jueves, 29 de diciembre de 2016

LA MADRE DE LA PRINCESA LEIA







   He dudado bastante dónde publicar este texto, pero como inevitablemente me salía algo muy personal, como no se trataba de glosar los méritos artísticos de Debbie Reynolds (que también), como lo que empezó a nacer esta mañana cuando me enteré de la muy triste e incluso fatídica noticia de su fallecimiento tenía más visos de desvarío/confesión que de obituario más o menos ortodoxo, pensé que a ella le gustaría bailar al ritmo del arpa y saludar con su clásico gesto sonriente entre angelical y mordaz al blog hermano (Celuloide en vena) en el que otras estrellas han sido celebradas, lloradas y homenajeadas; como además ya tuvo su momento de gloria en Celuloide y Candilejas, la página creada por Pablo que he tenido demasiado abandonada, pero aquí anuncio que la tendencia va a cambiar en 2017, para no confundir a los amables lectores que se interesan por lo que un servidor escribe, como en realidad me voy a copiar sin recato (al fin y al cabo, en aquel escrito nacido tras haberle sido entregado el premio del SAG a toda una vida dedicada a la interpretación me limité a hablar de mis percepciones, de mis emociones, de mis sentimientos hacia ella a lo largo del tiempo, del inolvidable momento vivido viéndola en escena, de la breve charla con ella tras el fabuloso show), creo que es preferible que, en lo que al que suscribe se refiere, la Reynolds se quede en aquel Celuloide (http://pablovilaboy.wixsite.com/celuloideycandilejas/single-post/2015/01/28/DEBBIE-REYNOLDS-Tanto-gusto) y ahora se asocie al ángulo oscuro del salón para iluminarlo con su rutilante presencia, la misma que inundó el escenario del Apollo Theatre de Londres aquel 9 de mayo de 2010 en que tuvimos la inmensa fortuna de, como prometía la publicidad, tener la insólita oportunidad de tener a pocos metros a uno de los nombres señeros del mundo del espectáculo, una mujer que, a sus 78 años, demostraba que, tal y como anunciaba la marquesina, estaba muy viva y fabulosa.
   Fue gracias a la instantánea que inmortaliza aquel momento (y que está en nuestro salón en un cuadro que preparó Pablo junto a una de las entradas de aquel día y a un afiche del espectáculo con su firma) cómo tuve que asumir una noticia que, debo reconocer, me costó digerir, especialmente teniendo en cuenta que poco más de veinticuatro horas antes me lamentaba (como tantos fans de La guerra de las galaxias y las películas posteriores) de la muerte de Carrie Fisher, su hija: Pablo la había colgado en Facebook evocando aquel encuentro y despidiéndose así de ambas, pero confieso que tuve que leer sus palabras dos o tres veces antes de comprender que era cierto que la madre había seguido la estela de la hija y entraban del brazo en la inmortalidad. Ellas mismas hicieron pública su rivalidad, se dedicaron palabras ácidas, sarcásticas, incluso insultantes, Carrie transformó sus desencuentros, sus enfrentamientos, sus reproches, sus adicciones, su relación de poco amor y bastante odio en un libro que no ocultaba su carácter autobiográfico y que se hizo tremendamente popular, con adaptación fílmica incluida (Postales desde el filo (1990) en la que Meryl Streep dio vida a la Fisher mientras Shirley MacLaine se transformó en un espléndido trasunto de la Reynolds), Carrie demostró ser digna heredera de su madre al regresar años después por la puerta grande con un vitriólico, descarnado y desopilante monólogo en que no dejaba títere con cabeza, comenzando (y terminando) por ella misma, sin eufemismos ni correcciones, desgranando las “virtudes” de su árbol genealógico, sin olvidar a papá Eddie (Fisher), pero entre andanadas, chistes, puyas y causticidad, a pesar de los pesares (o precisamente por todo eso), madre e hija desarrollaron una complicidad inteligente y sardónica, no jugaron a un falso olvido pero dejaron a un lado viejos rencores para regalar momentos mágicos como la recepción por parte de Debbie del premio antes comentado de manos de Carrie, siempre tocadas por la lucidez de la ironía, parodiándose sin ridiculizarse, formando un frente común que ni la parca ha sido capaz de destruir.
