jueves, 30 de noviembre de 2017

NI LO NIEGO NI RENIEGO




   Al igual que le ha sucedido a casi todo el mundo con quien comento el asunto, mi lista de contactos de Facebook se ha visto mermada con todo el abstruso, vergonzoso y terrible asunto que prefiero nombrar sólo como el “procés” para no entrar en disquisiciones que ahora no vienen en el caso y que para tantos sería la mejor excusa (escribiese lo que escribiese) para mantener encendida la mecha (y en parte yo mismo lo haría porque lo de dialogar diríase y compruébase más de lo que se querría que resulta imposible), esa que algunos han puesto para que el estallido se llevase por delante al resto, por supuesto a los que se oponían al mismo (a, nunca mejor dicho, ejecutarlo de ese modo -matiz importante por más que no se atienda jamás a él por parte de los que sólo comprenden los extremos, es decir, si no estás conmigo al cien por cien estás contra mí y no tenemos nada más que hablar-), especialmente a los que, las cosas como son, se han jugado el pellejo y hay que ver cómo se la han jugado, especialmente el nuevo habitante de Bruselas. Y es que te lapidaban por todo, especialmente por intentar mantener la ecuanimidad, de repente la palabra “equidistante” se convirtió en el peor insulto, en la opción de los cobardes, de los traidores, de los enemigos (viciamos de base -impedimos- la conversación cuando se plantea en estos términos o similares), se consideraba un subterfugio para intentar camuflar que se acataba, obedecía y secundaba al Gobierno (no a las leyes, esa es otra), daba igual que censuraras, reprocharas, criticases y afearas su desidia, su inoperancia, su mirar para otro lado como si la cosa no fuese con ellos, su creer que todo era fruto de un calentón, su no darse cuenta de la virulencia con que se agitaba el fuego, su ceguera al pensar que la hoguera iría perdiendo fuelle por sí sola y se extinguiría, su falta de talla política, su reacción tardía y, en consecuencia, desproporcionada, daba (y sigue dando) igual lo que argumentaras (si te dejaban desarrollarlo mínimamente) porque eras oficialista, centralista, invasor, facha y todo lo demás si pretendías alterar en una coma el discurso único que ellos enarbolaban, impuesto asimismo por la autoridad que ellos respetaban como tal, es decir, por la oficialidad soberana que pretendían. Pero, como digo, no querría extenderme en ello ni darle más presencia (sólo señalar que, aunque hablo en pasado porque me refiero en concreto a lo vivido en los últimos días de septiembre y primeros de octubre, por mucho que algunos quieran creerlo -y apuntarse una victoria, al fin y al cabo parece que todo va de lo mismo, sin pensar en el futuro, sin ponerse a hacer política-, por mucho que a tantos nos gustaría que así fuese, el asunto y sus nefastas consecuencias por el modo en que ha sido -mal- manejado por unos y otros no está ni mucho menos resuelto -sólo debajo de la alfombra, aunque aún queda mucho a la vista-), porque iba a hablar de algo muy concreto, cómo el fanatismo de alguien a quien consideraba un cómplice con quien compartir el amor por la cultura, por los libros, por el teatro, alguien a quien pensaba de mentalidad abierta y talante democrático, alguien que en su día se enfadó porque malinterpretó y se tomó como algo muy personal una crítica a Juan Marsé, en concreto a El amante bilingüe a la que califiqué como “ejercicio ombliguista y pretenciosamente escandaloso”, alguien que reconocía que, aunque compartía algunos de mis desencantos (luego abundaremos en ellos), se lo perdonaba casi todo porque siempre había habido libros suyos en casa, porque compartió las lecturas con su padre y su hermano, porque “de alguna forma, para un barcelonés, Juan Marsé nos define, nos identifica”, alguien así optaba por un discurso (ejem) incendiario, intolerante, preñado de odio, plagado de insultos (más de uno constitutivo de delito o al menos susceptible de serlo), alguien así cerraba vías de comunicación y contacto (muy mermadas en los últimos meses por razones que no vienen a cuento, aunque se suponía que andábamos procurando reestablecerlas) por lo que publiqué en aquellos días en torno al 1-O, poco después de decirme que él era mucho más que su ideología pero había que aceptarle con todo, en realidad se trataba de respeto, el que él no concedía a los demás, el que perdía a señores como Serrat o Marsé, convertidos en dianas del independentismo visceral, cerril y presto a la lapidación.
