jueves, 30 de julio de 2015

EL VOLUMEN DE LA AUSENCIA



  


 Escojo con toda intención el título de la novela con la que Mercedes Salisachs ganó el premio Ateneo de Sevilla, a pesar de que podría dejarlo para otro texto que ya me ronda por la cabeza tras haberme sumergido en la impresionante La ridícula idea de no volver a verte de Rosa Montero, pero la ausencia de la que se habla en este espléndido libro es la definitiva, la que jamás dejará de serlo, el enorme vacío con que uno tiene que aprender a vivir (a seguir viviendo) tras la pérdida de un ser querido. Puesto que la propia autora declaró al recoger el galardón que "el recuerdo de la persona querida no es un vacío, sino un volumen, algo presente en la vida de quien siente esa ausencia” y que de alguna manera estoy de acuerdo con ella (ya habrá tiempo de reflexionar al hilo de lo que plasma Rosa Montero en su obra), y como Monteperdido de Agustín Martínez habla de una ausencia que podría concluir, que podría dejar de sufrirse como tal, de un hueco que sería factible volver a rellenar (y es el anhelo de varios de los personajes), creo que ese esperar un desenlace que al menos devuelva un cierto sosiego por muy implacable que resulte, el modo en que la existencia ha quedado como paralizada a partir de una desaparición para la que nadie tiene explicación, la manera en que el reloj emocional se ha detenido mientras el biológico continúa marchando, ese permanente interrogante lanzado quién sabe hacia dónde motiva que la ausencia se vuelva consistente, sólida, pétrea, muy pesada, asfixiante y adquiera un volumen desmesurado, inabarcable, gigantesco. Porque el magnífico debut como novelista de uno de los guionistas televisivos patrios de más largo recorrido partió, precisamente, de una imagen que convocaba el fantasma de la ausencia y lo transformaba en sombra amenazante: “Todo comenzó cuando buscábamos un argumento para una miniserie de misterio y en una de esas reuniones surgió el punto de partida: dos niñas desaparecen, sus casas son vecinas, cinco años después un coche se detiene frente a los dos hogares, pero sólo se baja una niña. Empecé a desarrollarlo como proyecto para televisión, pero desde el principio quise dar mucha importancia al ambiente y ahí lo que hay que primar es la acción y el diálogo; por lo tanto, me puse a contarlo todo, siendo más literario y olvidándome un poco de lo que debe ser un guión, quería que se entendieran mis intenciones, ¡ya iría para atrás y quitaría lo superfluo una vez aprobasen el proyecto! Resulta que ese primer capítulo llegó a manos de los editores y se entusiasmaron con la idea de que fuese una novela, dijeron que había que seguir, y el proyecto de televisión quedó relegado. Si al final llegase a rodarse, cambiaría cosas y quitaría otras, porque he podido escribir sin pensar en el presupuesto ni en localizaciones ni en otros condicionantes, jajaja”.
   Y ese es uno de los mayores méritos de Monteperdido, publicada recientemente por Plaza y Janés: aunque tiene unos diálogos creíbles y fluidos, aunque recurre con acierto a lo visual y sintetiza en pocas palabras dando la información necesaria, aunque sabe dibujar los personajes con trazo preciso sólo con un par de frases o gestos, plantea personalidades poliédricas con las situaciones, aunque posee un ritmo interno que siempre hace avanzar la narración, Agustín Martínez deja atrás la deformación profesional (por no hablar de “vicios de guionista”, esos que otros sin incapaces de quitarse de encima, esos que publican guiones llamándolas novelas –o a veces ni eso- o esos en los que caen algunos que pretenden ser llamados escritores y que no tendrían ningún futuro en un departamento de guión) y se presenta como novelista formado en la escritura rápida y sintética que utiliza lo mejor de su experiencia, emplea lo que le conviene para que la historia sea contada de la manera que desea, pero pone esos recursos al servicio de lo que narra y no al revés, no se ancla ni esclaviza, deja fluir su verbo con facilidad y acierto, describiendo la atmósfera con precisión e intención, oprimiendo a los personajes y al lector, creando un mundo hermético en un espacio abierto, aplastando por el peso de la culpa, la impotencia, el dolor, el miedo, la desconfianza, el rencor, ese caldo espeso que ahoga e inunda a los personajes y en el que son ingredientes básicos el recelo ante los extraños y un paisaje agreste, hostil, unas fronteras naturales que aíslan y