   Y es que la dulce protagonista de Cantando bajo la lluvia (1952) era cualquier cosa menos eso, aunque lo cierto es que nunca lo ocultó, tal vez al principio sí vendió el papel de víctima, de abandonada, no puede negarse que lo fue puesto que Eddie Fisher aún era su marido cuando, como ella misma declaró, lo mandó a que consolase a una gran amiga, Elizabeth Taylor, que había quedado viuda tras el accidente de aviación en que perdió la vida Mike Todd “y se quedó con él”, pero su matrimonio era cualquier cosa menos idílico y bien se encargó Carrie de proclamarlo a los cuatro vientos. Pero el talento de ambas estuvo en reconvertir lo negativo, lo terrible, lo doloroso, su lado más perverso y tendente al drama y el enfrentamiento en su carta de presentación y, sobre todo, en el terreno abonado para que su talento eclosionase. Así, Debbie Reynolds miraba a un teatro abarrotado con auténtica sorpresa, la función era un domingo (el día de descanso en Gran Bretaña) a las cuatro de la tarde (las llamadas matinales empiezan sobre las dos o dos y media, el horario no era tan extraño en aquellos lares), y se/nos preguntaba si no teníamos nada mejor que hacer, para, a continuación, extrañarse porque hubiese gente menor de cuarenta años (que la adoraban gracias a la serie Will y Grace (1999-2006), donde había sido contratada para un capítulo pero apareció en todas las temporadas debido a la repercusión y el éxito de aquella primera intervención) y, marcando el tono general del espectáculo, quiso darse a conocer diciendo: “¿Recuerdan Star Wars? ¡Soy la madre de la Princesa Leia!”, petición que desde ese momento hicimos a George Lucas (y posteriormente a J. J. Abrams) y que, lamentablemente, no podrá llevarse a cabo más que digitalmente (y tiemblo ante lo que ahora se me antoja como funesta premonición pero no explico para no destripar a nadie lo que sucede en la recientemente estrenada Rogue One). A partir de ahí, al margen de hacer gala de una voz que todavía afinaba con gracia y soltura, Debbie fue cobrándose algunas deudas que transformaba en arte, sus dardos envenenados e incluso crueles devenían en chispeantes por el modo en que los profería, por el adorno que les conferían su imperturbable (aunque llena de matices y oquedades) sonrisa, sus jubilosos brazos, sus movimientos de rutilante estrella, parodió a Katherine Hepburn, a Marlene Dietrich, a Barbra Streisand (demostrando, por cierto, grandes facultades canoras), hizo burla de los entonces aún vivos pero muy deteriorados físicamente Eddie Fisher y Elizabeth Taylor (él moriría tan sólo cuatro meses después, ella antes de cumplirse un año), “ahí los tienen y aquí me ven, además, cuando Eddie se marchó, yo me casé con un millonario”, se río de todo y de todos, fundamentalmente de sí misma: “Pregunté cómo podía hacer un espectáculo y me dijeron que reuniese mis hits, lo cual me lo ponía muy fácil porque sólo tengo uno [Tammy]”.
   Y, al final, como tantas veces hemos contado, agradecido, admirado, estuvo algo más de una hora en la puerta de artistas del teatro recibiendo a todo el que quisiera saludarla, hacerse una foto, llevarse una firma de recuerdo, entregada al público como sólo alguien tan enorme puede hacer, sin mostrar cansancio (cuando entramos llevaba casi una hora y aún quedaban unas veinte personas), cercana, espontánea, ágil (“Miss Reynolds, we are spanish” “¡Tanto gusto!”), sin perder el foco que la iluminaba convenientemente (una estrella no sólo debe serlo sino también aparentarlo siempre), haciendo aún más inolvidable el momento, sintiéndola algo nuestro desde entonces, lamentando terriblemente la pérdida aunque su legado (e igualmente el de Carrie Fisher) es impresionante y no va a perder fuerza (nunca mejor dicho) ni vigencia y la tenemos cada día frente a los ojos, nos provoca sonrisas, guiños, recuerdos, llueve en nuestro corazón pero no importa porque nos ponemos a cantar y bailar para lanzar un potente “good morning” como sólo una gran estrella puede proferir e iluminar por más que venga desde una galaxia muy, muy lejana.   