   Si uno ama lo catalán, dicho así en general, porque lo hago y voy a seguir haciéndolo, porque no se puede meter a todo el mundo en el mismo saco, no caigamos en el error de aquellos que se han puesto enfrente (porque sólo contra alguien se sienten seguros, porque generalizando aún se creen más diferentes y, por lo tanto, especiales), porque hay mucho que admirar, reconocer, aprender, respetar (en el sentido de la veneración) en tantas gentes de aquella tierra y en los frutos que ésta da (metafórica y literalmente), si uno gusta de y disfruta con lo catalán, con tantas posibilidades como ofrece para enriquecer alma, corazón y vida (potencialidades y realidades, logros y virtudes que muchos de estos a los que se les llena la boca hablando de “diferencialidad” olvidan, ignoran o reducen a cuatro estereotipos -son los primeros que dejan de hacer patria para, perdón por la expresión pero es la primera que se me ocurre para señalar el modo en que empequeñecen aquello que afirman defender, quedarse en la aldea-), lo hace porque escuchó a Serrat en casa desde siempre, si bien es cierto que cantando en castellano, que la primera toma de contacto la hice a través de Machado, pero fueron llegando otras canciones, uno fue creciendo, aumentando su curiosidad, porque La Plaza del Diamante pudo verse en TVE y hasta la abuela pronunciaba con facilidad el nombre de su protagonista, porque Eugenio marcaba y remarcaba su acento y nos encantaba y repetíamos lo de “¿saben aquell que diu?”, porque leí a Pla, porque pasé dos veranos en Tortosa y conocí Barcelona, Tarragona, Salou, hasta el Vall d´Aran (sí, sí, ese mismo al que se quiere negar lo que se exige e incluso celebra a las bravas –“haz lo que yo te diga, pero no lo que yo haga”-) y porque, en el verano de 1987, gracias a Nati, aquella profesora de Ciencias Naturales con la que tantos libros intercambié, llegó Juan Marsé con Últimas tardes con Teresa y se ha quedado hasta ahora (y lo seguirá haciendo porque el balance del conjunto sale muy positivo, por más que haya un par de borrones de infausto recuerdo). Según el DRAE, “renegar” es “negar con instancia algo” o “detestar, abominar” y, en ambos sentidos, hay que reconocer que el adjetivo, el que tantos le han dedicado a lo largo de los años (ahora con mayor virulencia al estar los ánimos tan exasperados e inflamados), el que apareció escrito en alguno de sus libros en la biblioteca pública de Cambrils, cuadra a Marsé porque nunca ha ocultado su desprecio hacia el término “patria”, hacia el nacionalismo y el independentismo, sobre todo hacia quienes los han encarnado en Cataluña desde 1980, hacia aquellos que se los han apropiado, esos que le han atacado impunemente (y lo siguen haciendo, ellos mismos o sus herederos, sus huestes bien azuzadas y alienadas) por escribir en castellano, por no plegarse a sus dictámenes y pleitesías exigidas; sin embargo, en el uso más extendido de la palabra, el que tiene connotaciones religiosas (todo es cuestión de fe, ya se sabe y se está comprobando a diario), el de abandonar un culto por otro, no se puede considerar al escritor un renegado, en todo caso alguien muy coherente porque su ideario ha cambiado muy poco, todo lo contrario.
   La cuarta parte de la espléndida Un día volveré (publicada en 1982) se abre con la siguiente frase de Gustave Flaubert, una absoluta declaración de principios: “Todas las banderas han sido tan bañadas de sangre y de mierda que ya es hora de acabar con ellas”. Poco más hay que añadir puesto que la gran mayoría de sus personajes sólo pelean por su dignidad, su amor propio, su supervivencia, sus anhelos más concretos y prosaicos, puede que defendiendo o insertados en la lucha por ideales y/o causas más grandes que ellos, pero muy pocos (o ninguno) poniéndolos por encima de lo humano, de lo particular, de lo que cada uno reivindica como suyo, ese universo tan reconocible incluso cuando se abandona, ese que queda perfectamente resumido y recogido en Colección particular, el volumen publicado por Lumen hace unos meses y que recoge la narrativa breve que Juan Marsé escogió para la ocasión, aquella que considera digna de revisión, aquella que quiere que permanezca, aquella que se integra sin fisuras con el corpus de su obra, aquella en la que se reconocen personajes, situaciones, tramas, escenarios, latidos, atmósferas, olores diseminados a lo largo y ancho de sus novelas, aquella que permite, de nuevo, constatar la enorme coherencia de un autor que, en el fondo, parece estar escribiendo una única novela a la que va añadiendo capítulos (algunos tan desastrosos como La muchacha de las bragas de oro, cuyo germen encontramos en Parabellum, aquí incluido, relato que deja a la vista el chiste estirado y redundante que fue aquel su Premio Planeta), grandes creaciones como Rabos de lagartija, Si te dicen que caí o las ya mencionadas que encuentran estupendos prólogos, epílogos, paréntesis, reelaboraciones, borradores o como se quieran considerar en Historias de detectives, Noticias felices en aviones de papel (el relato más gozoso del tomo para un servidor) o Colección particular, sin olvidarnos (cómo hacerlo) de Teniente Bravo, una auténtica joya, un prodigio de tempo narrativo, una aventi transformada en narración para ser leída, paladeada y atesorada. Por todos los amigos catalanes que lo son, lo siguen siendo y lo serán, con los que se puede discutir utilizando la dialéctica, de los que discrepar pero a los que no se quiere convencer de nada (ni ellos quieren hacerlo conmigo), porque no comprendo una vida sin ellos, sin lo que representan y aportan, a pesar de que haya quien quiera ponerlo difícil, seguiremos comunicándonos y compartiendo, seguiremos regresando a aquel “tiempo feliz de las aventis, en las que todo había resultado siempre inmediato y necesario como la luz, duro y limpio como el diamante”, y si Marsé reniega (en el sentido de “refunfuñar”, que también lo recoge el DRAE) lo haremos con él porque es lo mínimo que merecen aquellos empeñados en quebrar, enfrentar, separar, desunir lo que el arte y la cultura, la convivencia y la amistad han unido.   