coadyuvan a que el microcosmos que es Monteperdido sólo se sienta seguro viviendo en su burbuja: “Siempre busqué un ambiente rural, quería una pequeña comunidad como centro, como escenario único, pero no tenía el lugar concreto más que en esbozo hasta que conocí esa parte del Pirineo y no tuve que inventar más. Es un lugar al que no se puede acceder durante gran parte del año, las montañas son una verdadera muralla, incluso tienen un dialecto propio que no se entiende ni en el pueblo de al lado, las piezas empezaron a encajar y pude ponerme a escribir”. Es un punto de partida reconocible y muy atractivo (le menciono Conspiración de silencio de John Sturges, él piensa que no la ha visto porque no recuerda el argumento cuando se lo esbozo, pero sí habla de otras películas en las que he pensado durante la lectura –y no porque las imite, sino por lo que comparten- como Furia de Fritz Lang o Perros de paja de Peckinpah, incluso cita una de las series que más le han gustado últimamente –al igual que a mí-, Broadchurch), es la comunidad cerrada que quiere resolver sus asuntos sin que nadie ajeno intervenga y también la que comprende que el criminal es uno de ellos, alguien a quien saludan todos los días, esa enrarecida y ominosa cotidianidad la que Agustín explota sin disparatar, creando tensión sin cesar, dejando que el alud emocional sea incontenible en el momento preciso, trabajando las zonas oscuras y las incógnitas emocionales tanto o más que el asunto principal, es decir, quién ha secuestrado a las niñas: “No quería hipotecar toda la novela a quién lo hizo, me ha gustado potenciar otros aspectos, especialmente la relación entre Lucía y Ana, las niñas, qué pasó durante el secuestro, quería desarrollar los personajes, incluso a veces dejar arrinconada la propia investigación porque las psicologías ya son interesantes por sí mismas” (y es cierto que ese choque de personalidades resulta tan apasionante –o más, porque es la verdadera salsa de la novela, la que imprime carácter e inquieta al lector- como el misterio que da origen a la historia).
   “Me gustan los personajes inestables, que se manejan a los dos lados de la moral, aquellos de los que puedes entender su debilidad, su obsesión, su motivación, por mucho que no compartas sus actos; he optado por personajes a los que comprender, no importa que hagan cosas malas, en realidad hay que asumir que cualquiera podría hacerlo, hay una línea frágil que se puede terminar cruzando, y esa posibilidad resulta más terrorífica que alguien al que dibujas como un monstruo desde la infancia, al fin y al cabo es la vida de cada uno la que puede hacerle descarrilar. Y todos los personajes conviven con una parte oscura: algunos consiguen mantenerla a raya, a otros les cuesta más, pero han de lidiar con las sombras”, y ese inestable equilibrio es el que imprime gran verosimilitud a lo que se cuenta en Monteperdido, de hecho, debo confesar que durante bastante tiempo caía con demasiada facilidad en lo que se conoce como “parálisis del sueño”, esa fase extraña en que estás despierto pero sigues dormido, en que eres incapaz de moverte, en que percibes lo que te rodea mezclado con las brumas del inconsciente, un momento de auténtico pánico del que sólo sales moviéndote bruscamente (y el esfuerzo por lograrlo es titánico, es como si tu cuerpo pesase toneladas), gritando (al menos así lo conseguía yo, pero parece que las palabras nunca van a salir mientras que te sientes como invadido, aplastado por no se sabe qué, a merced de sombras y presencias), un padecimiento que sufre Sara, la protagonista, y que me ha hecho revivir una pesadilla, el miedo que me daba quedarme dormido y que esa asquerosa sensación volviese a producirse (como digo, desde hace unos años sólo tengo un episodio muy de cuando en cuando); con respecto a este aspecto, Agustín me dice que fue sonámbulo de niño, “pero ahora duermo muy bien. Nunca he padecido la parálisis del sueño, pero me parecía algo especialmente terrorífico: tener los ojos abiertos, estar despierto pero no poder moverte, seguir dentro del sueño a pesar de estar consciente debe ser angustioso, y me pareció algo perfecto para una mujer que lucha contra tantos demonios, con inseguridades que la ahogan, sobreviviendo como puede, no ganando la batalla ni de lejos”. Yendo más en concreto a esos comportamientos que no parecen adecuados, que uno no querría reproducir, pero no puede dejar de comprender, nos encontramos con Joaquín, el