lunes, 26 de diciembre de 2016

EL LECTOR EN SU ENCRUCIJADA



  



 En esa época en que no puedes ni quieres evitar la constante efervescencia de ser lector voraz (algo que mantengo muy vivo, aunque obligaciones profesionales y atender, como diría aquel, las cosas de la vida condicionan el ritmo y el orden en que los libros se van sucediendo), esos años en que abandonas las lecturas infantiles para empezar a bucear en otras que te parecen dignas de los adultos, en que te lanzas sin paracaídas a por cualquier volumen que tengas a mano (cuando, como en mi caso, tienes la fortuna de que no te censuren prácticamente nada, más allá de algunos títulos para los que conviene esperar un poco y así poder apreciarlos mucho mejor), esos momentos en que no cribas y todo te resulta atractivo (tengo un gusto muy variado y ecléctico, pero he ido desarrollando un criterio, unas preferencias, ciertas fobias, prejuicios en ocasiones arraigados en la experiencia), ese tiempo que, más o menos, coincide por los últimos cursos de la extinta EGB y con el también finiquitado Bachillerato era el de la felicidad cuando tenía ocasión de proveerme de lo que la tía Carmen denominaba “librotes”, ya fuese El Padrino, Lo que el viento se llevó, Jane Eyre, El nombre de la rosa, Capitanes y reyes, se trataba de que tuviese más de 400 páginas, esa era la cifra mágica, a partir de ahí era inevitable sentir temblores de emoción, anticipar horas inmerso en los avatares de que se diese cuenta, así fueron cayendo clásicos, best sellers de muy diverso pelaje, daba igual con tal de que hubiese mucha tela que cortar, y en realidad aún experimento una atracción irresistible, una querencia muy acusada en cuanto vislumbro en un estante o en la mesa de novedades un libro voluminoso (si bien es cierto que de otros he aprendido a huir o al menos a desconfiar, me refiero a ese tipo de novelas que parecen vendidas al peso, especialmente las históricas o que así pueden -o pretenden y consiguen- ser consideradas, muchas de las cuales se limitan a transcribir la ingente cantidad de información que el autor ha recopilado), lo que no quiere decir que rechace las historias más breves, narraciones de una longitud más o menos convencional, cuentos, soy omnívoro en lo que a literatura se refiere, lo he confesado muchas veces. 

