miércoles, 23 de diciembre de 2020

LA POSIBILIDAD DE LA FILOSOFÍA

 




   Si bien es cierto que, en general, uno hace continuamente memoria, que no quiere dejar en el olvido personas, hechos, lecturas, películas, canciones, sensaciones; si bien es cierto que gusta de detenerse y volver a pisar las huellas dejadas en la senda que va quedando atrás (contradiciendo de ese modo a uno de mis poetas de cabecera); si bien es cierto que en este ángulo oscuro del salón, al igual que hice anteriormente en tantos estados de Facebook, he ido y voy desgranando emociones, ausencias, nostalgias, experiencias, sentires de ayer (dicho sea en un sentido amplio, no en vano cumpliré 51 años en un par de meses); si bien es cierto que tengo muy a flor de piel, a latido del corazón, a temblor del alma vivencias/gentes que no preciso convocar porque van/están conmigo, llevo un par de meses recopilándolas, propiciándolas, recuperando algunas adormecidas y otras casi borradas (tanto consciente como inconscientemente), me gusta decir que estoy armando mi propio rompecabezas partiendo de los libros (como siempre), en realidad lo estoy reconstruyendo y, en parte, descolocándolo aún más o, al menos, encontrando el lugar que me parece más adecuado para cada pieza. Es un proyecto que aún está muy en pañales (al menos en lo escrito, en mi ánimo y en mi cabeza se va desarrollando casi sin sentir), pero que crece día a día de mil formas posibles, a veces de las más insospechadas, como ha sucedido con la novela de la que hoy quiero ocuparme: El asesinato de Platón, el espléndido nuevo título de Marcos Chicot que Planeta lanzó en octubre, su primera obra cuatro años después de ser finalista del premio que concede la editorial con El asesinato de Sócrates, ha reavivado con fuerza y hasta diría furia el año en que cursé COU, un periodo realmente significativo de mi vida, el tiempo en que cambiaron muchas cosas y, sin saberlo/pretenderlo, nacía de algún modo este tañedor de arpa, fue un año en que tomé algunas decisiones correctas y muchas erróneas (o a deshora), precipité otras aunque eso me obligó a, ahí sí, dejar a mi espalda un camino que no me apetecía volver a recorrer y seguir mi instinto, a no concederme tiempo para arrepentirme de lo que no lo merecía (aunque así lo sintiese al principio), también cometí equivocaciones estrepitosas y no es disculpa decir que no supe hacerlo de otro modo, consentí que algunos quemasen naves por mí, me escondí detrás de una máscara construida con frustración, miedo e impotencia y cuando quise zafarme de ella era demasiado tarde para frenar/evitar las consecuencias (al menos me sirvió para detectar a algunos que sólo entienden la amistad, lo que ellos llaman así, cuando vienen bien dadas o, siendo más lapidario y honesto, cuando los afectados/tristes son otros). Bueno, abandono la inmersión, no voy a desbordarme ahora, no es el lugar ni el momento, valga sólo para transmitir el contexto, el modo en que no he podido evitar vibrar con una de las lecturas más apasionantes, enriquecedoras y pletóricas de los últimos meses.

 

   Nací entre letras, leo desde antes de ser consciente de ello, amo la literatura de manera orgánica y natural, nunca se me ocurrió estudiar otra cosa que una carrera de esa rama por más que (herencia paterna) tuviese buena disposición y mejor cabeza para los números, cierta facilidad que no motivó que me atrajesen las matemáticas, la física o la química más allá de momentos concretos en que me resultaba divertido resolver problemas, despejar incógnitas, todo lo que podía compararse con un trabajo detectivesco (siempre apunté maneras, la sangre de la tía Agatha es muy poderosa). Como era una decisión que tenía muy tomada, tuve que aceptar las burlas a veces crueles de mi grupo de amigos, igualmente convencidos estudiantes de Ciencias desde el primer curso de Bachillerato, menosprecio que fue a más cuando en el tercero tomamos vías diferentes, sobre todo de quien exhibía un expediente tan brillante como el mío (perdón por la presunción, es por explicar la historia del mejor modo) pero aborrecía la literatura en bloque, renegaba de la ficción, de lo que tildaba como “fantasioso”, “inconcreto”, “especulativo” y otras palabras que ahora no recuerdo, siempre ponía el acento en que lo suyo era, como se decía entonces, algo exacto. Y tuve que aguantar su permanente enfado porque Filosofía (así como Lengua Española, pero esta le molestaba menos) fuese una asignatura troncal y común a las dos ramas, afirmaba no necesitarla para nada (a lo que yo alegaba que la regla de tres venía muy bien en la vida diaria, pero, por ejemplo, a lo de saber hallar una raíz cuadrada aún no le había pillado el chiste fuera de las aulas), estoy convencido de que habrá aplaudido (y lo seguirá haciendo) su paulatina desaparición en los planes de estudio, su ostracismo, su en el fondo eterna condición de prescindible. No es que le disculpe, pero actitudes/sinrazones de ese tipo obedecen a la manía por atomizarlo todo, por cegar los vasos comunicantes, por segregar saberes, por especializar desde la base, por desunir antes de tiempo, por no ofrecer una visión global para, después, centrar el foco en lo que cada uno necesite/disfrute/estudie; vivíamos (igual que ahora, si bien es cierto que menos radicalizados) polarizados, o se era de una cosa o de otra, no supimos aprovechar a docentes como María Ángeles Ortiz o Natividad Gutiérrez (que nunca me dio clase, pero fui mentora y amiga en la lectura) que impartían asignaturas de Ciencias pero amaban los libros, a maestras de vida como Margarita Giménez que decía que había que saber un mínimo de todo, que nada debía sernos ajeno, que explicaba de modo transversal antes de que se pusiera de moda la palabra, atravesando asignaturas y programas para que aprendiésemos y aprehendiésemos (odiaba la memorización). Y, así, regresamos a El asesinato de Platón.

 

   Precisamente era él, su obra, el protagonista de la primera unidad del programa de Filosofía que, como tanto repetíamos aquel año, “entra para Selectividad”, don Antonio Pinillos nos lo transmitió con pasión, le dedicó bastante tiempo, leímos los textos indicados con suma atención, los debatimos, nos pusimos en su piel, he recordado con honda emoción sus clases casi desde la primera página de la novela de Marcos Chicot, novela que pone el saber, la doctrina, el pensamiento platónico en su eje, es la columna que vertebra una narración prodigiosa, una recreación/reconstrucción de la época impecable, detallada, verosímil, completa, educativa y entretenida a partes iguales (en realidad, hace primar lo segundo, es uno de sus máximos aciertos, por eso consigue que aprendamos tanto, que resurjan de las brumas algunos conocimientos olvidados pero no borrados). Porque, aunque recurriendo muy poco a la dialéctica, ni tan siquiera a la retórica, siendo bastante elementales en nuestra argumentación, la frase que podía leerse en el frontispicio de la Academia platónica nos dio bastante juego (aunque no el que hubiese debido) puesto que los de Ciencias la consideraban un triunfo, un claro ejemplo de superioridad, mientras que los de Letras la desdeñábamos al quedarnos en su literalidad, al no aplicarla, al no analizarla, al no hacer filosofía: “No entre el que no sepa geometría”. Y es que se trata de eso, algo en realidad sencillo, sobre todo porque es el modo en que brota el pensamiento, en que le damos curso, y esa digamos actividad es común a cualquiera de los saberes, está en su germen, sólo así podemos dar forma a lo abstracto, qué lástima que no supiéramos verlo (que, en parte, no nos lo hicieran comprender) del modo tan fácil como lo narra Marcos Chicot: “[Platón] Cerró los ojos y se concentró en la noción tosca e imperfecta de un pentáculo que se podía adquirir a través de la representación de uno, o de miles de ellos. Después elevó su mente hacia la Idea matemática, única y perfecta del Pentáculo. Experimentó una gran serenidad con esa transición y el aire escapó lentamente por sus labios entreabiertos. No estaba imaginando algo con características físicas, estaba percibiendo el Pentáculo a través del intelecto, el órgano de percepción del alma”. Así es cómo nos transmite/inocula el autor la filosofía en su más pura esencia, con facilidad, con un afán didáctico que es el mejor sostén para una narración vibrante, apasionante, cautivadora, despertando las ganas de desempolvar los libros de aquel tiempo, de recuperar el interés, el entusiasmo por la filosofía, de darle la posibilidad de ser, de llevarla a cabo, de ponerla en práctica.

 

   Porque esa era/es otra, incluso los convencidos (o, al menos, los que sentimos cierta querencia, los que la estudiamos) utilizamos lo de “hacer filosofía” o “filosofar” con tono peyorativo, quitándole importancia, como sinónimo de desbarrar o echar balones fuera, cayendo en el estereotipo, negándole su verdad, su pertinencia, su necesidad, su posibilidad, volvemos de nuevo a algo que está muy presente en la novela, no en vano era uno de los fundamentos del pensamiento platónico, que la filosofía se aplicase en la vida diaria, en el gobierno, en la convivencia, que no se entendiese como algo utópico, que lo ideal (que no idealizado) tomase forma en reyes filósofos que fuesen justos y propiciasen la paz. Y su creencia en que eso podría llevarse a cabo en Siracusa proporciona una de las fascinantes tramas que conforman esta novela que se bebe como tal, a lo que no le sobra ni una sola de sus más de 900 páginas, pero que es al mismo tiempo un sublime libro de Historia, un impagable tratado de filosofía, algo que ya nos tiene acostumbrados Marcos Chicot con sus dos anteriores “asesinatos”, el ya mencionado de Sócrates y el de Pitágoras que inauguró esta peculiar serie hace casi ocho años. Es lógico colegir que estos títulos están relacionados entre sí, especialmente este que ahora nos ocupa con el que quedó finalista del Planeta (Sócrates fue el maestro de Platón), comparten personajes, pero pueden leerse, comprenderse y vibrarse de manera independiente, El asesinato de Platón se explica por sí misma, no precisa de su antecesora (aunque quien los lea en orden tendrá algún que otro regocijo extra). Y, de nuevo, la palabra “asesinato” se usa como metáfora (aunque, por desgracia, haya sido/sea más real de lo deseable, de lo que nos deberíamos permitir) porque de lo que se trata es, volvemos a ello, de negar la posibilidad a, en este caso, la doctrina platónica de desarrollarse, de coartarla, de impedirla, de, como sucede ahora, dejar de explicarla, de transmitirla, de leerla, de acudir a sus enseñanzas, de borrarla de un plumazo de los planes de estudio. Por eso, entre otras muchas cosas, es tan loable el empeño de Marcos Chicot para recuperarla, el talento para contarla de un modo ameno, absorbente, magnífico, devolviéndole su valor, su lugar, lo que nunca debió dejar de ser: “La filosofía no debería ser peligrosa… (…) No, es todo lo contrario: si eludiera los peligros no sería una verdadera filosofía. Y entonces no tendría la capacidad de cambiar el mundo”.

