lunes, 29 de octubre de 2018

EL SENTIMIENTO FANÁTICO DEL LUTO







   En aquellos años, los de la adolescencia, incluso en los últimos de la EGB, indudablemente durante los cuatro que sumaban los también extintos BUP y COU, aunque es una sensación que siempre he procurado mantener viva (y por momentos reaparece prístina, sin interferencias ni vicios, sin condicionantes ni prejuicios), comenzaba la mayoría de mis lecturas (también de las películas y en menor medida -por razones económicas que las hacían más inaccesibles- de las obras de teatro, lo mismo vale para la música, la pintura y otras disciplinas artísticas aunque, lo reconozco, no les dedicase tanta atención como a las dos primeras) como si fuesen un descubrimiento (y gran parte lo eran, teniendo en cuenta mi inexperiencia en esas lides por más que devorase cualquier letra impresa desde muy pequeño: cuántas devociones se fraguaron en aquellos años -y, todo hay que decirlo, cuántas decepciones y cuántas injusticias al no poseer el bagaje suficiente para poder habitar en algunos títulos-), una posibilidad de seguir enriqueciendo mi imaginario, de seguir aprendiendo, de sumar intereses, buscado infatigable nuevas aventuras que vivir al modo de Bastian (sí, siempre regreso a él y espero poder algún día saldar en forma de tonada del arpa la deuda contraída con ese personaje, el libro que protagoniza y su autor). Y recuerdo que sentí un gran estremecimiento cuando, de repente, encontré en una novela una cita que era capaz de repetir de memoria, y de la que identificaba a su autora sin necesidad de consultar ninguna enciclopedia, sé que puede sonar absurdo (los letraheridos me comprenderán) pero fue como adquirir definitivamente la categoría de miembro de pleno derecho de la comunidad lectora, conocer parte (nunca se deja de ampliar) de ese código restringido (por fortuna compartido con tantas personas en todo el mundo) que permite utilizar nombres de pila, títulos mutilados, palabras clave que para otro lector son totalmente comprensibles y llena por sí mismo de significado(s), palabras que quedan impresas en el alma y funcionan al modo de la magdalena proustiana (tal vez sea el mejor ejemplo de esto que venimos contando, al margen de sus capacidades sensoriales, esas que también pueden quedar atrapadas en un único vocablo o nombre -por ejemplo, más allá de otras muchas cosas, la tía Agatha me hace añorar especialmente aquellas noches de invierno leyendo compulsivamente en la cama, las primeras en que nos conocimos). Fue al abrir De amor y de sombra de Isabel Allende, aún atrapado, inmerso y extasiado por la saga de los Trueba-del Valle (una de las varias epifanías literarias que nunca agradeceré bastante a Nati, profesora de Ciencias Naturales del instituto), siempre he creído que La casa de los espíritus resonaba demasiado en mí y no supe apreciar con justicia la segunda novela de la chilena (pero no he dejado de leerla y de recobrar y ampliar el deleite sentido con su ópera prima), el caso es que ahí estaba ante mis ojos uno de los inmortales versos de Violeta Parra: “Sólo el amor con su ciencia nos vuelve tan inocentes”. Lo conocía -como la composición a la que pertenece- gracias a la exitosa y magnífica versión que de Volver a los 17 había hecho unos años antes Rosa León (con la colaboración de Víctor Manuel y Ana Belén), canción/poema que siempre anda rondando porque puede aplicarse y citarse con total pertinencia en muchos momentos de la vida, tal como me ha sucedido (de nuevo) recientemente.