martes, 28 de noviembre de 2017

LA HISTORIA QUE ESCRIBIÓ UN FRANCÉS







   Puede decirse que conocí Sangre y arena mucho antes de saber que era una novela de Vicente Blasco Ibáñez y que tenía dos versiones cinematográficas bastante populares (una, incluso, podría denominarse mítica al estar protagonizada por Rodolfo Valentino), la de Javier Elorrieta llegaría después, no aportaría nada de nada, y sólo pasados unos años, gracias al taquillazo que supuso Instinto básico, despertó un relativo interés puesto que en ella participaba Sharon Stone (aunque es bastante posible que ella fuese la primera en querer olvidarla y hasta negarla); el caso es que, en realidad, a quien conocí desde muy pequeño fue a uno de los personajes centrales de la novela, aunque eso no sea cierto del todo puesto que conocí la doña Sol de la copla, a la que dedicaron versos encendidos Rafael de León y Salvador Valverde y que, con la imprescindible música del maestro Quiroga, daba nombre a un pasodoble que Concha Piquer hizo inmortal y que siempre ha sido una de las canciones favoritas de la tía Carmen. Puede que sea mera coincidencia, que el nombre quedase por ahí y, de repente, la inspiración lo hizo brillar en la mente de los creadores, lo cierto es que Blasco Ibáñez sólo la llama así, doña Sol, sin apellidos, la mayor pista de su filiación es identificarla como sobrina del marqués de Moraima, conocida en Sevilla como “la Embajadora” por el cargo que durante años desempeñó su marido, mientras que, para cualquier aficionado a la copla, doña Sol de Saavedra pertenece a esa raza que incluye creaciones como La Parrala, Candelaria la del Puerto, La Zarzamora o Lola Puñales, que aunque en su título la canción prescinda del apellido no hay quien no tararee de tirón aquello de “fue doña Sol de Saavedra / dama de ilustre blasón: / sobre su escudo de piedra / campeaba un corazón”. Lo cierto es que, al margen del nombre, de que un torero se sienta arrebatado por ella y de que ella le demuestre “su desdén frío y mudo” (en cierto momento, porque en el original literario no es así al principio), pocas similitudes hay entre una doña Sol y otra (en la copla vive en un palacio sombrío de la calle Alcalá, o sea, de camino a Las Ventas, pero no es así en la novela; el final, que no desvelaremos ni en un caso ni en el otro, no es el mismo por más que sí lo sea el resultado), pero me gusta poder establecer esta comunicación, este vínculo entre una canción que tanto emociona a la tía (es de esos recuerdos que, por el momento, aún mantiene vivos) y que tanto me gusta (sobre todo cuando la Piquer hace vibrar y repicar como sólo ella sabía la palabra final de “doña Sol, lucero mío”) y una de mis últimas lecturas.
