miércoles, 26 de agosto de 2015

¿OFICIO PARA CÍNICOS?



   



 Como en tantas ocasiones, empiezo consultando el DRAE (aunque su concepto de “limpiar” no suele casar con el mío, me pasmo cuando leo muchas de sus acepciones, es una institución excesivamente lenta a la hora de sancionar y aceptar el manejo del idioma que se hace en la calle, las innovaciones de aquellos que sí “le dan esplendor” a través de su obra –y que a veces son los mismos que a la hora de velar por su herramienta de trabajo desde la Academia demuestran un desconocimiento o una indolencia supina, tal vez porque no todo aquel que demuestra talento y brillantez a la hora de crear tiene capacidades para lo teórico, para el estudio, para los despachos-, en lo único en que se muestra certera es en lo de “fijar” porque sus miembros son tremendamente inmovilistas a la hora de aceptar nuevos significados, nuevos usos de las palabras, evolución o involución de aquello que hablamos, depende del criterio de cada uno, o de cambiar definiciones obsoletas, de otra época, de cuando tantos escribían al dictado de las más altas instancias –bueno, ejemplos de paniaguados similares, de fanáticos irredentos, de catequistas y moralistas, de complacientes cómplices con el que manda podemos encontrarlos a diario todavía-); en este caso, me interesa saber qué recogen acerca del vocablo “cínico” y, obviamente, la primera acepción señala que ha de considerarse como tal al “que muestra cinismo” (y entre paréntesis aclara que por tal debemos entender “desvergüenza”), mientras que la segunda va un poco más lejos al emparentar la palabra consultada con “impúdico, procaz” (como la tercera acepción –y la cuarta- nos lleva hasta Diógenes e introducir ese nombre y el movimiento al que representa daría para una digresión demasiado extensa, lo dejaremos ahí, pero no me resisto a señalar que la quinta explica que, aunque en desuso, “cínico” es también sinónimo de “desaseado”). Si consultamos cómo se define “cinismo”, nos topamos con que la Real Academia Española no se corta ni un pelo a la hora de reconocerlo como “desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables”, abundando en una segunda acepción al calificarlo de “imprudencia, obscenidad descarada” (ya después sí se recuerda que es la “doctrina de los cínicos” –y éstos, al menos, no quedan en tan mal lugar al explicarse que son “pertenecientes a la escuela de los discípulos de Sócrates”- y hay una cuarta acepción que de nuevo nos lleva a un significado en desuso –“afectación de desaseo y grosería”-). Desde luego, con el manejo de definiciones de este calibre resulta lógico, necesario e incluso imprescindible que, como señaló el maestro Kapuscinski –sé que me faltan dos tildes sobre la primera “s” y la “n”, pero si es algo que puedo hacer con mi teclado ignoro cómo, perdón-, un periodista no sea cínico, ni tan siquiera se consienta un atisbo de tal conducta, que no mienta aunque sólo sea por omisión totalmente inocente en un intento por ser escueto (u omita aquello que desconoce y que no se preocupa por conocer) o por ese estúpido anhelo de dar una primicia y por lo tanto no contraste, no se informe verazmente (es un paso necesario para transmitir los hechos: informarse uno primeramente, tener al menos meridianamente claro lo que ha sucedido, no especular, descartar rumores, imprecisiones, invenciones), dé crédito a lo que puede ser falso o responder a unos intereses concretos, que no maquille ni interprete los datos objetivos ni se convierta en abanderado, en altavoz, en transmisor de conductas, políticas, tesis, ideologías, que no caiga en el proselitismo (para expresar opiniones, desarrollar análisis, aventurar hipótesis o cualquier otra dialéctica personal –porque tampoco puede olvidarse que nos dirigimos a alguien, que exponemos para que los demás puedan opinar, juzgar, considerar con el mayor conocimiento posible sobre un hecho-, hay diferentes géneros periodísticos que aceptan y requieren ese algo propio, la primera persona, sin excedernos jamás en nuestra misión, respetando la deontología profesional, sin creernos más de lo que somos –los héroes son otra cosa, por mucho que para intentar sobrevivir en estos mares procelosos a veces haya que imitarlos e incluso superar sus hazañas, si se pudiera desarrollar nuestro trabajo con un mínimo de ética y libertad no habría que glorificar a los que, sencillamente, ejercen el oficio sin doblegarse, sin atender a otros intereses que no sean los relativos al derecho a estar informado que todo ser humano tiene-).