   Volver a los diecisiete, / después de vivir un siglo, / es como descifrar signos / sin ser sabio competente. / Volver a ser de repente / tan frágil como un segundo, / volver a sentir profundo / como un niño frente a Dios: / eso es lo que siento yo / en este instante fecundo”. Lo cierto es que es para quedarse detenido horas y horas admirando el modo en que Violeta (así sin más la adoramos y reconocemos muchísimos) sintetiza tantas cosas y las penetra, desvela, ofrece, explica, deja intuir, sugiere, evoca en apenas diez versos, pero debemos avanzar (ya deberíamos haberlo hecho) y baste con subrayar lo del instante fecundo, resumen perfecto del modo en que uno trae al presente sensaciones del ayer, emociones que tal vez se creían dormidas y hasta desterradas o superadas, olvidadas, agazapadas detrás de las convenciones, de lo que consideramos correcto, de una madurez mal entendida cuando extirpa de raíz aquello que nos define, cuando traza fronteras inamovibles entre lo que conviene hacer y lo que ya (por edad, por posición, por alienación, por estupidez) no debe hacerse. Pero la fuerza de lo auténticamente vital termina por imponerse y nos arrolla haciéndonos descifrar signos, sentir profundo, retirar velos, recuperar anhelos (por más que, al mismo tiempo, nos demos de bruces con lo inapelable, aquello por lo que en parte sepultamos lo que nace en/alberga nuestro corazón: las circunstancias, los ambientes, las gentes que alumbraron todo aquello son irrecuperables -en el sentido físico- e irrepetibles), frágiles como un segundo pero poderosos porque llegamos a la esencia de nosotros mismos, a quienes nunca debimos dejar de ser. Fue comenzar a leer Cinco horas con Mario y sentirme abducido por el túnel del tiempo, no pude resistirme a zambullirme en aquellas aguas profundas y un bastante pantanosas para establecer contacto con un chaval con la edad que decía Violeta (año arriba, año abajo, pero también me prestó el libro Nati y ella llegó al instituto en el curso 1986-87), alguien que leía con frecuencia a Miguel Delibes (tuve la fortuna de que mis profesores dejasen a un lado el consabido -e inadecuado para ganar adeptos- Diario de un cazador para hacernos leer El camino o Las ratas, fue el tiempo en que triunfó la espléndida versión cinematográfica de Los santos inocentes debida a Mario Camus, coincidí en clase con un compañero que rendía culto absoluto al escritor vallisoletano y nos cruzamos varios de sus libros), un lector que sintió el maravilloso vértigo de empezar a leer un libro que desde las primeras páginas sorprende, sacude, transforma, un libro que va inundando los ojos, el corazón, el cerebro, que hace pensar, que interpela, que invade rincones privados, que se queda dentro, que pasa automáticamente a formar parte de esas lecturas troncales y fundacionales de las que seguir extrayendo fruto durante todo el tiempo que se quiere, el que quede libre, el dedicado a lo que tanto (nos) merece la pena.

   Además del encuentro con, podríamos decir, el otro Delibes (aunque hay pocas trayectorias que resulten tan compactas, con las piezas tan perfectamente engarzadas, formando un conjunto rebosante de coherencia y honestidad narrativa y ética, fiel a sus principios hasta las últimas consecuencias), el que abandona su escenario más recurrente (y que de aquello uno pensaba único), el que arriesga, el que innova, el que trasgrede (no es que no lo hiciera en títulos ya citados o en El príncipe destronado -que nos bebíamos después de disfrutar con La guerra de papá, la prodigiosa adaptación cinematográfica debida al enorme Antonio Mercero y que nos entusiasmaba por su sencillez sin saber apreciar su virtuosismo-, pero uno todavía no captaba todas las esencias ni leía entre líneas con la agudeza precisa), al margen de sentir la sacudida de estar ante una novela distinta en el sentido puramente formal, Cinco horas con Mario suponía satisfacer, de alguna manera (de la mejor posible aunque en ese momento la viviese como un sucedáneo -fabuloso, pero sucedáneo al fin y al cabo, ahora lo explico-), un deseo que pensaba nunca iba a hacerse realidad: ser espectador de la versión teatral de la que todo el mundo hablaba desde hacía años (en concreto desde noviembre de 1979, recuérdese que yo leí la novela unos siete-ocho años después). El estreno fue noticia durante varios días, las críticas fueron unánimes (o así las recuerdo), la gente se entusiasmaba, al poco oí hablar (a Chari, la peluquera de casa, a Peña, una amiga de mi hermana que estaba en el teatro cuando eso ocurrió, la cosa empezó a correr de boca en boca) de lo fatigosa y terrible que era la obra en el sentido de lo muchísimo que exigía a la única actriz que la protagonizaba, tanto que se había desmayado durante alguna representación, Cinco horas con Mario empezaba a adquirir tintes históricos por diferentes motivos (algunos mal explicados o peor comprendidos), el caso es que aquel niño que ya gustaba del teatro aunque lo conociese y amase a través de televisión se puso a imaginar cómo sería aquella función en que una señora totalmente vestida de negro (ahí tenía sin saberlo aún la frase y la realidad que le he robado al autor para titular este texto -“Tan sólo el sentimiento fanático del luto y el libro sobre la mesilla de noche la ligaban ahora a Mario”-) hablaba con su marido muerto, por eso, a pesar del entusiasmo experimentado (y de que su lectura me llevó a títulos como Entre visillos, motivo más suficiente para estarle permanentemente agradecido), viví la novela como una especie de eco de lo que imaginaba poderoso, impactante y sobrecogedor (adjetivos que también le cuadran a aquella) sobre las tablas.

