jueves, 30 de julio de 2020

CUESTIÓN DE MÚSCULO




   Empecé desde muy niño a emborronar cuadernos con pretensiones literarias, inicié un buen puñado de novelas, las primeras eran copias más o menos descaradas de los libros de Enid Blyton, en seguida comencé con mezcolanzas de las series y películas que veía, llegaron los delirios donde Starsky y Hutch compartían protagonismo con mis dos mejores amigos de los primeros años de colegio y un servidor, también diseñé una serie con los chicos de Parchís como centro (y dos de sus títulos, El país de la magia y Unas Navidades diferentes, llegaron a tener bastantes páginas), osé continuar, con resultados patéticos, las hazañas de Poirot y Miss Marple -a los que me empeñaba en juntar cuando, con muy buen criterio, la tía Agatha lo evitó a toda costa-, seguí con ese impulso mucho tiempo hasta que entendí que la ficción es fantástica para leerla y que el ejercicio de mi profesión, mis desvaríos orales y escritos dispersados por aquí y por allá, no digamos los dos libros escritos a medias con Pablo -ojalá el tercero, terminado hace tiempo, vea algún día la luz-, satisfacen plenamente una vocación que para nada siento frustrada porque, como digo, me ha dado cuenta de que no es la mía, al menos del modo en que quise darle cauce antaño (y si algo que pudiese ser llamado novela terminase por cristalizar, tengan por seguro que su contenido no procederá más de mis vivencias que de mi imaginación). No obstante, de vez en cuando tomo notas (la mayoría mentales) con posibles ideas para relatos, historias más o menos largas, incluso pienso en libros de distintos géneros, pero ni tan siquiera empiezo a desarrollar alguno de esos proyectos, sé que con tesón tal vez lograría sacar alguno adelante (y que, en todo caso, me consta que hay dos o tres personas a las que podría pedir ayuda/asesoramiento y me los proporcionarían -y, algo fundamental, no me regalarían los oídos-), pero vuelto a tropezar con mis probadas limitaciones (que no me acomplejan, en serio, sólo me frustran unos días, cada vez con menos intensidad, es algo que he aceptado sin mayores traumas y, a qué negarlo, alguna lágrima que otra), es entonces cuando me lanzo al teclado(aunque sea el del móvil para cumplir con mi autoimpuesta cita diaria a través de las redes), como hoy, como todos los días, destenso el músculo escritor, lo ejercito un buen rato, lo mantengo en forma; por lo demás, hay muchos novelistas a los que admirar, pudiendo ser lector soy feliz y alcanzo la plenitud (es como cerrar un círculo) cuando doy rienda suelta a mi máxima pasión (la lectura) escribiendo sobre ella, un poquito autor, permítanme la inmodestia, me siento, ya que me vuelco en cada texto, me implico, me significo, escribo a mi modo, son las memorias de un lector, algo propio y particular (en este rincón, como no me canso de repetir, no se hacen reseñas ni se publica información al uso sobre novedades literarias -ni, como hacen algunos (que, obviamente, no son buenos -sí, va por ti, envidioso absurdo que cuando no copias/plagias cometes faltas de ortografía-)-, fusilo dosieres de prensa u otros materiales y omito señalar su procedencia).

 

   Y en esas veleidades en que a veces me pierdo, se fue forjando en mi cabeza un volumen con textos de diversa extensión/temática titulado Acordes cotidianos (ese fue el primer nombre que quise poner al blog, un guiño a mi adorado Benedetti, pero no fue aceptado porque, en teoría, ya existía uno llamado igual -que nunca localicé-), una especie de bestiario, un recorrido por aquellos tipos (y tipas, nadie se escapa) peculiares (dejémoslo en eso) con los que me he ido topando en la vida, explicar a qué nos referimos mi hermano y yo cuando decimos de alguien que “es un/una lilí” (sin olvidarnos, por supuesto, del “primo Eugenio”: suelen convivir, cuando no asemejarse hasta la mimetización), narrar la triste vida de Sam Pípol, nacido Samuel, el hombrecillo perdido en sus fantasías, un depredador y parásito emocional, hay unos cuantos más, por supuesto, pero no voy a aburrirles con su enumeración. Todo esto viene a cuento (o no, pero ya me conocen) porque también se me ocurrió hablar sobre septiembre, un mes que siempre me ha parecido un estado de ánimo, una atmósfera, mucho más que una mera convención (como el resto del año, como la división en horas, como todo), algo que se adueña de nosotros cuando llega para recordarnos que el verano no es eterno (aunque a cierta edad así lo creamos); y en este caso lo que me salió fue una canción, tomando como base la música de Soy rebelde, algo parecido a lo que sigue: “Yo soy septiembre porque el año se hizo así, / porque agosto pilló sitio antes que yo, / porque no soy tan lluvioso como abril. / Yo soy septiembre, ese mes soso y tristón, / sin festivos, San Isidro o San Fermín, / sin el puente de la Consti-Concepción. / Y quisiera ser como el mayo aquel / con sus flores en el jardín. / No ser nunca más el que pone fin / a las horas de diversión. / Y gozar y reír / y comer un roscón / y bailar y vivir / en plena vacación”.

 

   Sé que, una vez más, me he excedido y he abusado hasta límites estratosféricos de la paciencia de esos leales que, a pesar de todo, siguen asomándose por este ángulo oscuro del salón donde, repito, voy dando cuenta de mis experiencias lectoras y, por eso, he querido contar (aunque haya sido de un modo tan prolijo) cuál es mi parecer (aunque ahora lo matizaré un poco) sobre el mencionado mes, así podrán imaginar mejor el enganche inmediato que sentí con Si sentara la cabeza, pensaría con el culo, la segunda novela de Paula Miñana publicada recientemente por Espasa, no en vano sus primeras líneas son: “Siempre he odiado el mes de septiembre. Le tengo entre asco y muchísimo asco, aunque la gente se empeñe en decir que es la vuelta a la rutina, el primer mes del año de verdad y no sé cuántas tonterías más. El mes de septiembre es un asco y punto”. Puede que yo no llegue a tanto, pero el caso es que siempre me ha provocado desazón, tristeza, frío en el estómago y el alma, el regreso a las aulas estaba cada vez más cerca, la rutina de pasar junto a los Cela las fiestas de Morata de Tajuña en los primeros días del mes pesaba cada vez más, los tíos siempre se marchaban quince días de vacaciones (así lo preferían, huyendo de agosto y las aglomeraciones), es ciertamente un mes que me desagrada, fueron muchos los gozosos veranos radiofónicos (con Yáñez, con Bea, en solitario por las noches) a los que, indefectiblemente, hubo que poner final en septiembre, incluso ahora (en todos estos años de paro forzoso) no puedo evitar un notorio enfurruñamiento, es como si una condena me cayese encima, no terminamos de enganchar/conectar por más que existen diversos motivos (reencuentros, cine con los tíos, estrenos, nuevos proyectos) por los que atesoro muy buenos recuerdos asociados a esos 30 días. Pero, precisamente por esto, me fue tan fácil sumergirme en las páginas escritas por Paula Miñana, hay desde el principio un aire de complicidad, naturalidad, verdad, reconocimiento que impregna las palabras y consigue que el lector se sienta bien recibido, integrado/reflejado en la historia (incluso aunque, de todo hay, septiembre le parezca un mes genial o, simplemente, uno más -sí, algunos somos un tanto melodramáticos, es verdad, ¿qué hay de malo en que Lana Turner nos tire tanto?-).

 

   Hubiese debido participar en el divertidísimo encuentro que, gracias a los buenos oficios y la coordinación de mi Pepa Muñoz, mantuvieron mis compañeros del club de lectura con la autora hace cosa de un par de semanas (pero lo pude gozar aunque fuese en diferido y ustedes también pueden hacerlo, ya que está colgado en YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=zurtkX7G1es&t=8s), pero un motivo personal (nada grave, una gestión ineludible) me lo impidió, espinita que espero poder quitarme lo antes posible ya que me encantaría poder felicitar personalmente a Paula Miñana por lo que ha conseguido con su novela. Si sentara la cabeza, pensaría con el culo deja claro con semejante título (todo un hallazgo -y, tal vez, algo que deberíamos hacer más-) que se va a mover en el terreno de la ironía, de una mordacidad que muy pronto demuestra su inteligencia, su sutileza, su verismo, si no nos ha pasado a nosotros sabemos de alguien que ha vivido algo cercano a lo que se narra en sus páginas; pero lo mejor, lo que merece ser destacado y aplaudido, es que, aunque las peripecias de los personajes, sus realidades, sus conflictos, sus hechuras y haceres sean completamente diferentes a los nuestros hay algo que Paula ha sabido captar con precisión de entomóloga: las emociones, las inseguridades, las comeduras de coco, el ojo crítico de los demás y, sobre todo, lo poco que solemos valorarnos, lo mal que nos tratamos incluso cuando creemos que lo hacemos bien. La novela se nota forjada a fuego lento, muy meditada, por eso se desarrolla con una cadencia incontenible que nos arrastra a seguir leyendo, posee un ritmo interno pasmoso, todo un logro, nunca pierde el tono preciso, no cae en errores disparatados, en esperpentos mal gestionados, en clichés chirriantes, todo fluye, la lógica se impone sin perder la frescura, sin evitar el dolor, sin agresividad pero sin paños calientes, querámoslo o no, eso es lo que hay.

 

   Dentro de tres días es mi cumpleaños. Cumplo treinta y nueve. Así, a priori, es una buena noticia: sigo viva. Lo malo es lo que ello implica: me queda un año para los cuarenta. (…) El problema no está en las canas, las arrugas o la flacidez, el problema está en lo que no se puede solucionar con tratamientos estéticos. Es como si mi mente hubiera estado programada durante años para asumir que me puedo divertir hasta el 1 de octubre de 2019. Antes de esa fecha puedo hacer la cabra loca por festivales de música, beber hasta que me escuezan los ojos, liarme con quien me dé la gana, ver series sin control ninguno irme al trabajo habiendo dormido dos horas o pasar el fin de semana comiendo pizza, helado y restos de pizza y helado. Pero a partir de ese día, se me exige que sea una persona adulta con todas las consecuencias”. Y esto es algo, incluso llevando una vida tranquila/sedentaria, sin cerrar garitos ni quemar la ciudad cada fin de semana (o entre semana, ¡ay, aquellos años 90!), que todos hemos sentido en ese momento, en esa frontera que algunos se empeñan en alzar y remarcar, las edades que terminan en cero tienen en general muy mala prensa, este es el modo en que la autora expone los lugares comunes/estereotipos a que en tantas ocasiones reducimos nuestra cotidianidad, ciertos clichés existen y son inevitables porque nos empeñamos en ello, es decir, les damos carta de naturaleza, los hacemos realidad, eso es lo que Paula Miñana recoge y reproduce con mano maestra, dándoles un sentido y un porqué en la trama, consiguiendo que demos cabezazos de reconocimiento (lo mío ha sido un no parar: otros músculos que he ejercitado, nunca está de más), enfrentándonos a ellos sin necesidad de fustigarnos, si los identificamos estamos en el buen camino, en el de abandonarlos. Es indudable que el fragmento escogido tiene que decirlo/escribirlo una mujer (Cristina, la protagonista/narradora), pero otra de las grandezas de la escritura de Paula Miñana es su capacidad de inclusión, la ausencia de dogmas, su alejamiento de lo que de un tiempo a esta parte se considera políticamente correcto y lo que hace es provocar más distanciamiento, más crispación, más desconfianza, más enfrentamiento, ahondar en una grieta que, novelas como esta lo demuestran, no sería tan difícil restaurar como algunos (y algunas, importante aquí el matiz) se empeñan, tal vez porque de esa tensión (y lo que viene después) sacan réditos de diferentes tipos. Esta novela la habitan hombres y mujeres, eso es así, debe ser así, pero están tratados sin maniqueísmos, sin polarizaciones, claro que algunos son más negativos que otros, por desgracia es lo que conseguimos/perpetuamos comportándonos del modo en que lo hacemos, algo que Paula deja muy claro sin pontificar, sin adoctrinar, simplemente dando cuenta de lo que hay (o puede haber), hablando de corazón, apelando al de los lectores.