padre de Lucía, la niña que continúa desaparecida mientras que Ana ha regresado, ese hombre que ha entregado su vida a mantener vivo el recuerdo, a hurgar persistentemente en la herida, que no consiente que nadie se relaje, que abdica de su familia, que odia a su hijo por seguir allí y querer continuar camino, que diríase ansía que su pequeña (a la que sigue llamando y considerando así porque la perdió cuando tenía once años) no aparezca para poder continuar con la búsqueda, para mantener su lucha, para dar un sentido a lo que hace; le cuento que en una ocasión pude entrevistar a la madre de Sandra Palo y que, entre lágrimas y reproches, pero con su sinceridad y dolorosa calma habituales, reconocía que había abandonado a sus otros hijos para pelear porque los asesinos de su hija pagasen por su crimen, que sabía que estaba mal pero no había podido evitarlo, que se avergonzaba de ello pero que volvería a hacerlo una y mil veces, y Agustín dice que la tuvo en mente mientras escribía, igual que a otros padres en circunstancias parecidas, gente que “se queda como fuera del mundo, son personas que entran en una deriva en la que abandonan todo lo demás, puede que no lo compartas, piensas que habría que convivir con ello de otra manera, sin arrinconar o despreciar como hace mi personaje al hijo que ha quedado, pero es comprensible, y al menos hay gente que es capaz de verbalizarlo”.
   Leyendo este estimulante thriller psicológico, uno no puede dejar de pensar en una de las maestras, Patricia Highsmith, quien consigue hacer atractivos a personajes con los que no querrías cruzarte, que se maneja como una acróbata en ese delgado hilo que separa lo ético de lo reprobable, que te hace dudar de tus certidumbres, que te desmonta de un soplido los en realidad frágiles cimientos de tu conciencia y Agustín también se reconoce seguidor de la escritora: “Pensemos, claro, en Ripley: es un personaje que me gusta comparar con el capitán Nemo o con otros similares, porque en parte querrías ser como ellos, tener esa libertad completamente amoral. Me gustan esos personajes porque son creíbles: el bueno muy bueno o el malo sin fisuras son un tanto absurdos, unidimensionales, cuando lo atractivo son los personajes complejos, tanto para el autor como para el lector: se cometen equivocaciones, se tropieza varias veces en el mismo error. Tal vez en Monteperdido sea Sara la que se libra de este aspecto pero, a cambio, lleva una mochila demasiado pesada y llena”. Sara, el personaje central, la investigadora en argot puramente policiaco, el centro de toda novela que se precie de pertenecer al género, el elemento básico: “Tomé el riesgo de presentarla como alguien poco simpática, de hecho, en su primera aparición se muestra realmente antipática, pero me apetecía ir desvelando poco a poco sus debilidades, rodearla de un cierto misterio, de interrogantes que van encontrando respuesta en las páginas siguientes. Es un personaje que, al terminar la novela, aún no tiene resuelto su conflicto, sigue vivo y sangrando”. Le cuento que tuve que recuperar el resuello tras la escena que Pilar, la mujer del que todos quieren ver como culpable durante la primera parte de la novela, protagoniza en un momento dado (no contaremos nada para que cualquiera que se anime a leer Monteperdido llegue al mismo en las mismas condiciones que un servidor y lo viva, tal vez, con la misma intensidad), que me sentí dolido, muy tocado, profundamente hundido por lo que sucede y resulta que es uno de los fragmentos de los que está más satisfecho (el otro es el clímax final, tremendamente visual, muy bien medido, nada forzado, bien justificado, del que tampoco, obviamente, diremos nada más). Ahora sólo queda saber si al final Monteperdido verá la luz en televisión, pero la respuesta sigue en el aire o, mejor dicho, en los despachos y, mientras, Agustín sigue con sus labores de guionista (actualmente desarrolla argumento en Acacias 38 mientras ultima un par de proyectos más) y piensa en repetir la experiencia como novelista: “He disfrutado mucho escribiendo Monteperdido y tengo ese gusanillo de que puedo hacerlo mejor, pero estoy involucrado en proyectos televisivos: hay que encontrar tiempo, abrir una brecha. Además, necesito partir de una historia, encontrar ese pistoletazo de salida, veremos qué pasa, una vez me ponga a escribir ya veré si el desarrollo puede ser televisivo o literario”. Pues, como siempre, dejaremos que las musas hagan su trabajo.

