El amor por el teatro, al modo en que se hace en otros países, debería
inocularse desde muy pequeños, no sólo como fuente de cultura, no sólo por el conocimiento
que aporta (y sin esfuerzo, sin que se considere un deber, una asignatura), además
de permitir que de un modo natural y divertido se aprenda a hablar para que los
demás nos entiendan (algo básico en un escenario, por más que tantos llamados
actores de las últimas generaciones demuestren lo contrario, incluso aunque
lleven micrófonos, carencia que el público soporta con pasmo y dolor -o
creyendo, como ya dijo hace tiempo la gran Amparo Rivelles, maestra del saber
decir y estar, que se tienen problemas de oído-), supone todo un bagaje en lo
que a sentimientos, pasiones, personalidades, arquetipos y estereotipos que
tantas veces somos por más que pretendamos/creamos lo contrario, ayuda a vencer
miedos, inseguridades, ridículos propios, risitas ajenas, clausuras emocionales,
lo dice alguien que, más allá de las inclemencias externas, siempre ha tendido
a la soledad, a la reclusión, a la inmersión en uno mismo o en las historias
creadas por otros, alguien que encontró en el teatro durante la época de
instituto una vía de escape, un chute constante de oxígeno, un modo de
comunicación (tanto con el resto del equipo -decir “compañía” se me antoja una
blasfemia- como con los espectadores), un juego que me ayudaba a romper corazas
(en plural), que me enriquecía en muchos sentidos. Sé que puede sonar raro para
muchos, resulto muy extrovertido (incluso demasiado a veces, lo de medir la
intensidad sigo sin controlarlo -también para todo lo contrario-), escogí una
profesión nada digamos recóndita (si bien es cierto que, lo digo rápido para no
repetirme demasiado, lo que más me llamaba al principio era escribir), puedo
parecer el más sociable, dicharachero, encantador, pero en mi fuero interno
estoy casi siempre (incluso cuando lo estoy disfrutando, cuando me alimento de
la amistad, del cariño, de la compañía de ciertas personas) deseando regresar a
mi guarida (al “nidito” como dice Pablo), a mis libros, al ordenador, a
nuestras series y películas, precisamente el teatro es una de las pocas citas
que acepto con agrado, porque hay que ir a verlo, hay que participar del
ritual, porque sentado en la butaca frente al escenario y con mi mano cobijada
en la suya todo resulta fácil y posible, porque (si no fuera por móviles, toses
intempestivas que no se contienen, otras muestras de mala educación teatral -y
de cualquier tipo-) el resto del público desaparece y la magia vuelve a hacer
efecto (dicho en general y describiendo el ánimo con que uno acude al
espectáculo, después puede llegar el aburrimiento, la decepción, la desolación,
pero ese es otro cuento que ahora no importa).
Al margen de proporcionarme, en tantos aspectos, ese refugio, ese asidero,
ese refuerzo, ese alimento, el teatro fue desde siempre, ya se ha
insinuado/dicho, sinónimo de entretenimiento, de diversión, de juego, por más
que les pique a algunos (porque se les desmonta el negocio, porque a poco que
uno recuerde/se informe les desmonta la soflama), gracias a una TVE que se
parecía todo lo que podía (o le dejaban, aunque, parece que algunos lo han
olvidado, Franco murió en 1975, es decir, poca dictadura conocimos los que
nacimos en 1970) a la BBC (imprescindible para que los británicos prácticamente
nazcan amando el teatro), las artes escénicas y literarias estaban presentes en
nuestra cotidianidad, no sólo con el tantas veces añorado Estudio 1 (que
lo restauren y repongan en condiciones, por favor) u otros programas dramáticos,
sino en las horas dedicadas a los más pequeños, bien con adaptaciones de clásicos,
con fragmentos de obras, jugando a cantar zarzuela como en La mansión de los
Plaff, tomando contenidos y/o personajes, transformándolos en dibujos animados,
Gloria Fuertes leyendo/haciéndonos vivir uno de sus poemas era todo un
espectáculo teatral, a todo se le daba ese carácter lúdico, de representación, no
me cansaré de repetir lo mucho que aprendimos sin sentirlo como una carga, como
una obligación, como deberes para clase, pasándolo de miedo, ese es el espíritu
(la realidad) que convendría recuperar. Del mismo modo, de una manera
totalmente artesanal (de ahí la insistencia en que se integre totalmente en el
sistema educativo, que el tal merezca ese apellido), era habitual (creo que en
algunos sitios mantienen la tradición) organizar en el colegio obritas de
teatro, algún número de cara a la fiesta de Navidad y/o de fin de curso, tuve
