domingo, 30 de junio de 2019

UNO MISMO, LA MEJOR CIRCUNSTANCIA





   Me han preguntado muchas veces cuándo, cómo y por qué empecé a leer, en estas y anteriores memorias de lector (que, al final -pidiendo perdón al maestro Borges por la osadía de ponerme a su altura-, es lo que uno quiere ser considerado, nada más) he ido desgranando hitos, epifanías, momentos fundacionales y/o seminales de una pasión/vocación que, en realidad, ha conducido mis pasos desde antes (y no es exageración) de que pudiera ponerle nombre, de que tuviese el vocabulario suficiente para armar una frase mínimamente inteligible y explicativa de algo que, vuelvo a decirlo como tantas veces, vino/estuvo conmigo desde el principio, más allá de mi tendencia a trenzar frases subordinadas y a encadenar circunloquios, en este caso no tengo otro remedio que dar vueltas en torno al asunto sin llegar a una meta que satisfaga porque no hay una única respuesta, especialmente al tercer interrogante planteado. El tío Miguel me enseñó las letras en las matrículas de los coches cuando tenía poco más de tres años (empecé el colegio sabiendo leer, algo bastante insólito a juzgar por la reacción de mi primera profesora, la fabulosa señorita Rosario), los tebeos y cuentos que tenían mis hermanos siempre me llamaron la atención (en parte porque reconocía a algunos personajes que aparecían en televisión y muy pronto en la gran pantalla de los cines del barrio que alimentaron -y engordaron- otra de mis querencias naturales -en parte la misma, puesto que se trataba de conocer historias, gentes, aventuras, lugares-), me lancé a leer con fruición, con empeño, con ansia, con devoción y convicción, como si no hubiera un mañana, como si no hubiera otra cosa, algo que gran medida así sentía porque desde chaval tendí a la soledad buscada, a la misantropía, no me gustaban los juegos habituales del recreo (especialmente los deportivos, incluso como mero espectador), tampoco me llamaron nunca la atención los coches y/o las motos, no encajaba demasiado en el arquetipo del momento (y seguí sin hacerlo), en las aficiones más corrientes, en a qué se dedicaba el tiempo libre. Me he comparado en muchas ocasiones con Bastian, de ahí mi enamoramiento con La historia interminable desde las primeras páginas (aunque fue una corazonada lo que me llevó hasta ese libro del que ignoraba su argumento hasta que lo abrí -y fui succionado al igual que el protagonista-), y les prometo que caigo en la cuenta en este mismo momento de que tengo la respuesta más precisa y escueta, la auténtica, la que me satisface, la que define: empecé a leer antes de ser consciente de estar haciéndolo, era parte de un juego con el tío Miguel y, llegamos al meollo, fue, es y será una necesidad (y un placer, aunque eso llegó después, no mucho, las cosas como son). Y esta reflexión ha nacido/rebrotado al leer por ahí algún reportaje plagado de inexactitudes, de lugares comunes, de estereotipos, de cierta visión esquemática teñida de superioridad (que la autora traía de casa y no consintió que la realidad la desmintiese o no se comprende cómo pudo colegir eso de lo que vio y escuchó), de quedarse en/con el titular, en una palabra que pueda estar empleada con mejor o peor fortuna pero que tiene toda una explicación detrás, por más que haya un significado estandarizado este se amplía por el contexto, por cómo cada uno la interpreta/se la apropia, por supuesto que leer es curativo, lenitivo, terapéutico, pero no sólo por eso se practica, no hay que escapar de vidas mediocres (o sí o a veces), claro que uno buscó (y lo sigue haciendo) refugio en la lectura pero no como placebo, como anestésico, como impostura, todo lo contrario, por más que a veces me cobije en las palabras, en las páginas, tan sólo quiera la parte lúdica, el pasatiempo, la diversión sin complicaciones.