martes, 21 de julio de 2015

UNA GIGANTE EN ESCENA





  (NOTA: El primer párrafo, de longuitud proustiana, siempre influido por la narrativa de Saramago, por El jinete polaco, ha quedado en esta ocasión demasiado prolijo, necesitaba el exorcismo, notaba cómo me pesaban las palabras no dichas en su día, el quiste que se iba calcificando y expandiendo por no ponerme una vez colorado –y, así, veinte veces amarillo, con lo malo que es eso para el hígado-, por no soltar amarras cuando el cuerpo lo reclama –y mira que es sabio-, pero puede ser pasado por alto sin ningún tipo de problema por aquellos que sólo estén interesados en lo que realmente importa, es decir, el espectáculo que hoy se glosa y glorifica)
   Creo que fue en las paredes de las Cuevas Sésamo (ese lugar de encuentro durante la época universitaria) donde leí por primera vez una frase que he repetido en innumerables ocasiones y que he procurado aplicarme para no dejarme llevar por la prepotencia: “El que está de vuelta de todo no ha llegado a ninguna parte”; suele ser gesto, soberbia, engreimiento, fatuidad que adopta aquel que no quiere reconocer sus limitaciones, su ignorancia, su imposibilidad para hacer algo sea cual sea la circunstancia más o menos atenuante que se lo impida, gente que no está dispuesta a resultar (o a creer que resulta –en todo caso, ¿qué me importa lo que piensen de mí personas que, si actúan de esa manera, si me menosprecian así, han de importarme ciertamente poco?-) débil, estúpida, sin recursos, vulnerable, cualquier situación que les incomode porque ellos serían (lo son y no se recatan en demostrarlo) los primeros en aplicar una lupa implacable y de muchísimos aumentos para diseccionar y juzgar muy duramente y sin ningún tipo de piedad ni consideración (ni educación) a aquel que no comparte sus preferencias o disposiciones, por muchos argumentos que se aporten, por mucho que un solo soplido pueda derribarse lo que en tantas ocasiones es un castillo de naipes en el que ellos se creen a salvo y por encima de los demás. Sí, es cierto que la frase parece estar más dedicada a los que se consideran moral e intelectualmente superiores, a esos que creen tenerlo todo controlado, a los que les vale con su experiencia para conducirse por el mundo como si nada pudiera sorprenderles, equivocarles, confundirles, extrañarles, pero siempre he tendido a aplicársela a aquellos que actúan como la zorra de la fábula, sobre todo en lo que al mundo del espectáculo se refiere (ya en su día personalicé en Patti Lupone la narración atribuida a Esopo y no viene mal sacarla a colación, puesto que me he acordado bastante de la diva en estos días –y de alguno de sus admiradores-): porque el caso es que planificas un viaje, una ración de oxígeno, una escapada, cumples un anhelo, quieres compartir con tu pareja, y aparece el que se siente molesto, el que llegado el caso se entromete, se acopla, perturba e interviene en tus planes, ese que no comprende que hay cosas que sólo se quieren hacer entre dos, que no respeta tu intimidad, y a veces lo expresa sin pudor e incluso se revuelve cuando intentas hacerle comprender con las mejores palabras posibles (sin expresar lo que realmente piensas) que por muy amigos que seáis no siempre puede estar invadiendo, fagocitando, parasitando vuestra vida; pero, en determinadas ocasiones, en lugar de expresar su desagrado ostensiblemente, opta por señalar “ah, es que ese actor no me gusta”, “esa obra no me interesa”, “por ese espectáculo no me merece la pena” (y te muerdes la lengua para no espetarle “es que nadie ha contado contigo”, “nadie necesita tu opinión” o un irónico “¿ves? Por eso no te dijimos nada” con el que dejarle todo lo chafado que merece), desprecios que olvida si surge la oportunidad de ir, si logra convencer a alguien de que le acompañe, si cree camelarse a otro u otros que en realidad quieren ir y lo harían sin él. Y otras veces no hay presupuesto, miras la cartelera teatral londinense (o la de Broadway) y se te hace la boca agua pero no es factible, ya se han consumido los ahorros, hay que esperar un reflotar, una época de bonanza, te lamentas y suspiras mientras sabes que Emma Thompson está triunfando con Sweeney Todd o que El rey y yo ha regresado a las tablas, pero no cruzas los brazos como para decir algo importante y afirmas cualquier boutade de alto calibre, plagadita de rencor y rabia (por mucho que sea inevitable experimentarlos), mirando con ojos ansiosos esas uvas que no alcanzas porque están demasiado altas, esos frutos que dicen “cómeme”, jugosos, en su punto, atractivos, mirando con altivez alrededor mientras masticas expresiones como “bueno, ya vi la película”, “no creo que la Thompson supere a Vicky Peña” (que puede que no lo haga, pero para eso hay que ver a las dos, al fin y al cabo será la opinión de cada uno, pero se percibe a la legua el coraje y la impotencia por no poder estar allí), “no será para tanto” o, y ahí es donde más conecto a este tipo de gente con la frase de inicio, “es que ya vi el montaje de hace cinco años, nada lo puede mejorar”.