 

   Una de mis profesoras de bachillerato (pido perdón a los leales porque me consta que esta anécdota ya le he contado) nos decía cada dos por tres que debíamos usar el cerebro para que no se atrofiase (algo que con los años me confirmó la neurocientífica Raquel Marín no es tan metafórico como parece), que todo era cuestión de ejercicio, que uno debe tener sus capacidades siempre a punto. Por eso decía antes que deberíamos poner en práctica lo que el título de la novela propone, es decir, perder miedos, soltar lastres, dejarnos caer de culo más veces, como asombro ante los logros de los demás, también como manera de escapar de la rigidez mental/social en que nos dejamos encorsetar (o que nosotros mismos propiciamos); es cierto que una buena nalgada duele muchísimo, que no parece un ejercicio muy recomendable, pero no conviene olvidar que cada nalga está formada por tres músculos glúteos (esos, por cierto, que se quejan cuando, como ahora, llevo demasiado tiempo sentado en la misma silla -voy a ver si me aplico entonces el cuento-) y que los ejercitásemos, no nos importase tanto equivocarnos, nos consintiéramos actuar, es decir, vivir, atender a los impulsos del corazón, a los instintos, improvisar, respirar sin esquemas, aprenderíamos a caer de pie y, en todo caso, la repetición continuada de la culada nos provocaría cada vez menos agujetas (tal vez no sea correcto decirlo así, pero, al fin y al cabo, puede reducirse a una cuestión de músculo). Los personajes de Paula Miñana deben afrontar decisiones en las que se trata fundamentalmente de soltar lastres, lo expresa muy bien la narradora (alguien que descubre sobre la marcha, reflexionando a posteriori, que tiene ese músculo pletórico de fibra -magníficas, por cierto, todas las reflexiones en torno a la escritura, perfectamente integradas con la evolución del personaje-), y no se trata de ir dando bandazos o dejándolo todo al azar, sino de medir los pasos según se dan o incluso un poco después de haberlo hecho, sin prejuzgar ni enjuiciar al menos hasta que haya un resultado concreto. Es muy de agradecer y celebrar que una novela tan divertida rebose sensibilidad, sea un espejo nada deformante (ni deformado) puesto frente a cualquiera de nosotros, llegue muy hondo sin ponerse abstrusa ni estupenda (por no decir algo más grueso que distorsione el halago), nos ponga de cabeza para hacer caer de los bolsillos todo lo que nos impide caminar con agilidad, nos reconcilie con nosotros mismos (no somos tan malos, no somos tan tontos, no somos tan inútiles, sólo un tanto torpes).


domingo, 26 de julio de 2020

PALABRAS CON CARGA EXPLOSIVA







   Ya que se trata de hacer memoria, no sólo porque sigamos en la dinámica marcada/agudizada por las últimas lecturas, sino porque, como repetiré hasta la saciedad, en este ángulo oscuro del salón se van desgranando los recuerdos de un lector, debo reconocer que lo primero que supe sobre Cristóbal Colón fue que con el apellido bastaba para identificarle y que, como decía la cancioncilla con la que jugábamos en el colegio (y que María Luisa Seco y Manolo Portillo cantaron en televisión, haciendo los gestos pertinentes y sin confundirse), “fue un hombre de gran renombre que descubrió un mundo nuevo y, además, fue el primer hombre que puso un huevo de pie” (y en cada “de pie” había que levantarse, quien lo hacía cuando no se debía -es decir, cuando lo que correspondía era decir “Colón” y permanecer sentado- era eliminado del juego); luego venía lo de doña Isabel y don Fernando que, además, “el café estaban tomando” (es una de mis acotaciones preferidas en lo que a canciones populares se refiere, sólo comparable a la que, explicando el doble sentido para que nadie se (lo) perdiese, en Sofía tenía la manía presentaba a Antero como “un gordo que es lotero” -la susodicha quería que le tocase el Gordo, una manía como otra cualquiera, y es lo que pasaba, pero sin mayúscula ni niños de San Ildefonso-), antes de perderme en mi propia acotación decía que en la segunda estrofa entraban en juego aquellos que, casi al mismo tiempo, aprendíamos en las aulas que eran los Reyes Católicos, pero lo importante es que el personaje principal desde el principio, es decir, el descubridor (lo de Andrés Pajares llegaría unos años después, todo un taquillazo, un plantel de cómicos irrepetible, las plateas en total despiporre, nunca Los hermanos Pinzones se ha cantado con tanta guasa y mayor retranca). Y puede decirse que ahí comienza el problema, no en lo del huevo y el chiste facilón como puede pensarse al traer a colación una película de Mariano Ozores (suceso, por cierto, que motivó una de las eliminatorias más recordadas y festejadas del Un, dos, tres, aquella de “la Tierra es redonda y se demuestra así”), sino en la elección de la palabra, en el modo en que se contaba la historia/Historia, en la carga quiérase o no ideológica que conlleva llamar “descubrimiento” a lo que fue un darse de bruces, un encontrar, un azar (que, por cierto, nunca se negaba -aspecto, por cierto, que también ha cambiado/se ha matizado como veremos a continuación-); en realidad, me desdigo/corrijo, las palabras por sí mismas se limitan a definir, a señalar, a explicar, a dar cuenta de algo podríamos decir inapelable, es el uso que se les dé, el modo de pronunciarlas, las intenciones con las que se escogen, la propia elección de las mismas (que muy pocas veces es inocente aunque se haga de un modo inconsciente, “es la costumbre”, ese racismo -en lo que ahora nos ocupa- arraigado, enquistado y menos oculto de lo que se pretende), es quién las dice y por qué, es el manejo que se hace de ellas lo que las transforma en algo inflamable.

   En las aulas de mi EGB (entre 1976 y 1984) empezó a gestarse/vivirse el cambio, el giro copernicano, la nueva redacción/nuevos contenidos de los libros de texto, el paso de la dictadura a la democracia abatió los retratos/apropiaciones (y, poco a poco, las prohibiciones, se recuperaron nombres silenciados), se procuró ir poniendo las cosas en su correcto lugar, sin fabulaciones ni mentiras, sin exaltaciones inapropiadas o tergiversaciones que, del mismo modo que señalábamos antes, a fuerza de repetidas, de no encontrar oposición, de conformar la verdad oficial, aún hoy en día siguen circulando y hay quien las cree (y defiende) a pies juntillas. Teniendo en cuenta que el cuerpo docente se fue renovando muy lentamente y seguía, por lo tanto, formado en su mayoría por aquellos que hasta poco antes (y después) dirigían los rezos en clase, alardeaban de su camisa vieja, resultaban más carpetovetónicos que el personaje creado por Gosset para Bruguera, hubo rémoras, lastres, leyendas, visiones sesgadas, adoctrinamientos varios que sólo durante el bachillerato (e incluso bastante después) pudieron ser enfrentados, desmontados, desechados. La glorificación inflamada y exagerada con que aquella tal Conchita de infausto recuerdo que padecimos en quinto o el sempiterno director del colegio, don Amancio (pronúnciese de tirón, como una sola palabra, llevaba el cargo incrustado), hablaban de figuras como el Cid, Guzmán el Bueno, Pizarro, Cortés, el propio Colón, provocó un cierto distanciamiento de estas y otras, por más que estábamos en edad de admirar a héroes, conquistadores, triunfadores (y sin otra lectura/connotación para los chavales que el afán por la aventura), siempre sospechábamos de las coincidencias con los profesores (cuando la beatorra que impartía Religión, Pilar Caballero, mordedora compulsiva de uñas -que, por cierto, sucedió en el cargo a donamancio, pero para entonces yo estaba en el instituto-, celebró que nos hubiese gustado tanto como estábamos comentando antes de empezar la clase Matar un ruiseñor, emitida por TVE la noche antes, hubo un momento de estupor porque, si lo decía ella, igual no era tan buena como pensábamos -por fortuna, ese fantasma se esfumó rápidamente-). Y, las cosas como son, en ese patriotismo glorioso mal entendido y peor explicado que exhibían, demandaban y procuraban inocular daban por buena la tan traída y llevada leyenda negra, porque, preocupados por cantar las gestas, no se recataban a la hora de explicar barbaridades, matanzas, sometimientos, historietas falsarias, hechos manipulados que en algunos casos se convertían en pura ficción, eran gentes así (me cuesta llamarles “profesores” o cualquier sinónimo, no digamos “maestros”) los mayores propagandistas de las mentiras que durante siglos han perseguido (y aún lo hacen) aquel período histórico que pocas veces se cuenta con rigor y, sobre todo, con afán conciliador, es decir, procurando ajustarse a lo que está documentado, haciendo un relato ecuánime, sin complejos, sin rencores, sin inquina, sin soberbia, encarando la verdad.