   No obstante, ha tenido su lado curioso y hasta irónico (es mi talante más habitual, tampoco es extraño que lo juzgue de ese modo/bajo ese prisma) lo de enfrentarme de nuevo (no es la primera vez) a que alguien tilde el hábito lector como “terapia”, dicho en el sentido más plano y simple (por no decir conmiserativo), remarcando las comillas y hasta acompañando la palabra con una mueca de burla, mientras transcribía lo que dio de sí el apasionante encuentro que, organizado por mi Pepa Muñoz, mantuvimos gran parte de los congregados habituales a finales del pasado abril en torno a Pau Albert y su peculiar (por personal y por su tono/contenido -y algunos detalles más, ahora iremos con ello-) e inspirador libro Soy lo que siento que Espasa publicó hace unos meses en su sello de poesía. Porque puede que más de un lector se acerque con esa (noble) intención al llamarle la atención que Pau se presente como coach (me da coraje, no lo niego -y se lo confesé a la autora-, tener que utilizar un término en inglés pero, por desgracia, si recurro a sus posibles traducciones puede que la confusión sea mayor), que busque un manual, una ayuda, un asesoramiento para cicatrizar heridas, cambiar actitudes, abrir los ojos, y sin duda va a encontrar todo eso, pero no al estilo rudimentario, buenista y hasta absurdo que tanto prolifera, subgénero o como se quiera llamar que insólitamente sigue vendiendo mucho (la recaudación debe ser cuantiosa cuando las editoriales compiten consigo mismas y saturan -aún más- el mercado añadiendo al catálogo propio títulos semejantes e intercambiables entre sí) por más que un porcentaje altísimo se basa en repetir/refundir/plagiar lo que fue formulado (y superado, por no decir rebatido) hace tiempo, cuando no en repetir obviedades que forman parte de lo que (a veces con sumo acierto) se conoce como sabiduría popular, morralla con ínfulas que, más que proporcionar ayuda/curación, busca engrosar un prestigio (y un bolsillo) ganado la mayoría de las veces a fuerza de vender humo o trajes de una tela tan especial que cualquiera no está capacitado para apreciar cómo (no) cubre la desnudez del emperador. Y, desde ese punto de vista/partida totalmente legítimo por parte del lector, el libro de Pau puede ayudar a hacer terapia, invita a despejar/limpiar mente, corazón y vida, sirve para mirar alrededor y, sobre todo, mirarnos los adentros, pero no pretende ni quiere ser un listado de normas a seguir, no son unas instrucciones, no se basa en recetas, ya lo avisa en la contraportada donde la propia autora reconoce que el libro “es toda la verdad que sé escribir ahora mismo. La historia de que tú y yo estamos vivos. Un paso por todo lo aprendido sobre mí misma y sobre quien llevo conmigo en el camino. Un viaje hacia dentro de cada uno donde vas solo pero no para de haber manos que tocar. Es una historia de amor hacia todo lo que un día fue, es y seguirá siendo mientras tú seas”.