   Alianza Editorial republicó hace poco Sangre Arena en su histórica colección El libro de bolsillo y dentro de la biblioteca de autor que vienen dedicando/recuperando a Vicente Blasco Ibáñez, uno de esos autores no siempre bien comprendidos/recibidos, poco o mal estudiado, reducido a algunos lugares comunes y muchos estereotipos, sobre todo por no haberle leído o haberse quedado con la falsa idea de que fue un escritor costumbrista que pasó de moda, al que sólo algún estudioso concienzudo puede sacar algún partido si precisa conocer detalles específicos sobre los usos y costumbres de cierto momento y cierto lugar de este país, idea que hizo extensiva la casi consecutiva adaptación televisiva, allá por los años 70 del siglo XX, de Cañas y barro y La barraca, estupendas y cuidadas como fue norma durante tanto tiempo en TVE, pero que contribuyeron a forjar una imagen muy reducida (y tal vez poco atractiva por más que ambas series resultasen atractivas y hasta adictivas) del escritor, tildado incluso con burla y algo de desprecio como “el valenciano”. Supongo que me dejé contagiar por lo que flotaba en el ambiente porque es muy extraño que, al revés de lo que me sucedió con tantos autores a los que tenía acceso gracias al cine y la televisión, nunca tuve la menor curiosidad por don Vicente hasta que unas amigas me regalaron La araña negra, que devoré en el verano de 1985, descubriendo al mismo tiempo alguien a quien seguir leyendo y lo injusto e irreal del sambenito que, para tantos, portaba a cuestas aquel que no necesitaba arroces, tartanas, barracas, cañas, barro ni su Valencia natal como escenario (de hecho, no lo utilizó en tantas ocasiones como se piensa), el narrador y cronista vibrante, activista, inquieto, versátil, de éxito internacional y universo narrativo extenso. Y confieso que no le he leído todo lo que me gustaría, en parte por lo entre comillas inabarcable de su producción, porque ciertos títulos resultan difíciles (muy difíciles, incluso imposibles de no ser en librerías de lance -y a veces sólo ejemplares muy deteriorados-) de encontrar, por la propia dispersión de un lector omnívoro e inagotable, por eso va siendo magnífica la oportunidad que, poco a poco, está proporcionando Alianza de ir rescatando de su fondo (y confiemos en que ampliando la nómina) las obras de Blasco Ibáñez y presentando nuevas ediciones que le otorguen la presencia debida en las librerías.
   Tengo una especial predilección por todo aquello que pueda ser considerado realista, naturalista, costumbrista (se tiende demasiado a utilizar este término sólo con carácter peyorativo), que abrir el libro sea como abrir una de las puertas del ahora tan afamado y aplaudido Ministerio del Tiempo, conocer una época, un momento, unos hechos históricos o susceptibles de haberlo sido a través de las indumentarias, los rituales sociales, la miseria, lo que corresponda, leer novelas como si fuesen reportajes, respirar y aprehender atmósferas, y eso es algo que siempre consigue Blasco Ibáñez, da igual en que género se inscriba cada narración en concreto. Sangre y arena, en contra de lo que pueda creerse, precisamente por el retrato vívido, sin retoques ni embellecimientos, que caracteriza a este autor, no cae en estereotipos de los que todavía tenemos que defendernos los españoles, abate esa imagen que explotaron y exportaron (e incluso inventaron, al menos exageraron y deformaron) gentes como Prosper Mérimée, cuyo mayor mérito es haber escrito una novelucha que sirvió como base para una ópera que, aunque abunde en los clichés, los utiliza con sabiduría y sentido dramático, no hace burla de ellos, imprime dignidad y verdad a sus personajes (Blasco señala, con su incisiva pluma, cómo esa imagen incluso se ha dado por buena entre gente de aquí, cómo alguien como doña Sol, que ha vivido en diferentes países, imagina a un bandolero como “un caballero andante de las estepas andaluzas, casi igual a los apuestos tenores que ella había visto en Carmen abandonar el uniforme de soldado, víctimas del amor, para convertirse en contrabandistas”), pero tampoco cae en sublimaciones irreales o en pretender vender lo que no es, es decir, recrea/reproduce/fotografía con nitidez, profundidad de campo y teleobjetivo que capta detalles y matices el fervor, el griterío, la idolatría, la irracionalidad de las masas (pero eso no es algo exclusivo de los toros, lo demuestra, sin ir más lejos, cuando habla de la Semana Santa sevillana -esa devoción fingida para tener relevancia social, por aparentar, esa manera tan poco cristiana de segregar y jerarquizar en las celebraciones, de arrogarse derechos, de competir sin miramientos ni caridad con tal de humillar al contrario, a quien venera otra imagen, porque es de lo que se trata-, algunas páginas servirían, como muy pocas variaciones, para hablar de lo que sucede en o alrededor de campos de fútbol o en coliseos similares a los descritos por Blasco -cuando en los mismos, véanse Las