   Y, por fortuna, hecho histórico en sí mismo (no lo mío, sino que la intérprete original regrese cada cierto tiempo a un texto que, por derecho propio, es suyo), pude quitarme la espina (y no una única vez) porque Lola Herrera, la única Carmen Sotillo posible (da igual la edad que tenga el personaje o la que tenga ella: ambas se han fundido en una, resulta creíble -y más- en el momento en que la veas), ha regresado en varias ocasiones a Cinco horas con Mario (ahora mismo está en el Bellas Artes de Madrid hasta el 18 de noviembre, pero no queda ni una entrada desde hace tiempo, tal y como viene sucediendo en cada reposición -seguirá después de gira, está inmersa en la que se anuncia como la despedida definitiva desde el pasado abril-) lo que ha permitido demostrar la vigencia del texto y, al mismo tiempo, actualizarlo, poder leerlo con los ojos del presente, hacer justicia a ambos personajes (Carmen y Mario), poder analizarlos con distancia, comprensión y conocimiento sin el maniqueísmo con que (y el propio autor así lo reconoció años después) fueron recibidos/juzgados en su momento, enriqueciendo la actriz con sus propias sabiduría y experiencia a esa mujer que tanto ha callado aunque también (ella misma lo va desvelando/revelando) tanto ha dicho por más que sus palabras hayan caído tantas veces en saco roto. Cinco horas con Mario se ha descontextualizado de algunas interferencias exógenas o coyunturales para permanecer como un implacable (por no ahorrar nada) retrato en el que hay tiempo para la ternura, para la chanza, para la crítica, para la sutileza, para marcar un sublime gol por la escuadra a la censura y, sobre todo, al pensamiento único e impuesto del momento en que Delibes escribe y publica su novela (1966), algo que avisaba a su editor cuando trabajaba en ella: “Vivimos en un tiempo de mentiras, o de medias verdades, que aún es peor. He iniciado una novela cuyo fondo es éste”. El acontecimiento teatral es indudable, no se puede dejar de aplaudir en el patio de butacas y después (esos lujos de espectador que te acompañan para siempre), quise volver al punto de partida para, siguiendo las apreciaciones de Delibes, hacer auténtica justicia con la novela que, repito, no es que no me maravillase en su momento, pero siempre leí y valoré (era uno de los textos obligatorios en COU) en función de la teatral que ensoñaba, algunos me contaban, entresacaba de imágenes de televisión y entrevistas con alguno de sus responsables (película de Josefina Molina incluida que, debo decir, me pareció incómoda, perturbadora, puede que innecesaria en el sentido más puramente artístico, me he negado a revisarla aunque a buen seguro ahora la miraría con ojos muy diferentes a los de hace veintitantos años -la vi cuando la emitió TVE-).

   Carmen se vuelve y entra en el despacho. Vacía los ceniceros en la papelera y la saca al pasillo. Con todo, huele a colillas allí, pero no le importa. Cierra la puerta y se sienta en la descalzadora. Ha apagado todas las luces menos la lámpara de pie que inunda de luz el libro que ella acaba de abrir sobre su regazo y cuyo radio alcanza hasta los pies del cadáver”. Cualquiera diría que es una acotación teatral, tal parece, es el modo en que Delibes concluye el prólogo del libro narrado, por decirlo de alguna manera, al modo tradicional (por más que en la mayoría de las ocasiones es mucho más vanguardista de lo que algunos le reconocieron, cualidad que aún le niegan incluso quienes gustan de su obra, al menos de determinados títulos), el mismo que retomará en las páginas finales. El resto, ya se sabe, es el monólogo de Carmen, subterfugio/hallazgo del autor para esquivar con holgura y sin problemas la censura, la novela no funcionaba tal y como la comenzó, en forma de diálogo entre el matrimonio, lo que Mario decía, pensaba, hacía hubiese sido demasiado para los férreos vigilantes de lo que entonces se imponía como moral y buenas costumbres, la única manera de colarlo (más teniendo en cuenta la nula perspicacia -no digamos inteligencia ni tan siquiera comprensión lectora- de los que llevaban a cabo tal tarea) era que todo lo contase Carmen, echándoselo en cara a Mario, sin posibilidad de que éste replicase, motivo por el cual tenía que estar muerto. Y así se fraguó esta novela que, en todos los sentidos, rompió tantos moldes y aún lo sigue haciendo: una vez -como hemos reproducido al comienzo de este párrafo- Carmen se queda sola con el cadáver de Mario, coge la Biblia subrayada por él y va escogiendo frases o breves fragmentos con los que hilvanar/salpicar su dolido y doliente discurso, su ajuste de cuentas, su petición de perdón, su diatriba, su confesión, su imparable torrente de palabras que constituye una cima absoluta no sólo en la producción de Delibes sino en la de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, manteniendo todas sus virtudes en perfecto estado leyéndola (escuchándola, viéndola representar) en el siglo XXI. Es imposible dejar de escuchar la voz de Lola Herrera, su cadencia, sus inflexiones, mientras se lee una prosa que suena y resuena, un magnífico ejercicio de estilo al que su autor insufla vida, demostrando su privilegiado oído para captar y reproducir un modo de decir, nada chirría ni resulta disonante, es una partitura que reclama ser tocada, es decir, leída/dicha/expresada en voz alta: “El luto es para recordarte que tienes que estar triste y si vas a cantar, callarte, y si vas a aplaudir, quedarte quieto y aguantarte las ganas (…), para eso es el luto, botarate, para eso y para que lo vean los demás, que los demás sepan, con sólo mirarte, que has tenido una desgracia muy grande en la familia, ¿comprendes?, que yo ahora, inclusive gasa, que no es que me vaya, entiéndeme, que negro sobre negro cae fatal, pero hay que guardar las apariencias”.