   Con la honestidad por bandera tanto en lo que escribe como en el cara a cara, tanto en lo profesional como en lo personal, Pau rehúye cualquier etiqueta, especialmente con el tono peyorativo que puede haber adquirido por el mal uso y peor apropiación (o viceversa) que algunos han hecho, se sonroja al verse publicada en una colección de poesía, cree que lo suyo es simplemente eso, ya lo señala desde el título, no quiere erigirse en faro, en oráculo, no se da ninguna importancia: “Ha sido una especie de diario de trabajo transformado en libro: ayudando cada día a otros en su desarrollo personal he ido tomando de nota de qué les enseño y qué me enseño. Escribiendo siempre te sorprendes, pero todo lo que parece nuevo ya estaba allí, forma parte de ti. Es un libro humano porque todos tenemos relaciones, no las tenemos, nos sentimos bien, nos sentimos, hay emociones que nos gustan, otras que no, quería que se viese que todos somos lo mismo: a cualquiera le cuesta reconocer sus debilidades, que yo sea capaz de plasmarlo en un libro no me hace más fuerte ni diferente, tan sólo tengo la posibilidad y casi la obligación de compartirlo”. Ahí radica su singularidad, su rasgo más acusado, el que la diferencia y aleja de tanto fatuo pretendida o pretenciosamente ingenioso que se limita a decir lo que, sin que seamos ddemasiado conscientes de ello, queríamos oír, en ese aspecto incide Pau, por eso habla en primera persona, porque es la primera beneficiada/enriquecida/mejorada en su trabajo, porque se pone a la misma altura, al mismo sentir, al mismo latir, escribe para sí, se expone, se desnuda, se explora, se cuenta y da cuenta; esa espontaneidad, esa naturalidad, esa sencillez, esa honradez vital y emocional que dimana de sus textos toca en cada lector con la intensidad que cada uno estime oportuna porque, también en eso es particular, la solución, la respuesta, el siguiente paso pertenece a cada quien, no hay fórmulas mágicas, tan sólo la de olvidarlas, la de dejar de dar cosas por sabidas/sentadas: “En mis libros anteriores me había desnudado mucho, pero hacia fuera, en mi relación con el mundo; en este libro lo hago hacia dentro, quiero romper muchas de las cosas que tenemos estructuradas, por eso digo en la contraportada que es un libro sobre mentiras”. Sí, mentiras, aquellas cosas que nos han hecho creer o nosotros mismos hemos querido o nos hemos forzado a creer, porque nos ha convenido, por acomodaticios, por aborregados, por no ganarnos la mala reputación de la que hablaba (y cantaba) Georges Brassens, porque hemos optado por no saltar sin red, porque hemos consentido que nos hayan/hayamos prohibido emociones, las hemos reprimido, asfixiado, equivocado (por no mirarlas a los ojos y aceptarlas, interactuar con ellas, incorporarlas a nuestra vida si así nos nacían), porque hemos proscrito palabras para de ese modo borrar su significado, su realidad, es algo que nos enseño el llorado Bernardino M. Hernando en las aulas, precisamente la noticia de su muerte me sorprendió leyendo Soy lo que siento y sus páginas me ayudaron a evocarle porque, al igual que él hacía, invitan a la duda, al temblor, a la inquietud, estados de ánimo que, reconocidos y queridos, no tienen por qué ser negativos, no lo son porque gracias a ellos preguntamos, investigamos, estamos alerta, nos movemos, damos (como dice Pau) pasos para ser libres.

   Fue un encuentro verdaderamente especial porque cantamos las excelencias del libro a través de lo que nos había hecho reflexionar, de las frases que habíamos hecho nuestras, reconocimos miedos, fracasos, pulsiones, borrascas, fue una ocasión mágica en que hablamos de cada uno de nosotros haciéndolo de lo que escribe Pau Albert (o viceversa), sus palabras calan muy hondo y no por plácidas o cómodas, sino por colocarnos frente al espejo, por sacudirnos, por llamar a las cosas por su nombre: “A veces se cuentan cosas que no son verdad, esa es una deriva de mi profesión que no me gusta, decir que todo va a ir bien, qué bonito es todo, el sol siempre sale, ese tipo de terapia es la que tanto nos está perjudicando a los que procuramos hacerla del modo más realista y efectivo posible, por eso no queda otra que ser un coach chungo, en algunos momentos, claro, no todo el rato, jajaja”. Pero nadie debe (ni puede) sentirse ajeno en Soy lo