Ventas o La Maestranza-, bien por un partido, bien por un concierto, también valdrían para otro tipo de acontecimientos deportivos y musicales, incluso para el público reunido en un local u hogar si hay retransmisión de los mismos), a veces (se abusa demasiado -yo, el primero- de esta frase pero en este caso es inevitable porque hay momentos que pasman porque, de una forma u otra, con ligeras variaciones, uno ha leído algo muy similar hace poco en algún medio de comunicación o red social) parece que Blasco hubiese escrito Sangre y arena antes de ayer, incluso en lo más crispado, en el fanatismo más exacerbado, en los razonamientos de algunos defensores y detractores, en los insultos, descalificaciones y exabruptos que se dedican los unos a los otros: “[las naciones del mundo] Tendrán barcos… tendrán dinero… pero ¡todo mentira! Ni tienen toros ni mozos como éste, que le arrastran de valiente que es… ¡Olé mi niño! ¡Viva mi tierra!”, porque siempre ha sido así, si no te gustan los toros no eres patriota, se enarbola la bandera de la tradición y ya está, todo se da por bueno. Y siendo como es uno ciertamente crítico con el mantenimiento de lo que malamente se llama fiesta, se considera por quien así lo hace arte, se pretende espectáculo mientras se tortura y hace sufrir a un animal (o a varios: atentos a los caballos de los picadores), mientras se vitorea y deifica al matador (así, sin metáforas ni eufemismos), y se puede serlo aún más tras muchos años de aficionado, de haber ido a la plaza, de pertenecer a una familia en que siempre han gustado mucho los toros (como a las vacas -perdón por usar un chiste tan viejo-), eso que durante un tiempo me mantenía al margen del asunto, bueno, no, cantaba y denunciaba con Mecano que “cuanta más sangre cae, más ovación: hoy el público pide diversión”, pero hubo unos años en que me interesé, gusté y pasé buenas tardes (no lo voy a negar) en la plaza o en casa, hasta que me paré a escuchar los mugidos de un toro, la expresión de su sufrimiento, cómo se arrastraba por la arena mientras un torero era incapaz de, al menos, poner fin al suplicio, hasta que algo se quebró en mi interior y, así lo sentí, recuperé la lucidez y me alejé definitivamente de esa barbarie, expresando mi rechazo más rotundo, como digo, aun teniendo claro mi sentir, es apasionante, muy revelador y, no me cansaré de repetirlo, tremendamente actual (siempre que se empleasen argumentos y no visceralidades e imprecaciones), lo que el doctor Ruiz expone en el capítulo 6 para defender la tauromaquia, sin perder de vista que parte de su disertación puede ser utilizada para todo lo contrario, para desarticularle el discurso o, al menos, socavar sus cimientos, supone un magnífico análisis que, no lo olvidemos, Blasco escribió muy a principios del siglo XX.  
   Y aunque en un rol un tanto más secundario de lo que nos ha hecho creer la pantalla (algo inevitable cuando es Rita Hayworth quien le da vida como sucede en la versión dirigida por Rouben Mamoulain en 1941) o de lo que uno trae en la imaginación cuando evoca la copla, doña Sol impone su presencia desde su aparición en San Lorenzo, en un día en que lo mejor de la ciudad va a rezar a la imagen del Jesús del Gran Poder, “satisfecha de las ojeadas y del susurro de sus [de las devotas allí reunidas] palabras, como si todo esto fuese un homenaje natural que debía acompañar su presentación en todas partes.” Y es un gusto el modo en que Blasco Ibáñez explora las interioridades de sus personajes, especialmente la de Juan Gallardo, el verdadero protagonista, aquel que fuese encarnado por Valentino y por Tyrone Power, personaje que podría quedarse en lo arquetípico pero que el autor sabe elevar y al que utiliza como testigo/excusa para exponer sin filtros ni sordinas lo que era habitual y cotidiano en el momento en que escribe, dejando al descubierto que hay estereotipos que tienen mucha base real, que incluso los consideramos (o queremos hacerlo) así aunque, en sentido estricto, no lo sean, aunque Merimée se pasara tres pueblos y, para colmo, sin ningún talento (ni tan siquiera para el romanticismo menos templado). De todos modos, ¿quién quiere sucedáneos cuando se tiene el original, el verdadero sabor, al alcance de la mano? No se conformen con el “me han dicho”, “creo que”, “ya vi la película”, opinen, como diría aquel, con fundamento, juzguen ustedes mismos, decidan por sí mismos si les interesa o no Blasco Ibáñez pero leyéndole primero, escarmienten en cabeza ajena (es decir, la de un servidor -aunque, vuelvo a decir, no entiendo por qué esa relativa obcecación o al menos desinterés cuando tanto me gustaron Cañas y barro y La barraca en televisión, y la segunda la vi en una reposición, creo que con doce o trece años, cuando ya leía muchas cosas un tanto impropias de mi edad-), gracias a Alianza Editorial estamos a tiempo de enmendar el error y hacer justicia a un autor que debería ser un orgullo nacional (aquí sí que hace uno patria).