   Lógicamente, en la versión teatral que compusieron el mismo Delibes y José Sámano (productor que siempre ha apostado por el vallisoletano y volverá a hacerlo en breve cuando estrene la adaptación de Señora de rojo sobre fondo gris que va a protagonizar José Sacristán -quien ya estuvo antológico en Las guerras de nuestros antepasados, producida igualmente por Sámano, la otra “novela oral” de don Miguel transformada también en obra de teatro-) hubo que suprimir muchas cosas o la función hubiese durado cinco horas y puede que alguna más, hacerla legible/comprensible para el público de 1979 (por más que estuviese cerca el contexto en que crecían personajes como Carmen y Mario), ahí reside (en ambas direcciones) el porqué de su interés y éxito: la novela se mantiene vigente porque retrata una época pero, sobre todo, retrata un modo (o modos, los dos que se contraponen) de pensar que, no nos engañemos, no es ajeno al mundo actual, nos alerta, nos advierte, señala con el dedo, abre en canal, de todo ello se beneficia la función en la que, dejando un tanto (o un todo) de lado las referencias localistas y coyunturales, reflexiones sobre política y religión, queda aún más al descubierto la esencia de una mujer que, al no haber tenido oportunidad (o valor) para hacerlo antes, dialoga (porque así lo hacemos muchas veces cuando nos dirigimos a alguien ausente o que no puede responder, así lo señala Delibes mediante algunas expresiones: Carmen replica/contesta a palabras que, aunque no se escuchen, todos percibimos y comprendemos). Y aunque la novela fue durante mucho (demasiado) tiempo interpretada en clave maniqueísta (que no tiene aunque hasta Delibes lo creía y así lo afirma en el prólogo escrito para sus obras completas, dándose cuenta -y alegrándose- de que los años han jugado a favor de ambos personajes, sobre todo de Carmen), la obra de teatro siempre se ha visto como lo que es y queda aún más claro gracias a la madurez alcanzada por su intérprete, alejada de cualquier arquetipo, sin estridencias, dejando fluir las emociones al ritmo preciso (algo que, sin duda, tiene mucho que ver con el hecho de que la función esté dirigida por Josefina Molina, otra gran conocedora del universo delibesiano, elegante incluso en sus trabajos menos memorables): Carmen es una mujer prisionera de sus miedos, gran parte de ellos adquiridos por su educación, atrapada en una telaraña de convencionalismos, presa de las contradicciones entre lo que debe hacerse y lo que le nace dentro, autoconvencida de su rigidez mental, de su solidez moral, alguien que no quiere cambiar pero resquebraja en lo que puede (un tanto inconscientemente) los barrotes de la jaula en que la han encerrado (como a tantas), es decir, el papel adjudicado, sin consentirle pensar y actuar por sí misma.

