Bien sea a través del cine y/o del teatro (lo digo así porque no puedo
quitarme de la mente la sobrecogedora segunda versión cinematográfica de la
obra que aquí conocemos como La calumnia -más
fiel al texto original de Lillian Hellman, puesto que no había censura en forma
de código que sortear-, aunque también la primera tenía sus virtudes -en parte
por lo que se eludía pero se dejó flotar entre líneas, por las sutilezas que
hubo que agudizar-, no en vano ambas las firmó el gran William Wyler), bien a
través de la literatura (y de la cruda realidad, no en vano la calificamos de
ese modo), el caso es que hemos conocido múltiples ejemplos de chavales (a
veces de muy corta edad) que enmiendan la plana a Rousseau, es decir, que,
siguiendo los razonamientos del filósofo, vienen con taras desde el origen
(todo, cierto es, por no mencionar esa culpa que, sin comerlo ni beberlo, la
religión que nos inculcaron/impusieron en casa -y, sobre todo, en el colegio,
en la sociedad, en lo que nos tocó vivir- nos cuelga desde que nacemos, venimos
con la mácula de fábrica, sólo en el seno de cierta institución podemos limpiarla),
críos que no precisan de una sociedad corruptora para sacar a la luz sus/los peores
instintos, depredadores emocionales y hasta vitales, perversos desde que tienen
uso de razón (si acaso, aunque el modo de actuar de muchos de ellos esté perfecta
y escalofriantemente premeditado, también en ese sentido demuestran su precocidad).
Del mismo modo, por la inocencia, falta de conciencia/malicia, por la bondad
que, más allá de Rousseau, solemos asociar con las personas de corta edad
(dicho sea del modo –“personas”- en que se refieren a ellas en los programas que
se ocupan de la crónica social -ese sí es un eufemismo en toda regla para lo que
suele ser habitual en ellos, vísceras al aire, trapos sucios (o sencillamente
íntimos) a la vista de todo el mundo-), decía que debido a esa imagen/realidad
de criaturas pequeñas que mantienen los sentimientos/comportamientos en un
estado muy primigenio, virginal y/o (qué pesado estoy hoy con la pareja de
conjunciones, perdón) prístino nos impactan sobremanera (y no sólo en la ficción,
basta evocarlo para sentir escalofríos -lo que también puede aplicarse a lo que
escribimos en primer lugar-) aquellos sucesos violentos (y criminales) en que
alguno de ellos es víctima de la irracionalidad, la inmoralidad/amoralidad, el
odio, la degeneración, la maldad pura y dura de los adultos. Rizando un poco
más el rizo, diría que, en gran parte, por más que nos impresione, nos resulte
incomprensible, nos aterre, todo lo que ustedes quieran e incluso más para lo
que no encontramos la palabra precisa, somos conscientes de que llevamos todas
esas y otras pulsiones en nuestro interior (sobre ello escribe y razona con
maestría -no como un servidor- Stevenson en El
extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde) y nunca se puede predecir -por más
que hablemos de socialización, aprendizaje, modelos a imitar y demás- qué
camino va a seguir cada quien, en qué medida, con cuánta intensidad, si resulta
tarea imposible anticipar comportamientos propios y ajenos en personas de edad
avanzada, ¿cómo queremos reducir a lo esquemático, a los reflejos
condicionados, a lo que sea a una personalidad que, dicho en el mejor sentido,
se está moldeando, es muy maleable?
