Una vez más, andamos a vueltas con la novela negra, usando el término
como nos gusta en este ángulo oscuro (guiño) del salón, es decir, en toda su
amplitud, en toda su variedad de registros, incluso en lo que se aleja de su
ortodoxia, de su pureza, de lo que fue en un principio, de lo que se acuñó como
tal en un momento dado (dejando a un lado, eso sí, a aquellos que utilizan o les
endilgan una etiqueta que nos les corresponde/pertenece para dar gato por
liebre -y aumentar las ventas con tal reclamo-); ya saben que un servidor (a
pesar de su carácter de lector omnívoro) es fiel al género en que, en gran
medida, se gestó esta inacabable historia de amor, esta complicidad siempre
activa, este vivir por y para la literatura que, como ya se ha contado tantas
veces (como ahora ando recopilando/redactando de modo más prolijo y detallado
para reconstruir mi biografía a través de lo leído), prácticamente se inició en
el ámbito de lo misterioso, de las intrigas, de los enigmas por resolver, de los
asesinatos a investigar, de todo lo relacionado con lo detectivesco/policiaco
(de nuevo, en el sentido más amplio posible). En esta ocasión nos centraremos
en uno de los aspectos que más la definen porque, no conviene olvidarlo, la novela
negra, el noir, incluso antes de ser llamado así, nació como género
eminentemente social, como revulsivo, como clamor, como denuncia, como reflejo
de una sociedad deprimida económica y moralmente, desencantada, abocada al
fracaso, a la miseria, impelida a sobrevivir sin contemplaciones, al grito de
sálvese quien pueda, a lo que Horace McCoy retrató casi en tiempo real y sin
florituras en la imprescindible ¿Acaso no matan a los caballos?,
inspiración de la no menos tremenda (y magnífica) película de Sydney Pollack
que en España conocemos como Danzad, danzad, malditos. Lo cierto es que
el dibujo al natural de la sociedad del momento en que transcurre la acción
(que en la mayoría de los casos es contemporánea al momento en que se escribe)
se cuela por cualquier resquicio de una literatura que se nutre de ambientes,
de tipos, de delitos/crímenes nacidos en/por unas circunstancias concretas
(como me dijo en su día mi admirada Claudia Piñeiro, el asesinato, el modo de
matar descrito en una novela de las suyas, puramente argentinas, es
necesariamente distinto al de cualquiera de los títulos nórdicos que triunfan
aquí y allá o en lo que se hace en España: para que sean creíbles, para que los
del país de origen se crean lo narrado y la trama policial funcione, tienen que
respetar/reflejar una idiosincrasia, un modo de ser, ya sólo en ese sentido la
novela negra es también novela social); sin embargo, hay quien, porque lo
aprendió en algún momento y se considera superior cacareándolo, habla
continuamente de “crítica social” como elemento indispensable de lo negro, algo
que no se da de un modo explícito en buena parte del género, la mayoría de las
veces subyace, es el caldo de cultivo, el autor se limita a contar una
realidad, no se percibe otra intención o, al menos, no la subraya, no juzga, si
toma partido lo hace de un modo sutil, a través de la adjetivación, del modo de
presentar/dibujar/definir los personajes, sin olvidar, por supuesto, lo que
cada lector aporte, su propia percepción de la realidad y de la ficción
enraizada en esta.
Sin menospreciar a otras voces que bien saben los leales me
apasionan, cautivan y admiro, no me parece exagerado afirmar que Graziella
Moreno es, tal vez, la autora de este género que en la actualidad más profundiza
en lo social, que mejor lo conoce, que lo coloca en los cimientos de sus obras,
que lo explica y, sobre todo, deja explicarse, da voz (y corazón y alma) a
tantas personas a las que en demasiadas ocasiones se niega su individualidad,
se ahoga (aún más de lo que lo están) en las estadísticas, se nombran como
colectivo, se consideran prescindibles, gentes a las que no se atiende si no es
buscando un rédito, que sólo preocupan como problema, a quien se niega de
antemano cualquier solución distinta a su desaparición, su olvido, su negación,
su arrinconar, su aplastamiento. Como juez en ejercicio, Graziella es una
observadora privilegiada, una excelente conocedora de los resortes y
comportamientos más si se quiere decir así extremos, estudia y analiza los
porqués, está en contacto con quienes cometen delitos, con quienes son acusados
de ellos sin haberlos cometido, con los que acusan (en ocasiones en falso), su material
de trabajo más prístino son las personas, esas a las que en sus novelas ni
encausa ni juzga ni mucho menos sentencia como autora: otra cosa bien distinta
es lo que describe, lo que refleja, lo que reproduce, es decir, el modo y
manera en que ese ente intangible llamado sociedad defenestra a los miembros
que no considera válidos/útiles/productivos. Al mismo tiempo, evita el
maniqueísmo tanto en una dirección como en otra, expone, cuenta, escarba,
escribe de manera poliédrica, tampoco justifica, trivializa, suaviza,
sencillamente aporta todos los datos, no con carácter eximente sino para
completar el cuadro, para evitar injusticias, para abatir prejuicios, para
desterrar veredictos torticeros o ausentes de Derecho, para intentar comprender
un poco mejor los en tantas ocasiones inextricables mecanismos que rigen en el
día a día.