   Pero la perspectiva de tener mucho que leer es de lo más grata, por eso recibí con suma alegría la invitación para entrevistar a un autor al que, además, ya había echado el ojo pero, como en demasiadas oportunidades (en parte por la lógica incapacidad para poder abarcar una oferta editorial sobredimensionada y elefantiásica en la que resulta complicado navegar por más brújulas que se utilicen), aún permanecía, en lo que a este servidor se refiere, inédito y desconocido, más allá de lo que sobre él habían escrito otros en periódicos o blogs o de lo que él mismo hubiese respondido en alguna ocasión; y es que César Pérez Gellida venía a promocionar Cuchillo de palo (editado por Suma de Letras), el segundo volumen de la trilogía Refranes, canciones y rastros de sangre, por lo que me pareció pertinente reclamar a la editorial el título precedente (Sarna con gusto), y, así, conocer el punto de partida. Y si bien es cierto que cada novela acepta una lectura autónoma, lo que se ha denominado (con toda justicia porque tiene color, sabor, voz propia) “género Gellida”, el universo de este vallisoletano está tan magníficamente construido que, por más que dé los datos imprescindibles para comprender la historia y, muy especialmente, los comportamientos, los sentimientos, los razonamientos, los porqués de sus personajes, la lectura se disfruta (y sufre, de todo hay en la dosis adecuada a cada momento) mucho más, uno experimenta con mayor intensidad lo que sucede si posee la información necesaria para, en algunos tramos, caminar al lado del autor, reconociendo los guiños, recopilando algunas piezas, destapando ciertas sorpresas en la justa medida, asumiendo que la última mano siempre conllevará el triunfo absoluto de, como se empezó a señalar antes, un escritor que ha levantado un edificio sólido, poderoso, que ha conseguido una creación en la que nada se ha dejado al azar, en la que se nota el trabajo de conjunto, la honestidad de Gellida para que ningún lector se sienta engañado, la precisión con que se cuida cada detalle para mantener la verosimilitud, para que nada resulte estrambótico, añadido con precipitación o, sencillamente, metido con calzador, reventando las costuras, saltándose la coherencia. Y eso que el propio autor confiesa que sus horizontes están siempre muy cercanos: “Mi método de creación literaria es a corto plazo, no tengo la virtud de saber proyectar, voy capítulo a capítulo, escena a escena. Me da la impresión que cuando uno se pone a tejer una trama y sabe de dónde parte y a dónde va a llegar, inconscientemente traza una línea recta para contar, porque así es el ser humano, y no hay nada que me asuste más que las líneas rectas. Si bien es cierto que llevo las riendas, dejo que los personajes vayan avanzando, me ocupo y preocupo de lo inmediato, que esa escena en la que trabajo tenga sentido por sí misma, en esto pongo mucho cuidado y es que, aunque me salen novelas largas, no me gusta que tengan exceso de páginas, no quiero que haya escenas prescindibles, no me gusta tener que recortar después, parece que por el momento lo voy logrando. Como digo, me gusta que cada escena tenga sentido, su porqué, aunque parezca trivial, aunque sólo sea para hablar de música o para contar la historia del origen de Colón [un episodio desopilante de Cuchillo de palo], porque todo sirve para explicar y profundizar en los personajes”. Pero cuando se tiene algo tan meditado, enraizado, organizado, por mucho que el autor guste de ser el primer sorprendido, hay unos mimbres firmes, un esquema interiorizado que ayuda a que todo lo que brota encaje sin grandes aspavientos ni esfuerzo (al menos para el lector).

   Como la intención de César nunca fue la de escribir una serie como tantas que abundan en la novela policiaca (que no se rechazan -todo lo contrario: se reivindican grandes nombres del género y las convenciones del mismo, algunas de las cuales, más o menos remasterizadas en beneficio propio y del que lee, se utilizan sin ocultarlo-, pero no era ese el camino que se quería seguir), puede que, un tanto inconscientemente, empezase a pensar en Ramiro Sancho del mismo modo en que J. K. Rowling lo hizo con Harry Potter, una novela se le quedaba pequeña, por eso presentó al personaje en una trilogía anterior, Versos, canciones y trocitos de carne, la misma que el que suscribe empezó a leer (sólo el primer tomo, Memento mori -porque la entrevista tenía una fecha, no por falta