 

   Eso es algo que piensa el filósofo en la novela, pero se percibe que también lo sostiene el autor, es fácil captar su entusiasmo (y contagiarse del mismo) cuando se comparte un encuentro que ya le hubiese gustado a uno en aquel tiempo evocado/revivido al calor de El asesinato de Platón. Comandados por mi Pepa Muñoz, los del club de lectura asistimos a lo que fue una charla apasionada y apasionante sobre filosofía (es decir, sobre el amor por la sabiduría, etimológicamente hablando), encuentro que pueden encontrar íntegro en el canal de YouTube de Locura de Libros en el siguiente link https://www.youtube.com/watch?v=I2kwtLRYSV4 y en el que, una vez más, el autor nos dejó con la boca abierta. Entre otras cosas porque, sin despegarnos del método platónico, nos hace mirar a la realidad y no a las imágenes parciales o incompletas, por no decir a los mitos, porque habla de los muchos pros de una civilización que posibilitó la proliferación de mentes como la de Platón sin olvidar sus muchas sombras, las mismas que el propio pensador trata de despejar y disolver cuando afirmaba que “en lugar de la retórica y la persuasión, deberían gobernar la razón y la sabiduría”, aunque era consciente de que “aquel ideal era un sueño del que la democracia ateniense estaba demasiado lejos”. Porque aquella democracia de la que tanto queda todavía por aprender y aplicar era imperfecta, era para unos pocos, y aquí no se trata del masculino genérico sino de que las mujeres no contaban, salvo para Platón: “Platón dice en “La República” que a las mujeres debe ofrecérseles la enseñanza de la música, la gimnasia y las artes que conciernen a la guerra, y también que debe tratárselas del mismo modo que a los hombres. Sin embargo, Atenas dista mucho de la ciudad ideal en la que eso podría ocurrir”, así se lo recuerda, vestida con una túnica masculina, Axiotea a Altea, la gran protagonista femenina de la novela, una mujer a la que el maestro pone a dar clase en la Academia con el consiguiente revuelo (por no decir algo peor) de quienes se sienten amenazados/menospreciados por este gesto revolucionario, por esta posibilidad hecha realidad que algunos reciben como una afrenta, como un peligro, como un ataque, porque, como le dice a Platón su sobrino Espeusipo, “una idea escrita en un papiro resulta menos amenazante que una mujer subida en una tarima para darte lecciones. (…) Además, muchos admiran tus obras a pesar de lo que dices sobre las mujeres, no gracias a ello”.

 

   Las vicisitudes familiares de Altea se entremezclan de manera asombrosa con los conflictos políticos, con la guerra, con la doctrina platónica, anudando saberes con hechos, tomando aliento tanto de la epopeya como del teatro (los apartes de los personajes, lo que piensan, lo que ocultan, lo que sólo dicen para el lector son muy significativos, definitorios y en ocasiones definitivos). Deja sin aliento (y sin adjetivos) la tarea titánica asumida por Marcos Chicot y, sobre todo, los resultados alcanzados, la calidad de la prosa, la ingente documentación manejada que no es una losa (como tantas veces sucede) sino un trampolín para que la emoción se dispare, inyectando tensión en los momentos en que la acción parece/podría detenerse, construyendo, en definitiva, una de esas novelas que, por diversas razones, se convierte en libro de consulta, en fuente a la que acudir, en justicia debida a lo que uno no supo apreciar cuando era joven y, sobre todo, inmaduro (si es que ahora ha alcanzado alguna madurez), en pedorreta literaria y honda a quien le quiso hacer sentir inferior, en imbricación imprescindible de los diferentes saberes que, a la postre, son uno con muchas ramas; demos la palabra a Altea, quien expone con claridad las enseñanzas platónicas: “(…) quien pretenda ser filósofo debe consagrarse a la ciencia de los números y el cálculo. Y no hacerlo de forma superficial, sino hasta que por medio de la pura inteligencia llegue a conocer la esencia de los números. Su objetivo no es servirse de esta ciencia en las compras y en las ventas, como hacen mercaderes y negociantes, sino facilitar al alma el camino que debe conducirla desde la esfera de las cosas perecederas hasta la contemplación de lo inmortal e inalterable”.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

SANGRE EN LAS CALLES (Y EN LAS PÁGINAS)

 




   La oferta de las diferentes plataformas que ofrecen contenido audiovisual abunda en documentales de muy variados tonos, estilos, asuntos, pelajes, pero entre las casi infinitas posibilidades se han convertido en estelares (y exitosos) los dedicados a crímenes reales, bien a aquellos que siguen sin resolverse, bien a los que provocaron un enorme revuelo mediático (antes incluso de la aparición y/o colonización sufrida por las redes sociales), bien a los especialmente truculentos, a los de tintes (y resultados) políticos, a los cometidos por una digamos personalidad inquietante y en muchos casos también fascinante, hay, como suele decirse y no resulta exagerado, una opción para cada espectador. A quien fue lector precoz de novela policíaca, de intriga, con asesinatos de por medio, género negro y demás derivados (evolución lógica al estar familiarizado desde pronto, por más que adaptados al público infantil/juvenil, con estos asuntos -y tanto podríamos recordar a Los Cinco y Los Tres Investigadores como las aventuras de Scooby Doo-), le atrajeron pronto aquellas historias que parecían sacadas de los libros y, sin embargo, eran reales, de ahí el pavor que me causaba la creo que llamada Galería del Terror del Museo de Cera, toda una impresión para mis seis o siete años, no más tenía la primera vez que fui (y ahí no valía aquello de “no pasa nada, es sólo una película”, mantra de nula efectividad porque seguía temblando con la serie Tensión -pero no me perdía ni un capítulo- o títulos como Psicosis en Sábado Cine), pasándolo mal pero irresistiblemente atraído por el misterio; así fue cómo conocí a Landru, El Lute o lo sucedido en el expreso de Andalucía en 1924, en forma de estatuas de cera que, con el tiempo, daban más miedo o mal rollo (y mucha risa) por sí mismas que por lo que o a quien se supone representaban (en la mayoría de las ocasiones, encontrar cualquier parecido con las personas reales requiere un gran ejercicio de imaginación). Piensen que, además, tenía diez años y un mes de agosto por delante cuando fueron asesinados los marqueses de Urquijo, leí todo lo que caía en mis manos queriendo vivir de primera mano algo similar a los peligros que afrontaban mis héroes ya citados y otros similares, creo que aquellos reportajes repletos de detalles a veces escabrosos por no decir impúdicos atendiendo a lo que aprendería con el tiempo en la asignatura Ética y Deontología Profesional me condujeron sin remisión ni oposición a las novelas de la tía Agatha y todo lo que ha venido después. Como pretendía decir antes de dejar manar la verborragia habitual, mi interés por los crímenes reales (si bien es cierto que como documental/serie o como lectura, no sigo programas especializados en sucesos, esos con el amarillismo por bandera, esos en los que tantas veces pisotean los fundamentos del que siempre consideraré mi oficio, esos en los que abundan vocingleros dizque expertos que abochornan a los grandes nombres que dignificaron estas informaciones), retomo antes de volver a irme por las ramas para concluir que mi predilección por estos programas es anterior a que proliferasen del modo en que ahora lo hacen y la máxima responsable es aquella magnífica serie que TVE emitió los viernes por la noche (hablo de su primera temporada, la de 1985), la grandísima producción de Pedro Costa conocida como La huella del crimen (por cierto, en la segunda, en 1991, hubo un episodio dedicado al crimen del expreso de Andalucía antes citado).

 

   Con estos antecedentes y presente como espectador y lector (y más aún para los leales a este ángulo oscuro del salón) no les extrañará nada que me haya lanzado casi como un poseso a la lectura de una novela de la que, además, tenía excelentes referencias puesto que obtuvo en 2008 el Premi Crims de Tinta y ya había sido publicada, un título que Alianza Editorial recuperó hace unos meses: La mala mujer de Marc Pastor con traducción de Juan Carlos Gentile Vitale. El personaje al que se hace referencia con ese epíteto es Enriqueta Martí, la tristemente conocida como “La Vampira del Raval”, proxeneta de menores (incluidos niños de muy corta edad), secuestradora y considerada asesina en serie, un personaje sobre el que pocas cosas han podido confirmarse/demostrarse a ciencia cierta, un personaje con penumbras y contornos difusos que permiten que, apoyándose en lo publicado en la época, la ficción complete el retrato que puede hacerse de quien sembró el terror en la Barcelona de principios del siglo XX. Y esa atmósfera de leyenda que se presiente/teme como real, de rumor preñado de miedo, ese susurro de advertencia que no osa aumentar su volumen para no llamar la atención, esa sospecha perenne que no da tregua y que asola las calles, ese ambiente enrarecido y ominoso que se adueña de los corazones es el que Marc Pastor convoca desde las primeras líneas, arrojando al lector literalmente (nunca mejor dicho) al cráter de un volcán en plena erupción, dando a un narrador (o narradora) inquietante, poseedor (o poseedora) de una prosa directa, hechizante, inflamada, viscosa, supurante, un alarde que el autor mantiene a lo largo de toda la novela sin perder pulso ni efectividad, prosa hemoglobínica, humorosa, visceral, envolvente, irresistible, poderosa: “Ahora soy una voz en tu cabeza. O la plegaria de alguien a quien amas al borde de la cama, o un compañero de estudios que no sabe leer en silencio, o un recuerdo desenterrado por un olor. Soy hombre, soy mujer, soy viento y papel; un viajante, un cazador y una niñera (el rey de la ironía); quien te sirve la comida y quien te da placer, quien te apalea y quien te escucha; la bebida que quema la garganta, la lluvia que te cala los huesos, el reflejo de la noche en una ventana y el llanto de un recién nació antes de ser amamantado”. Narrador (o narradora), como es fácil comprender, más omnisciente imposible, pero también podríamos decir omnipresente porque, aunque no sepamos con qué rasgos físicos, aunque tan pronto intervenga en el diálogo como se limite a observar, aunque parezca haberse esfumado a ratos, impregna cada página, cada palabra, cada acción de los personajes porque, como anuncia a continuación de lo reproducido en la cita anterior, “Yo lo soy todo y puedo estar en todas partes”.