   Casi como si fuese Mario, he ido apuntando un montón de fragmentos que me han llamado la atención porque podrían haber sido escritos ayer, hoy, hace un rato, porque, cambiando muy pocas palabras, todavía hay muchas Cármenes Sotillo que, por otro lado, quieren seguir siéndolo, por eso se perpetúa la especie, también hay muchas (y muchos) que comparten su discurso, lo que late en él, que se examinan y no se gustan, que expresan su disgusto, su malestar, que se oponen a seguir rumiando su decepción y alzan la voz y que, al revés de lo que sigue sucediendo en determinados ambientes, no quieren un futuro similar para sus hijas: “(…) Menchu, estudie o no, por lo menos, es dócil, y mal que bien aprobará la reválida de cuarto, tenlo por seguro, y ya está bien, que una chica no debe saber más, Mario, hay que darle tiempo de ser mujer, que a fin de cuentas es lo suyo.” Suena terrible, sí, pero tan auténtico que aún da más pavor: Carmen (en contra de lo que pueda creerse) no cae simpática cuando se lee la novela, provoca lástima, dolor y/o rabia, sobre todo en aquella primera y ya lejana lectura, ahora la he comprendido mejor (lo que no significa disculparla), si sólo te cuentan/dejan ver una parte de la historia te la crees a pies juntillas como la única posibilidad, como si fuese lo correcto: “(…) a los pobres les estáis revolviendo de más, y el día que os hagan caso y todos estudien y sean ingenieros de caminos, tú dirás dónde ejercitamos la caridad, querido, que esa es otra, y sin caridad, ¡adiós el Evangelio!, ¿no lo comprendes?, todo se vendrá abajo, es de sentido común.” La Carmen de la novela está muy preocupada por no perder su posición (al menos en lo moral, puesto que en lo social ha tenido que conformarse con menos de lo que cree merecer -y es cierto, aunque ella y un servidor no lo digamos por las mismas razones-): “Yo estoy con papá, Mario, completamente de acuerdo, todos iguales, para Dios no hay diferencias, negros y blancos por un mismo rasero, ahora bien, los negros con los negros y los blancos con los blancos, cada uno en su casita y todos contentos, y si la Universidad esa, como se llame, que nunca acabaré de aprenderlo, me quiere colocar un negro, que pague doble, a ver, que también los perros son criaturas de Dios y al demonio se le ocurre meterlos en casa. (…) no hay ley divina que te obligue a aceptar un huésped de otro color, pues sólo faltaría. (…) si en Madrid no hay negros, que no venga, que te pones a ver y nadie le ha llamado, que estudien en su pueblo, no me vayas a decir ahora que en América no hay universidades, que ya le oyes a Vicente, que bien buenas que son”. Ya lo ven: escrito en 1966 y se despega muy poco de lo que escuchamos hoy mismo a gente que es votada por una mayoría para gobernar un país.

   Si la novela se mantiene en plena forma, la obra de teatro aún más, sobre todo por la manera sutil en que Lola Herrera la ha ido adecuando a su momento, al del público y al personal, siendo la Carmen Sotillo perfecta ayer, hoy y mañana, revitalizando el personaje, deteniendo el tiempo y sin negarlo, un auténtico milagro teatral que hace posible que, casi cuarenta años después del estreno, no se pueda imaginar a nadie más en escena y, como se ha dicho, se relea el original de Delibes al ritmo de sus respiraciones, de su modulación, de su manera de musitar esto y matizar aquello, impregnando incluso aquellas páginas que quedaron fuera de escena, tal es su poderío, su presencia, su grandeza, su manera de saber decir con la intención con que el autor escribió (no en vano ambos son de Valladolid) e intercalar a la perfección palabras como “adoquín”, “despepitada”, “estrambótica” o similares (¡Ese “pelele” que en alguna ocasión ha contado Lola dedicaban ella y las amigas a los “bandidos” que las cortejaban!). Aunque no lo diga exactamente igual en escena (la versión teatral viene en uno de los tomos de las obras completas de Delibes, pero no he querido leerla), es inevitable (y deseable y gozoso) leer el siguiente fragmento dejando que lo haga por nosotros la voz de Lola Herrera: “A mí, Paco, para pasar el rato, pero nada más, que él sería divertido, no lo niego, pero su familia era un poco así, de medio pelo, ya me entiendes, y de que le escarbabas un poco enseguida asomaba el bruto. Y yo, otra cosa no, pero cada cual con los de su clase, buena era mamá, desde chiquitina, fíjate, al tiempo que a rezar, “Casarse con un primo hermano o con un hombre de clase inferior es hacer oposiciones a la desgracia”, date cuenta, y yo no estaba por la labor, que no es que vaya a decir que tú fueses un marqués, clase media, eso, más bien baja si quieres, pero gente educada, de carrera, (…)”. ¡Cómo no se va a adorar a Delibes! ¡Cómo no repetir y ponerse una vez más de rodillas ante una actriz de semejante calibre!