que siento ni mucho menos violentado, la propia estructura del libro, la maquetación (que Pau atiende y vigila hasta la extenuación -lo reconoce entre risas y agradece la paciencia infinita a María Jesús, la maquetadora con la que ha trabajado codo con codo-, pero que es una de las mejores formas de expresar su personalidad, sus intenciones, sus emociones), el modo en que se distribuyen y alternan fotos y textos, frases destacadas, diferentes tipos de letra, todo coadyuva a que el lector viaje sin tregua pero sin desfallecer, atreviéndose a llegar a donde tal vez no pensó hacerlo nunca, es decir, él mismo. Y este aspecto tan íntimo el que me hace prescindir de muchas de las cosas que Pau respondió/compartió puesto que sería necesario dar cuenta de intimidades propias o de los compañeros y considero que las confidencias nacidas en un ambiente confortable, amistoso y de confianza son precisamente eso y, por otro lado, no me gustaría condicionar demasiado (o nada) la lectura que cada uno de ustedes haga del libro de Pau, si me detengo en esto o destaco aquello estaré llamando su atención sobre algo que, tal vez, ustedes pasen por alto o dejen de lado porque se sientan más concernidos por otros pasajes, por otros asuntos, por sus sentimientos (los pasados, los presentes, los olvidados, los inéditos), pero no me resisto a dejarles unas cuantas frases que me radiografían, incluso algún buen amigo pudiera pensar que son mías por la manera en que me retratan, a buen seguro habrá más de uno que también se las atribuirá porque Pau Albert sabe llegar a su esencia, lo que es casi lo mismo que decir la esencia de los demás: “El vértigo siempre habló de atreverse”, “El miedo a que alguien te quiera como eres te da la responsabilidad de ser lo que eres, sin mentirte ni mentir a los demás”, “Os juro que no lo entiendo pero la vida a veces nos pilla con miedo a ser felices”, “Ser vulnerable no es ser débil, es saber dónde eres fuerte y dónde no lo eres tanto”.

viernes, 28 de junio de 2019

PASEAR, ARTE Y OFICIO






   Cuando Antonio Gala publicó un libro titulado Ahora hablaré de mí, las carcajadas de muchos lectores, críticos y demás parientes (incluidas las ramas bastadas, que no son ni una cosa ni otra provocan mucho ruido -utilizando la palabra con el significado que tiene en el ámbito de la comunicación-) se escucharon por todas partes (también en las que el escritor es conocido, seguido y hasta venerado, se puede idolatrar reconociendo/aceptando los defectos de aquel a quien, lo uno no quita lo otro y viceversa, se respeta), casi siempre acompañadas por la muletilla “pero si no ha hecho otra cosa en todo este tiempo”; más allá de que cierta tendencia a la egolatría (o ese querer/tener que demostrar quién es -condición, las cosas como son, que se ha ganado como pocos- y su amplio y apabullante -e indiscutible- conocimiento de casi cualquier asunto) le haya estropeado obras con magníficos arranques, sustentadas sobre una idea/historia apasionante, perdidas en un lenguaje deslumbrante, barroco, ampuloso, mero ejercicio de estilo, en ocasiones remedo de sí mismo (atrapado en lo que se esperaba de él, en la personalidad proyectada/forjada durante tantos años en escritos e intervenciones públicas), con (demasiadas) páginas en las que dejar claro lo mucho investigado/estudiado/aprendido sobre cualquier circunstancia (esa es, la mayoría de las veces, la peor manera en que un autor se hace presente en un texto, lo de menos es utilizar la primera persona), aunque Gala nunca había escatimado (y continuó haciéndolo) en publicar escritos netamente autobiográficos (y algunos ciertamente fabulosos, emocionantes, imprescindibles, definitorios y definitivos -y breves: recuérdese La tronera-), reconociendo que me dejé llevar en su momento por las mencionadas algarabía y burla (pero sin renegar de, por ejemplo, Anillos para una dama, La pasión turca o Paisaje con figuras -con la que tanto descubrí-), creo que fuimos un tanto excesivos puesto que tampoco era/es algo tan extraño/insólito (y menos aún reprobable -conviene aclarar que fue el “ahora”, anunciando una novedad que no lo era, lo que más regodeo motivó-) que un escritor reconozca/asuma, al modo de Gustave Flaubert, que está ahí, en sus palabras, en su narración, en sus personajes, en su ficción (o en lo que tal