martes, 28 de mayo de 2019

SOBRE OJERAS Y COJERAS





   Una vez más apelo a la memoria (y admirable constancia) de los leales a este ángulo oscuro del salón, no es la primera vez que escribo (inspirado por alguna lectura o por mi tendencia habitual a la verborrea) sobre el azar y el destino como fuerzas complementarias, como una única realidad en la que ambas se atraen/repelen al mismo tiempo, no puede darse la una sin la otra, al menos así es como lo veo (tampoco es algo propio ni original) o como he optado por hacerlo desde hace tiempo, suelo utilizar la expresión “destino azaroso” para expresar una ambivalencia en la que me gusta creer, sobre todo para reivindicar el libre albedrío, el derecho a equivocarse, a dejarse llevar, la capacidad de sorpresa, ese punto (o huracán) de imprevisibilidad que nos hace estar alerta y sentirnos vivos, la permanente posibilidad de escapar de la monotonía, de rituales/rutinas, mucho más aún del determinismo, del conformismo, de aceptar lo que venga sin plantarle cara o buscar/propiciar otras opciones o, sencillamente, permitir que sucedan. Y aunque parezca que con lo dicho estoy inclinando la balanza hacia el lado del azar, considero que es necesario asumir que, de alguna manera, aunque sólo sea en lo más íntimo y familiar, todos venimos con un cargamento más o menos pesado de condicionantes exógenos que marcan la senda que hemos de seguir, hay vidas planificadas antes incluso de nacer, un destino (que no siempre tiene por qué parecer/resultar una condena) que se impone y del que tal vez no sea posible escapar, se trata por ello de ir ajustándole las costuras y adecuándolo a nuestros intereses (sí, asumo que no todo el mundo goza de la libertad necesaria para ello, a veces porque así se lo hacen creer o por miedo a rebelarse ante lo que otros afirman es inapelable e inevitable, por eso se trata más de acercar posiciones que de considerarlos antagonistas irreconciliables, anulado uno por el otro -me refiero, claro, al azar y el destino, perdón por la perogrullada, pero como me voy por los cerros de Úbeda prefiero aclararlo una vez más-). Tal vez en parte por esto, aunque podría pensarse (no sin razón) que defiende todo lo contrario (de nuevo apelo a los visitantes asiduos, saben que soy un oxímoron andante, confieso que soy contradictorio hasta la médula -asumirlo y afrontarlo sólo me exonera en parte-), lo que en realidad es muestra de esas flexibilidad y ambivalencia sobre las que estoy soltando el sermón, enganché tanto y tan rápido (en apenas unas páginas me sentí parte de la historia y en ella me quedé) con la estimulante e inspiradora (sé que son adjetivos muy manidos pero no los utilizo con la intención que se les suele dar, creo que de ambos estoy siendo claro ejemplo) ópera prima de Manuel de Lorenzo que Suma de Letras publicó hace casi dos meses, Todo lo demás era silencio.