Todo este embrollo que puede resultar, lo comprendo, un tanto ominoso es
la maraña (magnífica precisamente por desasosegante) que Sandrine Destombes no
desteje sino que va enredando más según avanzamos en la lectura, este escenario
asfixiante por tantos motivos es el eje de El
doble secreto de la familia Lessage, su quinta novela, la primera que llega
a España gracias a la tantas veces celebrada en este blog colección Roja &
Negra de Reservoir Books con traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya
García Gallego. No conviene anticipar demasiado del argumento de esta
abracadabrante historia (ya se han encargado de ello -¡Ay, dolor!- las redes
sociales y diferentes comentaristas -me niego a dar otra categoría a quien demuestra
no merecerla- en el país vecino, destripando detalles que no deben conocerse
antes de tiempo -aunque sólo sea porque predisponen el ánimo e incluso las
intuiciones del lector en una dirección u otra-, ya lo hace en demasía el
dossier de prensa español -y aún me duele más pero no puedo menos que indicarlo
por si alguien que tenga intención de leer la novela se lo topa por ahí-), hay
datos/palabras que no se deben decir, motivo por el que, aunque fue una conversación
apasionante, divertidísima, con tiempo para debatir, posicionándonos a un lado
o a otro, tomando partido por este personaje o por aquel, analizando (y
juzgando) hechos y comportamientos narrados, aunque fue una tarde maravillosa
la compartida con tantos compañeros blogueros (con mi Pepa Muñoz, como no puede
ser de otro modo, al frente del grupo) junto a Sandrine Destombes, esta va a
ser una de las ocasiones en que utilice menos material del grabado, téngase en
cuenta que todos los presentes habíamos leído (devorado es más correcto para
expresar lo que la gran mayoría confesamos orgullosos haber hecho, luciendo una
enorme sonrisa de lectores satisfechos) un libro que en francés se titula, sencillamente,
Los mellizos de Piolenc, pero está
bien poner el foco en el doble secreto (los propios niños pero también lo que
les pasó) cuyas aguas pantanosas enfangan al lector (que disfruta chapoteando/braceando
en ellas, al menos el adicto al género) desde las primeras líneas. Fue, por lo
tanto, una charla en que salieron a relucir los aspectos más recónditos (en
todos los sentidos) de la novela, esos que uno no se atreve a imaginar por más
que sean plausibles, esas oscuridades (o completas negruras) que, volviendo un
poco al punto de partida, procuramos mantener ahí, contenemos, refrenamos,
procuramos desterrar pero a pesar de ello dejan una huella (a veces más
profunda de que lo somos capaces de reconocer) en nuestro ánimo, son instintos
que siguen latentes, adormecidos pero no extinguidos, volcanes que en el
momento menos deseado/conveniente/esperado entran de nuevo en erupción con
furia renovada y escupen un caudaloso y destructor río de lava candente (que no
ha dejado de arrasar el interior aunque se creyera calmado o inofensivo).
El doble secreto de la familia
Lessage arranca en 1989, pocos días después de la desaparición de Solène y
Raphaël, hermanos mellizos, a base de breves extractos de programas
informativos la autora nos pone en (pocos, los estrictamente necesarios) antecedentes
y hace avanzar la historia en un par de páginas hasta junio de 2018 puesto que,
aunque el pasado tenga suma importancia y sea, por no resuelto, una espada de
Damocles muy afilada cuyos peso y poso se sienten constantemente (y son latigazos
incesantes, unos más desgarradores que otros, pero todos se llevan algún jirón
de piel -o de algo más profundo-), es en esa fecha tan cercana en el tiempo en
la que va a transcurrir la acción, la ausencia de flashbacks o de capítulos
alternos entre diferentes tiempos tan habituales en títulos con planteamientos
similares (un crimen o misterio no resuelto) dota a la narración de Destombes
de un ritmo implacable, los personajes tienen que avanzar como sea y concluir
su investigación, es algo que de un modo u otro cualquiera que tiene relación
con el asunto lleva enquistado hace casi treinta años o que, irremediablemente,
se convierte en una obsesión que rompe todos los diques, ya no es posible
levantar el pie del acelerador, por más que las claves, las respuestas, los
porqués, las conjeturas y los hechos hundan sus raíces en el pasado, no hay
tiempo material para echar la vista atrás, las piezas irán encajando, los
huecos se irán rellenando, las incógnitas serán despejadas en el presente y es
este el que importa. Ese frenesí juega a veces (al menos así lo percibí y así
se lo transmití a la escritora) en contra del capitán Fabregas porque es un
personaje muy al límite, crispado, agobiado, con cargas heredadas y asumidas
como propias, sometido a presión externa e interna, por más que uno comprenda
la olla en ebullición que él mismo es y en que la vive/se sumerge, llega un
punto en que (me) provoca rechazo, se (me) hace tremendamente antipático,
Sandrine recibe el comentario con una enorme sonrisa (en pocos momentos la abandona,
las cosas como son), porque parece que lo generalizado es lo contrario: “Hay tantas lecturas como lectores, cada uno
lo ve a su manera, es lógico, pero sí puedo decir que no fue algo premeditado y,
de hecho, hay muchas lectoras en Francia enamoradas de él” (y un servidor
podría añadir -y añade- que, por lo comentado con varios de los asistentes al
encuentro, en España no va a darse esa corriente de dejémoslo en simpatía -no,
al menos, con tanta efusividad-).