   Por desgracia, el estado actual del periodismo es absolutamente desastroso, se ha contaminado y enfangado posicionándose descaradamente y sin recato, editorializando hasta en el simple saludo a los espectadores/oyentes, adjetivando hasta el titular más simple y que no debería admitir vuelta de hoja (es decir, responder a las famosas uves dobles sin ningún otro aditamento) o estableciendo vasos comunicantes con aquel al que debe oponerse, al que debe vigilar, con el que debe convivir pero sin connivencias, sin poner en almoneda los valores que lo alientan y cualquier sociedad sigue necesitando y mereciendo, cuando no, directamente, pontificando, adoctrinando, hablando al dictado (ya comentábamos algo más arriba que en ese aspecto, como en tantos, apenas hemos avanzado); en parte la culpa la tienen los receptores, esos que sólo buscan refrendar lo que ya tienen pensado (o incrustado, grabado a fuego, enquistado como un tumor que les impide ver más allá o aceptar que todo haz tiene un envés), los dogmas de los que no van a desprenderse, esos que rechazan cualquier voz que se desvíe mínimamente de lo que ellos traen de casa (o de lo que dice alguien a quien eligen como referente y al que consideran inmaculado, sin errores, sin discrepancias, del que cacarean sus palabras, la mayoría de las veces, para colmo, descontextualizadas y tergiversadas), pero en esa pescadilla que se muerde la cola y que jamás conseguimos enderezar (y que retrata certeramente Umberto Eco cuando un personaje se pregunta en voz alta “¿La ira de Moscú? ¿No es trivial usar siempre expresiones tan enfáticas, la ira del presidente, la indignación de los jubilados y cosas por el estilo?” y el narrador alega que “el lector se espera precisamente estas expresiones, así lo han acostumbrado todos los periódicos. El lector entiende lo que está pasando sólo si se le dice que estamos en un cuerpo a cuerpo, que el gobierno anuncia lágrimas y sangre, que se torpedea una ley, que el Quirinale está en pie de guerra, que Craxi descarga todos sus cartuchos, (…)”), en el panorama que tenemos ante nosotros, entre tanta crisis de valores, de justicia, de democracia, de mera convivencia (como si no fuera lo básico), los medios no deberían ponerse al servicio de las cifras, de las audiencias, de las ventas, sino de cuál debe ser su labor en una sociedad que quiera presumir de ejercer la democracia sin fisuras ni complejos (y eso supone que haya momentos de desencuentro, de tanteo, de desconfianza, de alejamiento, como en cualquier relación que se precie de ser honesta y plena). En ese sentido, la lectura de Número Cero, la nueva novela de Umberto Eco que publicó Lumen en español hace pocos meses, ha sido un tanto decepcionante porque esperaba una mayor ironía, mucha más autocrítica, ¿por qué no decirlo?, una dosis más abundante de cinismo, ejercicio imprescindible para poner nuestra profesión a secar al sol y hacerla revivir, para oxigenarla, para ventilarla y consentir que el aire fresco entre por todos los poros hasta desencadenar un vendaval que con auténtica furia destierre todos los lastres que la han sumido en el caos, que han opacado sus virtudes y méritos, que la convierten en un motivo diario de vergüenza para los que no sabemos hacer otra cosa que amarla (y que tantas veces hemos consentido con nuestro silencio, nuestro mirar hacia otro lado, nuestro “no va conmigo”, esa cadena que tantas veces se invoca al mirar mal al que muerde la mano que le da de comer -o sea, al que le está comprando (muy barato, ya que nos ponemos) para que haga lo contrario a lo que es exigible a todo periodista, o sea, acercarse lo más posible a la verdad-, esa esclavitud que se acepta porque “hay que comer todos los días”). Pero ya se sabe que las novelas del afamado semiótico tienen varias capas de lectura, que la interpretación que haga cada lector puede ser válida si a él le sirve como tal o le ayuda a comprender la historia, fuese cual fuese la intención del autor, que hay quien se salta los largos parlamentos de los monjes en El nombre de la rosa para quedarse con la trama de misterio y quien (como un servidor) vivió esas páginas en que unos señores hablaban en latín (cuyo estudio comenzaría, precisamente, después del verano en que se bebió aquel libro