nos acercó un sonriente empleado de funeraria con un traje colorido para reírse un poco de algunas frases hechas recurrentes en ceremonias así puesto que Arturo era y quería todo lo contrario, me dijo que llevaba una camisa muy propia para el evento (una que gusta mucho a mi querido Emilio Delliafonte) pero que me faltaba algo para estar correctamente equipado, me pidió prestado a Lola, me condujo al placo VIP transformado en camerino/vestidor para caracterizarme como Óscar Abderramán, familiar de Arturo llegado desde Marruecos, en fin, pueden imaginar más o menos todo lo demás (al margen de que hay muchos vídeos por las redes, no sólo de ese día, sino de otras funciones para que se hagan una idea de lo que pasa). Como siempre, La Cubana trata a sus “víctimas” con guante de seda, con exquisita cordialidad, creando lazos cómplices en segundos, haciendo sentir muy cómodo (aunque mirar ese patio de butacas desde el escenario encoge el estómago, más a un tímido como yo, más aún porque es el teatro en que empecé a ser espectador junto a la tía Carmen y mi abuela, más aún porque era con La Cubana, más aún porque entramos por el pasillo central en que era un gustazo ver a Concha Velasco en Mama, quiero ser artista, más aún porque salimos de escena por uno de los brazos, es decir, entre bastidores, ¡ay, aún me tiembla todo!), haciéndote sentir especial porque te han escogido para ello, has pasado el casting en que van repartiendo cometidos y vestuario mientras, ¡inocente!, tú estás a tus cosas.

   Era, por lo tanto, de ley que regresara al Calderón para conversar con quien fue mi captor, mi director, mi acompañante (o yo de él), con quien por unos minutos me hizo sentir estrella, con quien supo lidiar con mi arritmia (a la hora de bailar), mi estupor, mi sosería, mi sentido del ridículo (que a pesar de todo siempre rebrota). Edu Ferrés es un joven pero preparadísimo intérprete, versátil como es característica fundamental en La Cubana, un todoterreno que, en parte, se formó con ellos: “Antes de venirme a Madrid, en 2010, hice un curso de creación de personajes con La Cubana, el más útil que he hecho porque he podido aplicar muchas de las cosas que aprendí. Éramos unos 30, contrataron a 4 para el siguiente espectáculo y yo, como digo, me vine a Madrid, monté mi compañía [Improclan], hice televisión, cine, otras cosas, hasta que ocho años después, me llama Jordi Milán, el director, para saber dónde andaba y qué hacía y mira tú, jajaja”. Y aquí está, varios cientos de funciones después: “Formar parte de La Cubana engloba muchas cosas, personal y profesionalmente. En cuanto a lo segundo, supone un aprendizaje brutal: hay muchas funciones y por lo tanto hay muchas oportunidades para probar muchas cosas, para cambiar, para equivocarse, para volver a hacer, se visitan muchas plazas, lo que supone público muy distinto, hay que adaptar algunas partes según dónde se actúe [en este caso, se supone que Arturo nació en la casa que hay frente al Calderón], la obra está muy viva, cada día hay algún cambio, pequeñas variaciones, es lo que más he aprendido aquí: no te puedes relajar, no hay que dormirse, no importan las funciones que lleves, aquí no se puede actuar mecánicamente, hay que estar alerta. El proceso de creación fue también muy curioso: cuatro meses, de lunes a viernes, un montón de horas probando, quitando, cortando, es una compañía que trabaja de un modo muy artesanal, no importa que sea una gran producción y destinada a un público masivo, muy detallista, todo se mima mucho”. ¿Y en lo personal? “Supone trabajar mucho tiempo con el mismo equipo humano lo que supone un aprendizaje brutal, todos a la vez, lo que hay detrás del escenario es otro espectáculo, literal: prisas, carreras, “que me engancho”, “¡no hables fuerte!”, “deja paso”, lo de “Por delante y por detrás” se queda muy corto, jajaja”.

