jueves, 24 de septiembre de 2015

CORAJE BIEN ENTENDIDO







   Es curioso cómo quedan incrustadas en la memoria colectiva, en la cultura popular, incorrecciones, falsedades, frases mal atribuidas que, a fuerza de ser repetidas y no contrastadas, citadas sin conocer la fuente original, terminan por dar la razón a Goebbels; así, por ejemplo, lo que don Quijote le dice a Sancho es “con la iglesia hemos dado”, en minúscula, porque se refiere a un edificio concreto (la del Toboso), y todo lo demás nació fuera de las páginas del libro (pero, claro, hay quien alardea de haberlo leído porque se sabe de carrerilla lo de “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme” y un par de líneas más). Del mismo modo, Lázaro regresó de entre los muertos porque Jesús bramó “ven fuera” y no lo de “levántate y anda” (según Lucas, sólo pronunció la primera palabra mientras tocaba el féretro en que portaban al único hijo de una mujer que era viuda), pero precisamente el adorado Bécquer, en el poema que recordamos en el título de este blog –la rima VII dedicada a ese arpa que ha quedado olvidada en el ángulo oscuro del salón-, es el máximo responsable de la persistente y extendida imprecisión en la cita evangélica (“¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio/ así duerme en el fondo del alma,/ y una voz como Lázaro espera/ que le diga “Levántate y anda”!”). Bertolt Brecht suele ver ampliada su producción literaria con la autoría de unos versos que no salieron de su combativa pluma; en realidad, su creador, el pastor luterano Martin Niemöller, afirmó en varias ocasiones que no era un poema sino parte de un sermón titulado ¿Qué hubiera dicho Jesucristo?, pronunciado en la Semana Santa de 1946, pero todos solemos referirnos como tal a lo que se ha hecho popular (y mal atribuido) con el título Cuando los nazis vinieron por los comunistas, esa verdad lapidaria que seguimos olvidando día a día (“Cuando vinieron a buscarme, no había nadie que pudiera protestar”). El nombre de uno de los grandes personajes imaginados por el dramaturgo alemán, el que da título a una de sus obras más representadas y aplaudidas (aunque, para ser precisos, habría que añadir un “y sus hijos” que la mayoría de las veces se obvia –y que en muchas se desconoce, aunque éste no sea el caso del montaje que ahora nos ocupa-), esa figura nacida como Madre Coraje ha quedado reducida a un epíteto al que se recurre como sinónimo de progenitora sacrificada, entregada, volcada en sus retoños (y, sobre todo, para dar un espectáculo bochornoso en ciertos programas de televisión en los que utilizar a los pequeños como armas arrojadizas), cuando las intenciones del autor iban por otros derroteros, no pretendía ninguna empatía con ella, no quería que el público la compadeciese (pero, como en tantas ocasiones, como venimos diciendo, la mayoría de los que la invocan sólo conocen su nombre, no su peripecia en escena, no el impactante y soberbio texto en que cobra vida).