 

   Este narrador (o narradora) tan versátil, tan maleable, tan incontenible, permite a Marc Pastor romper la cronología, variar de punto de vista, trocear la narración, hacerla caleidoscópica sin que eso suponga confusión a no ser que ese sea el efecto pretendido para, en un momento dado, sorprender al lector, despistarlo tanto como lo están algunos personajes. El modo en que el autor nos presenta el rompecabezas es asombroso porque, aunque se vaya completando, aunque las piezas encajen, nunca lo vemos ordenado, siempre hay un nuevo quiebro, un nuevo giro, el terreno es resbaladizo, pantanoso, nunca estamos seguros/a salvo, Pastor nos traslada a una época rebosante de ambigüedades, insegura, terrorífica en muchos aspectos, la reconstruye con enorme viveza, con palabras cinceladas y de múltiples aristas, acorde con lo que describe, con lo que nos hace vivir: “Hay quien vive a gusto en tiempos convulsos, con sangre en las calles, porque les permite escabullirse entre la violencia y beber de ella a placer. En La Rosa de Fuego todo el mundo va a la suya: unos procuran tener manduca que llevarse a la boca, otros se llenan los bolsillos y hacen ostentación de ello; mendigos que duermen en una taberna porque no tienen una mala cama donde caerse muertos, ricos que viajan a San Sebastián para darse un baño medicinal en la playa; hay quien no habla con nadie por miedo de que se descubra su secreto, hay quien lo cuenta todo buscando compañía”. Y ese narrador (o narradora), personaje inevitable, que se piensa más en masculino aunque sabe que la mayoría de la gente se refiere a él en femenino (“que si la Dama, que si la Gran M., que si la Inexorable”), se siente como pez en el agua, se adueña de todo y todos, también de la novela: “Son tiempos en que paseo, visible, por las calles de una ciudad entregada a mí, y entro en mil cuerpos ansiosos por gustarme. Recojo almas a montones, sin fijarme en nombres ni en caras. Judíos pasados a hierro o monasterios en llamas. La sangre y el fuego crearán el hollín con que Barcelona se maquillará de nuevo para volver a ser vieja. La renovación como último paso, el aquí no ha pasado nada pero ahora todo es diferente hacen de la ciudad una mujer más sabia y, no obstante, más dolida”. Es Barcelona la gran protagonista, escenario y corazón, la conocemos físicamente y (a)moralmente, en sus sonidos, en su frío, en sus olores, en sus tufos, en su sordidez: “Barcelona es una vieja dama de alma desgarrada que ha sido abandonada por mil amantes, pero no quiere reconocerlo. Cada vez que crece se mira en el espejo, se ve cambiada y renueva la sangre hasta llevarla al punto de ebullición. Como el capullo de la mariposa, por fin, estalla”.

 

   Hay alguien empeñado en resolver el escabroso asunto de las desapariciones de niños, de su uso y abuso, de sus muertes, ese caso que algunos niegan sea tal, esos crímenes que a tantos no interesan porque o bien se benefician de ellos o porque las víctimas son criaturas condenadas desde la cuna, porque la crueldad se ceba con los considerados miserables, los que sobran, los que no importan, los que ni se consideran ciudadanos; hay alguien que presta atención a los llantos de las madres, un policía que no quiere regresar a su casa, que se implica personalmente, que no entiende otra manera de afrontar su trabajo, que se entrega más allá de cualquier consideración: “Moisés Corvo es un perro: nadie mea en su territorio. Y si esto comporta empalagar de olor a orina todo el barrio, no tiene ningún inconveniente. Ya hace tiempo que Moisés Corvo dejó de ser un porra, un policía de calle, de carne de cañón, de venda en los ojos y un sí, señor en los labios, para convertirse en el sabueso que es ahora”. Es un policía que no se conforma con el silencio, con la negativa, que va más allá de la fabulación que tantas veces supone el mejor camuflaje para el crimen, que destruye los velos de la leyenda, de lo diabólico, de lo inexplicable, que sabe con quien se juega las cartas, que le tiene bien tomado el pulso, por eso el narrador (o narradora) le tiene en alta consideración: “Supongo que es por eso que me agrada Corvo: nos conocemos tan bien que, cuando me mira a los ojos, sé que me entiende. Me respeta, pero no me toma demasiado en serio, y eso me hace sentir a gusto, porque no siempre soy bienvenido en todas partes, y no suelo intimar con nadie”. Con una ironía punzante, con sumo verismo, pero manteniendo un equilibrio digno de encomio, sin recursos facilones ni truculencias innecesarias, Marc Pastor da voz a este narrador (o narradora) que se camufla pero no se esconde, que maneja los hilos sin pudor ni piedad, que hace un retrato hiperrealista de la maldad, que nos deja temblando, espantados, que nos ofrece una ficción tan cargada de verdad que nos sobrecoge incluso días después de haber concluido la lectura: “En Barcelona se han seguido produciendo muertes violentas, prácticamente a diario. (…) Pero tanto para los policías como para mí, no nos engañemos, es rutinario, una serie de trámites colocados en fila india que hay que ir cumpliendo: el levantamiento del cadáver, la identificación, el informe de la autopsia y el archivo del caso. Papeleo, yo ni los miro, pobre gente, tanta prisa por acabar como si del otro lado hubiera algo mejor. O hubiera algo, simplemente”. Novela furiosa y arrebatadora, estremecedora y magnífica, un auténtico descenso a los infiernos (tangibles e intangibles).

sábado, 5 de diciembre de 2020

SABER VER LO QUE AÚN NO EXISTE


 



   Estoy convencido de que el propio Javier Moro me permitirá que empiece este texto hablando de su tío Dominique Lapierre, así se lo prometí durante el encuentro que mantuvimos vía Zoom hace unas semanas, una de esas oportunidades deliciosas que auspicia mi Pepa Muñoz para que los del club de lectura diseccionemos junto algún autor o autora su última criatura y que ustedes pueden encontrar íntegro en el canal de YouTube de Locura de Libros (https://www.youtube.com/watch?v=tey3cMGsXtA&t=20s). Cualquiera que conozca un poco la trayectoria, la obra, la persona, estará al tanto del cariño, el respeto, la admiración que Javier nunca ha ocultado por quien, más allá del vínculo familiar, es su máximo referente, su maestro, su espejo profesional tal y como lo demuestra en cada aventura literaria, no en vano la recién llegada a las librerías (fue publicada por Espasa en los últimos días de octubre), A prueba de fuego, arranca con una dedicatoria que lo dice todo: “A mi tío Dominique, que sabe la alegría de trabajar en equipo”. Los leales a este ángulo oscuro del salón están enterados de que llevo un par de meses recopilando recuerdos, acometiendo relecturas, empezando a armar el puzle de mi vida a través de los títulos que me han marcado el camino, que me han construido, también, por supuesto, de esos autores que han sido providenciales, imprescindibles, sin los que no sería quien soy, no escribiría este blog del modo en que lo hago, no leería como leo, es decir, poniendo alma, corazón, pasión y entrega, devoción y vocación desde niño, por encima de todo llámenme lector, lo demás importa poco; antes de dejarme llevar por la verborragia (como es habitual), quería decir que estoy convencido de que en ese recorrido que apenas ha dado sus primeros pasos llegaré a Dominique Lapierre, pero me apetece anticiparme y dejar aquí huella de la muy profunda que él ha horadado en mi ánimo, en mi talante, en mi personalidad lectora y vital, de lo mucho que le debo y así, de algún modo, empezar a glosar y celebrar la (como no podía ser de otro modo) magnífica, apasionada y concienzuda investigación que Javier Moro ha llevado a cabo para alumbrar una apasionante novela que recupera/da a conocer la figura y la obra del arquitecto valenciano Rafael Guastavino, aquel del que se llegó a decir que inventó Nueva York en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX.

 

   Conocí a Dominique Lapierre antes de leerle, me llamó la atención un libro en que andaba enfrascado mi hermano, grandes letras en negro y en minúscula (todas) anunciaban que se trataba de El quinto jinete, la ilustración de portada era muy llamativa (se trataba de Los cuatro jinetes del Apocalipsis debidos a Peter Cornelius), la contraportada repetía el título con la misma grafía pero a un cuerpo menor y en rojo, con el mismo color se destacaban obras anteriores de los autores (¿Arde París?, Oh, Jerusalén, Esta noche, la libertad, …O llevarás luto por mí) y se anunciaba que se trataba de “un prodigioso suspense de treinta y seis horas, en que se decide la suerte de la mayor ciudad del mundo” (antes de que alguien vuelva a atribuir la precisión de los datos a mi dizque prodigiosa memoria -no lo es tanto como parece, si bien es cierto que siempre ha sido muy generosa y pródiga-, les comunico que tengo el libro aquí, al lado del teclado y del de Javier, por la actividad de esos círculos que tienden a cerrarse cuando menos lo esperamos he recuperado el otro día un ejemplar similar al que perdí por un préstamo hace mucho tiempo). Acompañaba a estas y otras palabras que no reproduzco por hacer el cuento un poco más corto un retrato de quienes firmaban la obra, es decir, Dominique Lapierre y Larry Collins, y no exagero si afirmo que sufrí un flechazo con ambos, aún era pronto para poder asumir/comprender lo que escribían, pero se estableció una corriente de simpatía y una necesidad que fue creciendo hasta que, unos años después, alguien que no me apetece nombrar ahora me regaló El quinto jinete y justo al año siguiente La ciudad de la alegría, el primer título que publicó Dapierre tras poner punto final a su exitosa colaboración con Collins (se reencontrarían tiempo después en ¿Arde Nueva York?, pero eso ya es otra historia que no viene al caso). Sería la edad (llegó al tiempo que mis 16 años), el momento efervescente, la humanidad que desborda en cada página, la vida que late en cada palabra, indudablemente fue su grandeza, su emoción, la entrega del autor, el caso es que, aunque disfruté como un loco con El quinto jinete (que, por cierto, quiero releer en breve ahora que ha regresado a mí), La ciudad de la alegría me traspasó, me noqueó, me entusiasmó, me atrapó, me rendí incondicionalmente a Lapierre, fue él el responsable (y empezar a estudiar Periodismo) de que buscase algunos de sus trabajos anteriores (y le admirase más -también a su compañero en lo que a sus obras en común se refiere-), desde entonces fui reuniendo su producción, atento a cualquier novedad. Y todo eso no hizo sino aumentar hasta alcanzar proporciones astronómicas cuando tuve el inmenso placer de conocerle, de asistir a una conferencia que impartió en la Facultad, de aplaudirle, celebrarle, saludarle (tuvo tiempo para todo el mundo), darle las gracias, estrechar un vínculo que se mantiene muy vivo y he ido reafirmando con lecturas y relecturas (y las que me quedan). Lo que más admiro (como lector y como periodista) de Dominique Lapierre es su minuciosidad, la ingente documentación que maneja para que todo lo narrado sea lo más cercano posible a lo sucedido, documentación que no pesa porque la procesa, la transforma, la sirve a través de datos fundamentales sobre los que erigir su obra, son cimientos sólidos que le permiten recrear/reconstruir momentos/épocas con infinita verosimilitud, con talante y talento de reportero, con meticulosidad de historiador, con aliento de novelista. Y estas bondades, estas cualidades, estas facultades también las posee su sobrino Javier, junto a él aprendió a desarrollarlas, con él investigó durante muchos años, juntos firmaron la a ratos escalofriante Era medianoche en Bhopal; con estos mimbres y sobre esta base, con ese ejemplo/magisterio por bandera, Javier Moro ha desarrollado una carrera propia que, aunque tiene muchos puntos en común/de conexión con la de su tío, no debe verse como una prolongación, un reflejo, mucho menos una copia, sino como una nueva demostración de las veces en que un discípulo alcanza a su maestro.