de adicción, ahora continuaré con el resto-) porque, haciendo de nuevo hincapié en que lo básico, lo imprescindible, se comprende sin problemas en Cuchillo de palo, conocer de primera mano de dónde veníamos, cómo se fraguó todo, ayudaba a leer con mayor admiración porque se aprecia mucho mejor el hecho de que no hay fisuras en la construcción, que los muros de carga tienen gran firmeza, que los cimientos soportan los nuevos pisos sin resentirse: “No quería cargar al lector con la necesidad de tener que leer todo lo anterior: que, como en tu caso, te enganchas y quieres ir hacia atrás, me parece perfecto y lo agradezco, pero no porque estés obligado, sino porque te apetece”. Y claro que apetece, en parte, como reconocía un tanto muerto de risa Pérez Gellida, porque conocer lo que sucede en Cuchillo de palo y su predecesora, hace que se lea con otros ojos la bola de nieve que se echó a rodar en Memento mori y, repito, aún asombra más cómo la última entrega recoge lo sembrado y abre nuevos surcos que, sin solución de continuidad, nos llevan hasta A grandes males, que se publicará el próximo marzo y pondrá la guinda a esta segunda trilogía, compuesta por tres novelas muy diferentes entre sí pero que se integran a la perfección: “"Sarna con gusto" sigue una estructura más o menos ortodoxa, tiene ese toque digamos clásico, sigue una línea horizontal de tiempo que es primordial, pero "Cuchillo de palo" tiene una estructura desestructurada [le digo que es todo un oxímoron pero resulta de lo más clarificador y no podemos evitar la carcajada, pero quien la lea lo rubricará, estoy convencido], va por otro camino, y ya puedo anticipar que "A grandes males" será muy diferente a ambas. No quería caer en la reiteración, no quería aburrirme repitiéndome y, por ende, cansar al lector: trabajo mucho para que cada novela tenga su propia identidad, que no se hable de “novela de transición” o de “otra aventura de Sancho”, no estoy interesado en escribir una serie, hablando en términos convencionales”. Ya que aparece esa palabra un tanto maldita cuando abordamos una trilogía, “transición”, comento que el giro que da en tono, estructura e intenciones en Cuchillo de palo con respecto a la anterior invalida cualquier suspicacia y que, en todo caso, por su mayor complejidad y oscuridad, habría que hablar de novela de maduración: “En el planteamiento de cualquier trilogía, y puedo hablar por experiencia porque ya he terminado dos, la segunda novela es siempre la más complicada porque suele funcionar como engranaje, no puede ser conclusiva en la línea principal y ya sólo por eso le estás restando, pero tiene que tener sentido en sí misma y creo que ese es el secreto. "Cuchillo de palo" cobra su propio sentido al reflejar la evolución de Sancho, su carga psicológica, hacer partícipe al lector de lo que está sucediendo y él está sufriendo”.

   Lo que es inconfundible, lo que ya es su sello, ese plus que ha llevado a algunos a hablar de un género particular es su capacidad para, escribiendo maravillosamente, recreándose en la suerte, ensartando metáforas, adjetivando con profusión, utilizando frases largas, imprimir una velocidad interna al texto que obliga al lector a consumir páginas a un ritmo que por momentos es vertiginoso, aunque muy medido, sin desbarrar: “¿Qué pasa cuando vas todo el rato a 250 Km. por hora? Que no aprecias la velocidad: hay que viajar rápido, sí, te das cuenta en seguida, pero en algunos tramos la velocidad no es lo importante, disminuye y te permite apreciar el paisaje; ahora bien, cuando apretemos el acelerador, no vamos a parar y te vas a dar cuenta, lo mido mucho para que no se haga monótono. Es muy intencionado el hecho de que desde las primeras páginas se intuya que aquello no va a ser tranquilito: me gusta jugar con las emociones del lector. Uno de los planteamientos que me hago es que la novela pertenece al que la compra, es suya, pero a cambio me cobro el trabajo con las emociones de cada uno y es un privilegio poder hacerlo y robar horas de sueño. No siempre sale bien, claro, hay quien me ha recriminado mucho el final de "Sarna con gusto" y lo acepto, pero de haber terminado de otra forma no hubiera sido honesto conmigo, con la realidad, con lo que se cuenta, con el propio género”. Y es algo que uno no quiere evitar rubricar porque, si bien es cierto que se me va a quedar mucho tiempo dentro (creo que nunca me abandonará: es de esos sufrimientos literarios que