   Por fortuna, la compañía Atalaya, en 2013, cuando cumplía sus primeros 30 años de existencia (aún nos quedan muchos para seguir disfrutando con su saber hacer, con su amor por el hecho teatral, con sus permanentes inquietud y curiosidad), convirtió en realidad lo que era un sueño acariciado por su director, Ricardo Iniesta, desde el principio: poner en pie Madre Coraje. Lo que es una gozosa realidad que ha podido verse por casi toda España y que ahora ha recalado en las Naves del Español en el antiguo Matadero de Madrid (donde podrá verse sólo hasta el próximo 4 de octubre -¡Dense prisa porque merece la pena y mucho!-), para continuar después con lo que ya es una gira de más de dos años que les llevará incluso a Siberia, este vibrante montaje se fue fraguando con lentitud, reposándolo, sin precipitación, porque su director esperaba que Carmen Gallardo tuviese la edad adecuada para encarnar el rol protagónico (“Y en 2013 tenía la misma que Therese Giehse cuando estrenó la función en 1941”), pero se fueron preparando con un trabajo continuado que fructificó en su primer espectáculo de sala, aquel inolvidable Así que pasen cinco años que desembarcó en 1986 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y que valió a la intérprete un galardón como actriz revelación de la temporada en la ciudad, una carta de presentación que les tuvo dos años de acá para allá, texto lorquiano al que van a regresar en 2016 en coproducción con el CDN. De todo ello pudimos charlar con Ricardo Iniesta, quien tuvo la amabilidad de abandonar durante un rato los preparativos lógicos antes de una función para compartir el entusiasmo por el teatro, la satisfacción por un trabajo que no deja de cosechar distinciones, vítores, espectadores, críticas elogiosas, el inevitable y lógico orgullo ante una compañía que mantiene una amplia y constante presencia en la cartelera de cualquier lugar (no en vano tienen varios espectáculos girando a la vez, todos ellos manteniéndose vivos durante mucho tiempo –incidamos en el hecho de que Madre Coraje ha llegado a Madrid dos años después de su estreno y que aún no ha terminado su periplo-). Y hablamos, por supuesto, de cómo se dulcifica y manipula la figura central cuando se hace referencia a ella como una mera etiqueta: “Se ha utilizado el término “madre coraje” de una manera extraña, se ha reducido a un estereotipo que no tiene nada que ver con lo que se cuenta en la obra: aquí es un eufemismo, se habla de un coraje que supone tirar hacia ella y perder a sus hijos, lo que le importa es salvar la carreta. Aunque ha habido algún director que ha llegado a considerarla una hija de puta y tampoco estoy de acuerdo con esa visión: es víctima y verdugo al mismo tiempo, es una pregunta arrojada a los espectadores: ¿Usted qué haría en esa situación? Si salvas la vida a tu hijo, pero no tienes medio de vida, ¿qué vida te espera? ¿Cómo lo haces? Es todo un dilema moral, Brecht no pretende ser cómodo. Sí hay una heroína, pero indudablemente esa es Katerina, la hija muda”.
   “Esto es la guerra, ¡hermosa fuente de ingresos!”, esa es una de las frases que taladra la mente de los espectadores, que pone el dedo en la llaga y aprieta, estrangula, horada, así es Brecht: no hace concesiones, no tiene piedad, nos lanza al más insondable de los abismos, profundiza en los recovecos más oscuros de eso que se ha dado en llamar “la condición humana”, se revuelve ante lo miserable de la misma, escribe en el fragor de la batalla, bajo la bota que aplasta, mientras la sangre no cesa de manar, asqueado ante el silencio de los cobardemente neutrales, horrorizado ante la complicidad y el asentimiento de los mansos, espantado por la facilidad con que algunos ponen en almoneda su ética, por cómo cruzan sus fronteras morales sin descomponer el gesto y regresan a antiguas posiciones con la misma imperturbabilidad, el dramaturgo hace que sus personajes crucen todos los límites y apela al espectador para que éste actúe en consecuencia, es claramente activista, no quiere que nadie piense que no hay solución, que se contagie por el derrotismo que a tantos sirve para seguir llenándose los bolsillos a costa del sufrimiento de los demás y por eso lanza sus misiles en forma de sentencias como “ninguna causa está perdida si queda un insensato dispuesto a luchar por ella”. Hubiese sido muy sencillo (y esquemático) dirigir al público, actualizar lo que se cuenta en la obra, gente en permanente huida, en constante peregrinación, buscando refugio en lugares que se les muestran hostiles, pero Ricardo, como siempre, ha confiado en el texto y en el público, Brecht sigue vigente, no hacen falta subrayados innecesarios: “Con todo mi cariño y respeto para compañeros, algunos muy cercanos y afines, creo que es una equivocación actualizar continuamente, convertir a Hamlet en un ejecutivo, llevar la Orestíada a la guerra de Afganistán, incorporar nombres de la actualidad, concretar en hechos reales, en sucesos de ayer mismo. La grandeza de la tragedia griega es que sirvió entonces, sirve después y lo seguirá haciendo dentro de otros miles de años; hay que universalizar, cuando obras escritas en un momento del que dan buena cuenta se traen a lo cotidiano, a lo de ahora, se da ese fenómeno que denomino “garbancero y de huevos fritos”, resulta que éstos se rompen pronto y se pudren. Me gusta hablar, como han hecho otros, de “textos piedra”, algo que dura siglos, milenios, la piedra tiene un peso, no se acaba con ella así como así”.