   Tras este exordio a todas luces innecesario y prescindible (pero uno necesita sacar de dentro algunas cosas que calló por no discutir, por no dar más importancia de la debida a quien en realidad no la tiene, por creer que a pesar de todo había una amistad que mantener y sacar a flote), vamos a lo que nos convoca, es decir, sentémonos en el patio de butacas y dispongámonos a levitar. Lo fantástico del arte en cualquiera de sus disciplinas es que está en constante desarrollo, en permanente evolución, bombeando sangre sin parar, jamás se puede afirmar que ya se ha visto todo (menos mal, es la esperanza a la que se aferra el verdadero aficionado, el que necesita inyecciones continuas de vitaminas en forma de pinturas, películas, libros, manifestaciones artísticas en cualquier formato) porque, aunque sea con mimbres clásicos, respetando o recuperando una tradición, siendo fiel a unas esencias que conservan su frescura y aroma, aunque parezca imposible, aunque se crea que todo está inventado, aunque haya quien afirme que nada puede extraerse de cierta veta, la creatividad y talento de los artistas, de los trabajadores infatigables que se dedican a hacer nuestra vida algo más placentera, aquellos que con su esfuerzo y entrega consiguen que, durante unas horas, el mundo sea más amable, más humano y menos raro, la inspiración y el amor por lo que se hace consiguen dejarnos con la boca abierta una vez más, maravillarnos y pasmarnos como si fuese la primera vez, hacernos replantear nuestro criterio porque hemos de añadir categorías, baremos, cimas (y eso tan sólo hasta que nos topemos con la siguiente). Así lo afirma la crítica: “Cuando piensas que Imelda Staunton ha hecho la interpretación de su vida, ella la supera” y, visto lo visto, disfrutado lo disfrutado, ovacionado lo ovacionado (hasta el punto de hacerme daño en el meñique de la mano izquierda al estrellarlo literalmente contra mi anillo –nuestro anillo- por no dejar de batir palmas frenéticamente mientras gritaba “bravo” sin parar), con las lagrimitas por no haberla podido gozar junto a Michael Ball en Sweeney Todd (como cantaría Lucrecia, el dinero no alcanzaba, sólo ese detalle –imprescindible, así es la vida- motivó que no estuviésemos allí, no nos escondemos detrás de un comentario absurdo como “ya lo vi en Madrid” o “con la película de Tim Burton me llega” porque hubiésemos dado un dedo de la mano –así me evito lesiones- por un par de entradas y no pasa nada por reconocerlo), clamando por tener la oportunidad de admirarla sobre las tablas, resulta que los hados vuelven a sernos propicios y encontramos unas butacas de ensueño en la fila 6 para asistir a lo que, sin ningún género de duda, es el suceso de la temporada en una cartelera en la que lo prodigioso, lo memorable, lo irrepetible, lo grandioso sucede prácticamente a diario: Gypsy regresa a Londres tras más de cuarenta años sin representarse (en 1973, precisamente la última vez que vieron por allí a Angela Lansbury hasta que regresó con Un espíritu burlón, montaje por el que obtuvo su quinto Tony –y que aún nos arde en las pupilas, entrando como un cohete hasta nuestro corazón, como si lo estuviéramos viendo en este momento-) y los adjetivos se agotaban a la hora de intentar resumir en algunas palabras la hazaña conseguida por Imelda, triunfo tan incontestable que ha obligado a prorrogar unos meses lo que se anunciaba como una temporada corta y limitada.