   Quedémonos con una frase -“Incluso para que las cosas aparentemente más fortuitas ocurran, todas las piezas deben encajar”- que se me antoja un estupendo resumen que, además, apenas desvela nada de una novela con muchas capas, plena de sensibilidad y exploración psicológica y emocional (tal vez haya quien diga que en el fondo es lo mismo, pero quiero destacar con ello la manera tan aparentemente sencilla en que el escritor profundiza en las conductas, los pensamientos, las imperfecciones de los personajes -de cualquiera- a través de una disección elegante pero sin embellecimientos de las emociones), una novela de brevedad muy intensa (precisamente por la concisión, aunque el segundo aspecto esté magníficamente dosificado/concretado) que, aunque provoque más de una tormenta y a ratos nos deje desolados, supone una gratificante caricia, un estímulo revitalizante, una recarga de practicidad que no está reñida con un auténtico y posible buen rollo (que no buenismo) con nosotros mismo y con los demás a la hora de transitar por las zonas sombrías. Tengo la oportunidad de conversar telefónicamente con Manuel de Lorenzo y, tras los saludos y felicitaciones de rigor (cuando, como en este caso, se merecen -lo segundo, claro, lo primero se da por hecho-), lo primero que le pido es que me cuente algo más sobre el asunto de este azar no tan azaroso que aparece en Todo lo demás era silencio: “Creo que fue Borges el que dijo que «llamamos azar a la compleja maquinaria de la causalidad»; yo no me pondría tan retórico, pero entiendo que, aunque en la novela hay diferentes puntos de vista sobre ello, esta idea del azar como un conjunto de circunstancias, a veces aleatorias y a veces no tanto, que al final confluyen en una única posibilidad me parecía interesante. No pretendo hablar del destino ni de la predestinación, pero quería explorar la idea de que aquello que te ocurre es lo único que podría ocurrirte en cada momento, dependiendo de una larga cadena de variables; creo que ese punto de vista es el que explica mejor a los personajes y lo que les ocurre: las grandes decisiones que tomamos tienen consecuencias que prevemos y consecuencias que no y eso es algo aplicable a las pequeñas decisiones que a veces tomamos incluso de manera involuntaria”. Esta podríamos decir falta de absolutismo a la hora de hablar de conceptos que suelen abordarse como si fuesen sólidos, inmutables, incluso innegociables, se traslada a los sentimientos de los personajes lo que dota a la historia de una verdad que en demasiadas ocasiones se deja a un lado al abordar en la ficción (en una narración) asuntos tan sensibles: “La idea conductora de la novela en cuanto a lo emocional es aceptar que no se puede hablar de absolutos en el caso de los sentimientos y las emociones. Es algo que se ve muy claro entre Julián y Fernando: a veces en la amistad existen pequeñas dosis de envidia, de dejadez, de desidia, incluso una parte de enemistad, y eso no es negativo porque, repito, nada es absoluto en este terreno. Por eso aquí no hay personajes icónicos ni arquetipos que defender, algo que nunca fue mi intención, por más que al principio los había diseñado más polarizados, puesto que mi idea inicial era que Julián fuese un personaje mucho más gris, pesimista, muy negativo y que Lucía fuese la que arrojase luz, la personalidad más atrayente e interesante, con la que más se pudiese identificar el lector. Pero la novela fue creciendo por sí sola, como suele ocurrir, y descubrí que lo mejor era que pudiésemos identificarnos con uno u otra según en qué momento estuvieran, equilibrar ambas personalidades, es el binomio entre ambos lo que llena la novela”.

   Identificación que no tiene por qué ser plena ni constante, ya se ha dicho, que a veces puede llegar desde lo opuesto, desde lo que no se es o no se consigue ser, se trata de la verosimilitud que vertebra el relato, conseguida a fuerza de pequeños pero sustanciales detalles (tanto en lo exterior como, especialmente, en lo interior) a los que cada quien atribuirá un nombre y un apellido, los nuestros o los de alguien (o de más de una persona a la vez), depende de qué pieza del puzle examinemos, al fin y al cabo, por más que lo anhelemos/pretendamos, nunca estamos completos, siempre al albur de los caprichos del destino y/o del azar, asumamos que somos imperfectos (por más que, como diría Pablo Milanés, haya quien se acerque a lo que, simplemente, hemos soñado alguna vez): “La imperfección es mucho más representativa de la realidad, al menos en la gran mayoría de los casos, pero es algo que fui matizando e incorporando porque al principio quería que Julián fuese imperfecto en el sentido de que nadie se sintiese identificado con él y que Lucía fuese el tipo de persona a la que alguien quisiera parecerse. Fui encontrando aristas en las que no había pensado cuando esbocé la idea, me di cuenta de que quería hacer un contraste demasiado evidente entre ambos, los dos protagonistas estaban demasiado polarizados, lo lógico es que, como sucede ahora, ambos tengan cosas positivas que puedan inspirar a alguien y también cosas negativas, en ese sentido también cambió Lucía, ambos se fueron acercando e influyendo”. Esta característica bifronte se hace claramente patente (y es extrapolable a otras relaciones -de la novela o de nuestra vida-) en lo que se refiere a Lucía y su madre, relación que permite a Manuel de Lorenzo concluir que “hay un límite muy difuso a partir del cual el cariño entre una madre y su hijo adopta a veces la forma del desprecio”, algo en lo que abunda durante nuestra conversación: “Lo único que a veces nos une con determinadas personas son sentimientos indeseables, pero es lo que te une al fin y al cabo, hay gente con la que cortas pero con otra permaneces unida a través del desprecio, no uno que surge de la nada o que ha estado ahí desde el comienzo, sino que hubo cariño, hubo afecto, proximidad emocional que se fue erosionando hasta quedar en esa cuerda roída que, a pesar de ello, sigue uniendo como ocurre con, por ejemplo, Lucía y su madre que, paradójicamente, mantienen su relación gracias a la indiferencia”.