   La compañía Atalaya lleva desde 1983 apostando por un teatro “de interrogantes y emociones”, por eso rehúye todo lo que pueda resultar artificioso, opta, como en este caso, por una escenografía desnuda, en mitad de ninguna parte, un lugar que podría estar a la vuelta de la esquina, poniendo el foco en unos intérpretes que se manchan, sudan, padecen, expresan la nostalgia y la ausencia con canciones magníficamente integradas en la acción, tonadas que nos hacen evocar un destino común (“Sí, quería que el centro de Europa estuviera presente desde el inicio y a eso ayuda muchísimo el acordeón, que es un instrumento especialmente emocional”), integrando a unos cuantos espectadores en escena, sentados en un par de gradas que flanquean a los actores, en las que ellos se sitúan en algunos momentos: “Utilizo a esos espectadores como metáfora de lo que está pasando mismo: hay civiles que están inmersos en la guerra, a expensas de recibir un disparo, un golpe, desamparados ante la fiereza de los hechos. Así se encuentran los que se sientan en esas tribunas frente a los actores: puede llegarte un salivazo, ser rozado, mirado a los ojos, pero todo está controlado que no tengan miedo, aunque lo vivirán de cerca, lo sentirán. Y el resto, la mayor parte del público, está lejos, de frente, son la cuarta pared, viendo la vida desde la barrera, tal y como hacemos ante las noticias de cada día”. Pero la energía imparable que se va acumulando y generando arrolla a todos los espectadores, se palpa, te perturba, te asola pero te impele a rebelarte, a actuar, a no permanecer inactivo, a oponerte, he ahí el modo en que Atalaya sabe hacer teatro, he ahí una de las claves de su éxito; otra podríamos encontrarla en que, aunque es reconocible su estilo, éste siempre está al servicio del autor escogido, del texto representado: “Uno de los graves problemas que he visto en muchas compañías europeas es la mímesis, copiarse a uno mismo, algo que me parece patético, aún copiar a otros tiene un porqué, y eso me da mucho miedo; por eso voy eligiendo textos muy diferentes y buscando otros ángulos o puntos de vista”. Y, así, mientras su visión de Ricardo III y Medea continúan representándose, con esta Madre Coraje con mucho por dar, cuando ya se sabe que repetirán experiencia en las Naves del Español con Marat/Sade, preparan ese Así que pasen cinco años, treinta después de su primera versión, siempre fieles a un sentir: El teatro me gusta como aventura, no como turismo: no sabes dónde vas, retrocedes porque ese camino no lleva al lugar deseado, nunca te muestras aventurado pero sí aventurero, se trata de manejar la intuición pero con la ayuda de una brújula, unos objetivos, una metodología, el rigor de los actores y, sobre todo, trabajo, trabajo, trabajo”. Y, si se me permite la obviedad, un punto de coraje, esa fuerza inherente a cada montaje de Atalaya.