sin ser consciente de que estaba cambiando su vida y de las veces que regresaría a él para extasiarse con aquellos diálogos apasionantes) y citaban a un montón de autores a los que desconocía como si fuesen parte fundamental de la investigación, como si el enigma sólo fuese resoluble desentrañando esas sentencias incomprensibles (recuérdese que la primera edición no incorporaba traducción de los parlamentos latinos); en realidad, Eco utiliza el periodismo como metáfora, como intento de explicación de la sociedad italiana, a través de la redacción ficticia de un periódico que jamás va a publicarse, mediante ese ensayo en que hay mucho de fábula, de imaginación, de impostura (porque se va a fingir cómo deberían haberse abordado determinados asuntos, las entrevistas pertinentes, el enfoque adecuado, análisis certeros porque se escriben después y no el momento en que todo está sucediendo, es decir, completamente alejados del sentir, la pulsión y el olfato periodísticos), con una redacción al servicio de unos intereses que no quedan claros porque no queda claro para quién se escribe y los objetivos se van matizando cada día, lo que Eco pretende (o parece pretender, como ya digo esto es una hipótesis personal, no he revisado las entrevistas que concedió con motivo de la publicación de Número Cero, estoy haciendo una reflexión al hilo de mi lectura –o del modo en que he leído-) es llegar hasta el origen de la situación en que se anega Italia desde hace ya demasiado tiempo (y de cuyas barbas peladas no hemos sido capaces de sacar ninguna enseñanza, empantanados en errores similares, tolerando desmanes casi intercambiables entre ellos y nosotros, soportando a personajes de igual o peor comportamiento), desplegando toda una teoría de la conspiración que llega a poner en duda la muerte de Benito Mussolini, una parte muy lúcida, una sátira a ratos perversa, un divertimento con mucho poso, un texto mucho menos inocente y candoroso de lo que quiere aparentar (ahí se nota el magisterio de Eco para extraer múltiples significados de palabras que resultan claras pero tienen varias caras, para demostrar la polisemia de los hechos, para jugar con lo fabuloso pero manchándose las manos con la más cruda realidad) pero que termina por apoderarse de lo que parecía la trama principal, ocupando demasiado espacio y dejando en un segundo plano los avatares periodísticos –esos que fundamentan y justifican 24 horas de un periodista desesperado, esa novela que tantas veces reivindicaré y de la que tan orgulloso me siento, en contra de lo que tantos querrían, porque, al margen de ser una denuncia contundente, una petición de auxilio en toda regla, una defensa que ha sido tomada como ataque por los que, con su reacción lo demuestran, no merecen que nadie saque la cara por ellos puesto que ya están alienados, venden a cualquiera, humillan la profesión con tal de seguir en el machito, es una magnífica narración llena de amor por un oficio del que no se querría cantar el réquiem; los mismos que alientan uno de los aspectos fundamentales de esa obra maestra que es El diciembre del decano, esa novela de Saul Bellow que a tantos molestó porque sabe poner el dedo en cualquier llaga supurante que su perspicacia y ojo avizor percibiesen y, tal y como hace su personaje en artículos que motivan críticas despiadadas, rasgamientos de vestiduras, insultos y diatribas de los que deberían agradecérselo y unir su voz a la que tan lúcidamente advierte de los peligros, de las carencias, de las injusticias, de los prejuicios que encadenan a su ciudad (en este caso se refiere a Chicago, pero los hechos narrados son extrapolables y siguen teniendo validez más de treinta años después de su publicación), el premio Nobel se expresa sin paños calientes ni remordimientos por aquellos que puedan sentirse molestados por la aridez de su prosa, porque el silencio e incluso las metáforas ayudan a que los que tienen la sartén por el mango se salgan con la suya, porque agita las conciencias dormidas, las apagadas y las fagocitadas, porque dice lo que cree que debe decir no lo que los otros esperan (y que podemos disfrutar, como gran parte de su obra, gracias a que Debolsillo celebra el centenario de su nacimiento con la reedición de casi toda su producción)-.