   Manuel de Lorenzo propone (y subrayo la palabra porque, como se viene destacando, una de sus máximas virtudes es la de no querer sentar cátedra, sino la de plasmar con la mayor veracidad posible el carácter poliédrico, polisémico si se quiere -no hay una única manera de comportarse/actuar ni de ser interpretados- de los sentimientos), un viaje en todas las dimensiones posibles, no sólo física sino (con particular incidencia) emocionalmente, buscando respuesta/explicación a lo que plantea en la nota con que se inicia la novela, la existencia de lugares de los que no se regresa del todo y que nos aportan cosas que no éramos conscientes de haber dejado atrás, “aunque sea para bien y lo que allí quede sean incertidumbres, miedos, pequeñas cojeras a nivel psicológico. Pero también ocurre partes de nosotros mismos que ni siquiera somos conscientes de haber abandonado y que suponían un bastón importante para nuestra vida. Por eso conviene echar la vista atrás, como le ocurre a Lucía, que de pronto añora una época de su vida que no fue consciente de haber vivido así, una época en que no importaba el día siguiente ni mucho menos qué pasaría dentro de un mes o incluso de dos años, la vida entera cabía en una tarde, en un verano y es a esa felicidad a la que quiere regresar”. Y aquí llega un punto divertido que expresa con viveza la libertad que tiene el lector para extraer sus propias conclusiones, puesto que, como han podido leer, Manuel me habló de cojeras emocionales (incluso apuntala la metáfora, nunca mejor dicho, al utilizar la palabra “bastón”), pero yo entendí “ojeras” que, aunque pueda sonar más extraño, también me parece una sensación posible (y hasta diría experimentada) la de parecer que las emociones se fatigan, dan muestra de ello, las arrastramos, dejan huellas visibles y no por causas gratas, notamos su peso, mi equivocación sirvió para redundar en la versatilidad del texto y me permitió señalar la excepcionalidad/el acierto de la voz narradora, que a ratos se mimetiza con los personajes, en otras los analiza, los estudia, saca conclusiones propias como que a los quince años “la vida es ingrávida y accidental” (y después aunque se lo consintamos menos): “No sé quién es el narrador de la novela, lo ignoro, creo que no soy yo, es alguien mucho más reflexivo que los personajes, a veces es omnisciente y sabe todo lo que está pasando por sus cabezas, otras veces especula. El objetivo era ayudar a que se entienda que hay cosas que están vedadas para todo el mundo, incluso para la propia persona, nunca nos conocemos del todo”. Y es estupendo seguir haciéndolo a través de novelas como Todo lo demás es silencio que, si me permite el redactor del dosier de prensa que dé la vuelta a su frase (estoy convencido de que sí: es un viejo y a ratos querido amigo), consigue que algunas de sus páginas se queden en/con el lector para siempre.

