jueves, 19 de enero de 2017

¿MALOS TIEMPOS PARA EL MONÓLOGO?







  Robo el título del presente escrito al querido y admirado amigo César Augusto Cair (por cierto, debo aclarar -por aquello de las suspicacias, aunque nunca niego los lazos afectivos, cuando existen, a la hora de encarar una crítica- que no lo era cuando vi Eva ha muerto por primera vez y escribí sobre la misma, que ni siquiera nos conocíamos, que tardamos en hacerlo, que cuando pudimos saludarnos más allá de la virtualidad de las redes sociales fue después de que, con la generosidad que le caracteriza, me pidiese que escribiera el prólogo para Quinto aniversario, que el libro ya estaba en el mercado cuando por fin nos dimos un apretón de manos y un abrazo, que todo lo publicado en su día en este blog fue, como siempre, mi opinión sincera, mi análisis particular y sin intereses creados sobre lo que vi en escena, que el dramaturgo me interesó por lo que experimenté y me hizo pensar, que así empezó a fraguarse una complicidad artística que, sólo varios meses después, dio paso a una relación más cercana e íntima), estábamos, como digo, hablando un jueves después de una de las representaciones de La voz hermana (a la que, por segunda vez, César llegó sin avisar para así abonar su entrada en taquilla, descubriéndole entre el público, generoso como digo con el trabajo de los demás), se daba el caso de que Pablo y yo habíamos reservado el siguiente domingo para ver su último texto estrenado -Loba noctámbula, sobre el que escribí recientemente y que regresará a la cartelera antes del final de esta temporada-, así pudimos devolverle la sorpresa (porque, siguiendo su ejemplo, no le habíamos anticipado nada y sólo se lo contamos, ya que le teníamos delante, porque las entradas ya estaban abonadas), el caso fue que, puesto que tanto la función de César como la de Pablo eran sendos monólogos, empezamos a evocar algunos de los vistos últimamente (la histórica reposición de Cinco horas con Mario con una Lola Herrera en plenísima forma, la magistral Reina Juana a cargo de una portentosa Concha Velasco, la estupenda versión de La Plaza del Diamante que permitió a Lolita derrochar en escena todo su potencial dramático), hablamos sobre su proliferación y nos preguntamos si sería otra manera de intentar abaratar costes y poder exhibir un trabajo, íbamos y veníamos sobre el asunto compartiendo tanto experiencias vividas como espectadores como aquellas derivadas del proceso de poner en pie un proyecto teatral y del día a día de cada función, y de repente César lanzó la frase al más puro estilo Golpes Bajos pero con toda la carga que Bertolt Brecht (el verdadero autor) puso en la misma, como afirmación, yo recogí el testigo y le dije que, como interrogación, como consulta a los posibles lectores, recabando la opinión del público, titularía de ese modo mi crónica sobre Loba noctámbula, pero una vez me sumergí en el viaje emocional que el autor y director propone, una vez me dejé arrastrar hasta el infierno más candente del amor contrariado, rechazado, ignorado, abandonado y del modo en que María Laza lo expresa, en el momento en que aquella mujer empezó a dolerme, a zarandearme, a reavivar esas lágrimas amargas que en algún momento todos hemos enjugado y cuyo rastro no se borra del todo como recordatorio de lo frágil que puede ser la felicidad por mucho que esté asentada y bien alimentada, en cuanto sentí los aullidos como latigazos propinados con saña vino a mi corazón aquella otra Loba que hiciera inmortal la excelsa Marifé de Triana y, claro, ya me conocen los fieles, la copla se impuso: “Palabras de negra historia, / palabras de desengaño / que vuelven a su memoria / al cabo de tantos años”.