la fortuna de que algunos profesores creían en las bondades de este tipo de
actividades/ejercicios/materias (dependía de cada uno cómo se consideraban) y
las incorporaban a sus clases, leíamos en voz alta, aprendíamos textos para
escenificar/declamar, siempre lo pasé bien fingiendo ser otro, jugando a
encarnar a mis personajes favoritos de televisión, transformándome en personas
diferentes (o muy parecidas) a mí, por eso me volqué en el instituto en ello,
por eso me fue tan fácil aceptar la invitación de Ángeles Martín para darle
réplica en diferentes escenas (muchas escogidas por Pablo) durante unos meses
en la radio, no niego que las tablas me tiran como aficionado, como amante y
admirador de lo que allí se hace, con todo el respeto y consciente de mis
limitaciones, es decir, sin usurpar nada ni convertirme en un intruso (y eso,
puedo decirlo con orgullo, que algunos profesionales me han invitado a explorar
esa vía -que, repito, me divierte y ha proporcionado ciertas satisfacciones,
recuerdos inolvidables y placenteros, pero no es mi vocación, prefiero seguir
siendo espectador-).
Pero con La Cubana nunca se es sólo eso o, mejor dicho, se es un
espectador completo porque se participa de la experiencia, porque toda la
platea cobra importancia, porque el público entra en el juego, porque la cuarta
pared está rota antes de empezar, porque se hace teatro desde la entrada (y
hasta con las puertas cerradas) hasta la salida (e incluso un poco más allá). Y
la compañía (aquí sí, dicho, además, con la boca bien abierta) cumple las
expectativas (y las amplía) con Adiós, Arturo, la función que está representando
en el Teatro Calderón de Madrid desde el pasado octubre (y que ya ha girado por
diferentes plazas -están cerca de las 400 representaciones, si no las han
superado ya-), todo un compendio de las virtudes y excelencias que han
convertido a sus diferentes componentes a lo largo de sus casi 40 años (se
cumplen en 2010) en referentes, en iconos, en hitos y mitos, en estrellas,
aunque tal vez habría que decirlo en singular en el sentido de que es siempre
La Cubana, como conjunto, como comunidad, como pandilla, como globalidad, lo
que el público aplaude, vitorea, reclama y sigue. Como es marca de la casa,
conviene contar poco (o nada) de lo que sucede para que, así, la inevitable
sorpresa sea aún mayor, para que se espere cualquier cosa y se encuentre
todavía más, baste con decir que lo que se ha instalado en el Calderón es la
capilla ardiente del polifacético y conocido internacionalmente artista Arturo
Cirera Mompou, fallecido a los 101 años, y que toda la profesión y demás gente
afectada quiere rendirle honores. Un servidor acudió a ello en la función
especial para prensa celebrada el día antes del estreno oficial (el 9 de octubre)
y cuando apenas llevaba unos minutos en la butaca, mirando aquí y allá,
comentando con mi amiga Lola (Pablo no estaba en Madrid) esto y aquello (siempre
hay mucho a lo que atender en un espectáculo de La Cubana), con el público aún
llegando, se nos acercó un sonriente empleado de funeraria con un traje
colorido para reírse un poco de algunas frases hechas recurrentes en ceremonias
así puesto que Arturo era y quería todo lo contrario, me dijo que llevaba una
camisa muy propia para el evento (una que gusta mucho a mi querido Emilio
Delliafonte) pero que me faltaba algo para estar correctamente equipado, me pidió
prestado a Lola, me condujo al placo VIP transformado en camerino/vestidor para
caracterizarme como Óscar Abderramán, familiar de Arturo llegado desde
Marruecos, en fin, pueden imaginar más o menos todo lo demás (al margen de que
hay muchos vídeos por las redes, no sólo de ese día, sino de otras funciones
para que se hagan una idea de lo que pasa). Como siempre, La Cubana trata a sus
“víctimas” con guante de seda, con exquisita cordialidad, creando lazos
cómplices en segundos, haciendo sentir muy cómodo (aunque mirar ese patio de
butacas desde el escenario encoge el estómago, más a un tímido como yo, más aún
porque es el teatro en que empecé a ser espectador junto a la tía Carmen y mi
abuela, más aún porque era con La Cubana, más aún porque entramos por el
pasillo central en que era un gustazo ver a Concha Velasco en Mama, quiero
ser artista, más aún porque salimos de escena por uno de los brazos, es
decir, entre bastidores, ¡ay, aún me tiembla todo!), haciéndote sentir especial
porque te han escogido para ello, has pasado el casting en que van repartiendo
cometidos y vestuario mientras, ¡inocente!, tú estás a tus cosas.