   Este, puede decirse, es el caldo de cultivo (al menos es, en parte -ahora iremos con el resto-, como lo afronto como lector) de una novela tremendamente divertida y reveladora como La sangre de Colón, publicada recientemente por HarperCollins, con la que Miguel Ruiz Montañez regresa al personaje/la temática bajo cuyos auspicios debutó en el mundo novelístico hace ya catorce años con la muy celebrada (y traducida) La tumba de Colón, obra en la que, como en la que hoy nos ocupa, los enigmas que todavía envuelven la figura del Almirante (lo pongo con mayúscula por, confieso, pura admiración -hace mucho que, gracias a investigadores, expertos y estudiosos, me reconcilié con él, al igual que con los otros mencionados, al menos tengo una visión muy diferente a la que nos imponían-), aquello que continúa sin conocerse, las especulaciones a las que no ha sido posible dar tregua (ni mucho menos fin), los interrogantes no resueltos se convierten en los cimientos sobre los que el escritor malagueño construye una absorbente ficción (o no tanto, pregunto/afirmo) que, en este caso, un servidor recibe en clave paródica de un tipo de narrativa cuyo epítome (y, todo hay que decirlo, logro más destacable: se lee del tirón, no se cae de las manos, la olvidas sin reparo, deja un poso de entretenimiento satisfactorio que pocos títulos que lo imitan/copian consiguen) sería El código Da Vinci, precisamente es en ese terrero donde Miguel gana por la mano (y todo el brazo) y destaca: aunque el trasfondo es serio, grave (en su polisemia), trascendente, motivo de enfrentamientos dialécticos y de acciones de mayor o menor violencia, lo que prima es el afán por hacer reír al lector, por sorprenderle en lo jocoso, en lo esperpéntico, en una mezcla alocada y desinhibida de Narcos o similares con la obra de autores como Forsyth o Le Carré (y, entre carcajada y exclamaciones, invitarle a reflexionar, a analizar, a meditar -es algo que sugiere/surge, por eso no pesa ni se siente, por eso funciona-).

   Gracias a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz mantenemos vía Zoom un encuentro con Miguel Ruiz Montañez, magnífico conversador, entusiasta de lo que hace y lo que cuenta, es un inmenso placer escucharle desentrañar algunos entresijos de lo escrito y lo vivido durante todos los años que lleva procurando poner las cosas en su sitio, siempre con ánimo dialogante, aportando pruebas, recurriendo a documentos, a conclusiones sólidas e irrebatibles, las mismas que van salpicando la narración, puesto que La sangre de Colón puede leerse (uno se atrevería a decir “debe” porque creo que es como más se disfruta) en esa clave humorística antes señalada, pero existe otra lectura posible/complementaria, la que aporta el inicio de cada capítulo donde un extracto de alguna conversación entre dos personajes, al ser descontextualizado y eliminarse cualquier otra referencia al margen de los nombres de quienes dialogan/discuten, aporta intencionalidad, peso y poso a la novela, va desgranando el pensamiento del propio autor, nos hace entrar de lleno en un debate todavía abierto, en un asunto que continúa provocando tensiones, altercados, violencia, muertes. De hecho, como siempre sucede, la realidad está superando/plagiando a la ficción (lo que demuestra que, en parte, esta no lo es tanto), puesto que la novela arranca el 12 de octubre de 2020 (aún el futuro) con la frase “Hoy ha estallado la estatua de la plaza Columbus Circle de Nueva York”; no me negarán que, con el vandalismo que imágenes similares han sufrido en las últimas semanas, no es un arranque prometedor y una plausible exageración (dicho por el tono que muy pronto adopta la narración) que deja claro el conocimiento que el autor tiene sobre el asunto, el mismo que mueve a su estrambótico, a ratos patético, muy risible, pero magnífico protagonista: Álvaro Deza, historiador que ha convertido “en una especie de cruzada personal” desentrañar el misterio sobre el origen de Colón y hasta sobre su verdadero rostro (ninguno de los cuadros que se conservan/conocen fue pintado en vida del Almirante, sino muchos años después, esa circunstancia es otro de los motores de la acción, la que, podríamos decir, más emparenta con Dan Brown -pero dándole una vuelta de tuerca y un sabor muy particulares-).

   Es Álvaro quien cuenta la historia, lo que contribuye a que aumente el disparate, el enredo, la ironía, el estupor e incluso lo insólito, puesto que ni él es consciente de dónde se ha metido, a veces está más preocupado por salvar el pellejo y por quedar lo mejor posible delante del lector (que no siempre puede compartir su modo de entender las cosas, sus actuaciones, lo que crea una cierta tensión que redunda en lo hilarante y en lo ridículo que resulta -y que, no lo neguemos, motiva que a veces nos complazcan sus desdichas), los acontecimientos le van sobrepasando y no sabe a qué frente atender antes (y, muy a lo Mortadelo y Filemón, ni escarmienta ni aprende), sus devaneos sentimentales le hacen olvidar el que debería ser su verdadero objetivo. La parodia se dispara en todo lo relacionado con México, el muro, Trump, y en medio de ese caos aparece mi personaje favorito: doña Teresa, alguien a quien he imaginado con el rostro de la inmensa Katy Jurado durante toda la lectura (y a la que de esa manera guardaré en mi corazón), alguien que, hablando de un asunto familiar, da la, para mí, auténtica clave de la novela, aquello que debería mover no sólo a quienes detentan el poder sino a cualquiera de nosotros, a este y al otro lado del Atlántico: “No podemos permitirnos seguir ni un minuto más odiándonos unos a otros”. Así es cómo debería ser, primero y fundamental porque ese odio se sustenta sobre falsedades, porque Colón no fue un genocida, porque los españoles de entonces no colonizaron, porque no se exterminó, asoló, invadió (como, por cierto, sí sucedió en cierto país al norte de América que, entre otras cosas, se ha adueñado del nombre del continente); después, porque por supuesto que hay que reconocer errores (y matanzas y tragedias y guerras), pero no podemos sentirnos culpables de algo sucedido hace siglos, del mismo modo que nadie, y menos un tipo de discurso incendiario como López Obrador (¡Cámbiate el primer apellido, cuate! -si no quieres nada de España, empieza por ahí, no puedes ocultar tus orígenes-), ese que “ojalá sea capaz de mejorar las condiciones de vida de esas mismas razas indígenas para las que ahora pide disculpas”, es nadie para reclamar un perdón que no le corresponde (ni a nosotros concederlo, aunque estuviese bien fundamentado). La sangre de Colón es, por lo tanto, además de un estupendo divertimento, una estupenda base para dialogar, una invitación sin fecha de caducidad para convivir, compartir, reencontrarnos, redescubrirnos, aprovechar nuestra lengua común para comunicarnos, sin revisionismos estúpidos (perdón por el insulto, pero (re)interpretar la Historia con ojos actuales -o con complejos/rencores heredados/resucitados- no puede parecerme menos que eso), (pre)ocupándonos de lo que gravita por estas páginas tan apasionantes y apasionadas, tan honestas, tan simpáticas y tan profundas.

   P.D.: Por cierto, ya que empecé por ahí y lo señalé en el título, tal vez debería decir que, en mi caso, jamás desde que tengo plena conciencia de ello he utilizado “descubrimiento” como menosprecio, como acto de soberbia, como si los habitantes de aquellas tierras no fuesen personas antes de 1492 ; es, simplemente, el modo de percibirlo desde aquí, la manera en que debió recibirse la noticia, indudablemente, en el mejor de los sentidos, fue todo un descubrimiento, fíjate todo lo que ha venido después, de la patata a la música, del cacao a la literatura, de acá y de allá.

miércoles, 22 de julio de 2020

LA MEMORIA DE OTROS, LA MEMORIA DE TODOS






   Los leales a este ángulo oscuro del salón que tienen a bien leer todo lo que se publica en el orden en que lo hago captarán en seguida, así lo anuncia el título, que seguimos a vueltas con la memoria, hilo conductor del último escrito dedicado a La otra isla, aunque en este caso lo haremos desde otra vertiente, la que marca Los juguetes de la guerra de Carolina Pobla, publicado recientemente por Maeva. Lo cierto es que (y no hace falta más que echar un vistazo a los libros que uno tenga a mano o a la vista para corroborarlo) es un asunto que siempre está presente (o debería, ahora abundamos en ello), alguien dijo que escribir era hacer memoria, y uno no puede estar más de acuerdo, se tome la frase en el sentido que se prefiera: tanto por dejar constancia de algo sucedido, por recuperar algún episodio/personaje del pasado (personal y/o colectivo, ahora lo desarrollamos), como por la experiencia vivida como autor/lector en la que lo escrito/leído se convierte en parte de su/nuestra biografía, o sea, en parte de nuestra memoria (será algo sobre lo que desvariaremos a ritmo de arpa dentro de no mucho -cuando nos centremos en La avenida de las ilusiones, la por tantos motivos querible ópera prima de Xavi Barroso-). De hecho, tanto lo comentado el otro día sobre la novela de Silvia Herreros de Tejada (aunque ahí se incidía en las traiciones de la memoria, en los engaños -por no decir mentiras- tras los que tantas veces nos camuflamos, los hay inconscientes y los hay premeditados, falsas versiones de nosotros mismos que queremos hacer pasar por la auténtica) como lo que hoy se va a contar podría intercambiarse con lo que abordaremos en la entrega inmediatamente posterior a esto que están leyendo y que versará sobre La sangre de Colón de Miguel Ruiz Montañez, y no es algo premeditado para demostrar ninguna teoría, sino la constatación de que andamos siempre, de una manera u otra, a vueltas con la memoria.

   Como colofón momentáneo (porque, como puede verse, nunca se termina, la de la memoria es siempre una tarea pendiente), me atreví por fin hace pocos días a visionar un documental al que tenía muchísimas ganas desde su estreno en cines, pero al que temía acercarme, era consciente del dolor que me iba a provocar, en lo íntimo como en lo social, en lo que atañe a mi familia, a las lágrimas, suspiros, palabras entrecortadas, insinuaciones entre adultos para evitar que los niños comprendiésemos lo que quedaba muy claro a través del lenguaje no verbal o los sentimientos que se esparcían y percibían, que llegaban directos al corazón, como en la aflicción y la pena de tantas personas con las que se me antoja imposible no empatizar, gentes como esa impactante, conmovedora y perturbadora (en seguida justifico este adjetivo) María Martín que abre la película, mujer de voz gastada, enronquecida, quebradiza, anegada en años de tortura, la de saber que los restos de su madre están en una cuneta y no le permiten desenterrarlos para darles sepultura familiar y elegida, para honrar su memoria. Hablo de El silencio de otros, impresionante trabajo de Almudena Carracedo y Robert Bahar sobre aquellas personas a las que se obligó a aguantar, callar, aceptar, a las que se acusaba (y acusa) de sembrar discordia, reabrir heridas, esparcir rencor (por eso me perturban tanto gentes tan educadas, calmadas, dolientes, que sólo piden lo que es suyo, que sólo anhelan poder seguir la doctrina en que afirman creer quienes niegan derechos), personas cuyos testimonios/realidades sacuden con virulencia, personas que al drama de la pérdida, de la vida segada, de la ejecución de algún ser querido, han sumado el regodeo, la crueldad extrema de quienes se piensan/saben impunes, incluso de sus herederos ideológicos, de aquella mala gente que aún no ensuciaba la tierra porque entonces no caminaba por el mundo pero han asumido/defendido como propios los crímenes, el odio, la ofensa, el insulto, el “te llevarás a tu mujer cuando las ranas críen pelo” que escupieron al padre de María cuando pidió exhumar a su mujer para enterrarla dignamente. Si el alma se encoge al ver a María, con el peso del dolor y la ausencia sobre sus frágiles hombros, con 80 años de tristeza acumulada, sin perder la compostura, caminar ayudada por un andador para llevar cada día unas flores al lugar en que su madre fue abatida, aún descompone y lacera más el hecho de que muriese antes de poder cumplir el deseo de reunir a sus progenitores en la misma sepultura (también antes de que se terminase el documental, no me quedan palabras para expresar lo sufrido ante las imágenes de su entierro). No se trata de ideología, sino de humanidad, de aquello(s) que olvidamos cuando contamos, cuando alguien nos cuenta la Historia, normalmente aquellos que pueden ser considerados, que gustan de serlo así, victoriosos, aquellos que reinventan, ocultan, directamente mienten/inventan, no dan tregua (pero luego, repetimos, son los que acusan de rencorosos -y cosas peores- a quienes simplemente reclaman justicia, “tan poquito” como dice otra de las protagonistas de la que ya es magna obra de Carracedo y Bahar); se trata de que cada uno tiene sus vivencias, su parte, su individualidad, lo que se tiende a dejar fuera para dar visiones generales que, incluso bien documentadas, éticamente formadas y ecuánimemente expresadas, son parciales cuando no involuntariamente sesgadas por naturaleza, siempre dejan algo/alguien fuera, en ocasiones lo fundamental, es decir, el factor humano que tanto nos gusta invocar aquí. Soy consciente de que el introito ha excedido en mucho lo que sería deseable, pero estoy convencido de que Carolina Pobla lo aceptará encantada porque todo esto que les digo está muy presente y tenido en cuenta en las páginas de su tan de agradecer novela, la ya mencionada Los juguetes de la guerra.