martes, 22 de septiembre de 2015

ESCRIBIR COMO AGATHA CHRISTIE






  Hace unos días, como tantas veces, los británicos estaban de fiesta para celebrar la literatura, sin complejos, sin etiquetas, sin matices, viviendo lo suyo, orgullosos de su herencia (ahora que tanto se habla de patriotismo, uno sólo está dispuesto a reconocerse patriota de la tierra cimentada en la palabra, en lo escrito, en lo imaginado, en lo reflejado, en lo plasmado sobre papel, esa patria siempre la sentiré como propia), incorporando la cultura a lo cotidiano, sin imposiciones, haciéndola fluir, convirtiéndola en necesaria porque siempre está presente, al alcance de la mano, porque se facilita el acceso, porque se sabe crear curiosidad, porque Shakespeare está en el aire, porque se promueve que Milton, Jane Austen o Henry James (nacido en Nueva York, pero nacionalizado británico) aparezcan casi en cualquier conversación, porque libros tan estimulantes como los de Enid Blyton, Beatrix Potter, Roald Dahl o Michael Morpurgo son los que acompañan a los estudiantes en sus primeros pasos como lectores, porque no olvidan una fecha sin necesidad de que sea redonda, esos centenarios en ocasiones mal diseñados y peor gestionados que provocan el efecto contrario, es decir, que la gente se hastíe de algo antes incluso de leerlo. Pero, como decíamos, hace unos días Agatha Christie cumplía 125 años (es el privilegio de la inmortalidad: seguir celebrando cumpleaños), y todo era recordarla, agasajarla, reivindicarla, aunque es algo que hacen de natural, día a día, felices porque es una de las autoras que más sigue vendiendo en todo el mundo, porque es un continuo acontecimiento, porque hablan los lectores, los admiradores, los que le rinden culto, los que no se acomplejan porque sus novelas tuviesen (y tengan) tirón popular, ediciones asequibles (que algunos denominan “baratas” con un tono peyorativo que incluye al contenido), fama mundial, refrendando una y mil veces su título, su cetro, su corona, su realidad como auténtica reina del crimen, más allá de cualquier eslogan o reclamo publicitario.
   ¡La de veces que alguien me habrá dicho “parece mentira que alguien que lee tanto como tú, que estudia la literatura, que vive para ella, ponga por las nubes a una escritora tan mediocre”! Bueno, para empezar, me gustaría saber con quién la comparan, a quién leen ellos, cuáles son sus autores de cabecera, cuántas novelas de la Christie han leído, qué criterio mantienen, porque en la mayoría de las ocasiones son tan sólo frases hechas, poses para fingir una cierta aureola intelectual, algo que escucharon decir a alguno que consideran autoridad (y que la mayoría de las veces no se ha molestado en conocer mínimamente aquello sobre lo que pontifica); sea como sea, y hablo personalmente, jamás he pretendido comparar a la tía Agatha con autores de mayor fuste y calado dramático, la coloco en su lugar, en su género, en su estilo, y sigue siendo revolucionaria, efectiva, precisa, sorprendente, entretenida, que es lo que ella pretendía (como muy bien me contaba recientemente Mariano F. Urresti –autor de la estupenda Agatha escribía con sangre, ya glosada en este blog-, nuestra autora no tenía otra aspiración que la de atrapar al lector hasta la última página y no darle gato por liebre, manteniendo una escritura ágil, basada en los diálogos, nada fácil de imitar por otro lado, demostrando buenos recursos, capacidad de síntesis, dominio de la sintaxis para engatusar al lector jugando limpio –especialmente reseñable es el modo en que consigue burlar la impostura a que obliga el planteamiento de El asesinato de Roger Ackroyd sin hacer trampas-). La auténtica prueba de fuego es que, una vez conocida la resolución del misterio, hay narraciones como Testigo de cargo, Diez negritos, Telón o Asesinato en el Orient Express que aceptan la(s) relectura(s) porque el goce que proporcionan no disminuye, porque es asombroso comprobar cómo las pistas estaban diseminadas, ante nuestros ojos, prácticamente a la vista, llamando la atención de la materia gris que no sabemos utilizar, porque no todo se basa en el golpe de efecto final, en señalar como culpable a la persona de la que nunca sospechamos o en confirmar nuestro presentimiento (o agudeza), porque la investigación, el desarrollo, el conflicto es interesante en sí mismo, porque la sorpresa está garantizada ya que siempre hay mil detalles sueltos que uno no recuerda, porque las tramas suelen estar muy meditadas, firmemente atadas, porque tía Agatha se guarda un as y lo juega en el momento adecuado.