parece/como tal se promociona), como motor y corazón, eso es en realidad lo que buscamos/con lo que conectamos cuando leemos, aunque sea a un nivel muy profundo y/o sutil, tanto cuando el estilo y el género difuminan/ocultan al creador como cuando -ahí quería llegar- propician/reclaman/precisan de su aparición para ser lo que deben ser -sí, es una tautología de libro, pero creo que se comprende el porqué del énfasis o, en todo caso, ayudará a ello lo que viene a continuación-. Entono el mea culpa sin más dilaciones (creo que lo han intuido desde las primeras palabras), no sólo por haber incurrido en algo peor de aquello que reprocho a Gala, sino porque, aunque procuro dar su lugar a aquellas lecturas que me tocan, me involucran, me hacen reflexionar, me atrapan, me ayudan a respirar, como me centro en la experiencia lectora y en lo que esta despierta/provoca, en lo que recuerdo/recupero o en lo que siento por primera vez, por más que me justifique en que este ángulo oscuro del salón es un refugio -en el que estoy encantado de recibir a los leales y a los recién llegados-, por mucho que me refiera al blog como “unas memorias de lector”, un servidor habla demasiado sobre sí mismo, sobre sus obsesiones, sobre sus inquietudes, sobre sus pasiones (quiero creer que eso me exonera en parte de lo que, a todas luces, no deja de parecerme un afán de exhibicionismo a ratos desmesurado -y no pretendo con ello que me regalen los oídos, es tan sólo otra de mis contradicciones, perdón-).

   Y esa es una de las primeras cosas que aprecio/admiro cuando me adentro en La ciudad infinita de Sergio C. Fanjul que Reservoir Books publicó el pasado mes de mayo, su respeto por un género híbrido tan complejo como el de la crónica (es el propio subtítulo del volumen el que así identifica/adscribe al texto: Crónicas de exploración urbana), su equilibrio perfecto entre los diferentes tonos que podría adquirir y adquiere sin que uno prime más que otro o, sobre todo, sin que ninguno engulla o impida desarrollarse a los demás, al igual que en su vida profesional ha logrado la convivencia pacífica (al menos de cara al exterior -sé que me consentirá la humorada-) entre el astrofísico que es por formación y el poeta que es por vocación, sumando sin colisiones para el lector sus colaboraciones en prensa, relatos, escritos variados, Sergio hace una mixtura que, respetando los cánones más estrictos de lo que venimos llamando con el nombre dicho unas líneas arriba, cristaliza en un modo propio de describir/narrar que no peca de personalista, por más que sea su mirada la que importa, no estamos ante un libro de Historia o meramente urbanístico, no es una descripción ortodoxa de lo que hay/por donde se pasa, no son propuestas de rutas (“a veces ni especifico si paso por aquí o por allá, me limito a reproducir ambientes”), son paseos por los veintiún distritos en que se divide Madrid en los que, por supuesto, aparece la voz (y el sentir) del autor, pero en los que, por encima de todo, importa el paseo y lo paseado: “Hay partes claramente autobiográficas, quiero resaltar la relación de la ciudad con cada uno, cómo en el espacio está contenida la memoria, es algo que percibo cuando regreso a Oviedo a ver a mi madre: es la misma ciudad pero todo el mundo ha cambiado, los amigos están en otra fase vital, algunos bares continúan y otros cerraron, el espacio continúa pero la vida ha cambiado, es una dislocación entre tiempo y espacio que me fascina”. Converso telefónicamente con Sergio (es presente histórico: la charla tuvo lugar cosa de un mes) porque así lo hemos pactado, pero se da la circunstancia de que atiende mi llamada a escasos metros de mi casa, en un local que hay en la esquina de mi calle, pero como entramos rápidamente en faena (él, no puede ser de otro modo, está de paso, en parada/camino a un nuevo paseo), seguimos conectados de ese modo (tal vez como ejemplo si se quiere patético/lapidario de la atomización de las grandes ciudades, asunto que también se asoma a las páginas de su libro). La ciudad infinita es, nunca mejor dicho (perdón por el recurso facilón), un estimulante paseo literario por Madrid que no obliga, no impone, no marca itinerarios, pero sí propone, sugiere, “me gustaría animar a que la gente salga de su barrio y vaya por allí a mirar, a conocer, a descubrir”.