Era, por lo tanto, de ley que regresara al Calderón para conversar con
quien fue mi captor, mi director, mi acompañante (o yo de él), con quien por
unos minutos me hizo sentir estrella, con quien supo lidiar con mi arritmia (a
la hora de bailar), mi estupor, mi sosería, mi sentido del ridículo (que a
pesar de todo siempre rebrota). Edu Ferrés es un joven pero preparadísimo
intérprete, versátil como es característica fundamental en La Cubana, un
todoterreno que, en parte, se formó con ellos: “Antes de venirme a Madrid, en
2010, hice un curso de creación de personajes con La Cubana, el más útil que he
hecho porque he podido aplicar muchas de las cosas que aprendí. Éramos unos 30,
contrataron a 4 para el siguiente espectáculo y yo, como digo, me vine a Madrid,
monté mi compañía [Improclan], hice televisión, cine, otras cosas, hasta
que ocho años después, me llama Jordi Milán, el director, para saber dónde
andaba y qué hacía y mira tú, jajaja”. Y aquí está, varios cientos de
funciones después: “Formar parte de La Cubana engloba muchas cosas, personal
y profesionalmente. En cuanto a lo segundo, supone un aprendizaje brutal: hay
muchas funciones y por lo tanto hay muchas oportunidades para probar muchas
cosas, para cambiar, para equivocarse, para volver a hacer, se visitan muchas
plazas, lo que supone público muy distinto, hay que adaptar algunas partes
según dónde se actúe [en este caso, se supone que Arturo nació en la casa
que hay frente al Calderón], la obra está muy viva, cada día hay algún
cambio, pequeñas variaciones, es lo que más he aprendido aquí: no te puedes
relajar, no hay que dormirse, no importan las funciones que lleves, aquí no se
puede actuar mecánicamente, hay que estar alerta. El proceso de creación fue
también muy curioso: cuatro meses, de lunes a viernes, un montón de horas
probando, quitando, cortando, es una compañía que trabaja de un modo muy
artesanal, no importa que sea una gran producción y destinada a un público
masivo, muy detallista, todo se mima mucho”. ¿Y en lo personal? “Supone
trabajar mucho tiempo con el mismo equipo humano lo que supone un aprendizaje
brutal, todos a la vez, lo que hay detrás del escenario es otro espectáculo,
literal: prisas, carreras, “que me engancho”, “¡no hables fuerte!”, “deja paso”,
lo de “Por delante y por detrás” se queda muy corto, jajaja”.
Señalo que el gran éxito de La Cubana ha sido siempre trabajar con la
gente como material principal, con quiénes somos, cómo nos comportamos,
exagerando a veces lo justo, caricaturizando con ternura pero sacándonos
(necesariamente) los colores: “Se hace un teatro de tú a tú, hablando de un
modo coloquial, muy cercano, muy de la calle, ponemos en escena el teatro que
hacemos en nuestra vida cotidiana para decir al público fíjate cómo somos”,
todo adornado con mucha pluma, con mucho color, como es La Cubana, claro”.
