miércoles, 22 de julio de 2020

LA MEMORIA DE OTROS, LA MEMORIA DE TODOS






   Los leales a este ángulo oscuro del salón que tienen a bien leer todo lo que se publica en el orden en que lo hago captarán en seguida, así lo anuncia el título, que seguimos a vueltas con la memoria, hilo conductor del último escrito dedicado a La otra isla, aunque en este caso lo haremos desde otra vertiente, la que marca Los juguetes de la guerra de Carolina Pobla, publicado recientemente por Maeva. Lo cierto es que (y no hace falta más que echar un vistazo a los libros que uno tenga a mano o a la vista para corroborarlo) es un asunto que siempre está presente (o debería, ahora abundamos en ello), alguien dijo que escribir era hacer memoria, y uno no puede estar más de acuerdo, se tome la frase en el sentido que se prefiera: tanto por dejar constancia de algo sucedido, por recuperar algún episodio/personaje del pasado (personal y/o colectivo, ahora lo desarrollamos), como por la experiencia vivida como autor/lector en la que lo escrito/leído se convierte en parte de su/nuestra biografía, o sea, en parte de nuestra memoria (será algo sobre lo que desvariaremos a ritmo de arpa dentro de no mucho -cuando nos centremos en La avenida de las ilusiones, la por tantos motivos querible ópera prima de Xavi Barroso-). De hecho, tanto lo comentado el otro día sobre la novela de Silvia Herreros de Tejada (aunque ahí se incidía en las traiciones de la memoria, en los engaños -por no decir mentiras- tras los que tantas veces nos camuflamos, los hay inconscientes y los hay premeditados, falsas versiones de nosotros mismos que queremos hacer pasar por la auténtica) como lo que hoy se va a contar podría intercambiarse con lo que abordaremos en la entrega inmediatamente posterior a esto que están leyendo y que versará sobre La sangre de Colón de Miguel Ruiz Montañez, y no es algo premeditado para demostrar ninguna teoría, sino la constatación de que andamos siempre, de una manera u otra, a vueltas con la memoria.

   Como colofón momentáneo (porque, como puede verse, nunca se termina, la de la memoria es siempre una tarea pendiente), me atreví por fin hace pocos días a visionar un documental al que tenía muchísimas ganas desde su estreno en cines, pero al que temía acercarme, era consciente del dolor que me iba a provocar, en lo íntimo como en lo social, en lo que atañe a mi familia, a las lágrimas, suspiros, palabras entrecortadas, insinuaciones entre adultos para evitar que los niños comprendiésemos lo que quedaba muy claro a través del lenguaje no verbal o los sentimientos que se esparcían y percibían, que llegaban directos al corazón, como en la aflicción y la pena de tantas personas con las que se me antoja imposible no empatizar, gentes como esa impactante, conmovedora y perturbadora (en seguida justifico este adjetivo) María Martín que abre la película, mujer de voz gastada, enronquecida, quebradiza, anegada en años de tortura, la de saber que los restos de su madre están en una cuneta y no le permiten desenterrarlos para darles sepultura familiar y elegida, para honrar su memoria. Hablo de El silencio de otros, impresionante trabajo de Almudena Carracedo y Robert Bahar sobre aquellas personas a las que se obligó a aguantar, callar, aceptar, a las que se acusaba (y acusa) de sembrar discordia, reabrir heridas, esparcir rencor (por eso me perturban tanto gentes tan educadas, calmadas, dolientes, que sólo piden lo que es suyo, que sólo anhelan poder seguir la doctrina en que afirman creer quienes niegan derechos), personas cuyos testimonios/realidades sacuden con virulencia, personas que al drama de la pérdida, de la vida segada, de la ejecución de algún ser querido, han sumado el regodeo, la crueldad extrema de quienes se piensan/saben impunes, incluso de sus herederos ideológicos, de aquella mala gente que aún no ensuciaba la tierra porque entonces no caminaba por el mundo pero han asumido/defendido como propios los crímenes, el odio, la ofensa, el insulto, el “te llevarás a tu mujer cuando las ranas críen pelo” que escupieron al padre de María cuando pidió exhumar a su mujer para enterrarla dignamente. Si el alma se encoge al ver a María, con el peso del dolor y la ausencia sobre sus frágiles hombros, con 80 años de tristeza acumulada, sin perder la compostura, caminar ayudada por un andador para llevar cada día unas flores al lugar en que su madre fue abatida, aún descompone y lacera más el hecho de que muriese antes de poder cumplir el deseo de reunir a sus progenitores en la misma sepultura (también antes de que se terminase el documental, no me quedan palabras para expresar lo sufrido ante las imágenes de su entierro). No se trata de ideología, sino de humanidad, de aquello(s) que olvidamos cuando contamos, cuando alguien nos cuenta la Historia, normalmente aquellos que pueden ser considerados, que gustan de serlo así, victoriosos, aquellos que reinventan, ocultan, directamente mienten/inventan, no dan tregua (pero luego, repetimos, son los que acusan de rencorosos -y cosas peores- a quienes simplemente reclaman justicia, “tan poquito” como dice otra de las protagonistas de la que ya es magna obra de Carracedo y Bahar); se trata de que cada uno tiene sus vivencias, su parte, su individualidad, lo que se tiende a dejar fuera para dar visiones generales que, incluso bien documentadas, éticamente formadas y ecuánimemente expresadas, son parciales cuando no involuntariamente sesgadas por naturaleza, siempre dejan algo/alguien fuera, en ocasiones lo fundamental, es decir, el factor humano que tanto nos gusta invocar aquí. Soy consciente de que el introito ha excedido en mucho lo que sería deseable, pero estoy convencido de que Carolina Pobla lo aceptará encantada porque todo esto que les digo está muy presente y tenido en cuenta en las páginas de su tan de agradecer novela, la ya mencionada Los juguetes de la guerra.