   Pocas veces hemos asistido (y protagonizado) a un aplauso tan clamoroso tras la obertura del espectáculo, una corriente eléctrica irresistible que contagia un cosquilleo muy grato, una partitura adorada y espléndida (hay quien afirma que Gypsy es el mejor musical jamás escrito, cada cual tendrá su favorito y sus razones para que lo sea, lo que no admite réplica es que está armado sólidamente, no hay una sola fisura, con un manejo exquisito del tempo, con un puñado de canciones que se tararean desde la primera audición), un inicio muy reconocible que (al igual que el resto de la función) ha sido retocado imperceptiblemente, pero con un sello propio, sin olvidar anteriores versiones pero sin copiar ninguna, refrescando lo justo y pertinente uno de los títulos señeros del género, un portento debido a los talentos de Arthur Laurents en el libreto, Julie Styne en la música y Stephen Sondheim en las letras, inspirándose en las memorias de Gypsy Rose Lee, legendaria artista de streaptease, quien a la hora de pasar revista a su vida, concedió el foco de luz a su madre, Mama Rose, el rol que estrenase la impresionante Ethel Merman en 1959, el papel que tantas sueñan y que pocas merecen, el personaje que Imelda Staunton asume como si no hubiesen existido las ya citadas Merman y Lansbury, Tyne Daly, Bernadette Peters, Rosalind Russell en cine (aunque fuese doblada casi en su totalidad por Lisa Kirk), Bette Midler en televisión e incluso Patti Lupone, la última en cosechar un éxito con Gypsy (si bien efímero: al contrario que ahora en Londres, hubo que acortar en dos meses la temporada prevista porque la venta de entradas fue descendiendo estrepitosamente y las pérdidas ahogaron el espectáculo), quien, en su habitual exceso vocal, fue capaz de encontrar algunas emociones, esas que suele dejar aparcadas porque potencia y técnica no le faltan pero de capacidad interpretativa siempre anduvo ciertamente corta. Todo lo contrario que Staunton quien, además, pudiera decirse nació para encarnarse en Mamá Rose, para serla porque hay momentos en que hace olvidar que estamos viendo a una actriz, tal es su capacidad de mímesis, tanta es la verdad que transpira por cada poro de su piel, tal grado de verosimilitud tienen sus andares, sus gestos, sus movimientos, con ese rostro, esos hombros, esas manos, esos ojos que cuentan el pasado de su personaje, que nos transportan, que transmiten el modo en que su ambición colisiona con su amor y consiente que aquella gane la partida, por el rencor que va acumulando, por la decepción que la inunda cuando sus sueños topan con la negativa de los demás a dejarse manipular, a seguirle la corriente, por su empeño y fe inquebrantable en que conseguirá lo que persigue por encima de todos y de sí misma, conformándose con los aplausos que reciben otros, peleando por el supuesto bienestar de sus hijas, en realidad esclavizándolas y sometiéndolas, buscando el triunfo a toda costa, lamiéndose las heridas pero sin querer dejarse abatir. El modo en que Imelda Staunton recorre todo este abanico emocional impacta y noquea, hace pasar de la carcajada al ahogo en apenas segundos, dota de humanidad y comprensibles imperfecciones a un personaje a ratos ridículo, otros patético, siempre en el borde del precipicio y al que sólo una intérprete como ella (o como varias de sus ilustres predecesoras) puede ajustar las costuras para no caricaturizarlo: en ese sentido, maneja el tono medio con el magisterio elegante y sobrio de las grandes actrices británicas (permítaseme que ponga el acento en lo femenino, porque es de justicia), salpicando su interpretación de humoradas a tiempo, de toques simpáticos, sin forzar ni subrayar, con mano firme pero como si no le costase, como si no hubiese un cuidado proceso de ensayos y creación detrás, como si fuésemos testigos de algo que está pasando en la casa de al lado y no sobre las tablas de un teatro.