sábado, 20 de octubre de 2018

LAS BUENAS GENTES DEL PUEBLO








   Siempre es un gusto regresar a La Regenta, aunque sólo sea para quedarse en lo obvio, en su primera frase (fabulosa pero también muy cacareada, sobre todo por gente que apenas ha pasado de ahí y se las da de sabihonda), esa que, por más que se repita, descontextualice, utilice sin ton ni son y/o trivialice, no pierde fuerza ni capacidad evocadora o inspiradora, cómo no intentar anticipar todo lo que puede venir detrás de una sentencia tan enigmática, sorprendente, descriptiva, concisa y al mismo tiempo ambigua, tan si se quiere chocante, una sentencia que, por más que la conozcamos, mantiene intacta su capacidad de sorpresa y es cosquilleante promesa de lo que vendrá a continuación. “La heroica ciudad dormía la siesta”. ¿Se puede decir más con menos? Sin exagerar ni un ápice, es posible afirmar que en esas seis palabras se resume toda la novela, ahí queda recogida cuando menos su esencia más profunda, aquello que en gran medida caracteriza y unifica a la amplia nómina de personajes que habita sus páginas (y, por ende, a Vetusta, esa heroica ciudad tan similar a Oviedo, de ahí las ampollas que en su día –1884- levantó la obra, algunas de las cuales siguen hinchándose y doliendo -molestando, si les suena menos punzante- hasta hoy mismo), son seis palabras, como diría el bolero, de las que destilan pasiones, miserias (sobre todo morales), dobleces, angustias, el propio caldo de cultivo en que se cuece todo ello (y más) en ese microcosmos que, como tantos que reciben ese nombre, es una mera representación a escala de lo que en rasgos generales es igualmente propio de otros que también merecen ese nombre literaria y si se quiere vitalmente hablando, al final del mundo entero (ya dijo no sé quién que las cosas grandes son tan sólo bloques de menudencias). Y en uno de estos mundos pequeños, cerrados, aislados (no sólo geográficamente, aunque en el caso que nos ocupa el paisaje, la naturaleza, los fenómenos naturales tienen mucha influencia en este aspecto, en realidad lo condicionan, propician, potencian, exacerban), en, como se anuncia en la contraportada, “un pueblo pequeño en mitad de Castilla en las postrimerías del franquismo”, en un entorno físico y psicológico que posee ecos no sólo de don Leopoldo Alas sino, especialmente, de Aldecoa, Delibes, Pinilla, Martín Gaite, Matute y gran parte de la nunca suficientemente aplaudida y brillante generación que batalló contra la censura, bien directamente, bien con ingenio, sutilezas, dobles sentidos, subtextos y otras espléndidas argucias artísticas y narró (durante y después -salvo, por desgracia, en el caso del primer citado, fallecido en plena madurez creativa-) sin paños calientes ni voces oficiales lo que sucedía en aquella España que, querámoslo o no, no ha desaparecido del todo (incluso se ha reproducido en otros paisajes, en otros escenarios, ya estaba ahí y todavía está, como el dinosaurio de Monterroso), en un microcosmos asfixiante, opresivo y claustrofóbico sitúa Enrique Llamas la acción de Los Caín, su deslumbrante ópera prima, publicada por Alianza de Novelas.

   Como otras tantas canciones y voces consideradas subversivas (algunas estuvieron prohibidas -y los surcos de los discos en que estaban grabadas rayados para evitar tentaciones, descuidos o atrevimientos-, otras silenciadas, amordazadas y/o exiladas, las hubo que permitidas, aunque con muchos reparos y retoques obligatorios, cuando no tachones, para superar la barrera que suponía la censura y ser publicado -también hubo quien, como se indicó más arriba, de esta nada deseable circunstancia sacó inspiración para burlarla con ingenio y soltura-, de algún que otro disco me decía la tía Carmen que no contase en el colegio que lo teníamos en casa), El maestro de Patxi Andión ha formado parte de mi banda sonora desde que tengo uso de razón, antes de comprender del todo lo que su letra (aunque no he dejado de analizarla y de extraerle contenido, todavía es muy necesaria, no habla de algo del pasado como sería de desear) denunciaba sin medias tintas, de ahí que hubiera que maquillar/cambiar alguna palabra para ser grabada, de ahí que durante un tiempo no fuese fácil encontrarla, de ahí que siga arrasando y perturbando con la misma intensidad (o puede que con el valor añadido que aportan los años del oyente en lo que a experiencia y conocimiento se refiere) desde ese comienzo diríase fantasmal, con poco más que una nota sostenida muy en segundo plano que deja casi desnuda la voz del cantautor, rotunda y afilada aunque contenida para estallar en la palabra final de la primera estrofa, precisamente la que da título a la canción (“Con el alma en una nube/ y el cuerpo como un lamento/ viene el problema del pueblo,/ viene el maestro”). Y, como dice la propia canción, por estas y otras razones he escogido una de sus frases para dar título a este texto, fue inevitable acompañar mi lectura con el tarareo interior (aunque a veces se me escapó el canturreo por entre los dientes) de la creación de Patxi Andión, ya que un maestro, un extraño, un ajeno, un elemento indeseado, uno de fuera, una pieza que no encaja, un forastero llega al ficticio pero tan real Somino, trasunto de tantos pueblos (o villas o barrios o comunidades, da igual el nombre cuando se trata de un grupo que se siente diferente al resto y que proclama su singularidad excluyendo a quien no pertenece a ese círculo), es su historia la que sirve como hilo conductor en esta novela coral en la que, por más que casi todos estén identificados con nombres, apellidos y hasta motes (la mayoría burlones, hirientes, despectivos, utilizados para señalar), el auténtico protagonista es el conjunto, la atmósfera ominosa que se cierne sobre aquel punto, el compartimento estanco en que los habitantes/dueños del pueblo (y de sus gentes) salvaguardan sus tradiciones, sus rituales, sus costumbres, es decir, sus odios, sus deudas pendientes, sus prejuicios, sus luchas enquistadas y heredadas, los comportamientos que consideran propios y naturales y que no consienten nadie les venga a juzgar y cambiar, perpetuando inquinas y enfrentamientos cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos y cuyas causas desconocen las nuevas generaciones, sólo saben que deben continuar la labor de sus ascendientes, que deben alimentar (y aumentar) la herencia recibida.