 

   A prueba de fuego resuelve un misterio, en realidad va más allá porque para muchísima gente (empezando por un servidor) el nombre de Rafael Guastavino no dice nada, incluso aunque se conozca parte de su obra (en demasiadas ocasiones, por no decir en la inmensa mayoría, no nos preocupamos lo más mínimo por saber quién fue el autor de un edificio que admiramos, no digamos de aquellos ingenios que nos hemos acostumbrado a ver como parte del paisaje). Puesto en la pista por la espléndida editora Ana Rosa Semprún (quien en su momento le animó a escribir la historia de Anita Delgado), Javier Moro se lanzó a investigar, a empaparse todo lo posible (y lo imposible porque había muchos paréntesis sin rellenar, muchos puntos suspensivos sin continuar), a rastrear los pasos de un arquitecto prácticamente desconocido cuando su huella es aún notoria, no sólo en Nueva York, en España también hay testimonio de su ingenio, su osadía, su talento natural, su intuición, su poner en práctica lo que sencillamente sabía que era posible, sin fórmulas ni tecnicismos, el empirismo era su firma, demostraba que se podía hacer haciéndolo, como en un momento dado le hace decir Javier Moro en la novela, “la arquitectura es un esfuerzo de la imaginación, ver lo que aún no existe con mayor claridad que lo que se tiene delante”. El mayor hallazgo hecho durante la labor de documentación se convierte en el mejor hallazgo para levantar la novela: las cartas de algunos de los personajes reales que descubren aspectos insospechados o erróneamente transmitidos, cartas que imprimen vida y verismo a lo que se narra, que permiten a Javier tomar voces distintas para dar la visión más poliédrica posible de Guastavino, para acercarse a él desde una perspectiva íntima, familiar, cercana, humana y, además, encontrar al narrador perfecto para que el conjunto gane tanto en fluidez como en efectividad, llegue al lector como una especie de confidencia, a ratos como una confesión: es Rafael Guastavino hijo quien la escribe. “Es el primer libro que hago en primera persona, eso es algo que te involucra más”,  y lo cierto es que de esa manera también consigue que nosotros lo hagamos desde las primeras líneas, no se puede desoír a quien está dispuesto a abrir su corazón, a llevar a cabo un retrato nada amable en el sentido de que no le glorifica: las sombras son tantas como las luces, más abundantes en realidad sobre todo en lo personal, por otro lado, como reconoce Javier, “nada más difícil que escribir sobre un santo”, indudablemente son las imperfecciones las que nos definen y humanizan.

 

    Todo ese trabajo fue prácticamente empírico. No tenía la sanción técnica necesaria, mas ¿cómo era posible tenerla? El espesor de las bóvedas se determinaba por intuición y experiencia, como un herrero decide el tamaño de las piezas que fabrica, o un buen marino el grosor de la soga o un aparejo. Pero ¿es esa una actitud científica? ¿Puede haber alguna garantía basándose solo en la intuición y en la experiencia?”. Así es cómo Javier Moro evita caer en una jerga puramente arquitectónica que sólo un entendido en la materia pueda seguir, dando la palabra a quien, como se ve, tampoco es capaz de explicarlo pero sí de ejecutarlo, eso es lo que importa, eso lo que permanece, eso que contemplamos y admiramos, un genio natural al que muchos veían como un visionario, como un iluminado, alguien que inspiraba poca confianza a pesar de lo demostrado, a pesar de ser apoyado por nombres de indudable prestigio en la época, así intenta razonarlo el también pionero (pero más apegado a las mediciones previas, a la posibilidad de traducir a cifras sus creaciones) Stanford White en un momento dado: “Es que parece un milagro que la forma tan fina que se consigue con los ladrillos sea capaz de soportar tanto peso. Y los milagros no venden bien en este mundo”. Milagros tangibles, algunos pueden verse en la estupenda selección fotográfica que acompaña al volumen, milagros cuya construcción Javier Moro sabe transmitir con nervio, con tensión, con dudas, como si no se conociese el final, llevando de la mano al profano para que nunca se sienta perdido, haciendo tan emocionante la imprescindible y lógicamente extensa parte arquitectónica como la personal, esa que ha ido entresacando del material epistolar que uno de sus descendientes conserva, “sin las cartas no me hubiera atrevido a escribir la novela”, en ellas encontró el corazón de la misma y, del mismo modo y nunca mejor dicho, cimientos firmes que soportan toda la obra, un nuevo triunfo de Javier Moro que merece saldarse con, al menos, éxito parecido al de anteriores títulos.

viernes, 27 de noviembre de 2020

LO QUE ES CANELA FINA

 



   Del mismo modo que, como he confesado en múltiples ocasiones, me resulta muy difícil ponerme a escribir sin tener claro el título, algo a lo que aferrarme aunque puede que al concluir lo cambie por otro que encuentre más idóneo, se me hace muy enojoso querer preparar un texto para el blog sin tener claro el arranque, lo primero que quiero contar, el punto de partida. Sin embargo, en el caso que hoy nos ocupa tengo o, tal vez, lo más apropiado sea utilizar el condicional y afirmar que tendría mucho por dónde empezar (y continuar), es tanto lo que he sentido, lo que he evocado, lo que he suspirado, lo que he vibrado durante la lectura, las cuerdas menos templadas de este arpa se han afinado al máximo para extraer sonidos esenciales, exquisitos, profundos, sonidos vívidos y vivaces, la lectura ha supuesto un auténtico viaje a aquello que solemos llamar alma, he vuelto a ser Bastián, aquel niño abducido (literalmente) por un libro, participando de los avatares, venturas (pocas, todo hay que decirlo) y desventuras de los personajes. Sin embargo, en mi afán por no destripar nada, por no anticipar ni un ápice, va a haber bastantes cosas que me guarde y, así, no desvelar en lo más mínimo los múltiples vericuetos de una novela de esas que me encanta denominar torrenciales (por su flujo potente, por su riqueza, por el modo en que inundan al lector), novela que merece lanzarse de cabeza, sin contemplaciones, sin titubeos, sin mirar atrás, dejándose acoger por sus palabras, dejándose llevar por su impulso, rindiéndose a su fuerza, sumergiéndose en el mundo que convoca, recrea y homenajea. Es decir, si así lo desean (incluso les invito a ello), no hace falta que continúen en este ángulo oscuro del salón, les agradezco como siempre la visita y el interés, pero creo que no deben perder más tiempo con un servidor (los leales ya me tienen muy visto y soportado, el resto no tienen por qué aguantarme más) y buscar Libelo de sangre, la ópera prima de Sandra Aza publicada por Nova Casa Editorial, un auténtico impacto, un deleite, novela embrujadora en la que uno no puede sino sentirse feliz y pletórico, hipnotizado por su cuidada y riquísima prosa, conquistado por la historia (o historias: se mezclan con acierto las peripecias de bastantes personajes), recuperando unas calles por las que paseo (o lo que se puede actualmente) casi a diario y otras que he debido dejar de frecuentar (a las que he regresado gracias al poder de la literatura y a la precisión descriptiva de la autora), unos olores y sabores de aquí al lado, unas gentes que pasaron y dejaron huella, una herencia todavía muy viva, una realidad muy presente, el Madrid que aprendí a amar gracias a mi abuela, el Madrid que defenderé hasta la muerte, el Madrid de y para todos, mi ciudad, mi cuna, mi hogar, el verdadero protagonista de esta novela que late entre las manos, que arrebata, que roba el corazón, que lo ensancha.

 

   Como tantas experiencias y gentes enriquecedoras, Sandra Aza llegó a través de mi Pepa Muñoz, como lectura a compartir para uno de los encuentros que aún hemos de hacer vía Zoom (y es fabuloso poder coincidir con compañeros de otros lugares, pero se echa de menos, más en el caso que nos ocupa, no poder juntarnos físicamente -superamos con creces la limitación de seis personas-, charlar, abrazarnos, morirnos de risa, pasear, disfrutar en vivo), encuentro que tuvo lugar hace un par de semanas y que ustedes pueden ver completo, como siempre, en el canal de YouTube de Locura de Libros (https://www.youtube.com/watch?v=i9dcqpFlToY&t=14s), encuentro en el que pudimos constatar sin filtros (más allá del imprescindible de la pantalla) la calidad humana de la escritora (sí, ya lo eres, ¿quién te lo puede negar después de estas 858 páginas rebosantes de magia y sensibilidad literaria?), su inagotable generosidad (demostrada, por ejemplo, en la dedicatoria que me envió y que desvelaré en mi perfil de Instagram), su amor y pasión (y respeto) por esta carrera que acaba de emprender y en la que ha pasado directamente de debutante a maestra, no en vano ha empleado cuatro años de trabajo para dar lo mejor de sí misma y se percibe el mimo puesto en cada palabra, en cada detalle, procurando (y consiguiendo) que nada chirríe, estorbe o empequeñezca el conjunto. La documentación es profusa y minuciosa, tiene talante y hechuras enciclopédicas pero consigue hacerla fácil, la pone en pie como parte de la narración, muy pronto se hace imprescindible saber lo más posible, por qué una calle se llamaba (o llama todavía) de tal modo, de dónde viene aquella tradición (o esta que aún se sigue en la actualidad), qué edificios continúan en pie, cuáles no y qué se erige ahora en su lugar, traza un mapa físico y sentimental de Madrid como pocas veces se ha visto, sólo comparable (con otras intenciones) a lo que el genial Galdós plasmó en su obra, hay en ese sentido un potente vínculo entre don Benito y Sandra: Libelo de sangre es un magnífico folletín, un fresco bullicioso con una inmensa plétora de personajes, en mimbres y formas emparenta directamente con la tradición decimonónica de la que el sublime autor canario de cuya muerte se está conmemorando el primer centenario es máximo representante.

 

   Más la acción transcurre en pleno Siglo de Oro (en concreto en 1620-21), por lo que la prosa de la autora se envenena hasta la médula de un ritmo, unos tonos, un fulgor que no se apaga, recoge los ecos (y les da vida propia) de un teatro, una poesía, una literatura inigualable, bebe con ansia (y le aprovecha), también se nota con total admiración, de aquellos autores que trasladaron a sus obras (y les confirieron categoría) los decires de las gentes, ese modo de hablar natural por más que lo llamemos “barroco” con un sentido peyorativo, esa riqueza en ripios, requiebros, insultos, refranes, frases coloquiales, prosopopeya cotidiana que afloraba en cualquier rincón, habla fértil, lenguaje elaborado en sí mismo, sin afectación, porque así nacía, claramente distinto el de, por ejemplo, Rinconete y Cortadillo que el de Segismundo, de ahí la variedad de estilos, de ahí que tantos talentos alumbrasen en ese tiempo algunas (muchas) de las mejores páginas que vamos a leer (y gozar) jamás en castellano. Sandra Aza caracteriza a sus personajes por la manera de expresarse, por cómo (se) comunican, por su vocabulario, por su infinita capacidad para inventar vocablos o adaptar los fijados a su realidad, esa musicalidad impagable de las comedias de Lope, Calderón o Tirso, esa lengua viva que aún resuena en algunos barrios, en ciertos lugares, en creaciones de antes y de después, en los múltiples chascarrillos (algunos de los cuales aparecen en Libelo de sangre porque ya se empleaban entonces) que tuve la fortuna de aprender/heredar de mi abuela, gata por los cuatro costados, abanderada de un madrileñismo de brazos abiertos y sin clasismos (como ha sido y es la ciudad, como son y somos sus gentes, da igual la zarabanda -por no emplear otro término menos amistoso- que algunos organizan y las apropiaciones indebidas que de tal condición se hace, sin perder de vista que, por supuesto, tontos -y malvados- los hay en todos lados).

