Los leales a este ángulo oscuro del salón que tienen a bien leer todo lo
que se publica en el orden en que lo hago captarán en seguida, así lo anuncia
el título, que seguimos a vueltas con la memoria, hilo conductor del último
escrito dedicado a La otra isla, aunque en este caso lo haremos desde
otra vertiente, la que marca Los juguetes de la guerra de Carolina
Pobla, publicado recientemente por Maeva. Lo cierto es que (y no hace falta más
que echar un vistazo a los libros que uno tenga a mano o a la vista para
corroborarlo) es un asunto que siempre está presente (o debería, ahora
abundamos en ello), alguien dijo que escribir era hacer memoria, y uno no puede
estar más de acuerdo, se tome la frase en el sentido que se prefiera: tanto por
dejar constancia de algo sucedido, por recuperar algún episodio/personaje del
pasado (personal y/o colectivo, ahora lo desarrollamos), como por la
experiencia vivida como autor/lector en la que lo escrito/leído se convierte en
parte de su/nuestra biografía, o sea, en parte de nuestra memoria (será algo
sobre lo que desvariaremos a ritmo de arpa dentro de no mucho -cuando nos
centremos en La avenida de las ilusiones, la por tantos motivos querible
ópera prima de Xavi Barroso-). De hecho, tanto lo comentado el otro día sobre
la novela de Silvia Herreros de Tejada (aunque ahí se incidía en las traiciones
de la memoria, en los engaños -por no decir mentiras- tras los que tantas veces
nos camuflamos, los hay inconscientes y los hay premeditados, falsas versiones
de nosotros mismos que queremos hacer pasar por la auténtica) como lo que hoy
se va a contar podría intercambiarse con lo que abordaremos en la entrega
inmediatamente posterior a esto que están leyendo y que versará sobre La
sangre de Colón de Miguel Ruiz Montañez, y no es algo premeditado para
demostrar ninguna teoría, sino la constatación de que andamos siempre, de una
manera u otra, a vueltas con la memoria.
Como colofón momentáneo (porque, como puede verse, nunca se termina, la
de la memoria es siempre una tarea pendiente), me atreví por fin hace pocos días
a visionar un documental al que tenía muchísimas ganas desde su estreno en
cines, pero al que temía acercarme, era consciente del dolor que me iba a
provocar, en lo íntimo como en lo social, en lo que atañe a mi familia, a las
lágrimas, suspiros, palabras entrecortadas, insinuaciones entre adultos para
evitar que los niños comprendiésemos lo que quedaba muy claro a través del
lenguaje no verbal o los sentimientos que se esparcían y percibían, que
llegaban directos al corazón, como en la aflicción y la pena de tantas personas
con las que se me antoja imposible no empatizar, gentes como esa impactante,
conmovedora y perturbadora (en seguida justifico este adjetivo) María Martín
que abre la película, mujer de voz gastada, enronquecida, quebradiza, anegada
en años de tortura, la de saber que los restos de su madre están en una cuneta y
no le permiten desenterrarlos para darles sepultura familiar y elegida, para
honrar su memoria. Hablo de El silencio de otros, impresionante trabajo
de Almudena Carracedo y Robert Bahar sobre aquellas personas a las que se
obligó a aguantar, callar, aceptar, a las que se acusaba (y acusa) de sembrar
discordia, reabrir heridas, esparcir rencor (por eso me perturban tanto gentes
tan educadas, calmadas, dolientes, que sólo piden lo que es suyo, que sólo anhelan
poder seguir la doctrina en que afirman creer quienes niegan derechos), personas
cuyos testimonios/realidades sacuden con virulencia, personas que al drama de
la pérdida, de la vida segada, de la ejecución de algún ser querido, han sumado
el regodeo, la crueldad extrema de quienes se piensan/saben impunes, incluso de
sus herederos ideológicos, de aquella mala gente que aún no ensuciaba la tierra
porque entonces no caminaba por el mundo pero han asumido/defendido como
propios los crímenes, el odio, la ofensa, el insulto, el “te llevarás a tu
mujer cuando las ranas críen pelo” que escupieron al padre de María cuando
pidió exhumar a su mujer para enterrarla dignamente. Si el alma se encoge al
ver a María, con el peso del dolor y la ausencia sobre sus frágiles hombros,
con 80 años de tristeza acumulada, sin perder la compostura, caminar ayudada
por un andador para llevar cada día unas flores al lugar en que su madre fue
abatida, aún descompone y lacera más el hecho de que muriese antes de poder
cumplir el deseo de reunir a sus progenitores en la misma sepultura (también
antes de que se terminase el documental, no me quedan palabras para expresar lo
sufrido ante las imágenes de su entierro). No se trata de ideología, sino de
humanidad, de aquello(s) que olvidamos cuando contamos, cuando alguien nos
cuenta la Historia, normalmente aquellos que pueden ser considerados, que
gustan de serlo así, victoriosos, aquellos que reinventan, ocultan, directamente
mienten/inventan, no dan tregua (pero luego, repetimos, son los que acusan de
rencorosos -y cosas peores- a quienes simplemente reclaman justicia, “tan
poquito” como dice otra de las protagonistas de la que ya es magna obra de
Carracedo y Bahar); se trata de que cada uno tiene sus vivencias, su parte, su
individualidad, lo que se tiende a dejar fuera para dar visiones generales que,
incluso bien documentadas, éticamente formadas y ecuánimemente expresadas, son
parciales cuando no involuntariamente sesgadas por naturaleza, siempre dejan
algo/alguien fuera, en ocasiones lo fundamental, es decir, el factor humano que
tanto nos gusta invocar aquí. Soy consciente de que el introito ha excedido en
mucho lo que sería deseable, pero estoy convencido de que Carolina Pobla lo
aceptará encantada porque todo esto que les digo está muy presente y tenido en
cuenta en las páginas de su tan de agradecer novela, la ya mencionada Los
juguetes de la guerra.