   Pero, aunque uno esperaba otra novela, otro desarrollo, aunque se echa de menos ese vitriolo que dosifica durante el planteamiento y al que da rienda suelta cuando Bragadoccio, uno de los personajes, va exponiendo la abstrusa trama (no por incomprensible, sino por lo inicuo de las acciones y los objetivos que se quieren lograr) que pretende sacar a la luz y cuyo efecto dominó provoca que Italia esté como esté en ese momento (la acción se sitúa en 1992, ese auténtico annus horribilis para aquel país, por mucho que Isabel II quisiera quedarse con tan dudoso honor –al fin y al cabo, lo suyo eran las clásicas intrigas de alcobas palaciegas-), Umberto Eco no decepciona y da mucho sobre lo que reflexionar, sabe barrenar sin perder la sutileza, hace muchos guiños a aquellos que, de una forma u otra, han ejercido el periodismo y han asistido (imperturbables, todo hay que decirlo, mirando mal a las pocas voces que advertían de la mala deriva, expulsando a los que se consideraba traidores cuando eran los únicos cabales, los que no querían tirar todo por la borda, los que no se conformaban con un puesto de trabajo que vulneraba la médula del oficio, esos a los que no les servía lo de “el caso es mantenerse” –no a cualquier precio, y más cuando éste supone la destrucción de un periodismo del que sentirse orgullosos y su transformación en otra cosa, es decir, en propaganda-), decíamos que Eco apela directamente a todos los que han contemplado cómo la profesión se hundía y palabras como “ética”, “deontología”, “ecuanimidad”, “rigor” y tantas que deberían ser bandera y pilar de la misma eran vaciadas de contenido y pisoteadas sin recato. Y, así, Bragadoccio dice algo que ningún periodista debería perder de vista (eso sí, sin convertirlo en una obsesión, sin extralimitarse del modo en que este personaje lo hace): “Vivimos en la mentira y, si sabes que te mienten, debes vivir instalado en la sospecha. Yo sospecho, sospecho siempre. (…) Había perdido todas las certezas, salvo la seguridad de que siempre hay alguien a nuestras espaldas que nos está engañando.”; eso es: hay que contrastar, hay que conocer diferentes versiones (o comprobar cómo coinciden las de personas que no se conocen), no podemos dar crédito a lo primero que alguien quiera publicitar, no se trata de asentir sino de analizar e, incluso, desmentir aquello que alguno dice, tal vez lo de “sospechar” parezca demasiado, pudiéramos caer en el estereotipo que Eco denuncia, pero sí conviene poner en cuarentena, tomar con cautela, ver cómo se desarrollan los hechos.
   Y uno no puede menos que rendirse ante algunos párrafos que no necesitan ningún comentario porque, aunque suenen exagerados, son terriblemente reales, pasmosamente sinceros, porque frases similares se han escuchado en alguna redacción, porque razonamientos parecidos se han rumiado en silencio o compartido con colegas de profesión: “No podemos ocuparnos demasiado de cultura, nuestros lectores no leen libros, como mucho, La Gazzetta dello Sport. Aun así, estoy de acuerdo, el periódico debe tener una página no digo ya cultural, sino digamos de cultura y espectáculos. Claro que los acontecimientos culturales sobresalientes hay que referirlos en forma de entrevista. La entrevista con un autor sosiega, porque ningún autor habla mal de su libro; de ese modo, nuestro lector no se ve expuesto a críticas feroces y amargadas, y demasiado sesudas. También depende de las preguntas; no hay hablar demasiado del libro, sino hacer que salga a la luz el escritor o la escritora, incluso con sus tics y sus debilidades. Señorita Fresia, (…) Haga de ese maldito libro algo humano, que lo entienda incluso el ama de casa, que así luego no sentirá remordimientos si no llega a leerlo. Por otro lado, ¿quién se lee los libros que reseñan los periódicos? No suele hacerlo ni quien hace la reseña; y demos gracias a Dios si el autor se ha leído su libro porque, la verdad, ante ciertos libros se diría que no lo ha hecho.” (sólo así se comprende por qué al frente de la sección de Cultura suele estar una de las personas más iletradas e incultas de la redacción, el modo en que los editores te miran cuando propones determinados contenidos, cómo hemos pasado de tener programas con escritores y artistas a las horas de mayor audiencia a que todo sean gritos, patadas al diccionario, adoctrinamientos varios). O ese momento en que Simei (otro de los componentes de esa no tan insólita redacción que reúne Eco) afirma que “los periódicos enseñan a la gente cómo debe pensar” y al ser preguntado por si “los periódicos, ¿siguen las tendencias de la gente o las crean?” concluye que ambas cosas porque “la gente al principio no sabe qué tendencia tiene, luego nosotros se lo decimos y entonces la gente se da cuenta de que la tiene.” Sí, lapidario, pero reconocer ciertos comportamientos ayuda a que tanto emisores como receptores nos tomemos en serio nuestra función y no consintamos las interferencias, el ruido que ahoga e impide la comunicación, esa que va y viene en ambas direcciones, porque los que unas veces emitimos en otros debemos escuchar, recibir, atender, ser informados, no sólo en el ejercicio de la profesión, sino como garantía de que el flujo, la cadena, los derechos y libertades de que todos debemos gozar están siendo implementados, potenciados, cuidados, disfrutados.