   Es inevitable (disculpen la escasa originalidad) citar una vez más a Machado, “no hay camino: se hace camino al andar”, fue de esa manera natural como se fue articulando el libro, incluso cuando ni se pensaba en ello, el movimiento empezó a demostrarse andando (tengo el día rebosante de frases hechas) antes de que Sergio cayese en la cuenta de que aquella primera idea meramente pragmática (y a la que tantos, no lo neguemos, hemos recurrido en alguna ocasión cuando hay que cumplir con un plazo de entrega pero no tenemos tema marcado -y hasta teniéndolo-) era en realidad fundacional y tenía mucho más recorrido (estoy batiendo mi propio récord de obviedades: “Descubrí que un buen asunto para escribir, sobre todo cuando faltan ideas o hay que hacerlo a diario, era salir a pasear, siempre es fuente de inspiración y cuando vi que la cosa funcionaba me animé a presentar el proyecto a la directora de Los Veranos de la Villa [Maral Kekejian] y de aquello que hice para el festival [Expedición Asfáltica, 21 textos publicados en la web del Ayuntamiento de Madrid e impresos como pasquines para el público asistente a los eventos] salió el libro, fue el germen pero tuve que ampliar bastante, ya que  aquellos primeros 21 paseos quedaron recogidos en otros tantos folios. El paseo, no sé si se puede considerar como género literario, digamos como formato, está muy bien porque es un cajón de sastre y acepta todo: la autobiografía, la Historia, la peripecia, el urbanismo, la política, la sociología, etc. Lo difícil de este libro no fue la falta de material sino el exceso, no sabía dónde ni cuándo parar, no tiene límites, de ahí el título”. Y es cierto porque (y aquí reaparece el fantasma de lo contado más arriba, el peligro de caer en la tentación del “yo”), se conozcan o no los lugares por los que Sergio pasa, cada uno incorporará sus propios recuerdos, sus rutinas, su ignorancia, su caminar descuidado, sus intereses, sus preocupaciones, quién es y cómo se comporta cada uno cuando pasea o haga aquello a lo que llame pasear, porque esa es otra, no es lo mismo -le digo- acompañar a Fosco (él me lleva a mí y Sergio reconoce que cuando entra un perro en la ecuación todo varía sensiblemente, empezando por una notoria inversión de roles) que atravesar la Gran Vía coincidiendo con la entrada o la salida del público que abarrota los musicales, miren que le he leído poco porque cuando lo he hecho me he aburrido bastante, pero no queda otra que invocar a Murakami, parafraseándole, para rogar a experto que nos aclare de qué hablamos cuando hablamos de pasear: “Yo paseo a buen ritmo, no es que vaya mirando al cielo y con las manos a la espalda, de paso hago ejercicio, jajaja. No sabría decir cuántos quilómetros por hora serían los idóneos para poder decir que se está paseando; y hay que tener en cuenta que hay zonas muy monótonas, sobre todo en la periferia, hay descampados, polígonos industriales, lo mejor es ir rápido para no aburrirse. Aunque, las cosas como son, en Madrid yo no veo mucha gente que se demore paseando, ¿o si la hay?”. Como en todo, depende de la experiencia de cada uno, pero no es momento (ni conversando con Sergio ni volviendo a abusar ahora de la paciencia -tan infinita como la ciudad- de los lectores) para contar la mía, esa que a veces (antes más que ahora) me ha servido para responder a la eterna pregunta de Facebook.