uno agradece haber vivido, pese a todo), que la zozobra y la angustia llegan a ser extremas, es necesario que, aunque sólo sea por coherencia narrativa, por lo que va a venir a continuación, para que Cuchillo de palo aún tenga más fuerza y lobreguez, que su antecesora concluya del modo descarnado en que lo hacía. Y ese descenso a los infiernos es más acusado por la prosa del autor, preñada de verdad, sin paños calientes pero sin tremendismos, esculpida con aristas para que se imponga, para que perturbe, para que conmueva, para que se sienta, prosa de una sensorialidad extrema: “Tengo la obsesión de meter al lector en el papel, que sea el epicentro, porque empatiza, porque rechaza, es lo audiovisual lo que más me influye a nivel literario, más que la propia literatura, y trato de hacerlo así, debo ser eso a lo que llaman “género Gellida”: quiero que huelas, que te duela, que tararees, lo que toque en cada momento”. Y, como ya decíamos, se percibe para bien el esfuerzo, el compromiso del autor con lo que cuenta y con los receptores: “El primer borrador sale a borbotones, escribo, escribo y escribo, pero en el fondo es tanto como nada, es el más importante en el sentido de que lo condiciona todo, pero sólo me sirve como punto de partida. Ya a partir del segundo es cuando empiezo a pensar como lector, si la progresión es la adecuada, si la información está bien dosificada, si todo es coherente, es tal vez el máximo esfuerzo, intento evitar o subsanar los errores antes de dar paso al tercero, que es donde relleno los huecos argumentales que haya detectado. Ya a partir del cuarto es cuando me pongo a escribirlo bien, cuando medito, construyo, me tomo mi tiempo, "A grandes males" ha tenido cerca de quince o dieciséis borradores, por ejemplo”. Y uno podría decir mucho más, pero no querría destripar nada, ni tan siquiere desvelar algún detalle, me gustaría que pudieran descubrirlo así, en carne viva, como un servidor, comenzando por donde prefieran, dejándose arrastrar por el torbellino, por la vorágine, por el caudal incontenible y rebosante que César Pérez Gellida hace discurrir por cada una de sus novelas (lo demás, incluidas otras declaraciones del autor, las dejamos para el momento en que A grandes males llegue a las librerías).

martes, 20 de diciembre de 2016

PALABRAS DE NEGRA HISTORIA






  Escribir me gusta desde siempre, fue una pulsión asociada a la lectura que apareció cuando era niño, hacía resúmenes de los libros devorados y también de las películas vistas, a veces añadía mi opinión (lo de que la cabra tira al monte es cierto, al menos en mi caso, ¿cómo no voy a creer que la vocación existe?), llenaba cuadernos con pequeños textos, aventuras para los protagonistas de mis series favoritas, historias para los personajes de los tebeos, lo que fuese, tan sólo me dejaba llevar por un impulso ciertamente irrefrenable y, las cosas como son, pocas veces hacía borradores (sólo para algunos trabajos escolares, una vez en el Instituto dependiendo de la asignatura, incluso en la carrera recuerdo lanzarme sobre la máquina de escribir con apenas un esquema, mil anotaciones hechas en la biblioteca, puede que los apuntes tomados en clase -cuando valían para algo o eran material a incluir obligatoriamente si se aspiraba a aprobar la asignatura-, el cargamento de citas que fuese a utilizar, los libros de consulta desparramados por la mesa), sencillamente me dejaba fluir, empecé a escribir columnas, artículos, reportajes antes de ser consciente de cómo me llamaba el periodismo, me limitaba a querer emular a esas firmas que leía compulsivamente, también coqueteé con el género novelístico (aunque me da mucho pudor e incluso vergüenza englobar en él aquellas tentativas a ratos plagiadas de Enid Blyton o Robert Arthur, nuevos capítulos de Espacio 1999 o Un hombre en casa (ecléctico he sido un rato), aventuras delirantemente protagonizadas por un servidor, los amiguetes de clase, Starsky y Hutch -¡Así, como suena, con toda la osadía del mundo!