   Los buenos oficios y la coordinación de mi Pepa Muñoz nos permitieron celebrar hace un par de semanas uno de los encuentros más entrañables y sensibles que hemos vivido, porque Carolina Pobla posee y demuestra todas las virtudes de su prosa: cálida, cercana, elegante, amena y, por encima de todo, fieramente humana (me perdonarán que hoy incida en/repita esta palabra muchas veces y confío en que mi admiradísimo Blas de Otero disculpe que vuelva a usurparle sus sublimes palabras -que, además, voy a osar parafrasear-). Tomando como punto de partida aspectos/situaciones/vivencias/gentes de su familia (si en su ópera prima, Geranios en el balcón, se inspiró en sus abuelos paternos, aquí recurre a los recuerdos -la memoria- de su madre, una niña en la Alemania de 1942), la autora pone en primer plano a unos personajes/seres a los que, tal vez, solemos dar por hechos o tratar injusta y esquemáticamente, con excesivo maniqueísmo, sin tener en cuenta su también condición de víctimas: los ciudadanos alemanes, los civiles, los muchos que no fueron cómplices ni verdugos voluntarios (ni incluso involuntarios), los que fueron saqueados, violentados, utilizados, desarraigados, manipulados, criminalizados entonces y después; Carolina teje una ficción (“Se lo repito siempre a mi familia: es novela”) con muchísimo conocimiento de causa, esquivando tantos clichés y tratamientos estereotipados que en demasiadas ocasiones trivializan y hacen perder fuerza (y sentido) a la tragedia, a la denuncia, al resquebrajamiento físico y mental/moral de los que son tratados como meros juguetes, como si una persona pudiese sustituirse por otra. La novela sorprende (y desasosiega/estremece aún más) por su tono, por su sutileza, por su inteligencia al invocar la memoria colectiva, aquello que ha quedado fijado (y demostrado), aquello que se conoce sea por testimonios concretos o por los libros de Historia, aquello que es similar porque, como hablamos en su día con Karina Sainz Borgo, todas las dictaduras en el caso de La hija de la española, todas las guerras en lo que ahora nos ocupa, todos los dramas si llegamos a su médula se parecen, no necesitamos que se recree/reproduzca lo que hemos sufrido de tantas maneras a través de la literatura, el cine, la prensa, las investigaciones de expertos; Carolina acierta en grado sumo al prescindir de lo que tantas (aunque nunca serán demasiadas) veces se ha contado, a dejarlo sobrevolar, a hacerlo patente a través de frases, fotografías, insinuaciones, detalles que cuentan mucho sin apenas decir nada (las gafas acumuladas en un cajón, por ejemplo), el conocimiento (y la conciencia) de cada lector, la perturbación crece hasta límites insoportables porque uno lee entre líneas lo que los personajes no pueden saber porque están ocupados en sobrevivir, porque están viviendo lo que nosotros llamamos Historia.

   La estructura de Los juguetes de la guerra, sustentada en mimbres clásicos, aporta algunas de las sorpresas más gozosas de la obra (sí, ya lo hemos dicho en textos anteriores, se puede disfrutar la lectura por más que lo que se cuenta nos acribille el corazón): el prólogo, escrito en primera persona, hace pensar que la historia va a centrarse en unos personajes (la madre de la autora revelando un secreto que afecta a uno de sus hermanos -y al resto de la familia-), pero muy pronto irrumpe la tercera persona, uno de los posibles protagonistas se desvanece, la otra ocupa un papel secundario, la narración (por más que colocando en su centro a la abuela de Carolina Pobla) adquiere un carácter coral, atendiendo a varios personajes que van ocupando el primer plano según convenga. Esto permite que cada uno pueda darse a conocer, expresarse, adquirir un carácter propio, comprobaremos que, como señaló Zola, las peores bestias son las humanas, los monstruos más terroríficos son los innegablemente humanos, no los grotescos, los caricaturizados, los ridículos/ridiculizados, sino los reales, los conocidos, los espantosamente humanos (son aquello precisamente por ser esto). Es admirable y loable el modo en que Carolina aborda el mal, la violencia, la soberbia, la mediocridad de alma de personajes deleznables con contundencia pero sin perder jamás una elegancia formal que contribuye a que el lector se sienta cómodo (si lo prefieren, protegido) entre unas páginas a las que casi todos (por no generalizar) podemos poner/incorporar nombres y apellidos, aunque sean de otra época y otro lugar, porque ha sabido capturar a la perfección eso a lo que a veces nos referimos como “los universales”, por eso jamás hay que menospreciar (y mucho menos silenciar/provocar) el dolor de otros, porque cualquier día puede ser el nuestro, porque en realidad es el de todos, magnífica labor la de Carolina Pobla al hacerlo patente con una novela que destila bondad, comprensión, afán de convivencia, humanidad y humanismo.

viernes, 17 de julio de 2020

"...COMO CUBRE EL DOLOR MI TRISTE FRENTE"







   La memoria es tremendamente traicionera, tiene mejor prensa de la que merece en el sentido de lo mucho que engaña, confunde, se forja sobre irrealidades, sublimaciones, mentiras transmitidas a lo largo de los siglos que uno ignora que lo son (o no, difundiendo la leyenda -por no decir algo más fuerte- con toda la intención); fiarse de ella como única fuente, por muy ágil y en forma que demostremos tenerla, por mucho que atesore conocimientos, experiencias, hechos demostrables, puede hacer incurrir en errores, injusticias, prejuicios, fantasías que pretendemos hacer pasar por realidades (la mayoría de las veces sin ser conscientes, es decir, siendo los primeros y más notoriamente burlados por aquella en quien creemos). Hace poco, en uno de esos paseos por Twitter que cada vez evito más, encontré a alguien que se burlaba de quienes seguimos comprando películas en formato doméstico: hablaba de síndrome de Diógenes (ojalá más gente acumulase “basura” de ese tipo -lo mismo pienso en lo referente a cualquier otro objeto relacionado con la cultura, sean libros, discos de cualquier tamaño, afiches, álbumes, fotos, un larguísimo etcétera-), hacía mofa (ya conocen el tono más habitual -casi único- de esa red social) de quienes, en sus palabras, “ven siempre las mismas películas”, se ufanaba de nutrirse de todas las novedades que ofrecen las plataformas (en casa estamos suscritos a cinco: nos encanta el audiovisual), afirmaba sin sonrojo que jamás repite un título cuando le quedan tantos por conocer (más, por cierto, de los que podrá ver: poder escoger entre millares de opciones que se tienen al alcance de un clic, seguir sumando sin parar a través de diferentes dispositivos, descargar -legal e ilegalmente- sin freno no sé si podría tildarse de síndrome de Diógenes pero, cuando menos, se parece al modo de rapiñar de los cuervos -si entramos en ciertas dinámicas, uno sabe defenderse y adoptar un tono beligerante-). Lo traigo a colación porque el tal caballerete escribe sobre cine, le publican como analista/crítico/experto (o vocablo similar, el caso es que le dan crédito como tal y pagan por ello), pontifica sobre películas que, él mismo lo reconoce sin ningún pudor, vio hace varios (o muchos) años, es decir, recurre a su memoria, a lo que ha quedado en ella, a una lejana impresión que tal vez ahora no sostendría si se molestase (y es parte de su trabajo, se ponga como se ponga) en recuperar aquella película, la distancia lo agranda y mitifica todo, incluso a veces sostenemos opiniones totalmente contrarias a lo que dijimos en su día no como ejercicio de cinismo sino porque el paso del tiempo ha ido distorsionando nuestros recuerdos sin que nos percatemos de ello (no digamos, en este caso concreto, hablar de encuadres, aspectos técnicos e interpretativos, argumentos, identificar a estrellas que empezaron como extras o con breves apariciones, mil y una circunstancias que conviene poner al día, comprobar aquellos datos que creemos son exactos para no atribuir, como tanto pasa, premios a quienes no los tienen o trabajos a quienes no los hicieron -sí, eso lleva su tiempo, pero se trata de ser al menos un poquito profesionales, algo que importa bien poco a la experta cateta que tanto nombro, a los que siguen su estela o a los que ella toma como referentes-).

