domingo, 15 de noviembre de 2020

EL BANDO DE LOS PERDEDORES

 




   Una vez más, andamos a vueltas con la novela negra, usando el término como nos gusta en este ángulo oscuro (guiño) del salón, es decir, en toda su amplitud, en toda su variedad de registros, incluso en lo que se aleja de su ortodoxia, de su pureza, de lo que fue en un principio, de lo que se acuñó como tal en un momento dado (dejando a un lado, eso sí, a aquellos que utilizan o les endilgan una etiqueta que nos les corresponde/pertenece para dar gato por liebre -y aumentar las ventas con tal reclamo-); ya saben que un servidor (a pesar de su carácter de lector omnívoro) es fiel al género en que, en gran medida, se gestó esta inacabable historia de amor, esta complicidad siempre activa, este vivir por y para la literatura que, como ya se ha contado tantas veces (como ahora ando recopilando/redactando de modo más prolijo y detallado para reconstruir mi biografía a través de lo leído), prácticamente se inició en el ámbito de lo misterioso, de las intrigas, de los enigmas por resolver, de los asesinatos a investigar, de todo lo relacionado con lo detectivesco/policiaco (de nuevo, en el sentido más amplio posible). En esta ocasión nos centraremos en uno de los aspectos que más la definen porque, no conviene olvidarlo, la novela negra, el noir, incluso antes de ser llamado así, nació como género eminentemente social, como revulsivo, como clamor, como denuncia, como reflejo de una sociedad deprimida económica y moralmente, desencantada, abocada al fracaso, a la miseria, impelida a sobrevivir sin contemplaciones, al grito de sálvese quien pueda, a lo que Horace McCoy retrató casi en tiempo real y sin florituras en la imprescindible ¿Acaso no matan a los caballos?, inspiración de la no menos tremenda (y magnífica) película de Sydney Pollack que en España conocemos como Danzad, danzad, malditos. Lo cierto es que el dibujo al natural de la sociedad del momento en que transcurre la acción (que en la mayoría de los casos es contemporánea al momento en que se escribe) se cuela por cualquier resquicio de una literatura que se nutre de ambientes, de tipos, de delitos/crímenes nacidos en/por unas circunstancias concretas (como me dijo en su día mi admirada Claudia Piñeiro, el asesinato, el modo de matar descrito en una novela de las suyas, puramente argentinas, es necesariamente distinto al de cualquiera de los títulos nórdicos que triunfan aquí y allá o en lo que se hace en España: para que sean creíbles, para que los del país de origen se crean lo narrado y la trama policial funcione, tienen que respetar/reflejar una idiosincrasia, un modo de ser, ya sólo en ese sentido la novela negra es también novela social); sin embargo, hay quien, porque lo aprendió en algún momento y se considera superior cacareándolo, habla continuamente de “crítica social” como elemento indispensable de lo negro, algo que no se da de un modo explícito en buena parte del género, la mayoría de las veces subyace, es el caldo de cultivo, el autor se limita a contar una realidad, no se percibe otra intención o, al menos, no la subraya, no juzga, si toma partido lo hace de un modo sutil, a través de la adjetivación, del modo de presentar/dibujar/definir los personajes, sin olvidar, por supuesto, lo que cada lector aporte, su propia percepción de la realidad y de la ficción enraizada en esta.  

 

   Sin menospreciar a otras voces que bien saben los leales me apasionan, cautivan y admiro, no me parece exagerado afirmar que Graziella Moreno es, tal vez, la autora de este género que en la actualidad más profundiza en lo social, que mejor lo conoce, que lo coloca en los cimientos de sus obras, que lo explica y, sobre todo, deja explicarse, da voz (y corazón y alma) a tantas personas a las que en demasiadas ocasiones se niega su individualidad, se ahoga (aún más de lo que lo están) en las estadísticas, se nombran como colectivo, se consideran prescindibles, gentes a las que no se atiende si no es buscando un rédito, que sólo preocupan como problema, a quien se niega de antemano cualquier solución distinta a su desaparición, su olvido, su negación, su arrinconar, su aplastamiento. Como juez en ejercicio, Graziella es una observadora privilegiada, una excelente conocedora de los resortes y comportamientos más si se quiere decir así extremos, estudia y analiza los porqués, está en contacto con quienes cometen delitos, con quienes son acusados de ellos sin haberlos cometido, con los que acusan (en ocasiones en falso), su material de trabajo más prístino son las personas, esas a las que en sus novelas ni encausa ni juzga ni mucho menos sentencia como autora: otra cosa bien distinta es lo que describe, lo que refleja, lo que reproduce, es decir, el modo y manera en que ese ente intangible llamado sociedad defenestra a los miembros que no considera válidos/útiles/productivos. Al mismo tiempo, evita el maniqueísmo tanto en una dirección como en otra, expone, cuenta, escarba, escribe de manera poliédrica, tampoco justifica, trivializa, suaviza, sencillamente aporta todos los datos, no con carácter eximente sino para completar el cuadro, para evitar injusticias, para abatir prejuicios, para desterrar veredictos torticeros o ausentes de Derecho, para intentar comprender un poco mejor los en tantas ocasiones inextricables mecanismos que rigen en el día a día.