 

   La ópera prima de Sandra Aza captura un momento, una realidad, unas rutinas, unas tradiciones, se recrea en los detalles para que nos sintamos inmersos en lo que narra, reconstruye con meticulosidad y precisión, levanta ante nuestros ojos, erige en nuestros corazones una ciudad, suministra una información que, de modo natural, se imbrica con la peripecia, no es concebible Libelo de sangre sin la disección de las costumbres, las explicaciones pormenorizadas de los lugares en que la acción transcurre, los entresijos del funcionamiento de la sociedad, las acotaciones en que se pormenoriza el futuro, es decir, poder ubicar cada capítulo, cada edificio, incluso el domicilio de los personajes en el Madrid de ahora mismo. En lugar de, como podría suceder (y sucede en demasiadas ocasiones), lastrar el impulso novelístico, eso que solemos englobar en la palabra “trama”, la documentación histórica insufla energía, sentido y una innegable e irresistible emoción a la lectura porque se quiere saber algo más, conocer el pasado que en ocasiones tenemos al alcance de la mano sin prestarle atención, incluso habrá quien, como en mi caso, busque su calle, su casa, la de su familia, mire sus alrededores con otros ojos a partir de ahora y, como le comenté a Sandra durante el encuentro, aunque para siempre viviré, como me gusta decir, a espaldas de Misericordia de Galdós -vínculo que existe desde antes de ser vecino de este barrio, en eso que ando preparando lo explicaré con detalle-, desde ahora habito en Libelo de sangre, soy feliz prisionero de sus páginas, de su verdad, de su belleza, de su compromiso con la literatura y con la Historia, de su corazón (el de la novela y el de la autora). De mi abuela aprendí algo que se dice aquí, aquello de “don sin din, cojones en latín”; perdón si la frase suena mal (para mí es música celestial porque la escucho en la voz y la risa de esa mujer inolvidable), el caso es que Libelo de sangre tiene mucho din, lo tiene todo, no le sobra nada, de ahí su señorío, su empaque, su plausible grandeza, la novela de una vida, la que palpita en sus páginas, la que nos regala Sandra Aza, la que debe seguir alimentando con nuevos títulos para que la hazaña conseguida no se quede sola, aunque sólo sea “por tantas cosas buenas que soñamos desde aquí”.

domingo, 22 de noviembre de 2020

EL LUGAR DONDE TODO ES VERDAD

 




   A la hora de escribir sobre África, sobre lo que uno experimenta cuando (dicho en términos generales) tiene noticias sobre ella, sea como continente o centrándose en alguno de sus países, de sus lugares, buceando en la Historia, conociendo a sus gentes, aproximándose a ella en cualquiera de sus variadas y múltiples posibilidades/realidades, es inevitable recordar aquel huracán de nostalgia y fascinación que recorría la columna vertebral y hacía nido en el corazón de cuando, con quince años recién cumplidos, se vio por primera vez (y en la fabulosa pantalla del cine Palafox) Memorias de África. Más allá de motivos personales que ahora no vienen a cuento, me sentí apelado, llamado, conquistado, me rendí desde la primera y antológica frase, “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong”, descubrí a una escritora, se inició mi reconciliación con Meryl Streep (que sería definitiva con Las horas), fue como volver a casa, estallar de felicidad, saberme acogido y protegido, una mágica sensación que, más allá de la belleza de las imágenes (y de la fuerza de la banda sonora entrando por cada poro de la piel), destilaba de aquellos parajes, de la naturaleza, de la belleza de un mundo virgen, puro, prístino, de un lugar (que daba igual fuese Kenia en concreto: se impone el todo) sometido, expoliado, arrasado, conquistado en aras de una civilización que, para más inri, nunca llega porque no interesa ni mucho menos preocupa a quienes sólo buscan beneficios antes, ahora y, por desgracia, después (ojalá el tiempo desmintiese pronto esta afirmación). Por debajo de la imagen indudablemente romántica e idealizada que muestra la película (y lo hace con maestría, nada que objetar), más allá del indudable encanto, de la belleza que transmite la prosa de Isak Dinesen, de la pátina evocadora que recubre sus palabras, de la añoranza de un tiempo pasado/perdido, África (de nuevo dicho como conjunto, como si fuese una única cosa, metonimia aceptada que se refiere a un espíritu, a algo intangible pero fácilmente perceptible) impone su verdad, su dolor, su vulnerabilidad, sus heridas, su escarnio, su aplastamiento, aquello de lo que, a pesar de todo, se erige victoriosa, resistiendo, peleando, avanzando, insuflando vida (allí brotó, allí nació, la sangre llama y no miente, de ahí que nos capture del modo en que lo hace).

 

   Cuando investigó para escribir la que tal vez sea su última gran novela, El jardinero fiel, mi admirado John Le Carré afirmó que África cambia para siempre la mirada, que uno no vuelve a ser el mismo, que se mete dentro, que afecta más allá de lo que se percibe en un primer momento, que altera la manera de escribir (es decir, el modo en que el escritor mira y cuenta el mundo) y, añade un servidor, eso no tiene por qué suponer nada negativo, se trata de variaciones, de si se quiere evolución, de un estilo que se va enriqueciendo, depurando, bebiendo de lo que le rodea. No puedo evitar formular esa pregunta a Gonzalo Giner cuando tengo el infinito placer de formar de nuevo parte del club de lectura que comanda mi Pepa Muñoz y participar en el encuentro vía Zoom celebrado a finales de octubre para conversar sobre La bruma verde (y que pueden ver completo en el canal de YouTube de Locura de Libros: https://www.youtube.com/watch?v=Ubzc1VZvPqo&t=25s) , título que le ha valido el Premio de Novela Fernando Lara 2020 y que Planeta publicó recientemente; lo cierto es que siempre me ha parecido un escritor eminentemente sensorial y sensitivo, sus obras exudan, huelen, envuelven, de algún modo se pueden tocar, pero encuentro que aquí esa capacidad ha aumentado, que sus palabras traen olores y sabores incorporados, que han adquirido un poder evocador que no es tal en el sentido de que se siente y vive lo que les pasa a los personajes y él reconoce que sí ha sentido que su mirada ha cambiado y, precisamente, lo ha hecho fundamentalmente en ese aspecto: “Mi mirada ha cambiado muchísimo, tanto es así que creo que en anteriores novelas había un trabajo de personajes un poco menos complejo que aquí, vamos a decirlo así. En ese sentido, mi mirada profundiza en el modo de contemplar a mis propios personajes, ahí he cambiado: he dado más trascendencia, mayor recorrido a cada uno de ellos”. Es, además, la primera vez en que Gonzalo Giner abandona las narraciones de corte histórico para abordar una historia de ahora mismo, cercana en el tiempo (arranca en diciembre de 2009), pero como él mismo explica en la apasionante nota incluida al final de la novela (y que no debe leerse antes, no me sean impacientes), “hay novelas que se meten en tu vida sin llamar, os lo puedo asegurar; entran en tu interior a codazo limpio e inundan tu cabeza a borbotones”, tal vez sea una vez más el efecto africano, el caso es que dejó aparcado el que iba a ser su nuevo trabajo (pero promete que lo retomará) para dejarse llevar por una historia que merecía ser contada.

 

   La bruma verde se alimenta de varios géneros, no es fácilmente clasificable, es una novela muy rica tanto en matices como en tramas que se imbrican conformando una narración apasionante que toca asuntos espinosos que deberían ocuparnos y preocuparnos más, que deberían aparecer en los medios de comunicación más allá de algunos titulares alarmistas y apocalípticos que buscan más el sensacionalismo (y los réditos -eso es siempre África para los demás: una fuente de ingresos-) que la concienciación, que la acción, que el cambio de comportamientos, que el final del continuado latrocinio tanto en recursos como en vidas, el agotamiento de fuentes naturales de vida, el exterminio de especies, una denuncia que Gonzalo maneja de manera magistral porque la articula de un modo orgánico, la explicita a través de los personajes, de lo que ocurre, de a lo que se enfrentan, de por lo que se sacrifican, evita cualquier tipo de discurso que lastre la novela, consigue hacerlo presente a través de los hechos: “Nunca me planteé una novela denuncia porque considero que ese no es el papel del escritor”. Del mismo modo, integra a la perfección en el devenir de los personajes y sin presentarlas como tales posibles soluciones a tantos desmanes, señala qué debería cambiar, nos abre los ojos (seguimos con el asunto de la mirada) de la mejor manera posible, a través de lo que viven los protagonistas: “Nada tiene una solución definitiva ni única, pero creo que si empujamos en la misma dirección podemos conseguir resultados positivos”. Es algo, por cierto, de lo que también hablan los fantásticos documentales a los que David Attenborough ha puesto voz (su emocionada y emocionante voz de 93 años) en Our Planet: no debemos olvidar (no deberían quienes lo interrumpen, alteran, expolian y masacran) el ciclo de la vida que tanto celebramos en el inicio de El rey león, si se mueve una pieza se viene abajo todo el edificio, a veces en cuestión de minutos, a veces en cuestión de eras, pero se diría que algunos están empeñados en que andemos inmersos en el final de una (o de varias).

 

   Piensa que estás viendo la gran arteria de África, el segundo mayor caudal del mundo después del Amazonas. Aunque tiene menos longitud que el Nilo, ahí donde lo ves, ese río es capaz de regar un territorio seis veces más grande que tu país. Gracias a su generoso caudal, cada día se obra un gran milagro, insospechado y enorme, justo ahí abajo, porque esas aguas tejen la vida”. Así le presenta Colin Blackhill, un cooperante británico, a Lola Freixido, una de las dos poderosas protagonistas femeninas de la novela (la otra es Bineka, una de las mayores creaciones de Gonzalo Giner, un personaje impactante y maravilloso), el río Congo, así es como el autor se impregna de la vida de los escenarios, se la da, nos los presenta con alma y corazón, describe sus múltiples caras, aquello por lo que deberían ser amados, aquello por lo que son codiciados: “(…) en este momento estamos sobrevolando un enorme país en venta. Cada día, grandes capitales compran miles y miles de hectáreas de esta selva. Sobre todo chinos, pero también un puñado de empresas de origen europeo, malasio, estadounidense, canadiense, con intención de explotarlas en el futuro como tierra de cultivo”. Con un profundo conocimiento del asunto que trata pero sin que eso pese excesivamente en la narración (algo que ya había demostrado en sus anteriores novelas, donde nunca la Historia fagocita lo puramente narrativo/ficticio), Gonzalo va diseccionando el terrorífico rompecabezas en que se ha convertido la República Democrática del Congo: “Se trata de trasladar la realidad, eso no es ninguna novela, y me hacía sentir impotente mientras escribía porque hay gente que está sufriendo y muriendo”. En ese sentido, no hay paños calientes en La bruma verde, se cuenta sin paliativos la crueldad, la brutalidad, la amoralidad, la codicia, pero también el empeño, la entrega, la solidaridad, la lucha en demasiadas ocasiones suicida pero necesaria y ejemplar, la valentía y el desprendimiento de “tantos soñadores llegados a aquel asombroso continente con la única intención de ayudar. Gente que lo daba todo, sin reservarse nada”. Da igual el motivo concreto por el que han llegado, como le explicará a Lola en un momento dado Keita, un médico nacido en Kinsasa que ha abandonado Nueva York para regresar a la tierra de sus ancestros “la mayoría estamos aquí porque tenemos algo que olvidar, algo que nos falta por hacer o algo que recuperar…”; el caso es que allí están, seducidos por un continente que, como afirma Colin, “te devuelve más de lo que tú le das”, es (volvemos a citar a Keita) “un lugar donde todo es verdad, por brutal y descarnado que parezca”.