viernes, 24 de noviembre de 2017

EXPUESTOS Y SOBREEXPUESTOS







  Tal y como anuncié en el texto publicado ayer (que no es necesario haber leído para hacer lo propio con éste), hoy hablaremos sobre una apasionante novela de misterio que apenas me dio cuartel hasta que la terminé, una excelente muestra del modo en que los británicos practican, cuidan y desarrollan lo policiaco (en el sentido más amplio, aunque en este caso en concreto sea ese aspecto el que más la define, hábilmente mezclado con el terror psicológico), todo un descubrimiento para este lector porque no conocía el primer título firmado por Clare Mackintosh (Te dejé ir), una novela que demuestra la sorprendente madurez y el espléndido pulso narrativo alcanzados con sólo dos trabajos en el mercado, una lectura que plantea múltiples interrogantes, muchos de los cuales podríamos (y a veces deberíamos) plantearnos cualquiera en nuestro día a día, una escritura que atrapa y exige seguir pasando páginas (y que no decepciona con su conclusión, todo lo contrario, un servidor se quedó con la boca abierta -es la mayor pretensión de la autora: “La reacción que espero es que el lector se sorprenda con los giros, abra los ojos ante la solución, pero al mismo tiempo piense “¿cómo no me he dado cuenta?” porque es algo que podría haber resuelto”-, sobre todo porque Mackintosh juega sus bazas con gran honestidad pero sabe moverlas con agilidad para que, aunque haya cosas que puedan parecer claras, las desechemos o ignoremos al poner nuestro foco en otros aspectos). Te estoy viendo fue publicada en España por Debolsillo en mayo de este año (con traducción de Ana Alcaina y Verónica Canales), pero fue hace cosa de un mes cuando Clare Mackintosh visitó Madrid y se ganó aún más el respeto y admiración de quien suscribe por el modo en que encara su compromiso con la literatura, volcada totalmente en la escritura tras haber trabajado doce años en la policía británica (en el departamento de investigación criminal y como comandante de orden público) y haberse dedicado, tras su dimisión en 2011, al periodismo como freelance, al margen de alguna otra ocupación. Y, aún diría más como Hernández y Fernández (pero lo haré de verdad, no repetiré nada), ganarse también el corazón por su cordialidad, su humildad, su interés sincero por lo que piensan los demás sobre su novela, participar de las bromas, conversar con amenidad y sin barreras, implicándose (hay tantos que se limitan a cumplir con lo que consideran una obligación e incluso te hacen sentir incómodo, los hay que, aunque mantengan una cierta cordialidad, parecen pertrechados tras una coraza, dejemos fuera a algunos de infausto recuerdo -no siempre por antipáticos, sino por apáticos o monosilábicos o por irse por las ramas o no decir nada concreto-).

   Te estoy viendo tiene dos líneas narrativas (o tres, pero a eso llegaremos cuando corresponda -y no destriparemos nada-) puesto que, al menos al principio, los capítulos impares se narran en primera persona y los pares en tercera, dando voz en aquellos a Zoe Walker, quien regresa en el metro a su hogar cuando descubre su foto en medio de los anuncios de contactos de un periódico, siendo protagonista de los segundos Kelly Swift, a quien conocemos también en el metro pero como agente del Equipo de Policía de Proximidad; aunque sea claro el modo en que van a unirse ambos personajes, aunque Clare Mackintosh no pretenda sorprender ni romper moldes, el hecho de que ambas historias sean muy potentes por sí mismas y, de haberlo querido, no se hubiesen necesitado la una a la otra, hubiesen podido ser narraciones independientes, sí provoca asombro tanto en el desarrollo como en la naturalidad con que se hacen encajar sin que ninguna quede como secundaria, alimentándose mutuamente, formando un conjunto sólido y apabullante: “Al principio, la historia de Kelly no existía: el elemento policial ocupaba poco espacio, sólo en relación con lo que sucede a Zoe, y el que se ocupaba de la investigación era un hombre. Pero yo tenía muchas dudas, había algo que no terminaba de gustarme, lo hablé con mi editora y me dijo que el problema es que era un tipo al que parecía que nada le importaba, que no le gustaba su trabajo, que así no había manera de sacar adelante la novela, jajaja… El caso es que me preguntó por Kelly, que hasta ese momento sólo era una policía que entraba un momento en el despacho, daba un mensaje y se iba, ocupaba media página del original, me hizo caer en la cuenta de que ella sí era alguien implicada con su trabajo, que le iba a importar lo que le pasaba a Zoe, me puse a pensar en ella, en cómo llegó a ser policía, la fui dejando expresarse y al final cobró tanto o más protagonismo que Zoe”. Y entonces empezó a armar el puzle para que no se notasen las junturas y surgió lo de utilizar las dos personas narrativas porque la tercera era más idónea para la investigación policial es así como se desarrolla, no hay que involucrarse emocionalmente, hay que poner distancia, otra cosa es lo que sucede con Kelly, claro, es parte fundamental del personaje y de su forma de interactuar con lo demás. Y con Zoe recurrí a la primera persona porque quería que el lector entrase directamente en su cabeza, experimentase el mismo pánico, que compartiese sus preocupaciones”. Como se ha dicho, no hay ninguna novedad destacable en lo que a estructura se refiere, pero es reseñable y plausible cómo Mackintosh alterna con enorme precisión y efectividad el juego de voces, incluyendo la tercera, la que aparece en cursiva, la que habla directamente a sus víctimas, es decir, el misterio (principal -van apareciendo otras sombras, incógnitas, preguntas-) a resolver, algo que es habitual en otras muestras del género (viene a la memoria, porque es uno de sus recursos más utilizados, Maurizio de Giovanni), pero que la autora sabe dosificar y emplear con gran acierto y sin reiteraciones: “No es nada fácil [alternar las voces], pero ha sido muy placentero escribir de esa manera, desarrollando un trabajo de precisión, haciendo encajar todas las piezas, fue todo un desafío, pero es algo necesario porque los lectores de novela policiaca son muy listos y en seguida pueden desvelar todo si no te aplicas y los despistas”.