   Aunque en algunos aspectos es más fiable, si así ha quedado registrada, si así permanece, si así de vívido es nuestro recuerdo es porque (por más que a veces los sentidos nos jueguen malas pasadas) se cimenta sobre algo inapelable y contrastable, la memoria emocional también produce espejismos que somos incapaces de distinguir, que tomamos, contamos e incluso defendemos como reales, hasta puede que hayamos construido esas remembranzas sobre las de otros, es fácil y me atrevería a decir tentador (por eso nos dejamos llevar sin hacer nada por evitarlo) escurrirse por el tobogán de la ensoñación, de la sublimación, de la idealización, también del prejuicio, es decir, de algo que nos viene dado así y no hacemos nada por comprobarlo/cambiarlo, sin consentir (como se dice irónicamente en mi oficio) que la realidad nos estropee un buen titular. Desde las primeras páginas de La otra isla, la nueva novela de Silvia Herreros de Tejada que Espasa publicó el mes pasado (Belén, querida, ¿llegaste a verla? Creo que sí, incluso lo deseo, sea como sea, gracias por tanto, también por esto), se me hizo muy presente esa memoria heredada/trasplantada, esa memoria que tiene tanto de uno mismo como, sobre todo, de los suyos, de los demás, de lo escuchado/inoculado en vena, de lo que otros vivieron (o eso cuentan/quieren creer), no en vano quien parece va a ser la narradora (pero no lo es: uno de los aciertos/hallazgos de la autora -ahora vamos con eso y con el resto-) se enfrenta directamente a ella cuando habla de “la hermosísima Cuba perdida. La isla protagonista de nuestras vidas desde tiempos inmemoriales y que yo visualizaba como un cocodrilo náufrago en el mar Caribe, a la deriva y sin nadie que pudiera ayudarle, aun teniendo un millón de amigos dispersos por el mundo”. Durante mis primeros años, Cuba fue una especie de controversia en mi vida porque la tía Carmen limpiaba en casa de Margarita (a la que conocíamos como “la cubana” -como si no hubiera más, de un modo u otro era la nuestra-), exiliada forzosa (como el resto de su familia -padres, esposo, dos hijos, aunque no estoy seguro de si la niña nació ya en España porque, puede que sea mi memoria distorsionando la realidad, la recuerdo con el acento y la musicalidad del resto, aunque algo atenuados-), enemiga acérrima de ese Castro al que los tíos veneraban (algo que fue cambiando con el tiempo, pero ahora no viene al caso); mantuvimos una relación más o menos estrecha durante bastante tiempo (incluso cuando la tía dejó de trabajar en su casa), nunca hubo choques por ese asunto, ninguna de las partes lo sacaba a colación o no con ánimo de discutir (la de elegancia y convivencia que aprendí en aquellos años), en que todos coincidían era en hablar de Cuba como de un paraíso, perdido o anhelado, un lugar idílico, casi diríase irreal, utópico, con el tiempo descubrí que ambas versiones tenían mucho de ensoñado, de embellecimiento, de amor desmedido y honesto, pero pasado por el tamiz de la sublimación y, por qué no decirlo, de la ideologización, de la política (que la mantuvieran al margen no significa que no la tuvieran interiorizada y que, por supuesto, influyese de modo decisivo en sus apreciaciones).

   Esta novela es una ficción que se compone de otras ficciones: el recuerdo de lo vivido, lo imaginado, la pura fantasía… y también retazos de muchas historias”, explica Silvia Herreros de Tejada en el inicio de los agradecimientos y demás florituras (guiño a la tía Tula, pero no la de Unamuno -en seguida se lo aclaro-) que cierran La otra isla, creo que no se puede definir mejor lo que, en la mayoría de las cosas, es la memoria personal, lo que cada uno va atesorando, lo que somos (y es maravilloso aceptarlo: fuera rigores y, sobre todo, seriedades absurdas). Como digo, Cuba fue durante un tiempo lo que escuchaba contar (y, debo reconocer, ambas partes me gustaban, no en vano exacerbaban lo idílico/idealizado, lo poético, lo mágico, lo especial), me resultaba un lugar a la altura de Ítaca, de Troya, de Camelot, invitaba a la aventura, a lo fastuoso, y así se lo conté a la autora (y a mis compañeros) en el encuentro que vía Zoom y coordinado por mi Pepa Muñoz mantuvimos hace un par de semanas: me encanta el modo en que Cuba es, en la novela, escenario, personaje, presencia/ausencia, mito y realidad, posee un carácter fantasmagórico que lo impregna todo, algo que, explica Silvia, es totalmente intencionado y que, a mi juicio, ha conseguido de manera completa y brillante. No puede ser de otro modo cuando, sin escribir nada plena ni incluso parcialmente autobiográfico, ha tomado evocaciones, sensaciones, realidades vividas en su casa, su familia materna procede de Cuba, se exilió en 1960 primero a Miami y posteriormente a España, no le es ajeno el material emocional en que se fundamenta la novela, un proyecto que se fue desarrollando y alterando a puro latido de corazón, pocas veces una ficción contiene tanta verdad de la que implica, de la que se reconoce, de la que se comparte, de la que estruja y remueve, de la que afecta y conmueve, de la que cautiva.

   La otra isla rompe la cronología con absoluto desparpajo, con inmensa libertad pero sin perder ni despistar al lector, suministrando la información cuando más conviene para que el puzle siga encajando y, sobre todo, para rompernos los esquemas cuando creemos tenerlo todo claro (por eso, querido tuitero de antes, hay que revisar, repasar, recabar nuevos datos, no dar nunca la historia -también con mayúscula- por sabida/liquidada/cerrada); es un auténtico disfrute cómo Silvia mueve a sus personajes, cómo pone el foco ahora en este y luego en aquel, cómo la narradora de las primeras páginas desaparece para dar paso a una omnisciencia que se imbuye del alma del personaje central de cada capítulo, cómo mueve el caleidoscopio para que, aún con semejanzas o con ligeras variaciones, veamos un escenario de afectos (y realidades) muy diferente al que alguien contó/creyó vivir primero, cómo desmonta arquetipos y levanta otros, cómo busca cimientos firmes sin dejar de fabular, de consentir que sus criaturas (y el lector) den rienda suelta a las pasiones de todo tipo, sin importar cuánto hay de imaginado (y eso es, precisamente, lo que convierte la lectura en una gratísima y mágica experiencia). Con un tono deliciosamente irónico, con un afán de divertimento que convive a la perfección con lo puramente anímico, con lo sensible, la autora no deja de sorprendernos en este viaje (pocas veces se puede emplear con tanta pertinencia esta palabra) físico y mental, en este sentido homenaje a unas gentes, a un lugar (tanto en lo real como, sobre todo, en lo deseado) y también a una escritora que merece mayor conocimiento y difusión, una figura que se nos cuenta del mismo modo que la isla, como antepasada de las protagonistas (de algún modo, personaje) y como objeto de estudio/mitificación, está presente casi en cada página sin aparecer más que en evocaciones, alguien que proporciona algunas de las sorpresas más plausibles de la novela, tanto en lo meramente formal (irrumpe a través de algunos fragmentos de un tratamiento de guion de una de sus descendientes) como en lo puramente narrativo (ya verán cómo, no voy a adelantar/destripar nada): Gertrudis Gómez de Avellaneda, la tía Tula antes mencionada, la primera gran exiliada cubana, la que escribió en 1836 (cuando partió rumbo a España) el poema Al partir que aún hoy en día simboliza la sensación de todos aquellos que se ven obligados a abandonar la isla, ese del Silvia Herreros de Tejada escoge unos versos para que den la bienvenida al lector: “¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente! / ¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo / la noche cubre con su opaco velo / como cubre el dolor mi triste frente”.

   Bien saben los leales a este ángulo oscuro del salón que poco o ningún caso hago a las fajas que adornan los libros, no les niego su labor como reclamo (y su acierto en ocasiones, especialmente cuando son frases nacidas en la editorial), pero yo ataco directamente el interior, en parte procuro llegar lo más virgen posible, en parte porque a veces conozco a quienes las firman (nombres populares, gentes de la profesión, tuiteros o usurarios de otras redes) y, sinceramente, no me merecen ningún respeto ni atención. Pero es Luis Landero, el maestro, mi maestro, el que presenta La otra isla, aquel de quien aprendí a leer de manera más activa y enriquecedora, aquel que, me consta, sólo elogia aquello que realmente lo merece (a su juicio, uno de los más fiables para un servidor), el magnífico docente, el sublime escritor, el fabuloso lector, no se me ocurre mejor manera de concluir este texto y de invitarles a la lectura (de Silvia y del propio Luis): “Un festín de novela: ágil, conmovedora, divertida. Cuántas historias he vivido con estas mujeres cubano-españolas de nuestros días. El exilio, las islas propias y ajenas y esa dolencia tan común, el viejo y siempre novedoso amor romántico. Por suerte, tiene cura: leer a Silvia Herreros de Tejada”.


lunes, 13 de julio de 2020

REFUGIARSE (Y OCULTARSE) EN LOS LIBROS





   De un modo u otro, el verano me dispara la nostalgia, ese estado de ensoñación/añoranza en que cada vez me mantengo más tiempo, reconozco que lo procuro y alimento, no necesito circunstancias especiales, estímulos exteriores (que muchas veces, por supuesto, aceleran y agudizan el proceso) o morder una magdalena como mi adorado e inalcanzable Proust para reavivar aquello que tengo presente todos los días, tantos recuerdos vívidos que no parecen tales sino experiencias de ayer mismo, tantas emociones que permanecen prístinas y se desbordan, ya digo, sin toparse con diques de contención, con la misma intensidad de entonces, como si fuese la primera vez que me dejo arrebatar por ellas. Siempre he tendido a la nostalgia, incluso antes de poder sentirla o llamarla de ese modo, precisamente durante los larguísimos estíos de la infancia/juventud, esos que en realidad se hacían cortos porque nunca conseguía leer todo lo que había previsto, anticipaba la añoranza de ese tiempo de libertad y vacación, sentía cernirse la tristeza que de manera inevitable me abatiría cuando llegara septiembre y hubiese que regresar a las aulas, un lugar en el que nunca me he sentido cómodo (salvo en contadísimas excepciones que tienen que ver con aquellos docentes a los que considero maestros, algunos no me dieron clase pero sí herramientas, lecturas, auténticas lecciones de vida -Margarita, Landero, Bernardino, Nati, Mª Ángeles, Mercedes-), no por lo que pueda parecer obvio y, por fortuna, apenas sufrí (lo recordé -y agradecí- en uno de los primeros textos de este blog: a pesar de mi amaneramiento -y de otras cosas- nunca me sentí acosado ni menospreciado, más allá de algún comentario estúpido que mis propios compañeros de clase se ocupaban de neutralizar/erradicar). Por más que haya quien no dé crédito y lo crea una impostura (incluso gente tan cercana como mi hermana), lo cierto es que siempre he tendido a la soledad, si lo de asocial suena muy extremo dejémoslo en anacoreta, me cuesta encajar con el resto del mundo, mostrarme sociable y extrovertido fue siempre un modo de defenderme, de protegerme (y, con el tiempo, algo imprescindible para el desempeño de mi profesión), una especie de excusa/justificación para que después se me consintiera lo que tantas veces se me echaba en cara llamándome “cartujo” (algo que nunca podría ser: no podría renunciar a mi biblioteca ni a lo audiovisual -tampoco tiendo al misticismo-) o diciéndome que me iba a pasar lo que a Alonso Quijano, es cierto que a veces ese aislamiento deseado me enajenaba, me hastiaba, me entristecía, me pesaba (sobre todo cuando escuchaba a mis compañeros contar sus veraneos, sus Navidades, sus fiestas de cumpleaños), pero mi pasión sin límites desde que tengo uso de razón por actividades que disfruta uno solo (especialmente la lectura, claro, en gran parte el cine o escuchar música, aunque estos fuesen placeres compartidos/alimentados por los tíos) me hacía rechazar de un modo casi visceral (e incluso violento) aquellos compromisos sociales impuestos que, además, me obligaban a compartir tiempo/espacio con gente a la que no podía ni ver (y con razones para ello, pero no me voy a detener más en quien sólo merece desprecio y olvido), causa principal, por cierto, de mis constantes ganas de estar solo leyendo, jugando con mis recortados (que no recortables), merendando, viendo la televisión.