   Imelda aparece por un lateral del patio de butacas, caminando como una bala hacia el escenario, con el bolso en bandolera y un perrito en brazos, como si fuese (siendo) esa madre que, al no gustarle lo que está viendo en escena, decide intervenir para que su hija sea la elegida, y el público estalla en un aplauso ensordecedor, el mismo que aún lo será más cuando ataque Some People, su primera canción, uno de los hitos de Gypsy, dicho a la velocidad precisa pero sin atropellar, sin pretender epatar, dando a cada frase la intención debida y terminando en todo lo alto (sí, porque habrá quien le niegue el mérito por defender a su diva –esa a la que no conocía hasta hace tres días y porque Pablo le recomendó que comprase una entrada ya que iba a Nueva York-, pero lo cierto es que Staunton canta con fuerza, con poderío, alargando la nota con contundencia y sin desgañitarse ni perder fuelle en un esfuerzo hueco), aplauso que empieza a alcanzar límites estratosféricos en el final del primer acto gracias a un Everything´s Coming Up Roses absolutamente legendario, comiéndose la escena, pareciendo que lo ocupa todo, engrandeciéndose por su manera de caminar, de decir, de interpretar, por sus brazos imperiosos, por sus ojos emocionados que sólo ven un camino de pétalos de flores por el que pisar, por su rostro obnubilado ante su nuevo sueño, por la convicción con la que dice cada palabra, ovación inacabable que detiene el musical tras su milagroso Rose´s Turn, ese tour de force del que no cualquiera saldría airosa, ese alegato final en que Mama Rose reclama su lugar, esa cuenta de resultados, ese balance en el que reprocha a cada uno lo que le dejó a deber, ese endiablado texto que hay que cantar diciendo o decir cantando (Sondheim en estado puro) y que Imelda vocaliza contundentemente, masticando malestar, tratando a cada uno como cree que merece, empleando tonos diferentes según a quién se dirige, erigiéndose como un coloso en un escenario vacío y negro que sólo precisa de su presencia para parecer lleno, deteniendo la orquesta con un ahogo hasta que un suspiro marca el nuevo golpe de batuta, estremeciendo a la platea que premia el final del tema puesta en pie, aullando, vociferando, no dando crédito a lo vivido, sin poder parar (y haciéndolo sólo porque el espectáculo debe concluir, porque aún queda una magnífica escena que Imelda rubricará con un caminar perruno que lo dice absolutamente sobre esa mujer acabada pero que se resiste a aceptarlo). Y sería injusto no nombrar a Lara Pulver, estupenda como Louise (su modo de manejar el cuerpo para pasar de ser torpe y desgarbada a sensual y explosiva es abracadabrante), o al fabuloso Peter Davison como Herbie, no es posible olvidar sin pecar de ingrato a las desopilantes Julie Legrand, Louise Gold y Anita Louise Combe en You Gotta Get a Gimmick (es otro de los méritos del mimado y cuidadoso montaje orquestado por Jonathan Kent y su equipo: cada número es espléndido en sí mismo, da igual que estemos en los temas épicos que en otros como Mr. Goldstone, I love You o Together, Wherever We Go), pero es que Imelda lo invade todo y, además, sin pretensiones, sin divismos, sin interferencias, ganando la partida por goleada, por sabiduría, por naturalidad, por enorme.
   Cuando osé pedir a Mario Gas que montase Gypsy con Vicky Peña como protagonista, me confesó que era una idea que llevaba rumiando hacía tiempo (e incluso tenía pensado quién sería Louise, es decir, Gypsy); me encantaría volver a vibrar con este muscial (eso no quita que haber visto a Imelda sea una cima como espectador) y sólo él, si está inspirado, podría conseguir que el espectáculo estuviese a la altura (pero, eso sí, no para imitar porque a él no le hace ninguna falta, no debería perderse este montaje porque, al margen de lo bien que lo iba a pasar como público, a buen seguro extrae conclusiones artísticas de lo más interesante). Mientras, seguiremos soñando en lo que aún está por venir, en lo que nos queda por vivir juntos en un patio de butacas, pero diciendo una y otra vez “uf, como lo de Imelda Staunton en Gypsy no vamos a ver muchas cosas”, pero dispuestos a dejarnos sorprender, buscando nuevas emociones, nuevos motivos de celebración, viviendo el teatro a golpe de latido, renaciendo una y mil veces cuando el telón se alza.