miércoles, 22 de mayo de 2019

CUANDO LA MUERTE NO TIENE A BIEN DETENERSE





   Por más que intentemos huir de ellas, las comparaciones (al margen de odiosas, injustas, innecesarias -y algún otro adjetivo que ustedes quieran añadir- o todo ello mezclado) son inevitables, especialmente cuando se trata de recomendar/explicar en pocas palabras la obra de alguien que aún no es conocido (o no al menos mayoritariamente) o debuta en las lides de que se trate y lo más fácil es buscar un referente que permita que aquel que nos escucha/lee se haga rápidamente una imagen mental de lo que queremos señalar y/o de por dónde van los tiros (puede no ser lo mismo: depende no tanto de nuestros gustos como del conocimiento que tengamos en la materia, por ahí pueden encontrar de nuevo a esa absurda que pulula por Twitter -es su única red social, alardea de ello, se conforma con 280 caracteres aunque a veces abre hilos o complementa y desbarra sin freno en textos llenos de inexactitudes, errores clamorosos, ignorancia total- que de un tiempo a esta parte, como ha leído una novela, la utiliza constantemente como baremo/espejo, da igual si viene al caso o no, de ese modo -cree- da el pego). Si nos adentramos en la publicidad, podemos afirmar que, en líneas generales, las comparaciones están a la orden del día, se diría que son algo congénito y básico, que están en su base (de hecho, el que fuese archipopular eslogan que animaba a ello -“busque, compare y si encuentra algo mejor, cómprelo”- tiene múltiples precedentes, no hay más que echar un ojo por las maravillosas publicaciones periódicas de principios del siglo XX), no hay necesidad de citar directamente aquello que puede insinuarse con fórmulas como “las otras marcas” o mediante asociaciones de ideas/conceptos (a veces igual de peregrinos que los de la tal mencionada antes, todo hay que decirlo) al modo de “si te gustó lo que sea no puedes perderte lo que llega”, arma de doble filo que puede generar el efecto contrario al buscado en aquel que no guste de/no conozca/no siga aquello bajo cuyos auspicios se pone el nuevo producto o, todo lo contrario, lo adore/admire/idolatre y esté cansado -o se mantenga alejado- de lo que parece presentarse como una vulgar (y repetitiva) imitación. Y aunque uno comprende y conoce esos resortes (no en vano fueron muchos los años de radio a la vieja usanza con la publicidad integrada en los contenidos del programa, haciéndola en directo), aunque en muchos casos no tienen ninguna intención alevosa, no dejan de parecerme (quedémonos en el mundo de la comunicación) ruido, algo prescindible en el sentido de que quiero hacerme mi propia idea y, sobre todo, no acometer (en este caso) la lectura condicionado de un modo u otro, incluso sin ser verdaderamente consciente de ello.

   Toda esta parrafada viene al caso (o no, ya me conocen) porque prácticamente lo primero que encontré (y no me resulta extraño porque, repito, todos lo hacemos en mayor o medida, es práctica habitual entre los aficionados, seguidores, fans de algo o alguien) sobre El Cuarto Mono de J. D. Barker fueron referencias muy directas, comparaciones claras con el silencio de los corderos, frases de medios de comunicación y/o críticas en que se la señalaba como relevo del título que, sin duda, revolucionó el género (en toda su amplitud y variantes posibles) en los primeros años 90 del siglo pasado, algo que activó todas mis alarmas en dos sentidos (y ninguno positivo): por un lado, temí estar ante el enésimo intento de igualar lo conseguido por una de las películas que no he dejado de adorar desde el primer visionado (cuando apenas sabía algo de ella: septiembre de 1991), encontrarme con un sucedáneo, con un plagio descarado, con un remedo carente de todo sentido y recato como por desgracia tanto abunda (y no sólo en la novela negra/policiaca/de terror); por otro, e imagino que más de uno de ustedes se ha dado de ese detalle, porque, como acabo de decir, lo que un servidor venera más allá de cualquier límite (ya saben cómo soy cuando me pongo en ese plan) es la versión cinematográfica, esa joya absoluta que debemos a la conjunción de los talentos de Jonathan Demme, Anthony Hopkins, Jodie Foster, Scott Glenn, Ted Levine, Howard Shore, Craig McKay, todos los involucrados en el filme, permítanme que destaque a Ted Tally en el guion, porque la solidez de éste es la base firme sobre la que asienta esta obra maestra que, se sigue demostrando/comprobando casi cada día, continúa siendo irrepetible e inimitable. No se puede negar a Thomas Harris, es de justicia, el mérito de haber creado una personalidad arrolladora, impactante, legendaria, un personaje que, literalmente, se sale de las páginas de sus un tanto infames novelas, más atentas a provocar repulsión con truquitos tremendistas y/o efectistas que a graduar la tensión o destilar suspense, con trampas enfáticas y/o giros injustificados o nada desarrollados más allá del simple bandazo, carentes de atmósfera, poseedor de una prosa plana más allá del recurso a truculencias varias que devienen en guiñolescas (recuérdese la traición cometida con quien ya era un icono destinado a perdurar, la espantosa Hannibal con la que Ridley Scott no pudo hacer nada -más que consentir que Hopkins se parodiase hasta el ridículo, algo que, las cosas como son, ya estaba en el original y que Julianne Moore estuviese más perdida que Nemo-), pero Lecter (y todo lo que conlleva) no sería el que/lo que es de no haber llegado a los cines El silencio de los corderos (la mejor prueba de ello es que, por más que después hayan querido convertirla en película de culto, el sobrevalorado Michael Mann adaptó la primera novela en que aparecía el psiquiatra caníbal -El dragón rojo- y la cosa pasó con bastante pena y escasa gloria -con todo merecimiento, hay que decir-). Por lo tanto, como ven, lo mirase por donde lo mirase, tenía muchas razones para mirar de lado -y hasta desdeñándolas- todas aquellas frases que emparentaban una cosa con la otra.