Los buenos oficios y la coordinación de mi Pepa Muñoz nos permitieron celebrar
hace un par de semanas uno de los encuentros más entrañables y sensibles que
hemos vivido, porque Carolina Pobla posee y demuestra todas las virtudes de su
prosa: cálida, cercana, elegante, amena y, por encima de todo, fieramente
humana (me perdonarán que hoy incida en/repita esta palabra muchas veces y confío
en que mi admiradísimo Blas de Otero disculpe que vuelva a usurparle sus
sublimes palabras -que, además, voy a osar parafrasear-). Tomando como punto de
partida aspectos/situaciones/vivencias/gentes de su familia (si en su ópera
prima, Geranios en el balcón, se inspiró en sus abuelos paternos, aquí
recurre a los recuerdos -la memoria- de su madre, una niña en la Alemania de
1942), la autora pone en primer plano a unos personajes/seres a los que, tal
vez, solemos dar por hechos o tratar injusta y esquemáticamente, con excesivo
maniqueísmo, sin tener en cuenta su también condición de víctimas: los ciudadanos
alemanes, los civiles, los muchos que no fueron cómplices ni verdugos voluntarios
(ni incluso involuntarios), los que fueron saqueados, violentados, utilizados, desarraigados,
manipulados, criminalizados entonces y después; Carolina teje una ficción (“Se
lo repito siempre a mi familia: es novela”) con muchísimo conocimiento de
causa, esquivando tantos clichés y tratamientos estereotipados que en
demasiadas ocasiones trivializan y hacen perder fuerza (y sentido) a la
tragedia, a la denuncia, al resquebrajamiento físico y mental/moral de los que
son tratados como meros juguetes, como si una persona pudiese sustituirse por
otra. La novela sorprende (y desasosiega/estremece aún más) por su tono, por su
sutileza, por su inteligencia al invocar la memoria colectiva, aquello que ha
quedado fijado (y demostrado), aquello que se conoce sea por testimonios concretos
o por los libros de Historia, aquello que es similar porque, como hablamos en
su día con Karina Sainz Borgo, todas las dictaduras en el caso de La hija de
la española, todas las guerras en lo que ahora nos ocupa, todos los dramas
si llegamos a su médula se parecen, no necesitamos que se recree/reproduzca lo
que hemos sufrido de tantas maneras a través de la literatura, el cine, la
prensa, las investigaciones de expertos; Carolina acierta en grado sumo al
prescindir de lo que tantas (aunque nunca serán demasiadas) veces se ha
contado, a dejarlo sobrevolar, a hacerlo patente a través de frases,
fotografías, insinuaciones, detalles que cuentan mucho sin apenas decir nada
(las gafas acumuladas en un cajón, por ejemplo), el conocimiento (y la
conciencia) de cada lector, la perturbación crece hasta límites insoportables
porque uno lee entre líneas lo que los personajes no pueden saber porque están ocupados
en sobrevivir, porque están viviendo lo que nosotros llamamos Historia.
La estructura de Los juguetes de la guerra, sustentada en mimbres
clásicos, aporta algunas de las sorpresas más gozosas de la obra (sí, ya lo
hemos dicho en textos anteriores, se puede disfrutar la lectura por más que lo
que se cuenta nos acribille el corazón): el prólogo, escrito en primera
persona, hace pensar que la historia va a centrarse en unos personajes (la
madre de la autora revelando un secreto que afecta a uno de sus hermanos -y al
resto de la familia-), pero muy pronto irrumpe la tercera persona, uno de los
posibles protagonistas se desvanece, la otra ocupa un papel secundario, la
narración (por más que colocando en su centro a la abuela de Carolina Pobla) adquiere
un carácter coral, atendiendo a varios personajes que van ocupando el primer
plano según convenga. Esto permite que cada uno pueda darse a conocer, expresarse,
adquirir un carácter propio, comprobaremos que, como señaló Zola, las peores
bestias son las humanas, los monstruos más terroríficos son los innegablemente
humanos, no los grotescos, los caricaturizados, los ridículos/ridiculizados,
sino los reales, los conocidos, los espantosamente humanos (son aquello
precisamente por ser esto). Es admirable y loable el modo en que Carolina
aborda el mal, la violencia, la soberbia, la mediocridad de alma de personajes
deleznables con contundencia pero sin perder jamás una elegancia formal que
contribuye a que el lector se sienta cómodo (si lo prefieren, protegido) entre unas
páginas a las que casi todos (por no generalizar) podemos poner/incorporar nombres
y apellidos, aunque sean de otra época y otro lugar, porque ha sabido capturar
a la perfección eso a lo que a veces nos referimos como “los universales”, por
eso jamás hay que menospreciar (y mucho menos silenciar/provocar) el dolor de
otros, porque cualquier día puede ser el nuestro, porque en realidad es el de
todos, magnífica labor la de Carolina Pobla al hacerlo patente con una novela
que destila bondad, comprensión, afán de convivencia, humanidad y humanismo.