viernes, 14 de agosto de 2015

UNA DIVA (DEMASIADO) CERCANA


  


 Más de una vez he hablado del privilegio que supone ejercer esta profesión, de las puertas que te abre para tener acceso a personas con las que, de otro modo, jamás cruzarías dos palabras, gentes populares y anónimas que enriquecen tu vida, que incluso pueden llegar a convertirse en parte fundamental de la misma, gentes de las que lo ignorabas todo o a las que admirabas por su labor, por su obra, por sus actividades, y con las que de repente te encuentras compartiendo conversación, pudiendo preguntarles aquello que desde hace tiempo querías saber, satisfaciendo tu curiosidad, encontrando respuestas, recibiendo el regalo de una confidencia, estableciendo una complicidad que hasta un momento antes se te antojaba una quimera (también puede ocurrir todo lo contrario: el desengaño, el encontronazo, el despojamiento del disfraz –o ni eso: hay quien no esconde su mala educación, su pésimo humor, su desgana, el menosprecio que siente por tu trabajo por mucho que te necesite para promocionar el suyo-, pero hoy me apetece hablar sólo de lo positivo, de lo enriquecedor, de lo que permanece en el recuerdo como aprendimos en Esplendor en la hierba –y como homenaje a la estupenda Julie Christie, quien asegura haber sufrido una enfermedad que le ha borrado las experiencias negativas y, por lo tanto, no sabe de quién le hablan cuando alguien menciona a Warren Beatty-). Porque, de ese modo, ¿quién iba a decirle a aquel chaval que descubrió en una lejana noche frente a la televisión un modo de hacer cine, una diversión siempre disponible, una joya titulada Con faldas y a lo loco, una película más que compartir con la tía Carmen, que un buen día (cuando apenas era un debutante, en sus muy primeros pasos en este mundo, un inexperto tembloroso y un tanto sobrepasado por la circunstancia, cursando el segundo año de la carrera, con sólo unas cuantas horas delante del micrófono como bagaje) iba a pasar unos minutos deliciosos e inolvidables junto a Jack Lemmon?

   Y aunque la experiencia me hizo ir atenuando los nervios, recubriéndome de una pátina profesional cuando la ocasión lo requiere, por fortuna nunca he perdido el entusiasmo, nunca he desfallecido como receptor, aún mantengo la emoción de ponerme frente a otra persona, el interés por lo que va a contar, las ganas de saber más sobre ella, disfrutando la posibilidad de ser testigo al tiempo que participante, tal vez confirmando algunos prejuicios, la imagen que se tiene desde fuera, desterrándolos en otras ocasiones, pudiendo desarrollar y cimentar mi opinión con (un algo de) conocimiento de causa, en primera persona, sin filtros ni intermediarios; y, así, en rápido y somero recordatorio, el cinéfilo apasionado, el espectador de teatro impenitente, el lector voraz ha podido dar un beso a Rafael Alberti, ser llamado “crítico feroz” (en tono cariñoso -¿o no?-) por José Luis García Sánchez, conocer a esa escritora maravillosa y mujer impresionante llamada Enriqueta Antolín (y que muy pocos conocen cuando murió no hace ni dos años, autora siempre un tanto en la sombra, opacada por otros nombres de mayor prestigio –inflado en más de una ocasión- y proyección –así se decide a veces en los despachos-), arrodillarse frente a Mario Benedetti, pisar las tablas del Alcázar al mismo tiempo que Amparo Rivelles, Nati Mistral, Vicente Parra, Juan Carlos Rubio (por cierto, un amigo con el que mantengo trato desde entonces, alguien que siempre responde cuando le llamo) y Ángeles Martín (mi Guadiana particular, alguien a quien siempre agradeceré que me dejase hacer teatro con ella en la radio), ayudar con sus maletas a la maestra Lolo Rico, reír como loco con la genial Isabel Pisano (de la que, por cierto, hace tiempo que no sé nada: en cuanto termine este texto, le mando un mensaje), conocer anécdotas desopilantes de boca de Paloma Gómez Borrero, dejarse envolver por el aura de la magnífica Cate Blanchett, ser testigo de las lágrimas emocionadas con que José Saramago contaba cómo echó de menos a su mujer cuando supo en el aeropuerto de Francfort que había galardonado con el Nobel, recibir un alegre empujón de la siempre adorada Concha Velasco al encontrarla en el Teatro Español como preludio a una noche mágica (la del cuadragésimo aniversario del estreno de Tres sombreros de copa) o pasear junto a Pablo por lo que debería ser Museo Olga Ramos y que su hija Olga María atesora en su casa ante la desidia de las (supuestas) autoridades culturales.