-, después recogieron el testigo los chicos de Parchís (sin mi aparición estelar por suerte para ellos aunque nunca tuvieran conocimiento de tal circunstancia), quise hacer una especie de crónica familiar, después tonteé con una novela sobre la adolescencia, ya con veintitantos trabajé bastante tiempo en otra que, al menos, me sirvió para terminar de construir mi estilo (si es que existe algo mínimamente digno de ser llamado así), este gusto por frases muy largas que se subordinan unas a otras sin tener claro cuál es la principal, estos párrafos interminables en los que las comas anulan y sustituyen a la mayoría de signos de puntuación, un vulgar remedo de las lecturas que me acompañaban cuando empecé a redactar, la mágica influencia de escritores a los que jamás podré compararme, Antonio Muñoz Molina y José Saramago. No niego que experimento cierta envidia ante las personas capaces de enhebrar, desarrollar y culminar una novela (por eso desprecio tanto a los que trivializan lo trabajoso del oficio, a los que lo usurpan, a los que ponen el rostro popular y el nombre conocido a lo escrito por otros -e incluso a los editores que lo fomentan y a los supuestos lectores que sólo quieren el libro como trofeo, siguiendo una moda, como parte de su mitomanía-, a los que escriben con planilla), pero muy pronto me vence mi pasión lectora -al menos en eso puedo equipararme a Borges sin sonrojarme demasiado-, consiento que el placer me invada, tengo el privilegio de compartir mi vida con alguien que sabe narrar historias en formatos y géneros diversos, estoy muy cerca del proceso creativo, a eso puedo sumar la posibilidad de haber conocido y seguir haciéndolo a escritores que me hacen babear, que me invitan a soñar, que me regalan vidas (sí, en plural) cada vez que navego por sus páginas, intentaré parecerme en algo a otro caballero por el que siento veneración, el gran Christopher Hitchens, quien aceptó no estar dotado para la ficción y siguió cautivándonos con sus ensayos, un servidor se conforma (en realidad, se siente pleno) con seguir siendo un lector voraz, activo, entusiasta y poder compartir esas y otras sensaciones con personas muy amables que tienen a bien interesarse por mis desvaríos.
   Y toda esta parrafada (Rosa Montero, como es un amor, dice que se lo pasa de miedo con estos introitos, vaya por ella, inspiración permanente) viene a cuento (o no, pero ya saben que no logro contenerme) porque, a pesar de lo mucho que gozo cuando escribo (y en los últimos años he recuperado ese afán, esa felicidad, esa bendita costumbre, gracias a Pablo que me animó a habitar con palabras el ángulo oscuro del salón en que, de alguna manera, me gusta refugiarme), según fui creciendo empecé a espaciar los periodos febriles y antaño casi constantes de escritura, me hice muy remolón, hay muchas veces en que refreno las ganas nacientes (y hasta el cumplimiento de una obligación) porque prefiero leer, ver una película, acometer cualquier tarea que me permita no abrir el ordenador, aunque, como bien dice Isabel Allende, si me pongo en modo periodista, si pienso que tengo que entregar el texto, si me pongo un tiempo límite, concluyo el trabajo, cada vez más se me hace costoso (y a ratos imposible) escribir si no tengo el ánimo adecuado y dispuesto, no me conformo con cubrir el expediente (y a veces, lo confieso, lo he hecho y luego me siento un tanto estafador, no sólo con los lectores sino conmigo mismo porque lo escrito me resulta un tanto ajeno, frío, mecánico, puede que quede profesional pero sin duda tiene poca autenticidad), sé que debería publicar más a menudo para que el blog (los blogs, no olvidemos el de cine) tenga actividad, a veces retraso reseñas, entrevistas, textos sobre asuntos que me apetece tratar porque ando así como distraído o pendiente de otra(s) cosa(s), ayer mismo dejé aparcada una deuda personal (porque la he asumido como tal, no porque me pidan cuentas), un agradecimiento de espectador, ayer arrinconé un escrito íntimo porque la gala de celebración de los 60 años de TVE me disparó la nostalgia, pero no hay mal que (a veces) por bien no venga, porque, ya de madrugada, repasando las publicaciones en Facebook de algunos amigos, me topé con una excelente noticia, con algo que uno reclamaba y anhelaba sucediese, porque andaba intentando resumir la catarata de emociones recibida y experimentada hace pocos domingos en la sala de teatro La Nao 8 para invitar a quien correspondiese a que Loba noctámbula, el nuevo espectáculo de la compañía Fierabrás escrito y dirigido, por supuesto, por César Augusto Cair, prolongase su estancia (en principio se despedía el pasado 18 de diciembre) y, mira tú lo que son las cosas, ya es oficial que en enero regresará para seguir aullando como sólo es posible cuando la soledad no deja de dar dentelladas y su voracidad no se ve saciada por muchos jirones que arranque y mastique.