 

   La formación y experiencia como veterinario del autor, sus conocimientos sobre el mundo animal (uno se atrevería a decir que sobre etología, al menos así lo demuestra en el modo en que lo transmite, en cómo caracteriza y mima a ese tipo de personajes) vuelven a aflorar en todo lo relativo a Bineka y los primates que la acogen en las primeras páginas, un análisis de sentimientos enormemente verosímil y en absoluto trivial ni infantilizado, les otorga su propia y verdadera personalidad, no se trata de humanizarlos (en el sentido más pueril, al modo de los cuentos o fábulas) sino de acercarse a ellos, de entenderlos, de plantear vías de comunicación, de viajar hasta el corazón de los instintos, de las pulsiones, de aquello que nos iguala, de no olvidar que el hombre es también un primate (por más que digamos lo de “superior”, tan mal utilizada y entendida esa ventaja, bien se demuestra en la novela). Es La bruma verde, por más que nos estruje las entrañas al hablar de lo que habla, un constante regocijo para el lector que vive una completa inmersión en un mundo que aún conserva esencias a salvo de la intoxicación capitalista (en cualquier sentido), que todavía hace latir un corazón que preserva su pureza, una bruma verde que se adueña de la mirada y del alma de quien no busca otro interés que el de vivir y dejar vivir, el de quien sólo escucha su voz interior esa que le conecta directamente con, como dice Gonzalo Giner, “el continente más sorprendente, el más bonito, el más variado, espectacular, pero siempre se ha ido a expoliar”, ojalá gracias a novelas como esta lo miremos con pupilas incontaminadas por el símbolo del dólar (como le sucedía al tío Gilito).

domingo, 15 de noviembre de 2020

EL BANDO DE LOS PERDEDORES

 




   Una vez más, andamos a vueltas con la novela negra, usando el término como nos gusta en este ángulo oscuro (guiño) del salón, es decir, en toda su amplitud, en toda su variedad de registros, incluso en lo que se aleja de su ortodoxia, de su pureza, de lo que fue en un principio, de lo que se acuñó como tal en un momento dado (dejando a un lado, eso sí, a aquellos que utilizan o les endilgan una etiqueta que nos les corresponde/pertenece para dar gato por liebre -y aumentar las ventas con tal reclamo-); ya saben que un servidor (a pesar de su carácter de lector omnívoro) es fiel al género en que, en gran medida, se gestó esta inacabable historia de amor, esta complicidad siempre activa, este vivir por y para la literatura que, como ya se ha contado tantas veces (como ahora ando recopilando/redactando de modo más prolijo y detallado para reconstruir mi biografía a través de lo leído), prácticamente se inició en el ámbito de lo misterioso, de las intrigas, de los enigmas por resolver, de los asesinatos a investigar, de todo lo relacionado con lo detectivesco/policiaco (de nuevo, en el sentido más amplio posible). En esta ocasión nos centraremos en uno de los aspectos que más la definen porque, no conviene olvidarlo, la novela negra, el noir, incluso antes de ser llamado así, nació como género eminentemente social, como revulsivo, como clamor, como denuncia, como reflejo de una sociedad deprimida económica y moralmente, desencantada, abocada al fracaso, a la miseria, impelida a sobrevivir sin contemplaciones, al grito de sálvese quien pueda, a lo que Horace McCoy retrató casi en tiempo real y sin florituras en la imprescindible ¿Acaso no matan a los caballos?, inspiración de la no menos tremenda (y magnífica) película de Sydney Pollack que en España conocemos como Danzad, danzad, malditos. Lo cierto es que el dibujo al natural de la sociedad del momento en que transcurre la acción (que en la mayoría de los casos es contemporánea al momento en que se escribe) se cuela por cualquier resquicio de una literatura que se nutre de ambientes, de tipos, de delitos/crímenes nacidos en/por unas circunstancias concretas (como me dijo en su día mi admirada Claudia Piñeiro, el asesinato, el modo de matar descrito en una novela de las suyas, puramente argentinas, es necesariamente distinto al de cualquiera de los títulos nórdicos que triunfan aquí y allá o en lo que se hace en España: para que sean creíbles, para que los del país de origen se crean lo narrado y la trama policial funcione, tienen que respetar/reflejar una idiosincrasia, un modo de ser, ya sólo en ese sentido la novela negra es también novela social); sin embargo, hay quien, porque lo aprendió en algún momento y se considera superior cacareándolo, habla continuamente de “crítica social” como elemento indispensable de lo negro, algo que no se da de un modo explícito en buena parte del género, la mayoría de las veces subyace, es el caldo de cultivo, el autor se limita a contar una realidad, no se percibe otra intención o, al menos, no la subraya, no juzga, si toma partido lo hace de un modo sutil, a través de la adjetivación, del modo de presentar/dibujar/definir los personajes, sin olvidar, por supuesto, lo que cada lector aporte, su propia percepción de la realidad y de la ficción enraizada en esta.  

 

   Sin menospreciar a otras voces que bien saben los leales me apasionan, cautivan y admiro, no me parece exagerado afirmar que Graziella Moreno es, tal vez, la autora de este género que en la actualidad más profundiza en lo social, que mejor lo conoce, que lo coloca en los cimientos de sus obras, que lo explica y, sobre todo, deja explicarse, da voz (y corazón y alma) a tantas personas a las que en demasiadas ocasiones se niega su individualidad, se ahoga (aún más de lo que lo están) en las estadísticas, se nombran como colectivo, se consideran prescindibles, gentes a las que no se atiende si no es buscando un rédito, que sólo preocupan como problema, a quien se niega de antemano cualquier solución distinta a su desaparición, su olvido, su negación, su arrinconar, su aplastamiento. Como juez en ejercicio, Graziella es una observadora privilegiada, una excelente conocedora de los resortes y comportamientos más si se quiere decir así extremos, estudia y analiza los porqués, está en contacto con quienes cometen delitos, con quienes son acusados de ellos sin haberlos cometido, con los que acusan (en ocasiones en falso), su material de trabajo más prístino son las personas, esas a las que en sus novelas ni encausa ni juzga ni mucho menos sentencia como autora: otra cosa bien distinta es lo que describe, lo que refleja, lo que reproduce, es decir, el modo y manera en que ese ente intangible llamado sociedad defenestra a los miembros que no considera válidos/útiles/productivos. Al mismo tiempo, evita el maniqueísmo tanto en una dirección como en otra, expone, cuenta, escarba, escribe de manera poliédrica, tampoco justifica, trivializa, suaviza, sencillamente aporta todos los datos, no con carácter eximente sino para completar el cuadro, para evitar injusticias, para abatir prejuicios, para desterrar veredictos torticeros o ausentes de Derecho, para intentar comprender un poco mejor los en tantas ocasiones inextricables mecanismos que rigen en el día a día.

 

   El salto de la araña, publicada por Alrevés en septiembre y galardonada con el Premio de Letras del Mediterráneo de la Diputación de Castellón 2020, se presenta como magnífico ejemplo de lo expuesto hasta ahora y, por encima de ello, es una obra de plena madurez, acongojante, estremecedora, electrizante, un compendio de las virtudes ya demostradas de la escritora, que descuellan y brillan aún más al dejar la narración en la médula, al no entretenerse ni divagar, a saber mantener y aumentar el clímax de su perturbador prólogo durante el resto de páginas, al entregar una novela concisa, veloz, necesariamente breve (sobre todo para lo que nos tiene acostumbrados el mercado, para el abuso de volumen que tanto se da, para el engorde artificial y artificioso de historias inanes), una novela a la que no le falta nada, una novela con innumerables ecos (y huecos) que resuenan en nuestro interior, una novela dolorosa, dolorida y doliente en su más pura y estricta esencia que no precisa de truculencias ni efectismos porque destila verdad, porque aunque no queramos o hayamos aprendido a no verlo sabemos que eso (y cosas aún peores) sucede. Otro de sus máximos aciertos es el de recurrir en parte a una estructura muy usada en el género, aquella en que uno de los personajes (una víctima, un culpable, un investigador, alguien a punto de morir) traza un enorme flashback y rememora la peripecia vivida hasta llegar a esa última escena, algo que nos hace vivir la narración en primera persona, de un modo inmediato, descontando minutos, urgencia que Graziella aumenta (y mide con pulso firme y audacia literaria) al presentarnos un relato que está a medias, que se está construyendo, que se está escribiendo ante nuestros ojos, al que aún le quedan capítulos, del que el propio narrador desconoce el final, por más que lo presienta, que lo asuma como inevitable, reconocimiento y aceptación que siembran más incógnitas de las surgidas tras la elipsis que se produce entre el prólogo y el primer capítulo presentado como tal cuando Javi (el que se presenta como “el monstruo a quien van a juzgar por un delito de homicidio”) empieza a desgranar recuerdos mientras se dirige al que se le impone como único destino posible: “Escribir el pasado duele, porque ya no puedes hacer nada para cambiarlo y eres consciente, por fin, de tu propia estupidez”.

 

   Debo reconocer que nunca me ha gustado demasiado la carga peyorativa, reprobatoria, insultante que se ha incorporado al término “perdedor”, parece haber quedado casi en exclusiva para referirse a aquel que no acepta sus carencias, al que se niega cualquier horizonte, al que se (aquí sí) condena y ejecuta por el lugar de nacimiento, por su falta de estudios (que se atribuye a su incapacidad mental, a su pereza, a su inconstancia), del que hacer mofa, aquel que los poderosos, los de “buena” cuna, los de bolsillo rebosante por herencia, los privilegiados, el sistema necesita para seguir funcionando en favor de todos ellos y similares. Es ese tipo de perdedor al que no se consiente prosperar, avanzar, medrar, desplegarse, al que no se permite ganar ni siquiera una baza, por más mínima que sea, no vaya a ser que se acostumbre y exija más, perdedores económicos y anímicos, perdedores entre los que Javi se incluye y, aunque está en las últimas (en cualquier sentido), a los que otorga algo de orgullo, al menos así lo aceptaba/quería cuando era niño y compartía con sus amigos: “Jugábamos a ser soldados defendiendo una Barcelona sobre la que caían bombas y más bombas, matando a la gente. El nuestro siempre era el bando de los perdedores; para nosotros tenía mucho más mérito morir defendiendo a los tuyos y a tus ideas, que ganar, y seguir viviendo”. Ese aliento trágico (sin cargar las tintas por eso conmueve más), esa dignidad abatida, ese penar constante, ese honor vencido pero no apagado es el que Graziella Moreno recoge de grandes nombres del género como Chester Himes o Jim Thompson, el que conoce de primera mano, el que frecuenta en el ejercicio de su profesión, el que transforma en literatura de alto voltaje porque no lo trata ni destila, porque no lo reduce, porque lo ofrece con la mayor pureza posible para que nos horade, para que nos afecte, para que nos importe, para que no olvidemos que, por debajo de la ficción, en realidad en primer plano, late la vida en la que andamos inmersos, lo que sucede a nuestro lado, la vida a la que se condena, la vida que se niega a demasiada gente.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

¿DÓNDE ESTABAS ENTONCES (Y DESPUÉS)?


