sábado, 4 de mayo de 2019

CUANDO COMETÍ DESACATO





   Puede que esté pecando de exagerado (y de afán de protagonismo pero, al fin y al cabo, esto no dejan de ser unas memorias de lector en las que, inevitablemente, un servidor se refleja/retrata, habla de sí mismo por más que -a veces con más fortuna y/o acierto que otras- procure desaparecer, quedar en un segundo plano para poner el foco en lo que importa, es decir, en lo que se ha leído), primero porque tampoco hace tanto de lo que voy a relatar y por el título del texto se diría que voy a remontarme a épocas pretéritas (ya empiezan a serlo, ya son tales cuando hablo de mi niñez y adolescencia), después porque creo que, hablando con propiedad, lo mío no llega a serlo (al fin y al cabo ni calumnio ni injurio ni amenazo, tan sólo falto a una palabra dada), aunque dicho de ese modo suene más rimbombante (y, quiero pensar, llamativo, incitador, lo suficientemente atractivo como para atraer la atención de los visitantes de este ángulo oscuro del salón). El caso es que hace cosa de un par de meses tenía una cita apetecida desde tiempo atrás, iba a entrevistar a Graziella Moreno, escritora sobre la que había escuchado mucho y bueno, alguien muy querida y recomendada por mi Pepa Muñoz y aquellos componentes del grupo habitual de lectores entusiastas reunido por ella que habían tenido el placer (porque así lo calificaban) de conocer alguna de sus novelas anteriores (o todas), el caso es que, como casi siempre sucede, hay quien decide por ti y, de un modo u otro, por esto o por aquello, te obliga a dejar a un lado aquello que quieres e incluso tienes que hacer, sin consultarte, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo (o con pleno conocimiento del asunto pero decidiendo que lo tuyo puede esperar o no llevarse a cabo), en el caso de esta frustrada entrevista se dio una carambola cruel, triste burla del destino, ya que no pude llegar a la hora prevista para, como digo, conversar relajadamente con la escritora pero, además, otro compromiso ineludible (para quien así lo fraguó) me impidió estar más allá de los primeros minutos en la presentación de Invisibles (el título que la editorial Alrevés publicó a comienzos de este año) que ese mismo día tuvo lugar en la Casa del Libro de Gran Vía. Y aquí viene lo del desacato,  puesto que, de algún modo, puede decirse que no comparecí al llamamiento de una jueza (que no otra cosa es Graziella Moreno), que me negué a declarar, que cometí rebeldía (sí, repito, ya sé que suena dramático, pero bien saben los leales lo que me tira -y pone- un buen drama judicial), para colmo en este preciso momento estoy reincidiendo porque Graziella me ofreció la posibilidad de enviarle un cuestionario y me comprometí a ello, pero como algunas obligaciones laborales me han mantenido alejado del blog más de lo que hubiera deseado mientras que el material para textos no ha hecho sino crecer, he optado por una acción más bien rápida (para lo que suele ser mi velocidad, confieso puesto que de estos temas venimos hablando), por no molestar a nadie más de lo debido (me daba apuro llegar con semejante comitiva dos meses después) y guardarme las preguntas para ocasión más propicia, calmada y, de ser posible, cercana, todo si Su Señoría acepta las burdas justificaciones de este testigo (en cuanto lector creo que es pertinente establecer ese paralelismo) y no tiene inconveniente en volver a citarme (y no habrá eximentes, juro que estoy diciendo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad).