   Le confieso mi debilidad por Agatha Christie puesto que con ella eché los primeros dientes como lector que ya no se conformaba con los libros propios de los once años, pero hablamos de otras grandes señoras del crimen, sobre todo en aquellos lares de los que ella viene, no es sencillo destacar en un panorama tan bien nutrido y con autoras con estilos muy diferentes que abarcan casi todas (por no decir todas) las ramas en que se bifurca este género: “Creo que, dentro de la explosión que ha dado lo que se llama negro mezclando a gente muy diversa, se viene dando un resurgimiento muy acusado del suspense psicológico; en ese sentido, muy alejados de Agatha Christie, porque ella es la máxima representante del quién lo hizo [el whodunit, como se conoce a este tipo de historias]. Una escritora clásica que sí me ha influenciado es Daphne DuMaurier, abunda en el aspecto psicológico, incluso en lo doméstico, lo que sucede en casa”. Y esa cotidianeidad es la que tanto atrapa y espanta en Te estoy viendo, puesto que Zoe se siente amenazada en el metro, perseguida, observada, acechada, y Mackintosh nos mete con ella en el vagón, nos hace recorrer larguísimos pasillos, nos zarandea en medio de la muchedumbre que se agolpa en el andén, describe con exactitud y realismo apreturas, agobios, olores, empujones, si hubiese ido leyendo en el metro creo que hubiese cerrado el libro: “Yo no vivo en Londres y tuve que trabajarme el lugar: caminé mucho por la ciudad, observaba, olía, tomaba nota de todo, cuando viajaba en metro lo hacía inmersa en un ejercicio de escritura que consistía en describir a la gente, apuntar lo que veía. Al principio no estaba contenta porque me parecía que me quedaba en lo evidente, en la ropa, los zapatos, algún detalle de las manos, los aspectos más significativos, poco a poco, a fuerza de repetir, sobre todo recorriendo Circle Line, fui atrapando ese algo que marca la diferencia y aporta tanto realismo. En una ocasión noté que alguien que estaba de pie, una mujer, miraba mi cuaderno y luego miraba a la persona que estaba enfrente dándose cuenta de que yo la estaba retratando pormenorizadamente, no sabía cómo reaccionar, no sabía si estaba asustada, tal vez yo sí, jajaja, entonces se me ocurrió escribir en otra hoja “tranquila, soy escritora” y parece que lo comprendió sin tomarme por trastornada”. Con respecto al metro hay un detalle que no puedo dejar de comentarle porque sólo en España podemos caer en la cuenta: en un momento dado escribe que “son las seis menos veinte [de la tarde]. El metro está abarrotado de gente que preferiría estar en cualquier otro lugar. Huele a sudor, a ajo, a lluvia” y le recuerdo (o le informo porque no conocía la anécdota) que Victoria Beckham se quejó de lo mucho que olía a ajo en España cuando su marido jugaba en el Real Madrid, ante lo que suelta una carcajada más rotunda que las varias con las que va salpicando la entrevista: “Pero si siempre huele algo a ajo, especialmente a curry o cualquier especia… Victoria Beckham no debe haber subido mucho en metro, claro”. No puedo menos que confirmar ambos aspectos (ese olor característico de tantas calles, puestos y estaciones de metro de Londres y lo de la Beckham), también muerto de risa.