 


   El ejercicio de la nostalgia en el mundo del arte, en contra de lo que parece ser la opinión generalizada, es muy peligroso porque, de nuevo al revés de lo que se cree (y afirma) en un altísimo porcentaje, si bien es cierto que consigue un rápido enganche y despierta con suma facilidad el interés del público que vivió aquella época (o del que quiere conocerla), tropieza en demasiadas ocasiones con un rechazo también inmediato, con el disgusto de quien se siente estafado/utilizado de una manera u otra, topa con el recuerdo de cada cual, con la sublimación o con el desengaño, con la añoranza o con el deseo de olvidar; por más que exista un pasado colectivo ineludible (a eso deben referirse con lo de ser -o no ser, perdón, admirado don Guillermo, por el chiste fácil- “hijo de su tiempo”), cada uno lo ha digerido/asumido/experimentado por sí mismo y no siempre se está dispuesto a cambiar esa visión (incluso aunque la reconozcamos parcial o hasta falseada, cuando no inventada) o a compartir la de otros. Por otro lado, en muchas de estas evocaciones/resurrecciones/revisiones o etiquetas similares es fácilmente detectable el mero y casi único afán recaudatorio, no hay verdaderas emociones, no hay creación/creatividad, falta corazón, se limitan a hacer recuento, a acumular referencias, a dispersarlas, a darles un tratamiento superficial (o ni eso), a coger el rábano por las hojas y considerar que todo el monte es orégano, que con apelar a la nostalgia es suficiente para obtener patente de corso (volvemos a lo del principio), pero ahí es cuando más se rebelan quienes, precisamente por vivir con intensidad y autenticidad tanto en lo placentero como en lo triste ese sentimiento de añoranza, no están dispuestos a que se adueñen de sus recuerdos con intenciones torticeras, vamos, que no se compra con tanta facilidad lo que, en muchas ocasiones, no necesita ser resucitado (más allá de lo que cada uno atesore en su memoria).

 

   Este es el primer escollo que supera con holgura Javier Menéndez Flores en su magnífica Todos nosotros, novela publicada por Planeta en septiembre, una brillante muestra de lo que el género negro fue desde sus orígenes (antes incluso de que sus páginas se llenasen de gánsteres y policías) y las cotas que puede alcanzar en su carácter radiográfico sin perder en intriga y tensión, un retrato vívido y (muy) al natural de la sociedad española de finales de 1981, todavía con las tinieblas del franquismo cerniéndose y poniendo palos en las ruedas de una titubeante democracia (es, recuérdese, el año de la intentona golpista que desde entonces conocemos como 23-F). Escritor de largo aliento y variadísimo registro, narrador de enorme solidez demostrada tanto en el periodismo como en el ensayo y en el género biográfico, en esta su cuarta novela Javier da un salto cualitativo de insólita envergadura (por el planteamiento, por su ejecución, por el resultado, no porque el escritor no nos tenga acostumbrados a la calidad en forma y contenido) al acometer un trabajo muy ambicioso en diferentes frentes y lograr un triunfo absoluto en todos que supone, a la larga (y a la corta, ahora iremos con ello), el triunfo del lector (sin apellidos, aunque el fan del noir gozará especialmente, no en vano el propio Javier reconoce que su biblioteca abunda en títulos del género, su favorito para leer junto a la poesía). Aunque sus conocimientos musicales son apabullantes, la acción no se sitúa en ese momento para que el autor pueda exhibirlos o como el recurso fácil de que se habló antes, sino porque resulta imprescindible, así se demuestra según vamos pasando páginas, así lo fue desde su gestación, en todo caso se trata de una nostalgia si se quiere estilística, de añorar cierta inocencia frente al aparataje tecnológico que ha arrinconado al método deductivo de Holmes, a las famosas células grises de Poirot, al factor humano que husmeaba Maigret, a la observación en que Miss Marple o el padre Brown basaban sus pesquisas: “Cuando imaginé esta novela, lo que se me ocurrió fue una historia que tenía que suceder en una gran ciudad y en un momento en el que pasaran muchas cosas en lo social. Hay dos motivos fundamentales por los que la novela arranca en 1981: uno, porque me planteé escribir una novela con aroma clásico, una novela negra de las de antes, es decir, huir de la influencia de “CSI”, no quería resolver el crimen en los laboratorios, quería hablar de un momento en que los medios técnicos y científicos fuesen muy limitados. En el 81, como queda reflejado en la novela, no había teléfonos móviles, no había pruebas de ADN, todo lo que ahora ayuda a resolver muchos crímenes: me interesaba que los policías no dispusieran de esos medios y tuvieran que encomendarse a su capacidad deductiva y a su perspicacia. Creo que una época así es mucho más atractiva para el lector: los policías de antes tenían que hacer un trabajo de campo más exhaustivo, comerse mucho el coco, ser muy analíticos, patearse las calles, coger una libreta y un bolígrafo, algo que se ha perdido en los últimos tiempos”.

 

   Un tanto paradójicamente (pero somos hijos de nuestro tiempo), es el teléfono móvil (y anteriormente las redes sociales) el que me permite recuperar el contacto con Javier, a quien conozco y sigo desde hace veinte años (en realidad, alguno más, pero fue en el 2000 cuando lo entrevisté por primera vez con motivo de aquel estupendo libro sobre Joaquín Sabina, Perdonen la tristeza, al que con el tiempo se unirían otros dos -En carne viva y No amanece jamás). Y aclarado de donde procede la anterior declaración, dejemos que siga compartiendo con nosotros el modo en que fue armando Todos nosotros: El segundo motivo es que me encantan los momentos históricos en que se vive una confluencia de hechos y se da una confrontación: 1981 es un año muy importante en nuestra historia reciente, teníamos una democracia muy frágil que se impuso contra todo pronóstico, que se refuerza tras la intentona golpista del 23-F; al reflejar ese momento, la novela habla de contrarios y extremos y está llena de símbolos y alegorías: en la primera parte, Diego Álamo y Roberto Guzmán lo son de las dos Españas que colisionaban entonces, la que moría y la que nacía. La segunda parte de la novela es consecuencia de la primera, yo sabía que tenía que producirse una fractura porque quería hacer, por debajo de la historia criminal, una crónica social de las dos últimas décadas del siglo XX y establecer un contraste entre la ausencia de medios técnicos de la primera parte y lo que refleja la segunda”. Ahí radica otra de las audacias de esta novela: el enorme salto temporal que da en un momento dado al situar la acción en el verano de 2002 (casi veintiún años después), incorporando nuevas sombras, alargando las que se arrastran desde el 81, ennegreciendo ánimos y espíritus, reconstruyendo la trama, enriqueciéndola con personajes que están obligados a ser tan atractivos y potentes como los ya presentados, es decir, lo que ahora se presentaría sí o sí como serie (al menos como trilogía, en demasiadas ocasiones sin que el resultado final justifique tal llamémoslo despliegue), Javier lo entrega como novela compacta, urdida con pericia, con oficio, con empeño, con muchos meandros y posibles afluentes, pero sin dejarse nada en la recámara, lo que es de agradecer e incluso de aplaudir (en ocasiones se echa de menos eso, que no sea necesario haber leído previamente no sé qué para entender/disfrutar lo que se anuncia como gran novedad -y resulta atractivo, no se puede negar- o haya que esperar equis años para conocer el desenlace -y, para colmo, este supone una decepción de dimensiones cósmicas-).

 

   La recreación que Javier hace de esos casi compases finales de la Transición (coincido con él en que esta se da por cerrada con el triunfo aplastante del PSOE en las elecciones de 1982) es milimétrica, rigurosa, de una precisión que deja sin aliento no sólo por lo que evoca, por lo que hace recordar, por lo que implica a quien conoció aquel momento, sino porque cada detalle, al margen de coadyuvar/propiciar una inmersión profunda en la trama, queda justificado, todo tiene un sentido, lo mismo se trate del estreno de Vaya par de gemelas como de, por supuesto, El Penta inmortalizado en Chica de ayer, lo que se describe es una sociedad, un modo de ser (o varios), por eso todos los datos importan, es la mejor manera de tener una visión lo más global y completa posible, es virtud del periodista encontrarlos y suministrarlos, es talento del novelista integrarlos para que la trama no se detenga y salga reforzada, es a través de la historia y evolución de la Policía como mejor se explican/comprendemos las diferentes personalidades del grupo que aquí se nos presenta, empezando por el protagonista (aunque no sea el único), Diego Álamo: “He concebido a Diego como un héroe romántico, un personaje muy literario: tiene la desdicha, la condena de soportar el peso del mundo sobre sus hombros, aun de forma inconsciente. Es tan vocacional, ama tanto lo que hace que lo de menos es su propia vida, su integridad física; su misión de vida es resolver el caso que tiene entre manos y hacer que la justicia, no la ley, se cumpla: respeta la ley, por supuesto, pero va más allá y quiere que se haga justicia. Lo que sí quise fue romper el tópico del policía quemado, también el del superhombre: Diego es un ciudadano de a pie que ama su profesión y ama a su mujer. A la hora de vivir la tragedia, no he recurrido a lo tan manido de refugiarle en la bebida, he querido que fuese un proceso interior”.