   El pistoletazo de salida de esos veranos al más puro estilo faulkneriano lo daba el momento en que, tras el final del curso y la entrega de las notas, el tío Miguel me regalaba un libro que se convertía en la primera lectura de las vacaciones, título que a veces escogía meses antes, con ese objetivo marcado encaraba mejor deberes, clases y exámenes, impaciente por zambullirme en sus páginas, por sentirme a salvo, arropado, pletórico, feliz, completo, emoción y cosquilleo que reproduzco cada vez que inicio una nueva aventura lectora (e incluso antes: basta con conocer las novedades publicadas o por venir, con pasear por una librería, con dejarme sorprender en puestos callejeros o establecimientos especializados en libros de segunda mano), sigo siendo el mismo (por no decir “aquel” y citar a Raphael una vez más -aunque lo que he escrito es casi un verso de Frente al espejo: me sale de forma espontánea-), todavía soy (y ya no voy a cambiar, tampoco quiero hacerlo en lo que a este aspecto se refiere) ese chaval que se oculta detrás de algún libro, que desaparece del mundo tangible para habitar entre las líneas, que se deja seducir/envenenar por las palabras, que deserta de lo(s) que le rodea(n) -de unos más que de otros, antes y ahora-, que se aísla para vivir otras vidas, que no quiere molestar ni mucho menos que le molesten. Imaginen, por tanto (los leales ya me lo han leído antes, perdón por ser tan recurrente), el impacto sentido desde prácticamente las primeras líneas de La historia interminable, la rápida identificación con el protagonista, la inmediata implicación con el juego metaliterario planteado por Michael Ende, ese transitar entre dos mundos que tan bien se me ha dado desde siempre (prolongando en mis juegos -en casa o en el recreo- las series y películas, inventando historias en que Redondo, Santuy -mis compañeros de los primeros cursos- y yo compartíamos aventuras con Starsky y Hutch), la duplicidad completa como lector que no mucho después también sentiría como espectador gracias a Woody Allen y La rosa púrpura de El Cairo. Así es como he vuelto a sentirme durante la lectura de El encuadernador de Bridget Collins que Plaza y Janés publicó el pasado enero con traducción de Nieves Calvino Gutiérrez, por lo que puede decirse que, en este caso, no ha habido nostalgia, sino recuperación de un estado de ánimo, de una experiencia, he regresado de la mejor manera posible a aquel tiempo de descubrimiento, goce y, sí, soledad (a veces amarga, tampoco voy a negarlo).

   No conviene contar demasiado sobre lo que se narra en esta sorprendente novela que, al modo de la obra citada de Ende, sabe bascular y mantener la estabilidad en ese difícil y casi imposible equilibrio entre lo que denominamos/consideramos literatura juvenil y literatura para adultos (de hecho, Bridget Collins ha alcanzado un notable éxito como autora para ese primer público, tan difícil pero tan leal), todo comienza como una especie de cuento de hadas (si bien es cierto que con tintes más sombríos e incluso góticos de lo que se ha estandarizado como tal) que poco a poco se va complicando y enrareciendo su atmósfera, dejando intuir una tensión claramente sexual que no hará sino aumentar, abordando sin tapujos ni trivializaciones asuntos que, en contra de lo que algunos querrían (y a veces consiguen al difundir versiones trivializadas/infantilizadas de clásicos y hasta de Caperucita Roja), son muy pertinentes en historias que, como esta (y más teniendo en cuenta quién la firma), pueden leer los chavales que tienen acceso libre/fácil a tantos contenidos que no les corresponden (o eso se supone: depende de cómo te lo cuenten en casa, cómo te lo hagan llegar, el lector/espectador que seas y desde cuándo), sin embargo eso parece preocupar menos a los padres (con excepciones, por supuesto -algunas ridículas, como no volver a pensar en la madre de Joaquín o en los Cela-) que el hecho de que lean algo que, de poder, quemarían al igual que el cura y el barbero en Don Quijote de La Mancha o en la desoladora y fabulosa Fahrenheit 451 (de la que, por cierto, hay ecos en El encuadernador). Aunque de forma muy distinta a la empleada en La historia interminable, también aquí los libros son más que un mero objeto, tienen vida, la contienen, la retienen, la conservan, suponen un auténtico refugio, ese es el punto de partida, eso es lo que hacen los encuadernadores en este mundo imaginado (y desligado del tiempo y el espacio tal y como los medimos/conocemos) por Bridget Collins: “Cogemos recuerdos y los encuadernamos. Aquello que las personas no soportan recordar. Aquello con lo que no pueden vivir. Cogemos esos recuerdos y los encerramos para evitar que sigan haciendo daño. Eso son los libros”.

   Por eso son menospreciados, detestados, prohibidos, por eso se los quiere mantener a buen recaudo, por eso son mercancía deseada y pagada a precio de oro, por eso hay quien no quiere que sean abiertos jamás, por eso hay quien los colecciona como medio de poder, los libros son (en todos los sentidos) el alma de esta novela que abate fronteras entre géneros, que rompe esquemas y, sobre todo, fascina y desconcierta a partes iguales, resulta imprevisible incluso aunque nos deje intuir algunos sucesos, nunca escoge el camino fácil/trillado, se va reinventando según avanza, homenajea de manera sutil e impecable a grandes autores como Wilkie Collins (ya verán por qué lo digo -y no había caído hasta ahora en la coincidencia de apellidos-), utiliza elementos/situaciones más o menos conocidos para añadirles otro matiz, para crear su propio universo, para construir una historia en la que lo fabuloso (y lo fabulesco) se funde sin fisuras con lo realista. Se nota la maestría de la autora en narraciones destinadas al público juvenil por su vigor y velocidad narrando, por no detenerse en lo accesorio, por saber ir a la médula, por envolver al lector, por capturarlo, por hacerle sentir, por hacernos recuperar el talante aventurero, por dejarnos soñar, por llamar a las cosas por su nombre con esa lógica implacable que, por desgracia, perdemos con los años (y que, erróneamente en demasiadas ocasiones, consideramos prueba de madurez). Al principio, Emmett, el protagonista, no comprende por qué su padre le quiere lejos de los libros, tampoco es capaz de explicar qué es lo que le atrae de ellos, el caso es que siente su llamada, su atracción, desea acariciarlos, abrirlos, leerlos, poseerlos, resulta imposible no empatizar con él; cuando se sabe el porqué de la prohibición paterna, del rechazo social a esos objetos, cuando uno se adentra en las penumbras de la novela, a pesar de todo, sigue dejándose hechizar, escucha el canto de las sirenas encuadernadas, no puede menos que admirar lo que Bridget Collins consigue, la gran metáfora/realidad sobre la que levanta el espléndido edificio que es El encuadernador (por cierto, bella y elegantemente editado).

viernes, 10 de julio de 2020

DEL "¡HOLA!" AL "KE ASE"






   Saben los leales a este ángulo oscuro del salón (y mucho más los íntimos) de mi podríamos denominar alergia hacia todo lo que considero “prosa placebo”, esos manuales (me niego a llamarlos de otro modo, más aún cuando en tantas ocasiones los camuflan de lo que no son, los anuncian de manera engañosa, niegan la evidencia, marcan distancias de una etiqueta que la propia industria va confirmando es cada vez más tóxica) que prometen panaceas espirituales/físicas/económicas/sociales/globales, esos secretos supuestamente desvelados y gracias a los que podemos conseguir que el universo trabaje en nuestro favor, esas patrañas rebosantes de frases huecas y repetidas/plagiadas más allá de cualquier medida con páginas absolutamente intercambiables (un copia y pega que ríanse ustedes de la que le montó a cierta reina televisiva su excuñado cuando aceptó escribirle un libro para que ella lo firmase, nunca un “error informático” dio para tanto, nunca semejante engañifa se olvidó tan rápido por una audiencia que no hizo sino crecer), ese continuado (como cantaban los de Cuarteto Imperial) de mantras plagados de lugares comunes, de verdades de Perogrullo, de sentencias que cualquiera puede acuñar e incluso hacer realidad con aplicar algo de sentido común (pero al que tan poco recurrimos, aunque en este caso es el que nos advierte de que no hay convertir en gurús -ni tan siquiera prestar atención- a estos vendehúmos que no pasan de redactores aventajados de horóscopos, que dicen sin decir, que saben qué teclas deben pulsar para lograr audiencia, que generalizan hasta la extenuación y, claro, parece que hablan de cada uno de nosotros en particular). Del mismo modo (o con mayor enconamiento por haberlo sufrido durante el tiempo que mi padre se sometió a un inútil tratamiento de quimioterapia), reacciono de manera furibunda cuando alguien (especialmente si viste bata blanca) se afirma sin recato que la actitud es fundamental para curarse o, al menos, contener el avance de una enfermedad, es casi la única recomendación/prescripción que dan, como si el enfermo no tuviese derecho a quejarse, gritar, llorar, dolerse, enfadarse con el mundo o, sencillamente, desertar (puedes no compartirlo, pero al fin y al cabo es él quien padece el mal, no tú), como si tuviese la culpa o acelerase el proceso degenerativo al negarse a transmitir un mensaje buenista al más puro estilo de Pollyanna, como si quienes lo afrontan de cara, pelean, no pierden la sonrisa, demuestran un gran coraje, se aferran a la vida (estoy pensando en gente tan maravillosa y ejemplar -que, además, no recurre a blandenguerías a lo Coelho- como Rocío Dúrcal, Pau Donés, Pedro Zerolo o Belén Bermejo, no digamos Álex Lecquio) ganasen la partida (ya sé que, por fortuna, otros lo han conseguido, pero no por su optimismo y buena actitud, ni siquiera por su arrojo -ojalá fuese tan fácil-).