La insistencia en no desvelar apenas nada del argumento (y hasta en
exigirlo) no responde a que, como puede pensarse, la novela se base en un golpe
de efecto final, en un giro brusco de timón, en la revelación más sorprendente
e inesperada posible, por más que encontremos todo eso (sólidamente forjado,
además), no es sólo por el “quién lo hizo” y el “qué pasó” (que se explica de modo
plausible, sin que el edificio se desmorone, manteniendo coherencia y sin
estafas ni trampas), sino por el viaje que, de la mano de la escritora, hace
cada lector por sus propios demonios, por sus propias miserias o posibilidad de
las mismas, es decir, aquello de lo que hablamos al principio, esas oscuridades
que llevamos dentro, por más dormidas o inéditas que las tengamos, lo que uno
va suponiendo, pensando, especulando, temiendo, las escabrosidades que uno
imagina (y lo confirmamos) son ciertamente más terribles que lo que Sandrine
cuenta y eso que no se/nos ahorra absolutamente nada: “Cuando escribo soy mi primera lectora y en ese aspecto no tengo ningún
pudor ni ningún tema que no quiera abordar, creo que no hay tabúes por sí
mismos sino asuntos que la sociedad considera de esa manera. Por eso, dentro de
lo que estaba escribiendo, todo me resultaba lógico, no me producía ningún
rechazo. Trato
temas delicados, sí, no sólo para el lector también para mí, pero a medida que
me voy haciendo mayor pongo casi todo en tela de juicio, voy perdiendo certezas,
es una cuestión moral que, según pasan los años, se va haciendo más dura y me
voy haciendo preguntas tal vez incómodas.
Del
mismo modo, no juzgo a
los personajes, intento comprenderlos, por eso no me resulta especialmente
complicado escribir sobre determinados temas aunque yo no los acepte. Del mismo
modo, no critico la sociedad, me limito a constatar lo que sucede”. Pero la mayor
sorpresa (conociendo el resultado final) viene cuando la autora revela su
particular modo de escribir: “Cuando
empiezo a escribir no tengo ningún plan, voy capítulo a capítulo hasta que
consigo un resultado satisfactorio, lo hago así porque me divierte. Empiezo a
vislumbrar al culpable cuando llevo escritos unos dos tercios, tampoco lo tengo
pensado desde el principio; de hecho, me interesa aquel culpable del que yo
misma no sospecho cuando ya llevo tanto escrito, jajaja”. También puede
contarse, en relación con esto, que Sandrine trabajó un tanto a la vieja usanza,
como el folletín de siempre, publicando la novela por capítulos en una web en
que los internautas votan si quieren leer el siguiente y así fue construyéndola,
enhebrándola, terminándola a instancias y por decisión de aquellos que, no es
de extrañar, se fueron enganchando y dejándose atrapar (y oprimir) por una
historia viscosa, ambigua, cenagosa, enrarecida, irrespirable, todo un bombón
envenenado que es el que espera (por más que diga lo contrario) el lector
amante del género, novela a la que sólo el gran Chabrol (director al que
Sandrine reconoce admirar) haría justicia en pantalla (tal vez, al menos en la
oscuridad más íntima, en el horror que atañe a los niños, Xavier Legrand podría
estar a la altura).