   Y cuando tantos han pretendido imitarla y se han quedado precisamente en eso, en un triste remedo, en un plagio mal camuflado, en un patético intento por acercarse a sus logros, Sophie Hannah ha conseguido lo que parecía imposible: resucitar a Hércules Poirot respetando su esencia, poniéndose a la sombra de su creadora, satisfaciendo las expectativas (incluso superándolas), consiguiendo que sintamos regocijo ante un magnífico regalo para los múltiples admiradores de la Christie, es decir, una nueva novela con el detective belga como protagonista. Los crímenes del monograma bebe de las fuentes prístinas, recupera al peculiar personaje a finales de los años 20 del siglo pasado (en 1920 apareció su primera aventura, El misterioso caso de Styles, ópera prima de su autora), con una manera de escribir muy diferente a la de su referente, Hannah logra respetar el ritmo, el tono, la cadencia, el modo de enredar la trama, utilizando con sumo acierto algunos de los elementos recurrentes y favoritos de Agatha (identidades falsas, disfraces, el pasado influyendo en el presente, crímenes que quedaron sin resolver o sin pagar, heridas abiertas, venenos, comunidades pequeñas), presentando un Poirot no más ridículo ni caricaturesco de lo que fue desde su nacimiento (pero con toda su parafernalia y rarezas), quien, por momentos, diríase pronuncia parlamentos tomados literalmente de las historias en que su creadora le dio vida, tal es la capacidad mimética que Sophie Hannah demuestra, sin que la sombra de la copia sobrevuele porque esta británica posee pulso y voz propios, pero ha sido capaz de ponerlos al servicio de la complicada tarea aceptada. Sí, a buen seguro nuestra tía encontraría innecesario el número de páginas de Los crímenes del monograma, porque ella era capaz de sintetizar en un interrogatorio lo que a otro le ocupa más espacio, pero en ningún momento sentimos que la trama se está hinchando o que Hannah se recrea en lo fútil porque, al modo de la Christie, el detalle más nimio puede cobrar importancia en un momento dado y el buen gusto con que está narrado, el cariño que se percibe en cada palabra (y tal vez el miedo, las ganas de salir corriendo y rechazar la oferta, lo que refuerza el cuidado, el mimo y la paciencia casi de orfebre con que se ha ido construyendo la novela), la precisión de metrónomo que nos lleva a pasar página tras página para no perder el ritmo, la emoción con que seguimos leyendo no se ve defraudada en ningún momento y, en ocasiones, entornando un poco los ojos, podemos llegar a creer que estamos ante un inédito de la tía Agatha. Ojalá todos los pretendidos homenajes estuviesen a esta altura y fuesen muestra del respeto literario que indudablemente merece (ahora sólo falta que, para cerrar el círculo, Sophie Hannah, porque no puede ser otra, haga lo propio con Miss Marple –tengo el pálpito de que lo alcanzado con Poirot se puede quedar pequeño si la autora de La cuna vacía pone sus ojos sobre Saint Mary Mead y potencia aquellos rasgos primigenios de la anciana que Agatha fue dulcificando cuando el personaje empezó a hacerse tan popular como el belga y, por así decirlo, la hizo menos entrometida y cotilla que en Muerte en la vicaría, la primera novela en que apareció, pero igual de curiosa, un imán para los crímenes-).  