Me sirve en bandeja la siguiente pregunta, aunque también lo exclamo con
admiración, ¡cómo es La Cubana!, se canta, se baila, se hacen no sé cuántos
personajes (y no todos del mismo sexo), se está continuamente en movimiento, se
despliegan facultades, se demuestra una versatilidad extrema porque se hace
hasta de lo que nunca se hubiese imaginado: “La Cubana es muy completa, creo
que no me dejo nada por hacer, ¡ya no sé hacer nada más! [bueno, sí, por
ejemplo, equitación, le recuerdo] Tengo ocho cambios de vestuario, sí, es muy
lucido, pero lo bonito de esto es que aquí no llegas, actúas y te vas: se
monta, estás antes, todo se cuida, se aprende de todo lo que los actores no
suelen ver”. De hecho, mientras conversamos en el patio de butacas, están
ajustando luces, preparando lo que falta en escena, van llegando otros
artistas, la maquinaria se ha puesto en marcha y Edu, sin dejar de atenderme ni
perder la conversación, está pendiente de lo que pueda surgir, le noto alerta a
cualquier detalle: “Entrar en La Cubana supone adaptarse a un código muy
específico, hay que hacer muchos personajes, muchas voces, no hay que pensar,
se trata de probar, la versatilidad se fragua así. Aquí no existen los covers,
no se contempla [¡Encontrar a otros iguales!, me asombro, ¡misión
imposible!], es un riesgo que se corre, se hace lo imposible por hacer la
función, estamos ahí siempre”. Esa es la entrega que se percibe y agradece
en cada función, por eso se vive de manera tan especial, no sólo porque, como
en mi caso (y en el de otros muchos cada día), se forme parte por unos minutos
del espléndido elenco, siempre sin violencia ni malos tragos, sin apuros: “El
público hace una figuración, no se quiere comprometer a nadie; siempre hay
quien te pide un disfraz cuando ya no quedan y te da coraje no tener nada,
puesto que quiere participar. Me divierte mucho jugar con la gente, es la mejor
parte, hay quien entra en seguida y te sigue la broma, amplían la historia”.
Entre otras cosas, Adiós, Arturo supone una declaración de amor
al mundo del espectáculo, un homenaje a muchos géneros y artistas, sabiendo que
Edu recibió formación del gran Jango Edwards y que estudió en la Escuela Internacional
del Gesto le comento que a buen seguro disfruta especialmente con un momento de
la función en que recrea a todo un mito del mimo: “Sí, sí, lo disfruto
muchísimo, es un gustazo poder homenajear a Marcel Marceau, sobre todo en
teatros tan grandes cuando ya no se ven mimos, hay teatro gestual pero no mimo
al modo clásico”. Y esto nos lleva, de un modo u otro, a hablar un poco de Improclan,
creada en 2012 junto a otros tres compañeros: “Es una productora de
improvisación teatral, algo que siempre añadimos porque Improclan nace de
actores, en eso hemos ido un tanto al revés que la mayoría. Nosotros no lo
ciframos todo a la gracia, a la espontaneidad: se trata de interpretar, de
sentir algo y que se transmita al público. La improvisación es un arma de doble
filo, es muy agradecida de ver, es comercial, pero a veces se pueden confundir
algunas cosas, conviene especificar qué tipo de espectáculo se ofrece, cuidamos
mucho esos aspectos y nos llamamos “teatro sin guión”, jajaja. Nosotros
entrenamos agilidad, cambio de personajes, estructuras, es un ejercicio
constante”. Ahora mismo están haciendo Improvisa, tío todos los
sábados en los Teatros Luchana y desde el 27 de enero estarán los lunes en La
Escalera de Jacob con Shhh!, es decir, actividad no le va a faltar a Edu
Ferrés quien, por supuesto, seguirá en el Calderón con Adiós, Arturo,
divirtiéndose y divirtiendo como sólo puede y sabe hacer La Cubana.
P.D.: No sé si aún estarán a tiempo, pero el 31 hay función especial de
Nochevieja, tradición teatral que en este caso tiene un aliciente excepcional
puesto que, desde el Calderón (desde la Plaza de Jacinto Benavente), se
escuchan las campanadas de la Puerta del Sol. Eso sí, de lo que pueda suceder
en escena, fuera de ella, antes, durante y después del espectáculo, nadie puede
estar seguro (pero de que habrá muchas risas y mucho talento no hay duda).