   Los buenos oficios y la coordinación de mi Pepa Muñoz nos permitieron celebrar hace un par de semanas uno de los encuentros más entrañables y sensibles que hemos vivido, porque Carolina Pobla posee y demuestra todas las virtudes de su prosa: cálida, cercana, elegante, amena y, por encima de todo, fieramente humana (me perdonarán que hoy incida en/repita esta palabra muchas veces y confío en que mi admiradísimo Blas de Otero disculpe que vuelva a usurparle sus sublimes palabras -que, además, voy a osar parafrasear-). Tomando como punto de partida aspectos/situaciones/vivencias/gentes de su familia (si en su ópera prima, Geranios en el balcón, se inspiró en sus abuelos paternos, aquí recurre a los recuerdos -la memoria- de su madre, una niña en la Alemania de 1942), la autora pone en primer plano a unos personajes/seres a los que, tal vez, solemos dar por hechos o tratar injusta y esquemáticamente, con excesivo maniqueísmo, sin tener en cuenta su también condición de víctimas: los ciudadanos alemanes, los civiles, los muchos que no fueron cómplices ni verdugos voluntarios (ni incluso involuntarios), los que fueron saqueados, violentados, utilizados, desarraigados, manipulados, criminalizados entonces y después; Carolina teje una ficción (“Se lo repito siempre a mi familia: es novela”) con muchísimo conocimiento de causa, esquivando tantos clichés y tratamientos estereotipados que en demasiadas ocasiones trivializan y hacen perder fuerza (y sentido) a la tragedia, a la denuncia, al resquebrajamiento físico y mental/moral de los que son tratados como meros juguetes, como si una persona pudiese sustituirse por otra. La novela sorprende (y desasosiega/estremece aún más) por su tono, por su sutileza, por su inteligencia al invocar la memoria colectiva, aquello que ha quedado fijado (y demostrado), aquello que se conoce sea por testimonios concretos o por los libros de Historia, aquello que es similar porque, como hablamos en su día con Karina Sainz Borgo, todas las dictaduras en el caso de La hija de la española, todas las guerras en lo que ahora nos ocupa, todos los dramas si llegamos a su médula se parecen, no necesitamos que se recree/reproduzca lo que hemos sufrido de tantas maneras a través de la literatura, el cine, la prensa, las investigaciones de expertos; Carolina acierta en grado sumo al prescindir de lo que tantas (aunque nunca serán demasiadas) veces se ha contado, a dejarlo sobrevolar, a hacerlo patente a través de frases, fotografías, insinuaciones, detalles que cuentan mucho sin apenas decir nada (las gafas acumuladas en un cajón, por ejemplo), el conocimiento (y la conciencia) de cada lector, la perturbación crece hasta límites insoportables porque uno lee entre líneas lo que los personajes no pueden saber porque están ocupados en sobrevivir, porque están viviendo lo que nosotros llamamos Historia.

   La estructura de Los juguetes de la guerra, sustentada en mimbres clásicos, aporta algunas de las sorpresas más gozosas de la obra (sí, ya lo hemos dicho en textos anteriores, se puede disfrutar la lectura por más que lo que se cuenta nos acribille el corazón): el prólogo, escrito en primera persona, hace pensar que la historia va a centrarse en unos personajes (la madre de la autora revelando un secreto que afecta a uno de sus hermanos -y al resto de la familia-), pero muy pronto irrumpe la tercera persona, uno de los posibles protagonistas se desvanece, la otra ocupa un papel secundario, la narración (por más que colocando en su centro a la abuela de Carolina Pobla) adquiere un carácter coral, atendiendo a varios personajes que van ocupando el primer plano según convenga. Esto permite que cada uno pueda darse a conocer, expresarse, adquirir un carácter propio, comprobaremos que, como señaló Zola, las peores bestias son las humanas, los monstruos más terroríficos son los innegablemente humanos, no los grotescos, los caricaturizados, los ridículos/ridiculizados, sino los reales, los conocidos, los espantosamente humanos (son aquello precisamente por ser esto). Es admirable y loable el modo en que Carolina aborda el mal, la violencia, la soberbia, la mediocridad de alma de personajes deleznables con contundencia pero sin perder jamás una elegancia formal que contribuye a que el lector se sienta cómodo (si lo prefieren, protegido) entre unas páginas a las que casi todos (por no generalizar) podemos poner/incorporar nombres y apellidos, aunque sean de otra época y otro lugar, porque ha sabido capturar a la perfección eso a lo que a veces nos referimos como “los universales”, por eso jamás hay que menospreciar (y mucho menos silenciar/provocar) el dolor de otros, porque cualquier día puede ser el nuestro, porque en realidad es el de todos, magnífica labor la de Carolina Pobla al hacerlo patente con una novela que destila bondad, comprensión, afán de convivencia, humanidad y humanismo.