   De algunas cosas sólo sabemos que nos oprimen cuando estamos exentos de ellas” se dice en un momento dado de Los Caín; incluso aunque se vea la situación con ojos más o menos limpios, poco o nada contaminados por lo que en el lugar es cotidiano, inmerso en ella resulta más complicado analizarla, contemplarla con distancia, aunque el que llega de fuera posee otros referentes, otro modo de pensar y actuar, trae consigo una aureola de renovación (por el mero hecho de venir de otro lugar), un aire fresco que alerta y resulta peligroso para la comunidad cerrada en sí misma que sospecha de cualquiera (y lo condena en juicio sumarísimo en que impera el instinto y no la razón, sin escuchar los razonamientos del otro, ¿para qué si sólo existe una verdad, es decir, la suya?, aplicando sus propios códigos, ejecutando una y otra vez sentencias ancestrales y personales que han transformado en leyes), no es insólito (ni mucho menos casual) que la canción citada entronque directamente con esta historia de la que vamos a ocuparnos o con aquella que Manuel Rivas supo concretar en unas cuantas páginas en las que se masticaba el dolor (La lengua de las mariposas no precisaba más, algo notorio en la tan estirada versión cinematográfica -por más que utilizase otras narraciones del mismo autor- que sólo un prodigioso Fernando Fernán-Gómez sacaba adelante). El auténtico maestro, aquel o aquella (no podemos olvidar a las muchas mujeres que, con absolutas vocación y entrega procuraron que los niños de entonces gustasen de la lectura, los números, la Historia) que merece ese nombre más allá de la profesión que ejerce, supone el acceso al conocimiento, a la independencia, al pensamiento propio, al discernimiento, oxigena mentes, abre ventanas, abate barreras, estimula la curiosidad, rompe con lo establecido aunque no sea esa su pretensión, por eso es alguien a conquistar (es decir, convencer, adherir a la causa, fagocitar, anular) o a abatir (o, simplemente, a batir), más aún, como decíamos, en Los Caín, puesto que Héctor, el joven e inexperto maestro, viene desde la capital y sólo por un año, motivo más que suficiente para impedirle alterar ninguna de las condiciones que hacen de Somino un hábitat tan, valga el oxímoron, poco habitable (para el extraño, aunque no sólo para éste). Enrique Llamas no se anda con chiquitas, su prosa es afilada, cortante, árida como aquello y aquellos a los que retrata, su verbo posee la contundencia de lo inevitable, de lo que no se quiere cambiar, la rudeza de lo agreste (utilizando el adjetivo tanto para definir el paisaje como el interior de las gentes) y, al mismo tiempo, una lírica en bruto (nunca mejor dicho), una poética que se escurre entre las palabras intentando horadar la endurecida y sólida coraza bajo la que laten rencores, enemistades y duelos (en uno u otro sentido) de los que ya nadie recuerda de forma clara los motivos o porqués. Como ejemplo del modo prodigioso en que el joven autor hace convivir estas dos pulsiones que alimentan la novela y la convierten en una experiencia inolvidable, valga el modo en que describe el paisaje que Héctor encuentra a su llegada, cuando se ha perdido buscando un pueblo verdaderamente abandonado de la mano de Dios, pero lo que ve (o no ve) a su alrededor es igual de desolador y desolado: “No tenía nada que lo hiciera siniestro, pero le sobraba algo para dejar de parecerlo. Los vientos amarillos se plegaban a las suaves ondulaciones de un terreno que, según la sensibilidad de las yemas de los dedos, al atardecer ya tenía las sombras frías”.