   Debo aclarar que no fue eso lo que me mantuvo alejado de la lectura de El Cuarto Mono cuando fue novedad en las librerías españolas, sino la apretada y nutrida agenda de posibilidades que uno maneja, pero el caso es que hace unas semanas surgió (a través de mi Pepa Muñoz) la posibilidad de asistir a un encuentro vía Skype con su autor, coincidiendo con el lanzamiento en nuestro país del segundo título de lo que ya se anuncia como una trilogía, y queriendo ponerme al día hice una batida por Internet antes de agenciarme un ejemplar del primer volumen que, precisamente, se aparecía en formato de bolsillo ese mismo día. Me habían hablado muy bien de J. D. Barker y, más allá de las referencias a la película de Demme (es a ella a la que todo el mundo se remite, no a la novela de Harris), lo que encontraba firmado por personas cuyo criterio me merece confianza era positivo, así que no dudé en ponerme a la tarea y dejar a un lado la prevención (que, aunque sólo fuese por prurito profesional, había que arrinconar para poder participar en la futura conversación con conocimiento de causa), aunque debo confesar que la desterré en las primeras páginas porque no es que Barker me atrapase, es que me envolvió, me aceleró, me hizo pasar páginas a una velocidad que creía haber dejado muy atrás, aquella con la que me bebía los libros durante los veranos de mi adolescencia, leí El Cuarto Mono en absoluto estado de shock, disfrutando como hacía muchísimo tiempo que no lo hacía (y eso que, los leales lo saben, por aquí se asoman sólo las lecturas que me arrebatan -bien es cierto que se me nota a la legua la predilección por algunas- o, cuando menos, me satisfacen y, gracias sean dadas a quien corresponda, se publica mucho interesante -y demasiado prescindible que quita tiempo y espacio a lo que uno querría leer, sirva como ejemplo esto que ahora estoy contando-), llegando al final sin aliento y cerrando el volumen con regocijo y rendida admiración. Aunque, ya lo señalé antes, yo mismo he recurrido a algunas comparaciones, he citado títulos y/o autores en mi absoluta recomendación personal a gente de mi entorno, lo primero que me nació (aunque se llevaba fraguando desde que fui abducido por la novela) fue decir que Barker no necesita que le pongan etiquetas porque él ya es una en sí mismo, lo que ha conseguido dentro de un género (o subgénero, el de los asesinos en serie) que se ha ido plagando (y abusando, incluso grandes nombres se han convertido en sus rehenes) de tics, manierismos, argumentos trillados, abracadabras previsibles, parecidos excesivos, robos a mano armada (por no decir plagios), lo que Barker ha demostrado (tal vez sea más precioso decir que lo viene/está haciendo, la trilogía está en marcha) es que todavía es posible sorprender/innovar sin pretenderlo (o sin ponerlo por delante/encima de la historia, engañando con habilidad al lector sin preocuparse de epatar sino de que, digámoslo así aunque no lo sea en absoluto, el truco resulte brillante y coherente, que la solución fluya con enorme naturalidad y no sea fagocitada por el proceso, por cómo lo hace, por el notorio regodeo del autor) sin renunciar a convenciones/universales que el público espera/demanda de una forma u otra, logrando una mezcla altamente explosiva (tanto que no lo parece, no se le notan las junturas) entre ortodoxia (o clasicismo, si se prefiere, en el sentido ya indicado) y novedad, una voz muy personal a la que, obviamente, queremos seguir leyendo (pero no sólo por cerrar este ciclo, sino por lo que venga -de hecho, ha terminado una obra en colaboración con James Paterson que verá la luz este mismo año, al menos en EEUU-).