   He contado/recordado lo anterior para reforzar el sentido que pretendo dar a lo que voy a afirmar a continuación, más aun teniendo en cuenta que la novela se escribió antes de la que se nos ha venido encima, pero mira tú por donde (a veces hay alguien por ahí -llámalo “secreto” si te gusta, que cada cual le ponga el nombre que prefiera-) llega en el mejor momento posible: necesitamos motivos para reír, para reactivarnos, para salir del confinamiento mental (lo que no implica ser irresponsables, actuar como si el peligro hubiese pasado, ignorar los protocolos de seguridad marcados por las autoridades sanitarias -que tampoco son para tanto, quejicas-), hay que dejar la mente volar (algo que, gracias a las gentes de la cultura -en vivo y en diferido, con libros, con música, con lo que llegaba a través de diferentes dispositivos o con lo que teníamos en casa-, ha sido posible durante estos meses de horror, qué pronto lo habéis olvidado los insultadores vocacionales, cómo lo olvida siempre el poder en cualquiera de sus expresiones), hay que buscar espacios para recuperarnos a nosotros mismos, conviene dejar un poco de lado lo que, además, no podemos evitar/resolver, hay que, no sólo por las altas temperaturas lógicas de la estación, refrescar el alma, evadirnos (por más que esto moleste a quienes se han autoerigido en salvapatrias, esos que llevaban el recuento de aplausos y, sobre todo, de aplaudidores, esos que jamás se relajan y, lo que no es peor, no consienten que los demás pretendan olvidar por un rato “lo que estamos viviendo”). Vuelvo a recurrir a la memoria y paciencia de los leales, quienes conocen sobradamente mi disgusto ante etiquetas que predisponen, condicionan, se utilizan como compartimentos estancos, se acuñan por algo concreto y, de pronto, se convierten en un género o como tal se quiere vender, etiquetas que en más ocasiones de lo debido (señores productores, queridos editores, poned el oído -que se pueda hacer pronto sin restricciones- en cines y librerías, escuchad los comentarios cuando se anuncian próximos estrenos o frente a las mesas de novedades-) provocan el efecto contrario al deseado (por saturación, por disgusto, por esquematismo, por estereotipación); así, aunque (y no sólo en este momento concreto) reivindico el carácter lúdico/divertido, la capacidad de entretenimiento de la literatura (o de cualquier arte), del mismo modo que abogo por no descuidar este aspecto y concederle el valor que merece (no todo es sufrir, no todo es meditar, no todo tiene que transmitir mensajes profundos -y, además, eso puede hacerse sin renunciar al disfrute del público, sin emplear determinados adjetivos con tono peyorativo-), me rechinan los dientes (porque, todo hay que decirlo, quienes más la utilizan son los que buscan denostar algo -al más puro estilo de la policía de balcón, ya me entienden-) cuando escucho hablar de novelas feel good, no puedo evitar el estremecimiento, presiento que se me viene encima la sublimación de lo irreal, una burbuja con la que no puedo empatizar ni, mucho menos, sentirme vinculado, un manual de autoayuda transmutado en ficción (bueno, creo que eso lo son todos, en realidad).

   Lo que Mamen Sánchez consigue con sus novelas trasciende esa y otras muchas etiquetas porque nunca deja de pisar tierra, explora sentimientos y crea personajes que se sienten reales, se respira vida en lo que narra, sus buenos deseos, sus anhelos por hablar de un mundo más amable, más humano, más simpático (y por hacerlo posible) no estorban (todo lo contrario) al desarrollo de la historia, impregnan con naturalidad a sus personajes, a los escenarios en que transcurre la acción, es decir, utiliza con mano cada vez más maestra (tuvo desde el principio ese toque), con suma elegancia (palabra clave a la hora de hablar -y disfrutar- de esta escritora), las convenciones de un género muy rico y polivalente, escoge con acierto unos arquetipos reconocibles (motivo por el que uno se siente cómodo en el libro desde las primeras páginas -es algo que, por ejemplo, también sucede en los grandes títulos protagonizados por el binomio Tracy-Hepburn, ¿cómo no reconocer que La mujer del año o La costilla de Adán nos hacen sentir muy bien -comedias ligeras con un trasfondo que no lo es, tampoco desdeñable-), los pone a su favor, los sazona a su gusto, los engrandece y dota de personalidad propia. Antes de pasar a lo que verdaderamente importa hoy, me gustaría señalar, ya lo he dicho en otras ocasiones, que comprendo la necesidad de catalogar, poder identificar de un simple vistazo, sistematizar todo lo posible para que esto no sea un caos, servidor también busca determinados reclamos cuando se pone a vagar por alguna librería, pero no puedo evitar mi encono cuando una necesaria clasificación crea guetos, parcela sin verdadero criterio, se utiliza como arma arrojadiza contra otros lectores (lo peor, como siempre, no son las etiquetas en sí -a ratos ingeniosas, cuando no hallazgos- sino el modo en que el público las recibe/tergiversa/malinterpreta). Sea como sea, Costa Azul, la nueva novela de Mamen Sánchez (publicada, como las siete anteriores, por Espasa), llega en el mejor momento posible, justo cuando, rubrico totalmente la frase de la faja que la cubre, necesitamos dos veranos (es una actitud, claro que sí, ya lo cantaban Donato y Estéfano, “es por eso que, estando contigo, me siento en pleno verano”), recuperar aquella emoción de la infancia cuando parecía que septiembre no llegaría nunca, volver a sonreír sin que nadie nos haga sentir culpables, pasarlo bien con las complicaciones, los enredos, las tribulaciones, las torpezas de los demás (hablo de la ficción, claro, aunque en este caso se trate de personajes y hechos reales -la mayoría-).

   Es un placer recuperar el contacto con Mamen, aunque de momento sea sólo vía Zoom (en otro de los encuentros que coordina mi Pepa Muñoz), colega por la que uno siente particular cariño y con la que siempre he mantenido una relación de respeto y cordialidad (eso sí, guadianesca: así es este oficio al que aún me siento ligado), no en vano fui, como de tantas cosas, temprano lector de las revistas que llegaban a casa, bien porque las compraban mi madre y la abuela, bien porque las intercambiaban con alguna vecina, bien porque las traía Chari cuando venía cada semana a peinar a las mujeres de la familia, bebí el periodismo por todos los cauces posibles sin ser consciente de que alimentaba mi vocación, durante algo más de tres años escribí textos para la prensa del corazón, no reniego de ello, aprendí muchísimas cosas en aquel tiempo, llevo a gala haber publicado algunos reportajes de los que me siento muy orgulloso (por cómo se gestaron, por cómo se llevaron a cabo, por el resultado final) en las páginas de ¡Hola!, publicación a la que inevitablemente hay que recurrir para escribir la historia social (y también política) de la aristocracia europea (y de muchas Casas Reales de todo el mundo) del siglo pasado (y de este), para seguir a la pista a lo más granado del Hollywood clásico, a las estrellas del cine europeo, a personajes que habitaron y habitan paisajes/viviendas de ensueño, nombres legendarios por muchos y diversos motivos, hay mucha tela que cortar más allá del glamour, la sofisticación, las joyas, los titulares (y el Photoshop). Mamen, en la actualidad directora adjunta de la revista que fundó su abuela en 1944, nos muestra uno de los volúmenes de la fastuosa y envidiable hemeroteca que constituye la colección completa de ejemplares publicados durante sus primeros 76 años de vida (qué no daría yo por poder asomar la nariz aquí y allá), en concreto uno de los de 1956 de donde ha sacado la información real sobre la que ha tejido la desopilante ficción que es Costa Azul y nos lee un fragmento de un texto relativo a quien es para mí la máxima revelación de la novela: Isabel Gabriela de Baviera, personaje secundario pero capital que merecería ser protagonista de otro título (o títulos, ahí lo dejo). Texto, por cierto, que demuestra lo mucho que se cuidaba antes (seña de identidad de ¡Hola! También ahora) lo que se publicaba, lo bien que se ha escrito la crónica social, las grandes plumas que han sabido combinar ironía (y a veces vitriolo) con buen gusto, jugando sin recato a cierta exageración de cuento de hadas, a la afectación para dibujar con brío (y con un necesario toque de distinción) rituales, protocolos, tradiciones, dimes y diretes.

   Costa Azul arranca en Bélgica a mediados de 1956 cuando cobra fuerza el rumor de que Balduino, joven y tímido rey del país, mantiene un romance (le cuadraría ser calificado como “tórrido”, pero la imagen de quien fuese cuñado de Jaime de Mora y Aragón -en ese momento y después- me hace desistir) con su madrastra, Lilian de Rethy. Con semejante punto de partida, y con los acontecimientos a su favor (“Parece mentira todo lo que pasó en 1956”, nos dice Mamen muerta de la risa y con las pruebas -las revistas- en la mano), tirando de la hemeroteca mucho más de lo que pueda pensarse, la autora se suelta la melena y consigue una brillante parodia (sin perder jamás su elegancia característica) de ese pequeño mundo al que tantas veces nos hemos asomado gracias a la privilegiada ventana que ha supuesto ¡Hola!. Con ritmo de vodevil/opereta que hubiese podido filmar Lubitsch, con guiños al inspector Clouseau y a mi adorada tía Agatha (no en vano, la mayoría de los personajes son belgas, mon ami, no franceses), con la influencia lógica de Atrapa a un ladrón (no sólo por los escenarios: sin aquel rodaje, sin aquella película, Grace Kelly nunca se hubiese convertido en Gracia Patricia de Mónaco -lo que ocurrió, sí, en 1956-), con los colores, la iluminación (y la luz natural), la fotografía, los decorados, la sofisticación de la alta comedia de los años 50, Mamem Sánchez entrega su novela más descacharrante, más alocada, más chispeante, si se quiere más feel good, tal vez no el sentido en que muchos piensen, pero sí en el de lo feliz que es uno siguiendo las peripecias de los personajes (por cierto, la pareja protagonista, pura ficción, tienen mucho del espíritu de Tommy y Tuppence Beresford, el matrimonio de detectives creado por la Christie).

   Me atrevo a comentarle a Mamen que con Costa Azul se ha quitado el corsé (el periodístico), ha dado rienda suelta a su faceta más desenfadada, demuestra su gran conocimiento de aquello sobre lo que fabula, se ha pasado del “¡Hola!” al “ke ase” y ella suelta una carcajada (algo que le cuesta poco porque es siempre una bocanada -un huracán- de aire fresco, posee una alegría natural tremendamente contagiosa): “No fue algo premeditado, salió así, lo pedía la historia”. Y lo cierto es que se mueve con enorme soltura por esta parodia en tantas direcciones (tiene, por ejemplo, unos deliciosos toques a lo Allo, Allo a través de Philippe Depée, otra de sus creaciones), demostrando una inmensa y plausible capacidad de concisión porque lo cuenta todo, no deja cabo suelto, encaja las piezas, se permite pequeños flashbacks, atiende a diversos escenarios con ritmo vertiginoso y diálogos de gran viveza que no dan tregua, a ratos pura screwball comedy, encuentra un auténtico filón, no sólo porque algunos de los personajes puedan reaparecer en otras novelas sino porque, y así se lo señalamos y ella se lo transmite feliz a su editora (la gran Miryam Galaz, que aplaude a su vez), tiene en su despacho la mejor inspiración posible, un montón de historias olvidadas o de las que creemos saberlo todo, gentes que fueron portada y hoy no recordamos, la posibilidad de seguir mezclando con el acierto y el ánimo jocoso con que lo ha hecho realidad y ficción, dar pábulo a los rumores publicados en algún momento y, a partir de ahí, dejar volar la imaginación… o no tanto. Sólo anhelo que eso suceda lo antes posible porque estoy deseando volver a reírme con el gozo y la satisfacción con que lo hecho mientras leía Costa Azul, la novela que vale por dos veranos y algún que otro invierno anímico que haya que iluminar.