   César Augusto Cair no renuncia a su característica prosa poética, todo lo contrario, la eleva aún más si cabe (hay frases que son una caricia o una laceración cuando las convierte en suyas, cuando las vive y nos las hace vivir una impagable y suprema María Laza, pero seguro que sólo escritas -y lo digo por haber tenido la fortuna de leer obras anteriores del autor- ya poseen ese huracán, esa chispa que prende en el alma, ese arrebato al que es imposible resistirse), la lleva hasta sus últimas consecuencias con osadía y firmeza, creyendo en lo que hace, confiando en el público, convirtiéndolo en cómplice, ganándoselo a las bravas, concerniéndolo, conmocionándolo, provocándolo con el poder de la palabra y una atmósfera prodigiosa y contundentemente convocada, a ratos sugiriendo, fraguando el inevitable estallido con sumo cuidado, con momentos de una delicadeza extrema, de una belleza frágil, sólo con esa sublimación, con esa exageración con la que se vive y pretende alagar en el tiempo lo que es efímero por propia definición, el enamoramiento, sólo a través de vocablos encendidos  (y reconocibles, no nos engañemos, que todos hemos dicho muchas cursiladas, muchas bobadas, mucha prosa barata, todos hemos reproducido muchos clichés en algún momento -no es que aquí haya nada de eso porque César Augusto Cair sabe utilizarlos en provecho de su manera de escribir, pero reproduce prodigiosamente el tono, el soniquete, la inevitable falsedad que lleva aparejada lo extremo, ya vendrá el amor del día a día a poner las cosas en su sitio-), sólo con esas frases que se pronuncian como si fuesen dichas por primera vez, sólo desde esa exaltación podemos iniciar este viaje hasta lo más profundo de Soledad (nombre galdosiano donde los haya, ¿por qué andar con metáforas cuando son innecesarias?, encaremos de frente y desde el primer momento lo que sucede en escena). Es impresionante cómo María Laza imprime naturalidad a una mujer que está más allá de cualquier límite, tanto en la felicidad como en el dolor, cómo saborea y se deleita con algunas palabras, cómo escupe otras, cómo nos golpea verbalmente, cómo traspasa la batería, cómo aprovecha el espacio escénico, cómo se adueña de un texto poderoso pero lleno de aristas, cómo nos facilita la implicación, cómo nos estruja las entrañas, el corazón, cómo se combina con el magnífico diseño de luces para ir arrugándonos, cercándonos, desordenándonos, es catártico cómo César Augusto Cair nos coloca en nuestra propia montaña rusa y convoca fantasmas que reconocemos, fantasmas de carne y hueso como diría Jorge Edwards, cómo nos hace tragar quina consiguiendo que el resultado final sea esplendoroso, un recuerdo inolvidable, una experiencia si se quiere liberadora porque cuando uno sabe cómo se llama el enemigo puede encararlo mejor (y porque lo que uno necesita a veces es llorar el drama, expresar el dolor, desgañitarse mientras se lame las heridas, tal vez no queriendo que restañen). Sería de justicia que llegasen más funciones, por el momento tienen la oportunidad los dos primeros domingos de enero de conocer a esta Loba noctámbula que tanto talento derrocha.