   Tras un prólogo que, como tantas veces, parecerá largo a más de uno (e incluso a mí mismo, pero ya saben que me gusta pormenorizar lo que he vivido antes, durante y después de la lectura, lo que me ha despertado la misma o, como en este caso, cómo la he afrontado, son, repito, memorias/emociones de un lector), entra en escena el personaje principal que, en carambola que no deja de ser una mala imitación de lo que él haría, no es el autor (aunque también) sino el libro que propició la amena y reveladora conversación con J. D. Barker (a través de Skype pero con enorme fluidez, gracias fundamentalmente al magnífico trabajo de la intérprete -que el propio escritor aplaudió-), el que Destino ha publicado recientemente en España (como ya hiciera con el anterior) con traducción de Julio Hermoso: La quinta víctima. Es imprescindible haber leído El Cuarto Mono para entrar en el título que le continúa como merece, conociendo, temiendo, intuyendo, captando los guiños, recolocando piezas, armando el edificio de acuerdo a lo pautado por el autor, asombrándose ante su jugada maestra porque nos entrega una pieza central que amplía horizontes y se erige en tal con todos los honores, no repite fórmula/esquema (más allá de la estructura temporal, detallando casi los minutos), no defrauda sino que va a más, es un segundo título forjado con contundencia y precisión, no es (como tantas veces sucede, por desgracia -o por estirar el chicle, que de todo hay-) un mero capítulo intermedio sino un nudo desasosegante e imprescindible para que los personajes y la trama evolucionen como deben y se expandan hasta hacer lógica (y necesaria) una tercera parte (actúa de la misma manera que, por ejemplo, lo hace Las dos torres, el mejor volumen de los tres que conforman El señor de los anillos -no en vano Peter Jackson, con gran perspicacia y para no desequilibrar el conjunto, retrasó hasta la tercera película algunos sucesos-, lo mismo puede decirse de esa belleza debida a Torrente Ballester y que es Donde da la vuelta al aire -ya sólo el título es una maravilla-, núcleo de Los gozos y las sombras). Haré hincapié en que es imprescindible conocer el primer tomo para, así, volver a incidir en que no estamos ante una continuación forzada/forzosa por el éxito de aquel sino ante una obra compacta repartida en tres libros: “De haberlo querido, podría haber escrito diez libros más sobre esta historia; dicho lo cual, el caso es que sabía desde el principio que en un libro no podría contarlo todo y, así, fui diseminando en el primero detalles que podía recuperar y ampliar en el segundo y lo mismo he hecho ahora de cara al tercero, incluso las dedicatorias dan pistas y anticipan algunas cosas. Siempre y cuando tenga clara la idea general, cuál es el principio, el núcleo y el final, puedo jugar con todo lo demás y van apareciendo muchos detalles que hacen el proceso de escritura muy divertido”.

   Debe pasárselo muy bien escribiendo, se nota en el ritmo, en la fluidez, en el rompecabezas planteado, pero también porque, siguiendo las indicaciones de un auténtico maestro, juega a ser el primer sorprendido: “No tengo un término para describir mi trabajo, el caso es que voy inventándome la historia a medida que escribo, nunca sé cómo va a terminar, es algo que aprendí de Stephen King que me dijo que si yo no lo sabía tampoco los lectores podrían imaginarlo. Por lo tanto, me limito a crear los personajes, a dejarlos en la atmósfera, en el lugar que he escogido para ellos y les permito apropiarse de todo ello. Plantearme retos complica la escritura pero al mismo tiempo es estimulante, a veces el subconsciente va por delante o sugiere detalles que terminan por encontrar su lugar o tener un significado: a veces me veo como en una esquina de una habitación frente a los problemas planteados a los que debo dar solución y encontrar salida”. Y lo consigue con tan pasmosa naturalidad que cuesta creer que algunas cosas no las concretó hasta que las escribió, sabía a dónde quería llegar, como ha dicho, pero no tenía previstas todas las paradas, qué significaban todas las pistas, por qué aparecían en determinado momento, sin duda ese tener que resolver el misterio él primero contribuye a que, a pesar de los muchos meandros y vericuetos, el lector se enrede en sí mismo, en los enigmas, en la asfixia, en la claustrofobia, en cómo el autor estrecha el cerco, pero nunca se sienta perdido ni confundido más allá de lo necesario para seguir leyendo, sólo como parte ineludible para que el inexorable mecanismo de relojería (nunca mejor dicho puesto que la hora a la que cada hecho sucede es básica) funcione con rigor, el mismo que Barker ha aplicado a su escritura, a la estructura, a los detalles, a los tiempos (y el tempo), a que todo resulte plausible: “Empleo mucho tiempo en ser preciso con todos los detalles, especialmente con los referentes al día, la hora, incluso el año, el tiempo que lleva llegar de un punto a otro; del mismo modo, al escoger Chicago como escenario principal, he procurado que todas las ubicaciones existan, porque si no me llegarían mil correos de lectores diciendo que tal buzón no está allí o que esa tienda no está al lado de aquel edificio”. Verosimilitud extensiva a las personalidades que crea, tanto las que amplía y enriquece en La quinta víctima como las que aparecen por primera vez, tanto en lo relativo a los investigadores como a las víctimas y a los demás (mejor no calificar para no revelar más de lo debido), algo que se demuestra no sólo en cómo alterna las diferentes pesquisas, las acciones, cómo cambia de escenario cada pocas páginas (“Ir cambiando el punto de vista de un personaje a otro lo hace todo mucho más interesante y, además, es mucho más realista hacerlo así: las investigaciones se llevan en paralelo, en varias direcciones, cada investigador aporta su visión y tiene destrezas diferentes”), sino los rasgos de humor que se permite, en la verdad que esos momentos destilan, en lo perfectamente que encajan con lo demás (“He pasado mucho tiempo con policías y me he dado cuenta de que sólo los que tienen sentido del humor pueden estar veinte o treinta años en ese trabajo, porque es lo que les permite distanciarse lo necesario de los horrores a los que se enfrentan”), de hecho le confieso que hay un momento en torno a una canción de Neil Diamond que me entusiasma sobremanera (ya de los mini donuts o Clare arrojando objetos a sus compañeros dejo que lo descubran tal cual).