jueves, 10 de septiembre de 2015

LA MEMORIA QUE SOMOS





   Más allá de lo mucho que me marcó la lectura de El olvido que seremos, me permito jugar con su título para encabezar el presente texto porque Héctor Abad Faciolince fue uno de los varios autores que Juan Cruz me descubrió en su inolvidable época como editor en Alfaguara, sello que le debe algunos de sus éxitos más imperecederos, alianzas editoriales que siguen dando fruto y alegrías a los lectores, momento en que el periodista y escritor actúa con olfato, oficio y conocimiento para ir ampliando el catálogo de la editorial, para ensanchar horizontes, para contagiar su entusiasmo y pasión por la letra impresa, por las creaciones de otros, por el talento ajeno, involucrándose hasta las cachas, jugándosela por aquello(s) en lo(s) que cree, haciéndonos desear la posesión del libro cuyas excelencias sabe cantar más allá de las cuatro frases publicitarias o del en tantas ocasiones erróneo, poco informado y mal redactado resumen que aparece en una solapa o en la contraportada, porque se lo ha leído de cabo a rabo y no una vez solamente, porque lo ha analizado y sentido como lector, porque se ha dejado guiar por su instinto, porque lo ha puesto en común con sus contemporáneos o con la obra precedente del autor, en definitiva, porque hacía sus deberes para obtener los más preciados laureles, porque jamás se limitaba a cubrir el expediente o escurrir el bulto. Por eso se echan tanto de menos aquellas mañanas en el Círculo de Bellas Artes, aquellas presentaciones en la sede de Alfaguara, aquellas comidas en el Wellington, las múltiples ocasiones en que Juan Cruz convocaba a los colegas, a los interesados por el mundo editorial, a otros lectores tan emocionados como él, para compartir un café, un aperitivo, lo que se terciase pero sin perder de vista el objetivo primordial: hablar sobre un libro, charlar con un autor, compartir momentos mágicos como cuando José Saramago no pudo contener las lágrimas al evocar cómo echó de menos a Pilar, su mujer, cuando le dieron la noticia de que había ganado el Nobel en el aeropuerto de Francfort u otros ciertamente violentos, especialmente aquel mal trago vivido en silencio tenso y con el estómago casi cerrado (a pesar de la exquisitez de los manjares servidos) cuando Fernando Vallejo se declaró en pie de guerra a la hora de presentar La virgen de los sicarios (aunque Juan consiguió no perder la sonrisa e intentó atemperar los ánimos más allá de lo que le correspondía como editor).
   Y es en Alfaguara donde se publica El niño descalzo, nueva entrega memorística del escritor canario, quien como en tantas ocasiones recurre a lo vivido, a lo asumido, a lo recordado, a las experiencias que le han ido transformando en el hombre que escribe casi en tiempo real (va datando el proceso según avanza, señalando las intermitencias en su elaboración, estableciendo nuevos paralelismos, matizando o reformulando algo que afirmó anteriormente y que ahora contempla bajo otro prisma o al menos manejando nuevos datos, otros razonamientos, enriqueciendo su discurso), Juan Cruz vuelve a partir de sí mismo, pero consigue no quedarse en su ombligo, no pretende cantar sus virtudes, no busca la gloria ni dejar en la memoria de los hombres su canción (él, que cita con absoluta propiedad, con un conocimiento enciclopédico, me permitirá jugar con una de las frases más populares de Antonio Machado) sino, como ya hiciese en, por ejemplo, La foto de los suecos, Ojalá octubre o sus espléndidos Egos revueltos, lanzar inquietudes, preguntas (en parte por deformación profesional, a buen seguro como rémora de su aversión cuando era niño a que le formulasen interrogantes para los que no tenía respuesta), evocaciones, conjurar el olvido, oponerse a la fragilidad de los recuerdos, a cómo los borramos de un plumazo para que otros ocupen su espacio y así sucesivamente, a lo efímeros que somos por definición, a lo poco que practicamos la vigilancia de quiénes somos verdaderamente, es decir, el modo en que influyeron e influyen en nosotros los hechos vividos por los que nos precedieron, también por los que ya están recogiendo el testigo; por encima de todo, Juan es un escritor que celebra la vida, sin duda la propia, claro, es lo que tenemos más a mano, es lo que nos afecta, es la tarea en la que siempre estamos envueltos, pero privilegiando y colocando en un lugar destacado la de los demás, la de la gente a la que ha querido y aún quiere, la de aquellos a los que admira, la de aquellos a los que conoce, la de encuentros episódicos pero definitivos, la de anécdotas mínimas pero perdurables, la de su nieto Oliver, ese niño que le maravilla y asombra, que le permite ser testigo de cómo una personalidad se va desarrollando, comprendiéndose mejor gracias a ese espejo limpio de prejuicios y de problemas y angustias que son de la gente mayor (en esta ocasión me limito a copiar una frase de una canción de Roberto Carlos, seguro que Juan sabrá transformarla en la de alguien de trascendencia literaria), alguien que aún tiene un equipaje vital muy ligero y, sobre todo, nada contaminado, prístino, espontáneo, directo, sin filtros ni máscaras, estableciendo lazos comunicantes entre el crío de cuatro años y su madre, Eva, la hija del autor.