   Señalo que el gran éxito de La Cubana ha sido siempre trabajar con la gente como material principal, con quiénes somos, cómo nos comportamos, exagerando a veces lo justo, caricaturizando con ternura pero sacándonos (necesariamente) los colores: “Se hace un teatro de tú a tú, hablando de un modo coloquial, muy cercano, muy de la calle, ponemos en escena el teatro que hacemos en nuestra vida cotidiana para decir al público fíjate cómo somos”, todo adornado con mucha pluma, con mucho color, como es La Cubana, claro”. Me sirve en bandeja la siguiente pregunta, aunque también lo exclamo con admiración, ¡cómo es La Cubana!, se canta, se baila, se hacen no sé cuántos personajes (y no todos del mismo sexo), se está continuamente en movimiento, se despliegan facultades, se demuestra una versatilidad extrema porque se hace hasta de lo que nunca se hubiese imaginado: “La Cubana es muy completa, creo que no me dejo nada por hacer, ¡ya no sé hacer nada más! [bueno, sí, por ejemplo, equitación, le recuerdo] Tengo ocho cambios de vestuario, sí, es muy lucido, pero lo bonito de esto es que aquí no llegas, actúas y te vas: se monta, estás antes, todo se cuida, se aprende de todo lo que los actores no suelen ver”. De hecho, mientras conversamos en el patio de butacas, están ajustando luces, preparando lo que falta en escena, van llegando otros artistas, la maquinaria se ha puesto en marcha y Edu, sin dejar de atenderme ni perder la conversación, está pendiente de lo que pueda surgir, le noto alerta a cualquier detalle: “Entrar en La Cubana supone adaptarse a un código muy específico, hay que hacer muchos personajes, muchas voces, no hay que pensar, se trata de probar, la versatilidad se fragua así. Aquí no existen los covers, no se contempla [¡Encontrar a otros iguales!, me asombro, ¡misión imposible!], es un riesgo que se corre, se hace lo imposible por hacer la función, estamos ahí siempre”. Esa es la entrega que se percibe y agradece en cada función, por eso se vive de manera tan especial, no sólo porque, como en mi caso (y en el de otros muchos cada día), se forme parte por unos minutos del espléndido elenco, siempre sin violencia ni malos tragos, sin apuros: “El público hace una figuración, no se quiere comprometer a nadie; siempre hay quien te pide un disfraz cuando ya no quedan y te da coraje no tener nada, puesto que quiere participar. Me divierte mucho jugar con la gente, es la mejor parte, hay quien entra en seguida y te sigue la broma, amplían la historia”.

   Entre otras cosas, Adiós, Arturo supone una declaración de amor al mundo del espectáculo, un homenaje a muchos géneros y artistas, sabiendo que Edu recibió formación del gran Jango Edwards y que estudió en la Escuela Internacional del Gesto le comento que a buen seguro disfruta especialmente con un momento de la función en que recrea a todo un mito del mimo: “Sí, sí, lo disfruto muchísimo, es un gustazo poder homenajear a Marcel Marceau, sobre todo en teatros tan grandes cuando ya no se ven mimos, hay teatro gestual pero no mimo al modo clásico”. Y esto nos lleva, de un modo u otro, a hablar un poco de Improclan, creada en 2012 junto a otros tres compañeros: “Es una productora de improvisación teatral, algo que siempre añadimos porque Improclan nace de actores, en eso hemos ido un tanto al revés que la mayoría. Nosotros no lo ciframos todo a la gracia, a la espontaneidad: se trata de interpretar, de sentir algo y que se transmita al público. La improvisación es un arma de doble filo, es muy agradecida de ver, es comercial, pero a veces se pueden confundir algunas cosas, conviene especificar qué tipo de espectáculo se ofrece, cuidamos mucho esos aspectos y nos llamamos “teatro sin guión”, jajaja. Nosotros entrenamos agilidad, cambio de personajes, estructuras, es un ejercicio constante”. Ahora mismo están haciendo Improvisa, tío todos los sábados en los Teatros Luchana y desde el 27 de enero estarán los lunes en La Escalera de Jacob con Shhh!, es decir, actividad no le va a faltar a Edu Ferrés quien, por supuesto, seguirá en el Calderón con Adiós, Arturo, divirtiéndose y divirtiendo como sólo puede y sabe hacer La Cubana.

   P.D.: No sé si aún estarán a tiempo, pero el 31 hay función especial de Nochevieja, tradición teatral que en este caso tiene un aliciente excepcional puesto que, desde el Calderón (desde la Plaza de Jacinto Benavente), se escuchan las campanadas de la Puerta del Sol. Eso sí, de lo que pueda suceder en escena, fuera de ella, antes, durante y después del espectáculo, nadie puede estar seguro (pero de que habrá muchas risas y mucho talento no hay duda).