   Antes de empezar a escribir un libro, procuro conocer muy a fondo a mis personajes para que todo resulte creíble: a mis amigos les he dicho alguna vez que si pusiera a Sam Porter en la entrada de Disneyworld sabría cuál es la primera atracción a la que se subirá o qué va a comer en el próximo descanso. Creo que en la ficción se abusa demasiado de personajes totalmente buenos o totalmente malos, algo que no sucede en la vida real. Por ejemplo, tras leer el diario de Bishop, es imposible mantener la primera impresión que nos da, creo que es importante para un autor saber transmitir en algún momento una cierta empatía por los personajes, comprender que hay motivos para sus acciones, turbiedades y matices que hacen crecer a los personajes”. Y eso no significa justificarlos, acusación que ciertas lecturas moralizantes y moralistas hacen al género (recuérdese algunas cosas que se han escrito en torno a Lecter, como si se estuviese glorificando el mal, confundiendo eso que ustedes saben con las témporas), sino hacerlos reales, atractivos y terroríficos a partes iguales precisamente porque nos los creemos, porque sabemos que hay personas así viviendo a nuestro lado (bueno, espero que eso no, a Bishop sólo lo quiero en la ficción), la realidad así lo acredita, el propio Barker ha tenido contacto directo con ellas: “He entrevistado a varios asesinos en serie y todos coincidieron en afirmar que estaban convencidos de que si alguien no les detenía hubieran seguido con su dinámica, creo que es como una adicción, así lo sienten” (de ahí el título de este texto, parafraseando un poema de Emily Dickinson que aparece en la novela). Sin destripar nada (ya me conocen), de hecho, como tantas veces, no he anticipado nada de la trama, no quiero concluir sin, tal y como le dije/agradecí al propio autor, reseñar que el colofón de El Cuarto Mono es uno de los mejores que he leído en mi ya larga vida de aficionado al género negro/de suspense/policiaco, incluso aunque no hubiera tenido continuación: “Fue muy divertido escribirlo, pero debo decirte que no era el original, hay un capítulo más pero nos dimos cuenta de que tenía más sentido terminar así y optamos por eliminarlo. Este, al que llamo “capítulo perdido”, puedes encontrarlo en mi web: aunque hay pistas en el libro que te llevan a él, se puede leer ahí para tener una idea completa de cómo concebí la novela originalmente”. No he querido hacerlo (aunque no sé cómo he sido capaz de contenerme por el momento), quiero esperar a leer el broche de la trilogía (¡Un año!), completar el viaje tal y como se publique y, entonces sí, descubrir después los destinos alternativos, lo que ha ido quedando por el camino, lo que se ha descartado (y ver si estoy de acuerdo o no, igual que con las comparaciones). Mientras tanto, a morderse las uñas toca porque la información que Barker desvela en las últimas páginas de La quinta víctima permite anticipar que la espera se va a hacer muy larga (pero seguro que merece la pena).