   Y movido de alguna manera por aquella estremecedora frase que sirvió como título para la magnífica ópera prima de Agustín Díaz Yanes como director, Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, Juan Cruz inicia una emocionada carta a su nieto no “sólo para que sepas de mí, de lo que he vivido y de lo que hemos vivido, e incluso de lo que vas viviendo, sino para que sepas qué me pregunto hoy, qué siento, qué suena hoy a mi alrededor, qué se escucha, qué somos, qué fuimos, de qué me acuerdo, de qué me quería olvidar (…), como si estas palabras te fueran a llegar en un último suspiro, ese mensaje que uno quisiera ser para prolongarse más allá de la respiración, de la mirada y del cuerpo; uno quisiera seguir siendo en el aire el aire mismo, una sombra de la sombra, una sombra en la pared oscura”. Y, como digo, no lo hace con afán ególatra, por creerse importante, sino por practicar él mismo ese ejercicio al que invita a Oliver, mantener viva y presente la huella que le dejaron sus padres, atreverse a poner en palabras aquello que ha callado demasiado tiempo, superando el pudor, el miedo, la vergüenza, comprendiendo que callarlo es borrar parte de su vida, impedir el recuerdo, coartar la posibilidad de que alguien más pueda recordar porque desconoce aquello que debería salvaguardarse como tal; leer a Juan es cabecear en más de una ocasión, por fortuna pudiendo encontrar episodios similares o totalmente diferentes a los que aparecen en El niño descalzo, sucedidos hace mucho tiempo, cuando yo aún no había nacido, pero que puedo narrar gracias a las tardes en que, durante o después de la merienda, cuando ya había terminado Peticiones del oyente en Radio Intercontinental, en aquellas hilarantes partidas de tute que compartíamos, mi abuela me contaba muchas historietas, a veces ayudada por viejos álbumes de fotos en que se sintetizaba parte de la historia de mi familia, y es inevitable, ante algunos pasajes, reprocharse no haber prestado más atención, no haber preguntado más, haber insistido según pasaba el tiempo y la réplica “cuando seas padre, comerás huevos” ya no tenía validez, no servía para conformarme y sin embargo lo hice. Porque ahora ya no puedo recurrir a las fuentes principales, porque mis antepasados fueron gente muy humilde que no pudo ser escolarizada, porque les tocó una época en que las letras sólo eran para los ricos, porque no voy a encontrar cartas amarillentas con las que regocijarme y en las que encontrar respuestas, en las que hacer descubrimientos, con las que rellenar huecos o añadir capítulos; sólo por eso, por tomar de la mano a su nieto y entregarle estas páginas conmovedoras, por engrandecer la figura de cualquier abuelo, por animarnos a vivir con los cinco sentidos, por dar su lugar a esas pequeñas cosas, a esos detalles cotidianos que, a la larga, cuentan mucho más sobre nosotros que los actos que suponemos destacables, heroicos, dignos de encomio y mención, sólo por festejar la vida (como si eso fuese poco) merece la pena quitarnos los zapatos, sentir el suelo bajo nuestros pies, iniciar el camino que Juan Cruz nos propone (porque todos, incluido él, somos Oliver).