   Pero seguí preguntándome si vivimos buenos tiempos para el monólogo (el poema de Brecht, como siempre ocurre con su obra, sirve para muchas realidades, acepta muchas interpretaciones, mantiene terrorífica vigencia, “sólo agrada quien es feliz”, puede que te tilden de revolucionario, de asocial, de antisistema sólo por decir en voz alta lo que la mayoría quiere ocultar, como si la suciedad debajo de la alfombra se evaporase por arte de magia en lugar de acumularse y hacerse más notoria), lo cierto es que el arte en cualquiera de sus manifestaciones vive en crisis constante casi desde su nacimiento, porque asusta su libertad y se intenta coartarlo, reglamentarlo, domesticarlo, anularlo, porque se considera prescindible (e incluso innecesario) y se hace creer al resto que es un lujo, un capricho, una frivolidad, un absurdo, un engaño, se le niega su carácter contestatario e intenta minimizar su efecto, el poder, sea del tipo que sea, quiere saber poco o nada del arte si no lo puede utilizar como propaganda, en beneficio propio, colgándose medallas y méritos, porque ciertas voces consideradas expertas menosprecian un arte (llegan a negarle ese nombre) que sólo busque entretener, divertir, evadir, regalar belleza, sin ínfulas, sin otras consideraciones, sin consignas, sin remordimientos, sin vergüenza, sin subterfugios, porque aparecen autoproclamados artistas (o así nombrados por aquellos interesados en su promoción y triunfo, buscando el beneficio económico nada más, abusando del afán y talento creativo de otros) que sólo pretenden el encumbramiento personal, que se transforman en categorías propias y vacuas, en productos de rápido consumo y veloz olvido, transmitiendo la sensación de que nada perdurable ni digno de recuerdo sale de ese mundo, malgastando y pisoteando el legado de siglos de entrega de todos los que han hecho posible que aún haya personas a las que les interesen la literatura, la pintura, el teatro, la música, el cine, la poesía, la escultura, el diseño, la arquitectura, como es habitual en mí no dejé descansar a la lavadora, pasando de lo más mundano a lo más sublime, viendo por una vez la botella medio llena y concluyendo que los malos tiempos sirven como acicate para continuar creando, para seguir buscando parcelas en las que sentirse más vivo que nunca y en las que encontrar el remedio para las carencias que uno perciba en cada momento, sean carcajadas estentóreas o llantos con hipo, sí, sabemos que “con la que está cayendo” refugiarse en las páginas de un libro o en la oscuridad de una sala puede parecer un ejercicio de inconsciencia, de dejación de funciones, pero sólo de ese modo encontramos algunos el combustible para seguir caminando y plantando cara a las adversidades (las personales y las comunes).
   Volvamos a lo meramente teatral para señalar que, si atendemos a la cartelera, el monólogo sigue gozando de buena salud (aunque es cierto que hay un público que se muestra reacio, a no ser que entremos en el territorio que aquí hemos dado en llamar El Club de la Comedia -totalmente lícito, por supuesto, lo fantástico es que haya opciones muy diversas y cada espectador pueda elegir lo que le apetezca, pero, como muy bien nos matizó en su día el gran Miguel Rellán durante una entrevista, y él sabe de lo que habla mejor que muchos puesto que ha hecho una cosa y la otra, eso no es estrictamente un monólogo-), al menos así parece confirmarlo el hecho de que las funciones previstas de la versión de La voz humana de Cocteau que Israel Elejalde ha escrito y dirigido para que el talento de Ana Wagener vuelva a dejarnos sin aliento han tenido que ampliarse hasta finales de este mes y no son necesarias dotes adivinatorias para predecir que, más pronto que tarde, regresará al ambigú del Pavón Teatro Kamikaze. Más de uno me acusará de centralista por no desearle una gira larga, y ojalá la tenga, este montaje merecería mantenerse mucho tiempo en cartel, sumarse a la lista de espectáculos nacidos en el seno de esta compañía y a los que regresa cada cierto tiempo, pero es que la manera en que Elejalde ha sabido aprovechar el espacio, integrarlo en la acción, supone uno de sus máximos aciertos y se hace complicado imaginarlo fuera de ese ambiente, el modo en que Wagener lo habita es electrizante, nos sentimos parte de esa habitación en que se desata el infierno, en realidad ya lo ha hecho antes de que lleguemos, tener a la actriz a pocos centímetros añade una descarnadura al texto que nos hace recibir cada palabra como lo que es, un latigazo en toda regla, un flagelo inmisericorde y suicida como sólo puede propinar(se) quien se niega a aceptar que el amor ha terminado, un refocilarse en la propia miseria con delectación y sadismo, estar en el ambigú del Pavón mientras una volcánica Ana Wagener susurra, ríe histéricamente, intenta mantener la calma, se envenena con sus miedos, echa leña al fuego para que la herida siga abierta, aúlla con impotencia, combina estados extremos con enorme naturalidad y contención prodigiosa es una experiencia catártica, la que Israel Elejalde ha sabido beber del original sin cometer el error de querer resultar más brillante, aunando esfuerzos y voluntades para que el monólogo se imponga a los malos tiempos y sea la única vía de escape posible.