   Enrique Llamas combina los tiempos y hasta las voces narrativas con dominio de maestro, con mano firme que suele decirse corresponde a un escritor maduro y así es como hay que considerarle, no importa su juventud (la edad, como tantas veces se afirma, es una mera circunstancia), como alguien que, aunque a buen seguro nos va a deparar muchos motivos para la sorpresa y la algarabía, tiene bien formada y forjada su escritura, alguien que demuestra oído, gusto, delectación, alguien que debe haber emborronado muchas páginas (o borrado muchas líneas de ordenador o al menos lo ha hecho anímica, mental, vitalmente, se nota que lleva la escritura en las venas, en el corazón, que desborda las yemas de los dedos, que detrás de cada palabra hay una búsqueda -y un hallazgo-). Así, el hecho de que cuente la historia desde el presente, evocada, recreada, sublimada, el hecho de que la narre alguien a quien se la contaron y a veces tiene que imaginar, rellenar los huecos, despejar las incógnitas, detectar incoherencias es, por así decirlo, una vuelta más de tuerca en torno al asunto principal: lo que se lleva diciendo en el pueblo muchos años, lo que está allí antes de que más de dos y de cinco hayan nacido, los estigmas que uno arrastra por sus apellidos, lo que se da por probado aunque no haya sucedido, ese constante runrún que no deja escapatoria, lo que llega sin tener muy claro su origen y sobre todo su realidad pero emponzoña, asfixia, deja huella: “Supongo (…) que lo que sí crece hoy en mis palabras es la hipérbole de lo acontecido aquellos días, porque Somino es de esos lugares que vive de la exageración del recuerdo y la exaltación del detalle”. Y son los niños la semilla para seguir sembrando y, al mismo tiempo, el terreno más fértil para que las deudas se sigan satisfaciendo, mientras otras se generan automáticamente, sin solución de continuidad, esos niños que son aún más impenetrables que sus padres y familiares varios, esos que traen la única lección que allí importa muy bien aprendida (y aprehendida) de casa y, con su corta edad, expresan los sentimientos sin cortapisas ni filtros, en su estado más primigenio, provocando pavor, hablando “(…) como si con sus palabras cavara un hoyo para sepultar a alguien. Había odio, odio claro y depurado en su forma de hablar, odio fino. Jamás se acostumbraría a ese odio en los críos. Odio nítido y negro, venenoso y, sobre todo, con tendencia al contagio”.

   Los Caín sacude en cada página, en cada frase, en cada palabra que parece esculpida, trabajada con cincel, porque así están grabadas en las mentes y los corazones de los habitantes de Somino, al menos lo que éstas explican a los ajenos, ellos ni se las plantean, ni las buscan, optan por seguir alimentando la oscuridad, la cerrazón, la ceguera que les hace comportarse como animales heridos, siempre revolviéndose, atacando antes de/que dejarse vencer, prisioneros y carceleros de un círculo vicioso cada vez más ceñido y con menos diámetro, por eso les estorba cualquier elemento (persona) extraño, mucho más si representa una autoridad a la que (se supone al menos) tienen que plegarse: “(…) aquello no salió de las molleras de los del pueblo, y la Guardia Civil no consiguió, en todas las veces que estuvo con la familia de Julio, averiguar qué había ocurrido en aquel cultivo ni cuáles eran las causas de la afrenta. Su dueño temía que la Benemérita indagara en los motivos por lo que su campo había amanecido muerto y encontrara otros nada agradables. Probablemente dieran con aquello que le hizo, meses ha, robarle un lechal al Llano. (…) Y así un motivo tras otro, perdiéndose en la lejanía y confundiéndose entre ellos, al igual que las copas de los árboles empiezan a parecer la de uno solo cuando forman un bosque. Un bosque que había estado siempre, antes que los abuelos de los abuelos, antes incluso que los muros de la iglesia y sin el que no se concibe el paisaje”. Puede decirse (en parte tal vez lo he insinuado yo mismo) que Enrique Llamas recupera una tradición, en realidad lo que consigue es demostrar la vigencia de modos narrativos que algunos han querido desterrar o dar por obsoletos (cuando el envejecimiento inmisericorde se nota especialmente en el contenido, en historias que dejan de interesar, la manera de contarlas viene después), vigorizándolos y haciéndolos suyos, demostrando su pertinencia y vigencia, porque aquello que nos cuenta no está muy lejos, porque no hace falta mirar al pasado o a los lugares pequeños, perdidos, abandonados/olvidados, y deja clara su perspicacia al hablar de algo sucedido cuarenta y pico años atrás, antes incluso de nacer él, porque al leerlo nos damos cuenta de que el tiempo es lo de menos, de una manera u otra siguen sucediendo hechos (tragedias) similares y es en ese momento cuando el libro adquiere su dimensión plena de documento/testimonio y, al mismo tiempo, de realidad de ahora mismo, escarbando en la memoria de algunos lectores, dando a conocer a otros, haciendo reflexionar a todos, estableciendo puentes entre generaciones que se sienten más despegadas y diferentes de lo que en realidad son. “Lo cuento todo del mismo modo en que se escriben los sueños inmediatos para evitar perderlos -por claros que parezcan- en la neblina de la luz del día”. Que lo siga haciendo, que refrende las veces que crea necesario este auténtico triunfo de la literatura.