 

   El salto de la araña, publicada por Alrevés en septiembre y galardonada con el Premio de Letras del Mediterráneo de la Diputación de Castellón 2020, se presenta como magnífico ejemplo de lo expuesto hasta ahora y, por encima de ello, es una obra de plena madurez, acongojante, estremecedora, electrizante, un compendio de las virtudes ya demostradas de la escritora, que descuellan y brillan aún más al dejar la narración en la médula, al no entretenerse ni divagar, a saber mantener y aumentar el clímax de su perturbador prólogo durante el resto de páginas, al entregar una novela concisa, veloz, necesariamente breve (sobre todo para lo que nos tiene acostumbrados el mercado, para el abuso de volumen que tanto se da, para el engorde artificial y artificioso de historias inanes), una novela a la que no le falta nada, una novela con innumerables ecos (y huecos) que resuenan en nuestro interior, una novela dolorosa, dolorida y doliente en su más pura y estricta esencia que no precisa de truculencias ni efectismos porque destila verdad, porque aunque no queramos o hayamos aprendido a no verlo sabemos que eso (y cosas aún peores) sucede. Otro de sus máximos aciertos es el de recurrir en parte a una estructura muy usada en el género, aquella en que uno de los personajes (una víctima, un culpable, un investigador, alguien a punto de morir) traza un enorme flashback y rememora la peripecia vivida hasta llegar a esa última escena, algo que nos hace vivir la narración en primera persona, de un modo inmediato, descontando minutos, urgencia que Graziella aumenta (y mide con pulso firme y audacia literaria) al presentarnos un relato que está a medias, que se está construyendo, que se está escribiendo ante nuestros ojos, al que aún le quedan capítulos, del que el propio narrador desconoce el final, por más que lo presienta, que lo asuma como inevitable, reconocimiento y aceptación que siembran más incógnitas de las surgidas tras la elipsis que se produce entre el prólogo y el primer capítulo presentado como tal cuando Javi (el que se presenta como “el monstruo a quien van a juzgar por un delito de homicidio”) empieza a desgranar recuerdos mientras se dirige al que se le impone como único destino posible: “Escribir el pasado duele, porque ya no puedes hacer nada para cambiarlo y eres consciente, por fin, de tu propia estupidez”.

 

   Debo reconocer que nunca me ha gustado demasiado la carga peyorativa, reprobatoria, insultante que se ha incorporado al término “perdedor”, parece haber quedado casi en exclusiva para referirse a aquel que no acepta sus carencias, al que se niega cualquier horizonte, al que se (aquí sí) condena y ejecuta por el lugar de nacimiento, por su falta de estudios (que se atribuye a su incapacidad mental, a su pereza, a su inconstancia), del que hacer mofa, aquel que los poderosos, los de “buena” cuna, los de bolsillo rebosante por herencia, los privilegiados, el sistema necesita para seguir funcionando en favor de todos ellos y similares. Es ese tipo de perdedor al que no se consiente prosperar, avanzar, medrar, desplegarse, al que no se permite ganar ni siquiera una baza, por más mínima que sea, no vaya a ser que se acostumbre y exija más, perdedores económicos y anímicos, perdedores entre los que Javi se incluye y, aunque está en las últimas (en cualquier sentido), a los que otorga algo de orgullo, al menos así lo aceptaba/quería cuando era niño y compartía con sus amigos: “Jugábamos a ser soldados defendiendo una Barcelona sobre la que caían bombas y más bombas, matando a la gente. El nuestro siempre era el bando de los perdedores; para nosotros tenía mucho más mérito morir defendiendo a los tuyos y a tus ideas, que ganar, y seguir viviendo”. Ese aliento trágico (sin cargar las tintas por eso conmueve más), esa dignidad abatida, ese penar constante, ese honor vencido pero no apagado es el que Graziella Moreno recoge de grandes nombres del género como Chester Himes o Jim Thompson, el que conoce de primera mano, el que frecuenta en el ejercicio de su profesión, el que transforma en literatura de alto voltaje porque no lo trata ni destila, porque no lo reduce, porque lo ofrece con la mayor pureza posible para que nos horade, para que nos afecte, para que nos importe, para que no olvidemos que, por debajo de la ficción, en realidad en primer plano, late la vida en la que andamos inmersos, lo que sucede a nuestro lado, la vida a la que se condena, la vida que se niega a demasiada gente.