   Si, más allá de tramas policíacas y/o de misterio, de gánsteres y detectives, la novela negra clásica sirvió como crónica de una época, como reflejo crudo (sin artificios ni afeites, o sin que se percibiesen demasiado, sin hacer literatura en el peor sentido posible) de lo que sucedía en las calles, de la miseria, de la crisis económica y vital cotidiana antes y después del 29 (no en vano John Dos Passos había publicado en 1925 la en tantas cosas fundacional Manhattan Transfer), si hay títulos plenamente representativos del género en los que si aparece algún policía es como personaje episódico o sin que su profesión sea significativa en la trama (es inevitable evocar a Horace McCoy y su ¿Acaso no matan a los caballos?, tal vez una de las historias más desoladoras jamás contada), si el componente social (sea en abstracto o especificado en el/los protagonista/as), el factor humano como diría Grahan Greee, no puede dejarse de lado, es el que distingue a autores tan brillantes (puede que sea, precisamente, el que les convierte en ello más allá de su pericia para construir narraciones intrigantes, crímenes en apariencia irresolubles, embrollos enmarañados) como Hammett, Chandler, Himes, si en nuestro país encontramos variados, abundantes y talentosos ejemplos de una novela negra digna de tal nombre que, respetando ciertos mimbres, sabe actualizarse, ser totalmente contemporánea, incorporar asuntos candentes del momento, recoger los lamentos, las penurias, la verdad de las calles, beber de lo cotidiano, sin duda Graziella Moreno debe ser citada, aplaudida y reconocida como una de las voces que mejor conoce, comprende y utiliza el género (y sus posibles variantes) para ofrecer novelas como Invisibles, que es de la que nos ocupamos hoy. Lo más grato para el lector es que su experiencia y conocimientos como jueza quedan en el sustrato, en la base, en su comedimiento a la hora de dibujar personalidades, en su cautelosa manera de levantar acta y, sobre todo, en su prudencia para no dictar sentencia cuando quedan tantas preguntas por resolver, preguntas que la mueven como escritora, que la provocan como ciudadana, que lanza a los demás para que no las olvidemos, para que las conozcamos, para que nos las planteemos, para que tomemos conciencia (es decir, volviendo al punto de partida, para hacer auténtica novela negra, aquella que entronca con la social, aquella que tanto tiene y necesita de esta -y no es que uno reniegue, ya saben que no, de la planteada como pasatiempo, entretenimiento, enigma en sí mismo, ficción misteriosa, son modos diferentes de narrar, lo malo es cuando no se hacen bien o cuando alguien se coloca bajo etiquetas o reivindica para sí nombres que no le corresponden-).

   Es muy de agradecer que, en contra de lo que pudiera esperarse (sin duda contagiados por quienes hacen lo contrario, queriendo demostrar una erudición que deja ver su impostura impostora a las primeras de cambio, buscando una verosimilitud/un realismo que, más allá de procurar contentar a los expertos en la materia de que se trate y de alardear de la investigación/preparación llevada a cabo antes de escribir -y olvidando en demasiadas y lastimosas ocasiones que se está escribiendo una novela-, poco o nada aporta a la trama o confunde, sobrecarga, hastía), Graziella Moreno rehúya los tecnicismos, la jerga específica y restringida, las parrafadas legales y/o legalistas abstrusas e incomprensibles para el lego, apenas lo haga en los momentos pertinentes, todo en aras de cimentar/explicar mejor a sus personajes, la autora sustenta su narración en las psicologías de sus personajes, no hace falta estudiarse ningún código, reglamento o similar antes o durante la lectura, se explica del modo más diáfano cuando tiene que introducir algún elemento específico y preciso para no perder credibilidad ni dar gato por liebre (¡Ay, cuánto trilero suelto y el daño que hace al género al imponer o perpetuar aquellas convenciones tramposas que tanta frustración y/o enfado provocan!), son el olfato e instinto literario los que se imponen, por más que el punto de partida pueda estar (esté) en el trabajo diario en un juzgado de lo penal, en datos manejados durante su trabajo diario, en estadísticas como la que aparece en la contraportada del libro: “En el 2017, figuraban en el sistema de Personas Desaparecidas y Restos Humanos sin identificar un total de 6.053 personas. A mediados del 2018, ya se había superado esa cifra. Una media de 38 al día”. Sobre esta lapidaria realidad articula Graziella Moreno Invisibles, señalando con el título la crudeza de un asunto que, más allá de casos concretos que los medios de comunicación transforman en noticia/espectáculo (y que terminan por abandonar, nada más voraz que la actualidad -sobre todo cuando lo noticiable se mide/valora atendiendo a criterios empresariales, al beneficio que reporta- y, todo hay que decirlo, nada más efímero que el interés de la gente), parece no preocupar excesivamente a la sociedad (incluso, más veces de lo que pudiera pensarse, a los propios afectados), por más que, en cuanto rascamos/preguntamos un poco, en cuanto hacemos memoria, quien más quien menos sabe de alguien que un buen día desapareció sin dejar huella (y sin que nadie le echase de menos), es algo que he comprobado en este tiempo cuando he comentado el argumento (sin destripar nada) de la novela, incluso yo mismo puedo sumar la historia de la señora Uti, aquella gran amiga de mi abuela de la que, sencillamente, un día no supimos más ni hubo quien diese explicaciones cuando se preguntó por ella en su entorno.