miércoles, 8 de julio de 2020

ALLÁ DONDE CONDUCEN (TODOS) LOS CAMINOS






   Me hubiese encantado tener para la Historia la retentiva que tengo para otros asuntos que me apasionan, una memoria que apenas me supone esfuerzo ni debo practicar, está ahí desde siempre, pero los datos/nombres se me borran con suma facilidad excepto para lo relacionado con la literatura o el cine (algo menos para otras disciplinas artísticas); no será por falta de práctica (en el sentido de frecuentarla de diferentes maneras), por querencia hacia las grandes civilizaciones (especialmente Egipto), por no ser consumidor voraz de novelones reservados para aquellas larguísimas e inolvidables tardes estivales sentado al fresco (o eso queríamos creer) en el patio de casa junto a la abuela, de las reposiciones cinematográficas (cómo resistirse a Quo Vadis? o Ben-Hur en pantalla grande, más aún con el decir de los anuncios de la época donde se prometían aventuras “a la sombra de los dioses paganos” -aquel chaval en torno a los diez años no hacía ninguna lectura religiosa/propagandística, simplemente se dejaba llevar por los misterios que emanaban de la frase-), de la programación televisiva de la Semana Santa de entonces (en ciertos aspectos, todo un deleite), de tantos estímulos que llegaban con suma facilidad y como modo de diversión (y de los que se hablará más extensamente en este ángulo oscuro del salón dentro de poco -aunque ya lo he hecho antes, regreso al asunto en cuanto tengo ocasión-). Por lo tanto, puede decirse que una historia ya conocida me resulta prácticamente novedosa más allá de reconocer a algunos de sus protagonistas (Nerón, César, Tiberio -al que siempre pongo el rostro de James Mason en A.D. Anno Domini, da igual la edad que tenga en lo que esté leyendo-, Mesalina, Livia) y que disfruto enormemente recuperando datos, sucesos, anécdotas, refrescando algunos recuerdos que permanecen diseminados, puede que descontextualizados o equivocados (la memoria es muy traidora, también lo hemos comprobado más de una vez y volveremos a hacerlo en breve al hilo de otra lectura recientemente acabada), pero es muy agradecer que, en términos generales y como impulso/instinto narrativo, Luis Manuel López Román haya procurado dar algo nuevo/diferente en Oscura Roma, su debut como novelista publicado por La Esfera de los Libros el pasado mes de febrero, título que se anuncia como el primero de una saga protagonizada por Marco Lemurio.

   Tuvimos, como tantas veces, el infinito placer de compartir un encuentro con el autor coordinado por mi Pepa Muñoz (a través de Zoom, ya nos vamos acostumbrando -pero persiste el anhelo, incluso en este asocial que suscribe, de poder recuperar nuestra tradición de saludos, abrazos, firmas, fotos-) y una de las primeras cosas que Luis Manuel nos contó es que la acción transcurre en el 67 a.C. (o en el 687 A.U.C., es decir, ab Urbe condita, desde que la Ciudad -con mayúscula-, Roma, fue fundada -qué maravilloso estremecimiento al encontrar esa expresión latina en el prefacio de la novela, por un momento regresé a mis clases de latín durante el bachillerato-), antes de embarcarme en uno de mis interminables paréntesis, en acotaciones que a su vez provocan otras, decía que la historia arranca en ese año no por casualidad, sino porque, señala el autor, “es una época que tenía muy trabajada para la tesis que preparé y nunca defendí y, por otro lado, es una época en la que existen muchos vacíos históricos que me venían genial a la hora de inventar”. Y, además, como se ha apuntado, no le interesa lo que ya se ha contado de muchas maneras, la Roma que de un modo u otro cada uno tenemos en la cabeza (aunque sea mezclando momentos, llamando emperador a César, viendo a Nerón sentado donde nunca pudo estar -o sea, el Coliseo-, confundiendo personajes, una imagen forjada a base de estereotipos, esquemas, leyendas e invenciones), puede que sea la visión tremendamente cercana y humana de Mary Beard, la novelada con conocimiento y brillantez por Robert Graves o la deliciosamente acartonada del péplum, en realidad una mezcla de todas ellas y algunas más, el autor anuncia desde el título qué aspecto de la Urbe es el que le interesa explorar y, para que nadie se llame a engaño, lo deja muy claro en los primeros párrafos: de la mano de López Román nos adentramos en “una Roma que aún no es de mármol, sino de adobe, de piedra innoble, de madera y estiércol. Una Roma de calles estrechas y sucias, donde las personas y los animales compiten en hacer más ruido, en generar más desechos, en procrear y traer más criaturas a la ciudad para que el ciclo de vida y muerte no se detenga nunca”. Es, por lo tanto, una Roma que se presenta del modo más realista, tal y como la describen los historiadores que levantan los velos de la sublimación, de la estética hollywoodiense, tal y como (aunque fuese con dosis exageradas de hemoglobina y enfatizando los aspectos más toscos) nos la mostró Spartacus, aquella que cobró vida como nunca (y así lo reconocieron/alabaron los expertos) en una serie que hubiese debido gozar de mayor fortuna y continuidad, esa que sólo podía ser llamada como lo fue, con el nombre de la ciudad a secas: Roma (una de las verdaderas joyas de HBO -en coproducción con la BBC y la RAI-, por encima de títulos muy sobrevalorados que a veces apestan a pretenciosidad en cada secuencia). Del mismo modo que declaró Jonathan Stamp, asesor histórico de la serie, se aprecia en Oscura Roma un cuidado trabajo de verosimilitud, algo que ni supone ni exige exactitud literal a la hora de reflejar lo sucedido, no conviene olvidar que estamos en el terreno de la ficción, los personajes de los libros de Historia no importan demasiado (al menos en esta primera entrega) el foco se pone en los diferentes ambientes, en lo cotidiano, en los notorios contrastes de una ciudad tremendamente violenta en la que muchos tienen que luchar por sobrevivir, con callejones miserables en los que la vida apenas tiene valor, una ciudad sometida a los vaivenes políticos, a las constantes venganzas, gobernada por la ambición, lo de la Pax Romana tardaría algo más de 150 años en producirse.

   Y ahí es donde encontramos a este insólito protagonista, Marco Lemurio, un personaje que sobrevive a costa de estafas, de abusar de la credulidad y el miedo de los que acuden a él para que preste sus servicios “como espiritista, hechicero y cazador de demonios”, aunque su alma, ¿sus capacidades/poderes?, su pasado se encuentre señalado (en todos los sentidos) por la figura de su madre, Neóbula, acusada de brujería y desaparecida tras su detención en los tiempos en que Sila actuó como dictador (unos trece años antes de que arranque la novela). Precisamente por todo lo que ha vivido/sufrido en relación con sus progenitores, Marco procura mantenerse al margen y no llamar demasiado la atención: “Gane quien gane, el pueblo siempre pierde. Aquella era la máxima que gobernaba su vida y marcaba su inexistente ideología política. No obstante, como todo romano que habitara en la Urbe, no podía evitar estar al día de los temas de actualidad. Se hablaba de política en las tabernas, se hablaba de política en los mercados, se hablaba de política en los prostíbulos, y hasta Céfiro hablaba de política en ocasiones. Era imposible vivir en Roma y sustraerse por completo a la actualidad de la República y las provincias”. El contexto importa y mucho, por supuesto, afecta/define a los personajes, se entromete en la trama, pero aparece un ingrediente fundamental que proporciona a la naciente saga su seña de identidad: el mundo (o inframundo o como cada cual quiera considerarlo) de los espíritus en el sentido más tenebroso posible, con el significado literal del apellido escogido, no en balde, para el protagonista (“Me he divertido escogiendo nombres que definan a los personajes”): los lémures eran los espectros de la muerte en la mitología romana, el reverso de los lares, cuya tarea era proteger la domus, la casa (por cierto, qué bien se describe en la novela, del mismo modo que la insula en que vive Marco, en general con qué acierto está proporcionada la información, también la utilización del vocabulario de la época, sin perderse en disquisiciones ni alardes consigue acercar de un modo inteligible la cotidianeidad, apuntalando aún más la veracidad de la narración). Por lo tanto, aunque ya lo he leído por ahí, no estamos stricto sensu (permítanme que presuma del escaso latín que conozco) ante una nueva serie detectivesca/policiaca sino ante el prometedor arranque de una saga con tintes/aspectos de aquello que pone su énfasis en aquello que, a pesar de todo, Marco Lemurio querría tener lejos (al menos hasta que se enfrente a sus propios fantasmas): “La faceta de detective se la encuentra, así va a ser también en lo próximo, mientras que la de la hechicero no tiene más remedio que afrontarla, le obligan las circunstancias”, circunstancias que, por supuesto y como no es norma, no vamos ni a esbozar aquí.

   Luis Manuel López Román parecía destinado a ser biólogo, esa era su vocación hasta que un (bendito -por lo que nos toca a los lectores-) profesor de Latín le despertó el amor por las llamadas lenguas muertas (qué desolador que así sea en tantos aspectos), lo que le llevó a estudiar Historia y Filología Clásica, saberes que divulga desde hace tiempo en las redes sociales y que han cimentado otra de sus pasiones desde siempre, la escritura, en la que ha mezclado su formación con su género favorito, el terror, hasta forjar esta voz propia que ahora comienza a escucharse y que tendrá continuidad: “Me lancé a escribir, me dejé llevar, y muy pronto fui consciente de que tenía material para más de una novela”. Aunque habrá quien diga que exagero a establecer esos paralelismos, es algo similar a lo que vivieron Tolkien o Torrente Ballester y más recientemente José Zoilo Hernández: no es plantear una trilogía desde el principio, sino que la historia se va construyendo/desarrollando de tal modo que, si se agota hasta sus últimas consecuencias, el volumen a publicar sería, valga la redundancia, muy voluminoso, poco manejable, incluso provocaría pavor en más de uno. Además, en este caso, se promete desde el principio una saga (no hay engaños ni se estira el cuento: es el punto de partida), es decir, una serie con continuidad y progresión, aunque los asuntos podríamos decir puramente detectivescos, los enigmas a resolver, queden finiquitados, no así los personales, las cuentas pendientes con el pasado de Marco Lemurio, lo mucho que no se nos desvela y apenas se deja intuir aquí (“No sé hasta dónde puedo llegar, no me planteo un número concreto de novelas: se trata de poder contar toda la historia de la mejor manera posible”). A buen seguro, será estupendo ver evolucionar a un magnífico secundario como es Céfiro, lo mismo puede decirse de Antígona y su padre, Periandro, pero, sobre todo, ir desvelando la personalidad y las artes de Neóbula, ese espléndido personaje ausente que tanta presencia tiene (“La idea de bruja que tenemos en la actualidad procede de Roma”), lo que ha de venir (el segundo título ya está terminado), visto lo visto en esta primera entrega y teniendo en cuenta mi decantación por los volúmenes centrales (hablando de trilogías aunque lo de Marco Lemurio vaya a ir más allá) -Las dos torres o Donde da la vuelta el aire por ceñirnos a lo citado-, lo que aún hemos de esperar un tiempo para leer ha despertado a mis papilas gustativas y me va a tener salivando hasta entonces (siempre queda la fantástica opción de, puesto que soy tan olvidadizo como he confesado, releer Oscura Roma para tener frescos los acontecimientos).