El salto de la araña, publicada por Alrevés en septiembre y galardonada
con el Premio de Letras del Mediterráneo de la Diputación de Castellón 2020, se
presenta como magnífico ejemplo de lo expuesto hasta ahora y, por encima de
ello, es una obra de plena madurez, acongojante, estremecedora, electrizante,
un compendio de las virtudes ya demostradas de la escritora, que descuellan y
brillan aún más al dejar la narración en la médula, al no entretenerse ni
divagar, a saber mantener y aumentar el clímax de su perturbador prólogo
durante el resto de páginas, al entregar una novela concisa, veloz,
necesariamente breve (sobre todo para lo que nos tiene acostumbrados el
mercado, para el abuso de volumen que tanto se da, para el engorde artificial y
artificioso de historias inanes), una novela a la que no le falta nada, una
novela con innumerables ecos (y huecos) que resuenan en nuestro interior, una
novela dolorosa, dolorida y doliente en su más pura y estricta esencia que no precisa
de truculencias ni efectismos porque destila verdad, porque aunque no queramos o
hayamos aprendido a no verlo sabemos que eso (y cosas aún peores) sucede. Otro de
sus máximos aciertos es el de recurrir en parte a una estructura muy usada en
el género, aquella en que uno de los personajes (una víctima, un culpable, un
investigador, alguien a punto de morir) traza un enorme flashback y rememora la
peripecia vivida hasta llegar a esa última escena, algo que nos hace vivir la
narración en primera persona, de un modo inmediato, descontando minutos,
urgencia que Graziella aumenta (y mide con pulso firme y audacia literaria) al
presentarnos un relato que está a medias, que se está construyendo, que se está
escribiendo ante nuestros ojos, al que aún le quedan capítulos, del que el
propio narrador desconoce el final, por más que lo presienta, que lo asuma como
inevitable, reconocimiento y aceptación que siembran más incógnitas de las surgidas
tras la elipsis que se produce entre el prólogo y el primer capítulo presentado
como tal cuando Javi (el que se presenta como “el monstruo a quien van a
juzgar por un delito de homicidio”) empieza a desgranar recuerdos mientras
se dirige al que se le impone como único destino posible: “Escribir el
pasado duele, porque ya no puedes hacer nada para cambiarlo y eres consciente,
por fin, de tu propia estupidez”.
Debo reconocer que nunca me ha gustado demasiado la carga peyorativa,
reprobatoria, insultante que se ha incorporado al término “perdedor”, parece
haber quedado casi en exclusiva para referirse a aquel que no acepta sus
carencias, al que se niega cualquier horizonte, al que se (aquí sí) condena y
ejecuta por el lugar de nacimiento, por su falta de estudios (que se atribuye a
su incapacidad mental, a su pereza, a su inconstancia), del que hacer mofa,
aquel que los poderosos, los de “buena” cuna, los de bolsillo rebosante por
herencia, los privilegiados, el sistema necesita para seguir funcionando en
favor de todos ellos y similares. Es ese tipo de perdedor al que no se
consiente prosperar, avanzar, medrar, desplegarse, al que no se permite ganar
ni siquiera una baza, por más mínima que sea, no vaya a ser que se acostumbre y
exija más, perdedores económicos y anímicos, perdedores entre los que Javi se incluye
y, aunque está en las últimas (en cualquier sentido), a los que otorga algo de
orgullo, al menos así lo aceptaba/quería cuando era niño y compartía con sus
amigos: “Jugábamos a ser soldados defendiendo una Barcelona sobre la que
caían bombas y más bombas, matando a la gente. El nuestro siempre era el bando
de los perdedores; para nosotros tenía mucho más mérito morir defendiendo a los
tuyos y a tus ideas, que ganar, y seguir viviendo”. Ese aliento trágico
(sin cargar las tintas por eso conmueve más), esa dignidad abatida, ese penar
constante, ese honor vencido pero no apagado es el que Graziella Moreno recoge
de grandes nombres del género como Chester Himes o Jim Thompson, el que conoce
de primera mano, el que frecuenta en el ejercicio de su profesión, el que
transforma en literatura de alto voltaje porque no lo trata ni destila, porque
no lo reduce, porque lo ofrece con la mayor pureza posible para que nos horade,
para que nos afecte, para que nos importe, para que no olvidemos que, por
debajo de la ficción, en realidad en primer plano, late la vida en la que
andamos inmersos, lo que sucede a nuestro lado, la vida a la que se condena, la
vida que se niega a demasiada gente.