   Otro aspecto que provoca que el lector se sienta parte de la novela es el asunto de cómo nosotros mismos exhibimos nuestra vida ante los demás, publicamos fotos en redes sociales sin tener verdadera conciencia de que cualquiera podría (y puede) acceder a ellas, damos mucha información sobre familia, trabajo, amigos, actividades, vulneramos nuestras privacidad y seguridad, dejamos más rastro del que querríamos y del que pensamos: “Cedemos muchísima información, sobre todo si estamos en varias redes sociales porque eso empieza a multiplicarse, a fluir, revelando demasiado sin ser conscientes de ello, no es seguro”. Y así es cómo entra en la novela el componente tecnológico, sabiamente utilizado para que no resulte abstruso ni detenga el ritmo tan medido de la historia: “Me gusta escribir para que todo el mundo lo entienda y por eso lo explico de manera que yo sea la primera en comprenderlo todo. De hecho, el aspecto tecnológico podría haber estado más presente y haber sido mucho más complejo, pero eso hubiese alejado a muchos lectores: siempre pienso en mi madre que le encanta leer mis libros, también los de otros, no te creas, jajaja… Ella conoce Facebook, algunas generalidades, a lo del hashtag le cuesta, no podía ponerme muy técnica porque sacaría a mucha gente de la historia. Además, la tecnología evoluciona muy rápido, si escribes centrándote demasiado en ella, la novela se queda obsoleta al poco tiempo y me gustaría que las mías pudiesen ser leídas y comprendidas durante años”. Y esta pulcritud narrativa también se percibe con claridad en la manera en que refleja algo que conoce de primera mano, como es el trabajo policial: “Disfruto escribiendo sobre él con la mayor autenticidad posible, y eso no implica centrarme en los procedimientos en sí, en la parte más técnica, sino en cómo hablan los policías, cómo es el ambiente de una comisaría, cómo suena una puerta, las reuniones de trabajo”. Y es por este verismo por lo que hablamos sobre la ficción policial británica televisiva que tantos buenos ratos nos hace pasar y ella se suma al entusiasmo: “"Happy Valley" es la mejor, si tengo que elegir una me quedo con ella, la adoro, también disfruto las otras pero esa es tan real, se acerca tanto a lo que yo viví, es muy auténtica. No me extraña que pueda notarse la influencia de esas series en lo que escribo porque me encantan, al margen de que reflejan perfectamente lo que yo conocí”.

   Verosimilitud que se extiende (que es base fundamental para que la novela se sostenga de esa manera y absorba como lo hace) a las psicologías de los personajes, alejados de los extremos y/o estereotipos, imperfectos como cualquiera, siempre procurando mantener el equilibrio, sin maniqueísmos: “Me gusta ir diseminando sospechas, cierta ambigüedad, no sólo para dificultar el camino del lector hacia la resolución, sino porque en la vida cotidiana nadie es del todo bueno o del todo malo y es interesante contemplar a cada personaje como un sospechoso de algo, cualquiera puede sorprender con conductas opuestas y pasar de lo mejor a lo peor o viceversa en cuestión de segundos, creo que todos seríamos capaces de hacer algo terrible si nos llevan a ciertos extremos. Siempre estamos en la línea entre el bien y el mal aunque no seamos conscientes; por eso, la gente corriente es mucho más interesante como sujeto literario que la extraordinaria, sobre todo cuando la pones en situaciones excepcionales, que es sobre lo que más me gusta escribir: cómo se reacciona ante esos hechos, de dónde se saca la fuerza para ello”. Y todo sin olvidar los aspectos más íntimos, aquellos que describe con fuerza y sin ahorrar nada con tal de que podamos comprender mejor por qué actúan de cierta manera por más que no la compartamos, algo especialmente sensible (y logrado) en la relación entre Kelly y su hermana con algún momento que encoge el corazón y coloca al borde (o más allá) de las lágrimas: “Es una historia que adoro porque me interesa mucho la forma en que tratamos a las víctimas de determinados delitos, puesto que la víctima se siente impotente, como un despojo, y lo que más molesta es que vengan los demás a decirte cómo debes sentirte, cuánto vas a tardar en recuperarse, cuánto durará el duelo, el trabajo policial debe ser escuchar más y hablar menos y dejarse llevar por lo que la víctima necesita”. Y sobre ese trabajo seguirá escribiendo porque anuncia que, aunque jamás se ha planteado escribir una serie, Kelly se le ha quedado dentro “y por el momento no quiero soltarla”, y, al menos, la hará aparecer en otro libro porque quiere saber qué le pasó antes de lo que se narra en Te estoy viendo, pero también cuenta que ya tiene terminada su tercera novela, es decir, habrá que ir haciendo más hueco en la librería a Clare Mackintosh y esa es, sin duda, una estupenda noticia.