   En su momento, para presentar Expedición Asfáltica, Sergio C. Fanjul se autoproclamó Paseador Oficial de la Villa y con La ciudad infinita revalida el título que, además, es de lo más pertinente y preciso: “Me gusta utilizar la palabra “paseador” porque parece algo más organizado: el paseante puede ir al azar, más lento, pero ser paseador es como un trabajo. Yo iba paseado sistemáticamente, intentando abarcar todo el territorio posible, no perderme nada, pero como la ciudad es infinita es algo imposible. En la mitad de los sitios por los que me preguntan no he estado nunca y, además, apenas me detengo ni tomo notas, me molesta la gente que va caminando contigo y se detiene para contar algo, es como si tuviesen que recargar batería, o que se pongan a mirar escaparates, que se distraigan del camino: yo voy siempre adelante”. Aunque queda muy claro en lo que escribe y en lo que cuenta, no me resisto a introducir otro topicazo al preguntarle si el paseador nace o se hace: “Se hace, desde luego, para serlo hay que tener una voluntad explícita: todo el mundo pasea aunque sea por aburrimiento, porque tiene un tiempo libre que llenar, da una vuelta y tal pero el paseador lo hace con conciencia de estar paseando”. Y, en realidad, es algo que le viene desde su formación académica y científica, cómo no pensar en los peripatéticos, en el conocimiento directo de aquellos inquietos, curiosos, estudiosos, investigadores, pioneros que recorrían distancias quilométricas (sí, hoy ya no salgo de mi bucle), atravesaban océanos, desbrozaban selvas, se jugaban la vida (y algunos la perdieron en el intento) con tal de recoger semillas, estudiar especies animales y vegetales, encontrar vestigios de civilizaciones perdidas/derrumbadas/asoladas), no es tan extraño (o no debería serlo) que un astrofísico terminase en estas lides: “Me metí en Astrofísica muy animado por “Cosmos”, ya que mi madre era muy fan de Carl Sagan, aquel señor tan apuesto con aquel flequillo, aquel cuello de cisne, aquella voz profunda, las cosas que contaba, jajaja. Vine a Madrid a estudiar la especialización y puede que decirse que ahí empezó todo, incluido lo de pasear; pero la carrera era menos romántica de lo que parecía y preferí dedicarme a algo relacionado con la escritura, que siempre me gustó mucho”.

   Un libro tan poliédrico, tan versátil, tan (en el buen sentido) maleable, con tantos meandros, tantas vías abiertas y tantas por abrir (es imposible resumir un barrio -unos más que otros, todo hay que decirlo- en unas cuantas páginas), tiene continuidad, como se ha dicho, en cada lector, a todos apela, cada uno decidirá en qué modo lo hace (es una de esas lecturas oxigenantes, en las que se respira libertad, en las que no hay nada predeterminado, sólo hay que dejarse impregnar/contagiar por el espíritu del paseador (que no es necesariamente aventurero, ya lo ha señalado el propio autor) pero, además, la tendrá, empieza a tenerla ya (hoy mismo arranca el festival) con los mismos cimientos sobre los que se edificó (madre mía, o termino pronto o esto va a llegar a cotas muy altas de patetismo) La ciudad infinita, es decir, como parte de Los Veranos de la Villa (https://veranosdelavilla.madrid.es/es/evento/safari-asfaltico#) y no puedo sino agradecer a Sergio C. Fanjul que me lo contase cuando aún no se había publicado: “Este año haré un proyecto parecido para en el que voy a describir cómo la naturaleza se mete en la ciudad: las palomas, las cinches, Madrid Río, los ciervos de El Pardo, los árboles de las calles, las aves cetreras de Barajas,… Además, me acompañarán expertos en cada materia, es un trabajo más periodístico que se va a llamar Safari asfáltico, no dejan de ser safaris urbanos”. Puede que este sea el germen de un nuevo libro, ese es el anhelo de quien se lo ha pasado de miedo con este, pero para eso habrá que esperar o, mucho mejor, pasear por las páginas de La ciudad infinita (y no es necesario que me manden ustedes a paseo, porque ya lo hago yo mismo con el punto y final).