   Graziella Moreno radiografía a una sociedad más que individualista atomizada, muy fragmentaria y fragmentada, en la que muy poca gente se pregunta/preocupa por los demás, en la que demasiadas personas apenas tienen vínculos con otras, en la que se da por hechos al resto y, salvo que su ausencia altere alguna de nuestras rutinas, no les concedemos importancia ni tan siquiera personalidad (mientras haya alguien que ocupe su puesto y nos proporcione el servicio deseado, poco nos preocupa quién es, cómo se llama, qué siente aquel detrás del mostrador o este a quien compramos el periódico), una sociedad que no echa de menos a quien, si ya era prácticamente invisible a los ojos de tantos, un buen día desaparece. La escritora teje un tapiz heterogéneo de personajes y situaciones que se van relacionando entre sí con suma naturalidad, forjando una estructura sólida en la que las diferentes historias se cruzan y afectan (y enriquecen) con coherencia y sentido, en la que todas tienen el desarrollo que precisan, mezclándose hasta ser sólo una más sin perder sus particularidades, algo en lo que es básico el magnífico dibujo de personalidades protagonistas muy diferentes que coadyuvan de manera asombrosa e impecable al carácter caleidoscópico de la novela. Invisibles alcanza su plenitud y grandeza al no caer en el tremendismo, en el aparataje falsario y/o falseado que exacerba hasta la extenuación lo que de tanto subrayado, de tanto incidir en ello, de tanto buscar el efectismo, termina por parecer ficción; aquí basta con insinuar unos olores (o tufos), un aspecto de la indumentaria, una luz mortecina, la suciedad acumulada, para que la escena aparezca nítida ante nuestros ojos, aquí, por encima de todo, se explora el alma de los personajes, ahí es donde encontramos miserias propias y ajenas con las que convivimos a diario sin ser totalmente conscientes de ello la mayoría de las veces, con ellas vamos a dolernos, espantarnos, estremecernos al ser conscientes de las orejeras emocionales con que nos movemos por el mundo, Graziella Moreno no se va por las ramas ni se enreda en retruécanos o florituras que, a la larga (y a la corta), distancian y hacen perder efectividad, no pretende dar lecciones ni recurre a la moralina (ambas opciones son igualmente peligrosas e indeseables, ambas desarticulan las mejores intenciones -cuando las hay, como en este caso-, ambas desvirtúan la naturaleza de la obra que se empantana en una u otra), escoge con precisión sus palabras, sabe llenarlas de contenido para que el lector, al levantar los ojos del libro, mire a su alrededor con intención e interés, penetrando en lo que se diría (por la nula atención que le prestamos) se consideran meros atrezo y figuración, tomando consciencia y conciencia, es una espléndida bofetada de verdad en forma de emocionante (en su máxima amplitud de registros) novela.