   Todo esto debía ser el prólogo a una glosa sobre algo que Pablo y yo vivimos no hace mucho en los recién inaugurados Teatros Luchana (ubicados en el mismo edificio que albergaba aquel cine gigantesco en el que vi Superman, evitando la quilométrica cola gracias a los buenos oficios del tío Miguel –y a la fortuna de que se abriese casi por arte de magia una taquilla que permanecía cerrada y en la que él estaba consultando precios y sesiones-), pero acabo de descubrir que lo que se anunciaba como una cita con Bette Davis (para un máximo de tres espectadores) ya no está en cartel y, por lo tanto, no tiene sentido que explique en qué consistía aquello, aunque por no dejar el texto cojo, diré que se suponía que entrabas en un fotograma de Eva al desnudo y durante unos diez minutos la propia Margo Channing (encarnada con acierto y dignidad por Carmela Lloret) te hacía cómplice de su malestar por todo lo que Eva Harrington había medrado y conspirado hasta convertirse en una actriz de éxito y reconocimiento crítico. Se me antoja complicado llamar a eso “teatro” en el sentido más puro de la palabra, la digamos representación tenía más de juego con los interlocutores, una intimidad un tanto forzada (la mesa del supuesto club está a la vista de las personas que estén en el vestíbulo-bar del teatro o, si las horas se solapan, de los espectadores de dos de las salas que pasen por allí camino a su espectáculo), pero, sin duda, era vivir toda una experiencia, una sensación entre la extrañeza y la incredulidad porque te sentabas a la misma mesa que ella, te miraba directamente a los ojos, te hacía partícipe de sus sensaciones, apelaba a tu comprensión, pero había una cierta violencia porque no sabías si tenías que interactuar, que seguirle la corriente más allá de con tu presencia y mirada (más aún cuando conoces perfectamente aquello de lo que está hablando, es decir, el guión original), en algún momento costaba contener la risa, no por desprecio o por tomártelo a chanza, sino porque te decía las cosas tan cerca que afloraba un nerviosismo incómodo para el espectador que en ese momento no sabe muy bien cómo comportarse (y es de alabar cómo la actriz jamás perdía tono, gesto, texto, personaje –aunque imagino que en alguna ocasión habrá topado con un público que le ha roto los esquemas-), estuve a punto de coger una nota que me tendía al ver que no añadía palabra, sosteniendo el silencio con inteligencia, sin salirse del personaje, taladrándome con la mirada como sólo Margo puede hacer, pero yo estuve sumido en la duda porque no tenía muy claro qué se esperaba de mí durante esos segundos en que me trató como si fuese Karen Richards (es decir, Celeste Holm). Para los muy cinéfilos, fanáticos absolutos, admiradores de la película y de su estrella, la cosa tenía cierta gracia (que, por otro lado, sabía a poco), pero, por desgracia, ambos pronosticamos que la propuesta era complicada de vender (al menos, con ese planteamiento, con ese formato que se convertía en el mayor lastre al primar sobre lo demás, al convertirse en el concepto y en el resultado -buscamos hacer un teatro íntimo en lugares insólitos, bien, pero entonces, ¿Eva al desnudo como monólogo de diez minutos?-) y, por lo que se ve (como decía, ya no aparece en la cartelera), así ha sido, aunque parece que hay intención de retomar el proyecto de cara a la nueva temporada (sea como sea, confío y deseo que pronto podamos volver a gozar del buen hacer de Carmela Lloret –sin necesidad de tenerla tan cerca, eso sí, porque a ratos imponía muchísimo; mejor, refugiados en el anonimato de la butaca en la sala a oscuras-).