 

   Es pura novela negra en mimbres, en desarrollo, en contenido, en su mas pura esencia, lo es aún más en cómo escudriña y disecciona los tres puntos de vista sobre los que la novela bascula/se articula: los capítulos más largos corresponden a la investigación policial tanto en la primera como en la segunda parte, alternados con otros más cortos que en el 81 corresponden a una de las víctimas (aquella cuyo destino amarra a Diego al caso con garfios afilados) y en el 2002 suponen un viaje a lo más tenebroso, a lo más terrorífico, al ejercicio y disfrute del mal encarnado en un asesino despiadado, sádico, implacable. Es una estructura sólida, demoledora, sin resquicios, que impele a la lectura, que envuelve al lector desde los primeros compases, que no le da tregua, que no le suelta (por eso señalé antes que el disfrute empieza pronto -porque tal se produce cuando uno experimenta lo mismo que los personajes, cuando uno se involucra, cuando uno se interesa por ellos, cuando se duele y conduele de lo que les sucede, cuando se tiembla de terror, cuando el autor consigue transmitir emociones intensas y hondas, cuando hace honor al género escogido-): “La estructura es la misma en ambas partes, lo que varía es el punto de vista. A la hora de escribir, para mí es vital fijar la estructura, es tener la mitad de la novela: si no es sólida, el edificio se derrumba. Desde el principio, quise que reflejara los tres puntos de vista que a mi modo de ver sustentan las novelas criminales: el investigador, el verdugo y la víctima. Quería darles el mismo protagonismo y que el lector recibiera todo ese caudal de información de la misma manera, para cubrir así todos los ángulos. Fue ese trípode el que fijé como estructura, por eso, repito, en la segunda parte cambia la perspectiva, pero no la estructura. Luego, lo de los capítulos cortos en dos de los casos comparados con los que protagoniza la policía es porque así son mucho más efectivos: estamos hablando de dolor, de situaciones extremas que no se pueden prolongar, mientras que la investigación necesita más largo aliento”. ¿Y cómo sale uno indemne de la crudeza de capítulos tan dolorosos o terribles? “A duras penas: he salido a cuatro patas de la escritura de muchas páginas y he necesitado recomponerme. El escritor es como un actor, es un intérprete, hace un trabajo de transformación, sólo que lo hace hacia adentro: se cierran los ojos y se viaja a un lugar en que está el policía, está el asesino y está la víctima. Me ha tocado ser los tres, me he metido en sus psicologías, en sus mundos, me he puesto en la piel de alguien que asesina, algo que yo no he hecho, en serio, jajaja, alguien que, además, disfruta con ello”. Lo mismo que, repito, hace el lector porque Javier Menéndez Flores nunca baja la apuesta, porque asume un compromiso desde las primeras líneas y cumple con creces, porque no escatima en recursos, porque encuentra su propia voz como narrador pertrechado tras una plétora de voces (esa es otra de sus cimas: los diálogos hiperrealistas, verosímiles, reflejo de los personajes), porque, y no es un fácil juego de palabras, habla de todos nosotros (y queda bien claro al final pero, por supuesto, no se lo voy a contar: léanlo).

lunes, 26 de octubre de 2020

«¿DÓNDE ANDARÁN MI CASA Y SU LUGAR?»


 

   Es uno de los momentos más estremecedores y desoladores que guardo en mi memoria, en realidad no ocurrió hace tanto (en unos días se cumplirán seis años), pero trae ecos tenebrosos de la infancia, terrores y dolores que no se han acallado, negruras que aún me inundan, sensaciones que no he superado del todo y en las que vuelvo a quedar atrapado, latigazos crueles que yo mismo me inflijo con un cierto sadismo autodestructivo, recuerdos que mantengo vívidos y en los que a veces me refocilo no tengo muy claro con qué intención, enfrentarlos me provoca un alivio momentáneo, pero su martilleo permanece, cargado de reproches hacia otros y hacia mí mismo (y estos son los que tienen las puntas más afiladas). El 1 de noviembre de 2014 mi padre fue ingresado en lo que, durante unos días, parecía una recaída, un empeoramiento momentáneo provocado por la quimioterapia que había empezado a recibir en septiembre, estuvo más o menos bien (consciente, hablaba, entendía todo, leía el periódico, incluso caminaba algo a pesar de su delgadez y debilidad, a pesar de precisar ayuda/apoyo para mantenerse erguido, de parecer a punto de ser fagocitado por el colchón) hasta que, una vez pasó a planta (estuvo en la UCI cuatro días porque en la planta de oncología no había camas disponibles), su deterioro fue veloz, se consumió en horas, no pudimos hacer otra cosa más que asistir impotentes a su muerte, acompañándole en su largo delirio agónico. El caso es que, al pasar aquellas primeras jornadas en la UCI, las visitas estaban muy restringidas y yo no fui a verle hasta la tarde del día 2, teniendo que recoger el pase en la casa familiar y, así, acompañar a mi madre. Cuando salí del metro en mi antiguo barrio la oscuridad ya era total (y eso que debían ser poco más de las seis y media de la tarde, pero ya habíamos cumplido con el ritual del cambio de hora -al igual que el pasado fin de semana-), llovía (siendo honesto, creo que en ese momento no lo hacía), el suelo estaba empapado, soplaba un viento que se me antojó huracán desapacible, se sentía un frío que aumentaba el que yo tenía en corazón y alma, parecía un domingo de los de antes, había muchos comercios cerrados, las farolas de las calles pequeñas y estrechas (como la que fue mía, la que lo será siempre) iluminaban de un modo mortecino por no decir tétrico, en una de las más cortas antes de acceder a aquella en que aún viven mi madre, mi hermano y la tía Carmen encontré a un crío de poco más de diez años que jugaba con una peonza, que la arrojaba contra el suelo con la rabia que convocan la soledad, el aburrimiento, el rencor, qué fácil me fue identificarme con él y dejarme abducir por el agujero negro de tantos domingos amargos, desilusionantes, ominosos, crueles que me contrariaron, arañaron, pesaron y pesan.

 

   Ha sido por ese lado (de los varios posibles) por donde más me he sentido concernido, por donde más me ha hecho vibrar la muy emocionante Al atardecer, novela de Hwang Sok-yong que, con traducción de Laura Hernández Ramos y Lee Eun Kim, publicó Alianza Editorial el pasado mes de junio. Porque, al margen de lo evocado (de lo que tengo presente casi cada día) en el párrafo anterior, regresar al barrio de tantos años (lo que sucede como poco una vez a la semana -y cruzando los dedos para que la situación actual no lo complique/impida-) supone asistir a su continua degradación, a la continuada desaparición de gentes y lugares, a las ruinas de lo que fui y lo que hice: por más que la sigamos llamando así (forma parte de la finca en que viví), hace mucho que la tienda de Gonzalo ya no es tal cosa, lo mismo sucede con el Tinte Bellas Vistas donde los viernes consultaba el TP junto a Clemente para saber qué íbamos a ver en televisión la próxima semana, qué decir de la librería y papelería de Pedro y Conchi donde tantos sueños hice realidad, tanto descubrí, tanto aprendí, tanto vibré. Queda la esencia, queda la atmósfera, queda flotando en el ambiente eso que nunca muere mientras uno lo recuerda, lo lleva grabado, pero a pesar de todo es inevitable sentirse como uno de los personajes de la novela (y, aunque como digo suceda muy a menudo, el impacto nunca mengua, tan sólo pierde intensidad -y no siempre-): “(…) volví a nuestro barrio después de mucho tiempo. No quedaba ni rastro de nuestras vidas allí. Todo había desaparecido: la tienda de pasteles de pescado de tus padres, nuestro restaurante de fideos, la fuente pública, el puesto de Jaemyeong, el cine, el paso elevado… Todo estaba tan cambiado que incluso llegué a plantearme si aquello había existido realmente. ¿Cómo podían haber pasado tan rápido cuarenta años?”. Pablo Milanés, a quien he robado la frase que da título a este texto, lo expresó a las mil maravillas en Cuánto gané, cuánto perdí (y a pesar de la nostalgia y de la sensación de orfandad -en cualquier sentido- conseguía terminar el tema con una sonrisa, con la satisfacción de lo vivido y su permanencia), de una manera u otra siempre estamos haciendo memoria (o, permítanme que añada, deberíamos), es un ejercicio conveniente sobre todo porque, por más que lo pretendamos/creamos no resulta tan sencillo olvidar y, en el momento menos pensado, una vez hay que volver a Proust, cualquier estímulo nos puede sumergir en una catarata de evocaciones, puede que placenteras, puede que gozosas, puede que reconfortantes, pero también lacerantes, no sólo por lo que son, sino por el reproche nacido de haberlas arrinconado.

 

   Algo así ha hecho Minwoo Park, el director de un gran estudio de arquitectura de Seúl, ha prosperado, ha triunfado, ha sido partícipe de la modernización de su país, ha optado por mirar al frente, por no hacer(se) preguntas, por no volver la vista atrás, por no querer ver lo a veces evidente (la sutileza con que el autor introduce la crítica política es admirable, sin perder por ello acidez, pertinencia ni firmeza), hasta que una nota recibida al terminar una conferencia le introducirá en una vorágine de recuerdos, en una revisión completa de sus esquemas, en la confrontación con las injusticias que ha podido cometer, en un replanteamiento de sí mismo: “Todo el mundo tiene un pasado duro y sufre adversidades que forman parte de una historia llena de sudor y lágrimas, pero no es algo de lo que se pueda alardear ante los demás”. Tal vez fue cobarde, tal vez fue mendaz, tal vez fue insensible, indudablemente fue débil, imperfecto, se equivocó, pero no quiso verlo de ese modo, no hizo nada por rectificar, se dejó llevar, se convenció de que era lo correcto, puso sus ambiciones por encima de sus pasiones, lo económico y el prestigio social por encima de las personas, Hwang Sok-yong da voz a un personaje que a ratos intenta justificarse/reafirmarse, pero cuyas palabras se van tiñendo con suma delicadeza de amargura, de nostalgia, rescatando del pasado afectos dormidos y hasta extirpados pero sólo en parte tal y como comprueba tras leer la nota entregada por la otra narradora de la historia, Woohee Jong, una joven directora de teatro.

 

   Dos historias en apariencia distintas y sin posibilidades de cruzarse (Woohee es simplemente la emisaria, nada tiene que ver con lo que resucita en el interior de Minwoo) van conformando un conjunto sólido que el autor teje con elegancia, una prosa delicada que, sin perder su exquisitez, adquiere fiereza cuando es necesario, se erige en conciencia, se implica y toma partido (su compromiso político le ha costado la cárcel y el exilio), de manera solapada pero indudable cuando toma la palabra Woohee, sin ambages cuando lo hace Minwoo: “Cuando era joven, no veía el mundo de manera cínica. Comprendía a los que luchaban contra lo que no era correcto, pero al mismo tiempo, gracias a mi autocontrol para convencerme de que debía aguantar, me perdonaba el no involucrarme. Con el paso del tiempo, se convirtió en una especie de resignación habitual y adquirí la costumbre de mirar a mi alrededor de forma fría e indiferente, sin mostrar mis sentimientos. Pensé que eso era madurez”. Téngase en cuenta, además, que el personaje es arquitecto, diseña el país o da cauce a lo que otros quieren, participa en la imagen que se desea transmitir, erige edificios destinados a permanecer, a perpetuar, levantados muchas veces sobre los cimientos de otros: “Hacía mucho había llegado a la conclusión de que no puedo confiar ni en la gente ni el mundo. Después de un tiempo, las ambiciones nos obligan a filtrar algunos de los valores que nos quedan; la mayoría los transformamos para que encajen con nosotros y otros los desechamos. Los pocos valores que conservamos los dejamos olvidados en el desván de la memoria como si fueran algo viejo y manido. ¿De qué están hechos los edificios? En definitiva, eso lo deciden el dinero y el poder. Ellos son quienes deciden qué recuerdos cobran forma y perduran en el tiempo”. Con un tono elegíaco, por lo que supone y por cómo afronta la remembranza, el narrador masculino va recreando su peripecia personal, muy ligada al devenir de su país, mientras que la narradora femenina incorpora lo actual (la novela se publicó en coreano en 2015), lo cotidiano, lo particular, logrando momentos de enorme compunción que se cuentan casi en off, a través de elipsis, sacudiendo aún más precisamente por el tono diríase imperturbable que mantiene, son las corrientes subterráneas las que van haciendo crecer en nuestro interior lágrimas, indignación, dolor, comprensión por unos personajes asomados al mayor abismo que podamos encontrar: el corazón de cada uno.